Capítulo 8

 

 

 

 

 

NO HACÍA falta ser un genio para saber que aquello no iba a funcionar, pensó Cindy a la mañana siguiente. Hitch acababa de marcharse a la oficina, dejando tras él el aroma a bergamota de su loción de afeitar, un aroma que despertaba en ella todo tipo de pensamientos inapropiados. Tenía que encontrar un trabajo para poder alquilar una habitación y tenía que hacerlo antes de que fuera demasiado tarde.

Aunque no quería ni pensar a qué se refería con «demasiado tarde».

Quizá podría encontrar un albergue para jovencitas o algo parecido. Tenía que haber algo así en una ciudad tan grande como Richmond. «Ayúdenme, por favor», podría decirles. «Estoy loca por un hombre con el que estoy viviendo y si no me ayuda alguien soy capaz de lanzarme a sus brazos y rogarle que me haga suya».

Él, un caballero, declinaría la oferta, y ella se iría a la tumba virgen porque Hitch era el único hombre para ella.

En cualquier otro momento, dado su presente estado de frustración, habría sacado sus antiguas revistas de moda y se habría puesto a diseñar sombreros. Pero las había dejado en casa de su tía.

De modo que tendría que empezar a coleccionarlas otra vez. Además, había memorizado cada modelo, cada fotografía, cada diseño.

Con los hombros caídos, Cindy se preguntaba, no por primera vez, por qué no habría nacido con ambiciones normales.

Hitch tenía razón. Ya nadie llevaba sombrero. Por muchos adornos que pusiera, por muy elegantes que parecieran, tendría que esperar a que los diseñadores desempolvaran de nuevo la moda de los grandes sombreros o se moriría de hambre.

Pero diseñar sombreros no era una elección sino una vocación. Algo con lo que había nacido, como la pasión por el chocolate. Su primera muñeca se llamaba Felicia y le había hecho montones de sombreros con telas que le proporcionaba su madre.

–Tienes que poner los pies en la tierra, Cindy –murmuró para sí misma–. Tienes que aceptar el primer trabajo que te permita pagar una habitación.

Habiendo vivido de la caridad de otros durante casi toda su vida, Cindy sabía que su prioridad era ser independiente. Los sombreros podían esperar. Pero se negaba a tener pensamientos negativos. Algún día, los sombreros volverían a ponerse de moda y cuando fuera así, ella estaría esperando con un almacén lleno de diseños.

 

 

Entre la cita con un fabricante de segadoras que quería algo para atraer al público femenino y una cita con su oftalmólogo, Hitch estudiaba los anuncios del periódico. Después, llamó a una agencia de empleo que conocía.

–Es una chica muy creativa, puede hacer de todo y bien… ¿Ordenadores? Me parece que no –estaba diciendo, con el auricular apoyado entre la oreja y el hombro–. No, creo que tampoco sabe escribir a máquina –añadió, sacando una aspirina del cajón–. Sí, muy bien. Me pasaré por la agencia el lunes, pero… si se te ocurre algún trabajo para ella, te lo agradecería.

 

 

Cindy lo recibió en la puerta mordisqueando un muslo de pollo frito y se disculpó inmediatamente.

–Perdona, seguro que te gustan los muslos, ¿no? Bueno, hay otro, y dos alitas y la pechuga…

–Cindy…

–Y he hecho puré de patata…

–Cindy, no hace falta que te vuelvas loca cocinando –la interrumpió, malhumorado. Los ojos de ella se oscurecieron inmediatamente. Era como si la hubiera abofeteado–. Perdona, he tenido un día fatal y me duele la cabeza.

–Lo siento. Sé que hablo demasiado. Te dejaré la cena en la mesa para que comas solo –dijo Cindy, intentando sonreír.

«Eres un bastardo, Hitchcock. ¿Por qué no la echas de tu casa? Habría sido mejor».

Pero no podía hacerlo. Lo único que deseaba en aquel momento era tumbarse con ella entre sus brazos y después cenar a su lado mientras le contaba lo que había hecho aquel día y escuchaba lo que había hecho ella.

Lo cual demostraba que había perdido la cabeza. La cabeza y el sentido común que, según su padre, no había tenido nunca.

–Podemos cenar mientras vemos la televisión.

El pollo frito estaba delicioso. Aunque seguramente tendría que hacerse una limpieza de arterias antes de los cuarenta, pensó, irónico. También comió puré de patatas y una ensalada para tranquilizar su conciencia.

Cindy no dijo una palabra y apenas había comido nada. Suspirando, Hitch se levantó y llevó las dos bandejas a la cocina.

