Capítulo 11

 

 

 

 

 

ESTE TIENE adornos de perlas –estaba diciendo Cindy, mientras se probaba el sombrero.

Janet Hitchcock la miraba, sorprendida.

–Ah, ya veo…

Cindy no había querido hacerlo. Hitch la había convencido.

–¿Un pase de modelos? Hitch, no puedo hacer eso en tu casa, especialmente en un momento como este, con tu padre enfermo… Sería inapropiado.

«Inapropiado» era una de las palabras favoritas de su madre. En realidad, toda su vida había sido «inapropiada» para ella.

–Hazlo por mí. Es justo lo que necesita este mausoleo y a mi madre le iría bien distraerse.

–Por favor, Hitch…

–Lo digo en serio –había insistido él. Hitch no estaba seguro de por qué lo había sugerido, pero cuando la vio ponerse un sombrero tras otro en la oscura habitación, supo que había hecho bien. No estaba seguro de que su padre entendiera lo que estaba pasando, pero tenía que creer que debajo de aquella expresión mortecina seguía habiendo un cerebro privilegiado.

Quizá por primera vez en su vida, sus padres estaban asustados. Para cualquier persona aquello era terrible, pero para alguien acostumbrado a la disciplina militar y a la autoridad, debía ser aterrador.

Su madre parecía otra mujer. El día anterior en el hospital había visto que le temblaban las manos. Aquel día, ni siquiera se había molestado en hacerse el moño. Nunca, que él supiera, había salido Janet Hitchcock de su habitación sin estar perfectamente arreglada.

En aquel momento, frente a una pelirroja con vaqueros anchos y zapatillas rosas, con la cabeza convertida en un jardín, parecía aturdida. Y eso era mejor que estar asustada y afligida, pensó Hitch.

–Es muy… bonito –murmuró la juez.

Cindy se volvió hacia la figura silenciosa que reposaba en la cama.

–Señor Hitchcock, se supone que este le gusta mucho a los hombres. ¿Usted qué cree? Haga un guiño si le gusta. Si no, frunza el ceño.

El paciente no hizo ninguna de las dos cosas y, sin embargo, Hitch creyó ver que sus ojos se iluminaban. Su padre parecía más viejo y, sin embargo, más joven que nunca. Las eternas arrugas de su frente habían desaparecido.

–No he traído todos mis sombreros –explicó Cindy. Parecía un arcoiris en aquella habitación con paredes de madera oscura y cuadros tenebrosos–. Tengo once terminados y materiales para varios más, pero son solo diseños de trabajo.

–Sí, claro –murmuró la juez.

Hitch tuvo que sonreír. Él no la habría invitado nunca a su casa. No habría invitado ni a su peor enemigo.

Había sido decisión de Cindy. Le había dicho que lo había oído llamarla en sueños y tenía que admitir que nunca se había alegrado más de ver a alguien. Había sentido que algo se calentaba en su interior al ver aquella cara llena de pecas.

Durante la cena, ella le había dicho que podía dormir en algún hostal y volver a Richmond al día siguiente si no la necesitaba. O podría buscar un trabajo allí mismo para hacerle compañía.

–Eso es lo bueno de ser independiente. Puedo ir donde quiera, hacer lo que quiera y a nadie le importa.

A él le importaba, pero no se atrevía a decírselo. No era el momento y no tenía razón para pensar que a ella le gustaría oírlo.

–Cindy, ¿crees que puedes hacer algo con los ramos de flores que hemos recibido? –preguntó Janet cuando Cindy terminó su exposición de sombreros–. Quizá podrías hacer uno grande con las más bonitas y traerlo a la habitación.

–Me encantaría. Esta habitación necesita algo alegre.

–Quizá podrías dejar alguno de… de tus sombreros por aquí –siguió diciendo la juez. Hitch estuvo a punto de caerse de la silla.

 

 

El resto de la semana fue un agotador proceso de esperanza, desilusión, adaptación y revelaciones. El médico les dijo que era demasiado pronto para esperar un cambio, pero que albergaba esperanzas de una pronta mejoría.

Hitch utilizó el estudio de su padre para trabajar y fue a Richmond a mitad de la semana para solucionar una pequeña crisis. Miller Grove, o Buck como lo llamaba Cindy, tenía muy buenas ideas, pero no se le daba bien tratar con los clientes.

Cindy había sido un regalo de Dios. Si le hubieran preguntado una semana antes, habría dicho que jamás se adaptaría a la casa de sus padres, pero era la propia Cindy quien contestaba el teléfono y enviaba notas agradeciendo las flores y las llamadas, como había visto hacer a la ayudante de su madre.

