8

Noah

—Gracias por lo de la otra noche. Por llamar a la ambulancia, por venir al hospital. Significa mucho para mí —dijo Rob, dándome una cerveza del frigo.

Me había pasado de visita después de que acabaran las reuniones de ese día para ver cómo estaba Abigail. Llevaba tres días fuera del hospital y seguía en cama, adaptándose a su nueva normalidad.

—No hice nada.

—Creo que conseguiste que mantuviésemos la calma. —Soltó un suspiro y se dejó caer sobre el sofá que había a un extremo de la cocina.

—¿Cómo está? —pregunté, antes de darle un trago a la cerveza.

—Me dice que está bien, pero la verdad es que no lo sé. Creo que se ha llevado un susto y que de momento se está comportando. Pero no quiero hacerme ilusiones de que vaya a quedarse en la cama durante cinco meses.

—Hará lo que sea mejor para el bebé, estoy seguro.

Un golpe al final de las escaleras captó nuestra atención, y los dos giramos la cabeza de golpe.

—¡¿Estás bien?! —gritó Rob.

—Sí, solo me he tropezado —respondió Truly cuando cruzó la puerta con el pelo mojado.

Llevaba un peine y unas tijeras. No sabía que estaba allí, y quizá eran imaginaciones mías, pero parecía evitar mirarme a los ojos.

Cuando volví de Estados Unidos, no me la había imaginado como parte del recuerdo que tenía de Londres, como hacía con Rob y Abigail. Era como si hubiese desaparecido del mundo, de mi cerebro, mientras estuve en Nueva York, pero había vuelto, y recordaba todos los momentos que habíamos pasado juntos desde la boda y antes de marcharme. Debí haberme esforzado más por mantenerme en contacto. Me gustaba. Era lista, divertida y apasionada con las cosas en las que creía. Además de cariñosa y atenta era alguien a quien me gustaba escuchar y con quien me apetecía compartir mis pensamientos más profundos.

¿Cómo podía haberme olvidado de todo aquello? ¿Y por qué no me había esforzado más en mantener nuestra relación?

—Ah, hola —dijo.

Yo sonreí y la saludé moviendo la cerveza. Ella se recogió el pelo, lo que mostró mejor sus ojos almendrados y su boca perfecta y llena. De repente, me sobrevino un recuerdo de ella riéndose en su sofá mientras comíamos comida china. Había sido mi primera y única amiga. Siempre captaba mi interés de una manera que no alcanzaba a comprender.

—¿Por qué tienes el pelo mojado? —preguntó Rob.

—Porque tengo que cortármelo, y es más fácil así.

—¿Vas a cortarte el pelo tú sola? —pregunté. Truly nunca había prestado demasiada atención a su aspecto, y a mí me agradaba que prefiriese no llevar maquillaje. Era una de las muchas particularidades que me atraían de ella.

—Mañana tengo una comida benéfica, y tengo el pelo… Rob, ¿lo haces tú? Es solo cortarlo recto por abajo. Me tiemblan las manos y tengo que repasar todo esto. —Se sacó un paquete de fichas del bolsillo trasero.

—Ni de coña —respondió él—. ¿Por qué no vas a la peluquería?

—Porque no tengo tiempo, y, de todas formas, siempre me lo corto yo. —Cogió un taburete de roble de la barra del desayuno y lo colocó delante de nosotros—. Por favor. Solo es una línea recta.

Rob puso los ojos en blanco.

—Me he tomado tres cervezas. Voy a dejarte calva. Lo hará Noah. Él acaba de llegar.

—Vale —respondió ella; tiró las tijeras y el peine en el sofá, a mi lado, y se sentó en el taburete.

Puse la cerveza sobre la mesita de centro y cogí el peine y las tijeras. No era peluquero, pero al menos no me había acabado ni una cerveza.

Cuando me acerqué, ella mantuvo la mirada fija en las fichas que tenía delante.

—Ian Chance. Presidente de Langham Foods. Donación total de treinta mil libras, y el año pasado hizo un evento benéfico de preparación de pasteles para recaudar dinero. —Levantó la ficha hacia Rob como si fuese a corregirla si se había equivocado—. Tres hijas: Chelsea, Marian y Elizabeth.