–Haré un poco de café y charlaremos un rato, ¿de acuerdo?

Ella parecía incómoda, pero Hitch no sabía qué decir para arreglarlo. Después de tomar el café, se apoyó en el respaldo del sofá y la miró durante largo rato.

–Has encontrado un trabajo para mí, ¿verdad?

–¿Y si te digo que sí?

–Te daría las gracias y empezaría a guardar mis cosas.

Cindy tenía que saber que no había encontrado ningún trabajo. Para empezar, nadie iba a contratarla antes de conocerla. En segundo lugar, Hitch tenía que asegurarse de que era un trabajo que a ella le gustase y que pagaran bien. Y sabía que eso iba a ser imposible.

–No has encontrado un trabajo –murmuró ella entonces, mirándolo directamente a los ojos con aquella mirada firme e insegura a la vez. No podía dejarla ir, se decía. Cindy era demasiado especial… demasiado frágil.

–No. No he encontrado nada todavía.

–Pues yo he encontrado una fábrica de sombreros. Hacen gorras deportivas, pero sería una forma de empezar. He llamado por teléfono.

–¿Y? –preguntó él, frotándose las sienes. El dolor de cabeza había aumentado de repente.

–Y tienen un puesto en el departamento de embalaje.

–¡Tú no vas a trabajar metiendo gorras en cajas! –exclamó él–. Estarías todo el día de pie.

–La verdad es que pagan muy poco, pero para alguien sin experiencia…

–¿Has trabajado de verdad alguna vez? Además de los recados quiero decir.

–No.

–Mira, tenemos una cita el lunes en una agencia de empleo que conozco. La propietaria es una amiga mía y me ha prometido buscar algo que se ajuste a tus… capacidades.

–Ya he encontrado un trabajo, Hitch –insistió ella.

¿Por qué cada vez que la miraba sentía el deseo de tomarla en sus brazos?, se preguntaba. El problema era que la cosa no terminaría ahí. Incluso con aquel terrible dolor de cabeza, su libido estaba más despierta que nunca.

«¿Es que no tienes sentido de la decencia?», se preguntó a sí mismo. Había escuchado aquello miles de veces en casa de sus padres. Para los Hitchcock la decencia era algo muy importante.

–Piénsalo un poco, ¿de acuerdo? No tienes que aceptar lo primero que se te presente. Si lo aceptas y después lo dejas en una semana no quedará bien en tu currículum.

–Yo no tengo currículum.

–Eso es algo que tendremos que solucionar durante el fin de semana.

–¿Y qué voy a poner, que llevaba a la compra a la señorita Emma y limpiaba las jaulas de la señora Davis? –sonrió ella. Hitch la miró, fascinado. Habían pasado tres días desde la última vez que la había besado. Y deseaba con todas sus fuerzas volver a hacerlo.

Con la excusa del dolor de cabeza, Hitch se fue pronto a la cama y estuvo despierto durante la mitad de la noche, preguntándose qué le pasaba con aquella chica. Si pudiera apartarse de ella sin hacerle daño. Si quisiera apartarse de ella…

 

 

Al día siguiente era sábado. Hitch no tenía que ir a la oficina, pero lo hizo de todas formas. Era más seguro que quedarse viendo a Cindy limpiar un apartamento que ya estaba reluciente, pero que ella insistía en seguir abrillantando para ganarse la comida.

Consiguió trabajar hasta media tarde y cuando volvió a casa la encontró planchando sus pijamas, que en realidad solo usaba desde que ella estaba allí.

–Hola –sonrió Cindy–. ¿Sabes que hay lavadora y secadora en el edificio? Tu vecino de abajo me lo ha dicho, así que ha bajado la ropa y…

–¡Maldita sea, Cindy, son tres pisos! –exclamó él.

–Necesito hacer ejercicio. No estoy acostumbrada a no hacer nada.

–¡No te he traído aquí para ponerte a trabajar en mi casa, maldita sea!

–Antes no maldecías tanto –murmuró ella.

Hitch dejó caer el maletín y se quitó la corbata.

–¿Antes?

–Bueno, ya sabes, antes.

–No lo sé. ¿Por qué no me lo dices tú?

–Antes, cuando te veía en casa de los MacCollum haciéndote el valentón. Solías jactarte de ser deportista, pero nunca te había oído maldecir –sonrió Cindy con aquella sonrisa que lo deshacía por dentro–. Seguramente porque la madre de Mac te habría lavado la lengua con jabón.