Era Cindy quien relevaba a las enfermeras. Incluso dibujaba sombreros al lado de la cama, pidiéndole consejo a su padre de vez en cuando.

–Este no me gusta demasiado. ¿Qué le parece? Quizá debería quitar las flores, ¿no cree?

Y después asentía con la cabeza como si hubiera recibido una respuesta.

Cindy llamaba a su madre por su nombre de pila. Eso dejó a Hitch sin habla.

–Janet, ha olvidado desayunar esta mañana. Annie y yo habíamos hecho tortitas.

Annie. También llamaba al ama de llaves por su nombre de pila. Hitch ni siquiera sabía que el general que presidía la cocina se llamase algo más que «la señora Kueber».

Aquella noche, Hitch aprovechó un momento a solas con Cindy para darle las gracias por todo lo que estaba haciendo.

–No sé cómo agradecértelo… –empezó a decir, pero ella le puso un dedo sobre los labios. Aquel fue su primer error. Hitch tomó su dedo y lo besó con ternura–. Tienes a mi madre comiendo de tu mano. Incluso me ha parecido ver sonreír a mi padre cuando le contabas que estuve a punto de atropellarte.

Cindy sonrió y Hitch no pudo evitar tomarla en sus brazos. Hubiera deseado llevarla a su habitación… si el sonido de los pasos de su madre en el pasillo no hubiera roto el hechizo. Los dos se apartaron a la vez, avergonzados.

–Madre… –Hitch se aclaró la garganta–. ¿Te importa si uso tu fax?

Janet Hitchcock le dio permiso con un sencillo gesto. Afortunadamente, no lo había mirado a la cara porque si hubiera visto su expresión le habría dado una charla sobre la moralidad.

Pero quizá ni siquiera hubiera reconocido los signos. Aunque su padre y ella debían… haberse descongelado en algún momento. Al menos, una vez o él no estaría allí.

 

 

El lunes de la semana siguiente, Janet Hitchcock sugirió que su hijo debía volver a Richmond.

–Aquí no puedes hacer nada. La recuperación de George será lenta y tú tienes tu propia vida.

–Tienes razón. Será mejor que nos vayamos. Llámame en cuanto haya algún cambio –dijo él. La juez levantó una ceja–. ¿Qué ocurre?

–Cindy podría quedarse. A tu padre le gusta tenerla cerca.

Durante unos segundos, Hitch se quedó sin palabras. Su madre nunca había tenido mucho tacto, pero aquello le había sonado como cuando le decía que su padre tenía cosas más importantes que hacer que ir a verlo jugar al fútbol. O cuando el chófer lo llevaba al cine el día de su cumpleaños porque sus padres tenían algún juicio importante.

–Se lo preguntaré a Cindy.

–Se quedará si yo se lo digo.

–Si se lo pides, querrás decir –corrigió Hitch.

Ella asintió antes de darse la vuelta y Hitch se dijo a sí mismo que debía marcharse antes de decir o hacer algo de lo que más tarde se arrepentiría. Durante unos días se había sentido casi como un miembro de la familia… Pero no era la primera vez que se engañaba a sí mismo.

No importaba, se decía, él tampoco los necesitaba. Y Cindy decidiría si quería quedarse o no. Ella era una mujer independiente y le gustaba tomar sus propias decisiones.

Aunque alguien debería advertirle que la independencia no estaba bien vista en casa de los Hitchcock.

 

 

Después de guardar las cosas en su bolsa de viaje, Hitch fue a buscar a Cindy. La encontró en la cocina, colocando flores en un jarrón.

Flores. Siempre se la imaginaría rodeada de flores, oliendo a flores.

–He venido a despedirme.

–¿Te marchas? –preguntó ella, sorprendida.

–Mi madre dice que puedes quedarte. La elección es tuya –dijo él, sin expresión. Le hubiera gustado decirle: «Vámonos de aquí antes de que mis padres te digan cómo debes vivir. Si alguien va a tomar el control sobre tu vida, quiero ser yo».

–Pero tu padre…

–No me necesita.

–Claro que te necesita –replicó ella, secándose las manos con un paño–. No puede decirlo con palabras, pero sabe que estás aquí. Y quiere que estés a su lado, lo sé porque te sigue con los ojos cada vez que entras en la habitación, como si estuviera intentando decirte algo…

Hitch suspiró pesadamente.

–Cindy, eres una soñadora. Yo prefiero enfrentarme con la realidad.

–Tú también eres un soñador, Hitch. Los sueños son reales, lo que pasa es que nos da miedo creer en ellos.