—¿Es una de las personas que va a la comida de mañana? —pregunté a su espalda. El pelo le llegaba casi a la cintura, negro como el azabache y suave como la seda, a pesar de que se le estaban volviendo a marcar los rizos. Me detuve. Estar tan cerca me parecía extraño. Inadecuado. Íntimo.

—Sí. Abi tiene todos sus datos en fichas, y tengo que memorizarlos. Ya he hecho cuatro. Tengo que hacer otras seis. —Se removió en el taburete.

—¿Lo conoces en persona? —pregunté, pasándole el peine por el pelo. El aroma a coco me envolvió.

—No, rara vez me reúno con los donantes. Eso lo hace Abigail.

—Entonces, ¿por qué iba a esperar Ian que te sepas todos sus datos personales, como el nombre de sus hijas? No vas a fingir ser Abigail. Ni a disfrazarte de ella. Solo tienes que hacer su trabajo.

Ella se dio la vuelta para mirarme, sonriendo de oreja a oreja.

—Tienes razón. Necesito saber la información profesional, pero son cosas que solo sabría Abi. —La sonrisa enorme y cálida de su cara me provocó una mezcla de orgullo y miedo. Pero ¿miedo de qué? Yo no tenía miedo de nada. Ya no. Desde el accidente.

Di un paso atrás. No debía estar cortándole el pelo. Iba a terminar cagándola o algo.

Saqué el móvil del bolsillo.

—Eh —dijo ella, señalando con la cabeza hacia el peine que llevaba en la mano libre.

—Un momento. Tengo una solución.

Busqué el número de la mujer que se encargaba de mi ropa en Nueva York. Odiaba ir de compras, y Veronica se aseguraba de que nunca tuviera que hacerlo.

—Veronica, soy Noah. Necesito un peluquero. —Le dije que era para una mujer, le di la dirección de Rob y Abi, y ella me confirmó que iba a ir alguien en el plazo de una hora.

Colgué y volví al sofá, cogiendo la cerveza de camino.

—¿Qué acaba de pasar? —preguntó Truly.

—Ah, he encontrado a un peluquero. Creo que es mejor para ti que te corte el pelo un profesional.

Se pasó la mano por la cabeza.

—¿Y qué? ¿Acabas de pedir un peluquero a las ocho de la noche? ¿Así, sin más?

—Ahora es rico —intervino Rob—. Eso es lo que pasa. Que todo el mundo está a su entera disposición.

—No es eso —dije, aunque suponía que era algo parecido—. Solo he hecho una llamada. No es para tanto.

El dinero hacía que muchas cosas fueran distintas en mi regreso a Londres: dónde vivía, qué llevaba puesto, el poder encontrar un peluquero a las ocho de la noche… Pero no me cambiaba a mí.

—¿Es una exnovia tuya que va a aparecer blandiendo instrumentos puntiagudos? —preguntó Truly con expresión completamente seria.

Yo sonreí.

—No. He llamado a alguien de Nueva York. Tiene contactos.

No pensaba admitir que tenía una estilista. Rob no iba a dejarme ni acabar la frase. El caso era que me había acostumbrado bastante al dinero, pero no estaba seguro de si los que me conocían antes de tener éxito también lo estaban, así que no había contratado a un chófer y solo tenía un asistente personal. Y aunque mi piso era un ático en una de las mejores zonas de Londres, había tenido cuidado de no comprar nada demasiado grande ni demasiado extravagante.

—Vale —dijo Truly, dándome la espalda—. Alguien de Nueva York. Al menos tendré el pelo bien. Pero sigo sin tener nada que ponerme. Supongo que una sudadera no servirá, ¿no?

Madre mía, se le había ido la olla.

—Una sudadera va a ser que no. ¿Tienes un vestido y una chaqueta?

Me miró como si le acabara de pedir que se bebiera una jarra de sangre de caballo.