–¿Era así como te divertías entonces? ¿Mirando por las cerraduras?

–A través de los arbustos, no a través de cerraduras –corrigió ella. Afortunadamente, pensó Hitch. Recordaba haber intentado impresionar a las amigas de Mac para acostarse con alguna que estuviera dispuesta. Y lo había conseguido varias veces–. Si quieres saber la verdad, estaba celosa –admitió Cindy–. Yo quería ser mayor y más guapa para que los chicos se fijaran en mí.

–Yo me fijé en ti –mintió él.

–Seguro. Incluso una vez me preguntaste cómo estaba.

–¿Y qué dijiste tú?

–Supongo que me puse colorada y salí corriendo. Entonces no se me daba bien relacionarme con la gente.

La luz del atardecer que entraba por la ventana le daba a su pelo un brillo de cobre y hacía que su piel pareciera de terciopelo. Un efecto que no era nada tranquilizador.

Siguieron charlando sin volver al tema del trabajo. Hitch estaba impresionado por lo fácil que le resultaba hablar con ella. Al contrario que con otras mujeres con las que había salido.

Aunque él no estaba saliendo con Cindy. En primer lugar, era demasiado joven para él y en segundo lugar…

¿Qué era lo segundo?

De nuevo, se recordó a sí mismo las razones por las que había jurado no casarse jamás. El matrimonio de sus padres era suficiente para desanimar a cualquiera y el ejemplo de los amigos que se habían casado jóvenes y que, después del divorcio, tenían que luchar por la custodia de sus hijos lo había convencido.

Hitch no pensaba arriesgarse. Él tenía una vida cómoda, una carrera interesante y una vida social entretenida. Y no tenía intención de tirar todo eso por la ventana. Ni en aquel momento ni nunca. Si podía evitarlo.

El problema era que no sabía cuánto iba a gustarle volver a casa y encontrar una mujer deliciosa, atractiva y cálida que había preparado la cena para él. Si lo hubiera sabido, habría dejado a Cindy en la parada de autobús.

Pero no era cierto. Había sido atrapado en su propia trampa.

 

 

Hitch salió el sábado por la noche, diciéndole que tenía un compromiso y Cindy le dijo que iba a ver una película en la televisión.

Por alguna razón, se sentía incómodo dejándola sola, pero fue a un bar que conocía y se dispuso a ver un partido que no le interesaba mientras se tomaba una cerveza. Una hora y cuatro cervezas después, salió del bar y llamó un taxi.

Cindy llevaba otra de sus enormes camisetas, en aquella ocasión de color rojo.

–¿Qué tal la película?

–Preciosa –contestó ella, con los ojos brillantes.

–Pensé que estarías en la cama.

–Quería esperarte despierta. Tú hacías eso por mí, ¿recuerdas?

–No tenías por qué hacerlo, Cindy.

–Además, no tenía sueño –se encogió ella de hombros–. He estado echando un vistazo a alguno de tus libros.

–Ya.

Hitch respiró profundamente mientras se sentaba en el sofá de cuero, deseando no haber tomado la última cerveza. No solía beber más de una o dos copas pero, por alguna razón, aquella noche había roto las reglas.

–¿Te encuentras bien, Hitch? –preguntó ella. Su voz era como su risa, suave y más ronca de lo que podía esperarse de una pelirroja diminuta como ella.

–Estoy bien. Vete a la cama, Cindy.

–Bueno… si estás seguro.

–Vete a la cama, por favor.

–¿Te duele la cabeza?

Hitch la miró, furioso.

–¡No, maldita sea, no me duele la cabeza! ¡Lo que me duele es algo que tú no querrías saber!

–Podría ayudarte…

Los pensamientos que pasaron por la cabeza de Hitch eran perversos. Había bebido demasiado, pero no fue la cerveza lo que lo convenció de que aceptara su oferta.

–Claro que puedes ayudarme. Ven aquí.

–¿Dónde? –preguntó ella, un poco sorprendida.

–Aquí. Quiero que pongas las manos donde me duele.

«¿Cómo he podido decir eso?», pensó Hitch. «¿Qué me está pasando?»

Cindy dio un paso hacia él, con precaución.

–¿Dónde te duele?

Hitch no podía seguir. No con Cindy. Pero entonces ella cometió un error. Lo tocó. En el hombro, mirándolo a los ojos como para adivinar dónde le dolía.

Si hubiera mirado más abajo, se habría dado cuenta enseguida.

–Deberías haberte marchado cuando tenías oportunidad –murmuró Hitch antes de tomarla en sus brazos.