—¿Crees que necesito un vestido y una chaqueta? —Se bajó del taburete y comenzó a pasear de un lado a otro—. Tengo pantalones negros. Y pensaba ponérmelos con una camisa. Tengo una que está muy nueva. —Hizo una mueca—. Aunque puede que tenga una mancha de curry. Mierda. Creo que no puedo hacer esto. —Apretó los puños—. No estoy preparada. Voy a tener que cancelarlo, o decir que estoy enferma o algo…

—¿Tienes una chaqueta? —le pregunté—. Puede funcionar con los pantalones.

Ella hizo un mohín.

—Rob, Abigail tendrá cosas en su armario. Voy a tener que asaltarlo. Y puede que me ayude a comprar algo online.

—¡No! —Rob dejó de golpe la cerveza en la mesita que había delante de él—. Eso no va a pasar ni de coña. No quiero que empiece a pensar en trabajo ni que se preocupe porque no puedas arreglártelas. Vas a tener que apañártelas.

Truly dejó de dar vueltas y se frotó la cara con las manos.

—Tendrán que ocuparse Mason y Kelly. Mañana asumirán cuantos más compromisos sea posible de Abi, pero…

—Espera, ¿qué? —pregunté antes de pensar siquiera en lo que estaba diciendo. Eso no era asunto mío, pero los niños del centro de rehabilitación se merecían la oportunidad que yo había tenido, y dejar que se ocuparan otros no era la manera de recaudar veinticinco millones de libras.

—Mason y Kelly. No los conoces, pero son extrovertidos y optimistas, y pueden encargarse de la mayor parte de las cuestiones sociales.

—Pero esto no son cuestiones sociales. —Me eché hacia delante en mi asiento—. Son negocios. Los grandes donantes, los grandes patrocinadores de la fundación, querrán hablar con alguien de la dirección. Alguien con el apellido Harbury.

—Pero es que tengo demasiado que hacer, y no se me dan bien estas cosas. Ni siquiera tengo un traje elegante para mañana…

—No tiene sentido tener una oficina administrativa fantástica si no hay dinero para gastar ni para mantenerla.

Se incorporó en su butaca y después volvió a levantarse.

—¿Crees que los donantes no nos entregarán cheques si no voy a la comida o a la cena o lo que sea?

—Estoy diciendo que ni siquiera conseguirás que te abran la puerta: lo cancelarán.

—Odio decirlo, pero creo que tiene razón —replicó Rob, después de darlo otro sorbo a su cerveza—. Creo que Abigail preferiría que asistieses a esos eventos antes que… quienes has dicho antes. Pero no puedes preguntarle, está vedada. Lo único que tiene que saber es que todo va bien y que os estáis encargando vosotros.

—Pero sigue siendo la misma fundación, las mismas buenas causas. ¿Quién podría discutir con el centro de rehabilitación? Habéis estado allí, ¿verdad? Están desesperados.

Truly era la mujer más inteligente que había conocido, pero también una de las más inocentes. En ocasiones como aquella, pensaba que lo hacía a propósito. Se encerraba en sí misma para no tener que enfrentarse a ciertas cosas.

—No se trata de buenas causas. Dime por qué no vas a trabajar con mallas y una camiseta de Star Wars.

Ella se sonrojó.

—Bueno, quiero parecer profesional. Es decir, un poco más que teniendo a Yoda en el pecho. Sé que no me visto como Abigail en la oficina…

—Pero no debería importar lo que llevas puesto, ¿no? O sea, que sigues siendo Truly: lista como un lince y una negociadora dura, al menos cuando tratas con tu hermana.

—Así que estás hablando de la apariencia.

—Sabes que la gente no toma decisiones basadas en la lógica y la razón. La gente dona dinero a la beneficencia para sentirse mejor, para sentirse especiales y apreciados, para sentir que importan. Si les endilgas a un empleado inferior, entonces se irán a otra organización que los trate como si hubieran encontrado la cura para el cáncer.

Hundió los hombros al asimilar lo que le estaba diciendo.

—No puedo hacer dos trabajos. Es imposible. Y Mason y…

—Olvídate de Mason y de quien quiera que tengas haciendo cola. —Dejé la cerveza de un golpe sobre la mesa, quizá más fuerte de lo que pretendía. Truly dio un salto, pero yo no iba a parar hasta decir lo que tenía pensado. Sabía lo importante que era la fundación para ella y para Abi, y no quería que cometiera un error garrafal que la pusiera en peligro—. Vas a tener que participar en todas las reuniones, presentaciones y cenas que Abi haya planeado. Delega los asuntos financieros: contrata a alguien.

—Pero nadie conoce esos sistemas y…

—Nadie va a dirigir ese departamento como lo harías tú. Tienes que aceptarlo.

—Sí, pero si delego la parte de la recaudación a personas que se les dé mejor, no todo se irá al garete en cinco meses solo porque Mason y…

—¿Estás dispuesta a asumir el riesgo? ¿A poner en juego todo lo que tu madre, Abi y tú habéis conseguido solo porque prefieres esconderte detrás de tu ordenador o quedarte en casa con un libro? ¿A hacer que los niños de ese centro de rehabilitación sufran porque no quieres tomarte la molestia de ir a comprarte algo de ropa?

Ella se miró los dedos de los pies porque se había quedado al fin sin excusas. Había ido demasiado lejos y lo sabía. No era asunto mío. No tenía ninguna participación en la Fundación Harbury. Debí haberlo dejado, pero sabía por lo que estaban pasando esos chicos. Sabía lo fácil que iba a ser que se rindieran.

Casi podía escuchar cómo le latía el corazón a causa de la ansiedad.

—¿Sabéis? Tenéis la solución perfecta delante de las narices —dijo Rob—. Noah, deberías ayudarla.

—¿Qué? —preguntamos Truly y yo al unísono.

—Es perfecto. No tienes nada que hacer en estos momentos. —Levantó la mano cuando fui a refutar su argumento—. Es decir, tampoco es que dirijas una empresa ni estés tratando de hacer que algo funcione. Tienes más tiempo libre de lo normal.

No podía discutirle aquello, pero no me dedicaba a meterme en la cama y ver culebrones. Tenía planeada una serie de clases de vuelo y de paracaidismo, y, ya que había contratado a un asistente, iba a empezar a buscar oficinas.

—Has ganado un montón de dinero. Sería una forma de contribuir. En vez de firmar un cheque enorme, podrías hacer algo más tangible. Ser su asesor. Tú también te has encargado de los discursos. Sabes cómo funcionan las grandes empresas, en qué piensan los donantes y qué es lo que les hará entregar su dinero. Puedes entrenarla un poco.

—Truly puede apañárselas sola, es solo que no quiere. —¿Por qué le estaba poniendo las cosas tan difíciles? Debía relajarme, disfrutar de mi cerveza y dejar que ella sola lo arreglara. O no—. No me necesita. —Miré a Truly para ver cuál era su reacción.

—Tienes razón. Puedo arreglármelas sola —dijo, pero la preocupación que había en su mirada decía otra cosa—. Gracias por los consejos empresariales. Me han venido muy bien. —La voz le tembló al terminar la frase.

—Vas a estar bien —le aseguré—. Es solo que has tenido demasiadas cosas en las que pensar. Siento haberla tomado contigo así. Me he comportado como un gilipollas. Y Rob también.

—No lo sientas —añadió; apartó la mirada y la desvió hacia las voces que provenían del vestíbulo.

Me puse de pie y me di cuenta de que Rob estaba con alguien. Mierda, el peluquero.

—¿Estás lista? —le pregunté a Truly.

—Sí, está bien. Necesito un corte. Y un trasplante de personalidad. Así que, si puedes llamar a uno de tus contactos de Nueva York y arreglarlo, te estaría muy agradecida. —Sonrió y yo me reí por lo bajo.

Pensé que ojalá pudiese ayudarla. El plan de la fundación para el centro de rehabilitación era admirable, esos niños necesitaban ayuda y no me gustaba ver a Truly tan agobiada. Ella no era así. ¿Debía ayudarla si podía? Que Rob sugiriera que la acompañara a funciones no era tan absurdo. Una vez fuimos buenos amigos. Y, de todas formas, se trataba de negocios, de lo mejor para la fundación. Veinte semanas pasaban volando, y yo podía darles a los niños la oportunidad que una vez me habían dado a mí.

¿Cómo podía decir que no?