–Mira, no quiero discutir. Cree lo que quieras, pero no olvides que una parte de tu sueño es ser independiente. No te metas en una situación de la que no puedas salir, ¿de acuerdo?

 

 

Durante el resto del día, mientras arreglaba los ramos de flores que seguían llegando a la casa, Cindy pensó en Hitch y en la razón por la que no se llevaba bien con sus padres.

Se había quedado porque sabía que ellos la necesitaban. Sus padres eran una parte de Hitch, aunque él no quisiera reconocerlo. Y si había alguna forma de hacer que se entendieran, lo intentaría.

Cindy entró con una bandeja en la habitación de George Hitchcock para que la enfermera de noche pudiera descansar un poco.

–Tiene que probarla. Está muy rica –murmuró, dándole la sopa–. Cuando pueda comer de verdad, le haré un asado de los míos. Eso sí que es comida.

No hubo respuesta, por supuesto, pero Cindy estaba segura de que los ojos del señor Hitchcock se habían iluminado. Eran grises, del mismo tono que los de Hitch.

–Hitch se ha marchado esta mañana –siguió diciendo–. Cree que ustedes no lo quieren aquí. Es terco como una mula y cuando se le mete algo en la cabeza… No me lo ha dicho, pero me lo imagino. Y no sé de dónde ha sacado esa idea, porque Hitch es el hijo del que cualquier padre se sentiría orgulloso. Es una mezcla entre ingeniero y artista, ¿sabe? Y también es la persona más amable y más generosa que he conocido nunca. Si yo no estuviera en contra del matrimonio, me casaría con él ahora mismo.

Cindy estudió la cara del hombre después de decir aquello. No lo había imaginado. La expresión de sus ojos le decía que estaba luchando por hablar.

«Por favor, Dios mío, haz que reaccione. Hasta que Hitch sepa que sus padres lo quieren, no creerá en el amor de nadie», repetía Cindy sin palabras.

 

 

Hitch llamó al día siguiente.

–Señora Kueber, ¿puedo hablar con la señorita Danbury?

–Voy a buscarla. Ha ido a llevarle chocolate caliente a su padre. Si quiere que le diga la verdad, las cosas son mucho más agradables en esta casa desde que ella está aquí.

–Esperaré –dijo Hitch.

La escuchó incluso antes de que tomara el auricular. Iba corriendo. Nadie corría en casa de sus padres. Era increíble.

–¿Hitch?

¡Cómo echaba de menos su voz, cómo la echaba de menos a ella!

–¿Va todo bien?

–Sí, pero te echamos de menos. Tu madre me ha enseñado fotografías de cuando eras pequeño y se ha emocionado.

Hitch se quedó sin habla. ¿Sus fotografías de pequeño? Ni siquiera sabía que su madre las conservara.

–Solo quería saber si todo iba bien.

–Mucho mejor. ¿Podrías volver este fin de semana? A tu padre le encantaría verte.

Hitch no le dio una respuesta definitiva porque no iba a ser la que ella esperaba, pero siguieron charlando durante unos minutos.

¿Qué le estaba pasando?, se preguntó después de colgar el teléfono. La echaba tanto de menos que se ahogaba.

 

 

Cuando Hitch abrió la puerta de su apartamento, un aroma a comida lo envolvió.

–¿Cindy? –la llamó, perplejo.

La puerta del cuarto de baño se abrió en ese momento y de él salió una figura envuelta en una toalla.

–¡Hitch! Oh, vaya, quería estar vestida cuando llegaras.

Hitch sintió que algo dentro de él se calentaba. Y a aquella sensación siguió otra aún más caliente.

–¿Cuándo has vuelto?

Era una pregunta tonta. Por qué había vuelto era lo que tenía que preguntar. ¿Lo había elegido a él en lugar de a sus padres? ¿Estaba allí porque no tenía otro sitio donde ir?

–Espero que no te importe. Tenemos que hablar y pensé que lo haríamos mejor con el estómago lleno.

Pero no era su estómago en lo que Hitch estaba pensando. Y la conversación también podía esperar.

–Sí, claro. ¿Puedo ayudarte? –preguntó, intentando no mirar lo que la toalla dejaba casi al descubierto.

–Dame un momento para vestirme –sonrió Cindy.

Tres minutos después volvió a salir del baño, con un albornoz y el pelo mojado.

–¿Quieres comer?

–Preferiría hacer el amor.

Ella lo miró, atónita.

–¿Hacer qué?

–¿Qué pasa, no te has secado las orejas?

Cindy se sentó en el sofá, tapándose las rodillas primorosamente con el albornoz.

–¿Qué te pasa, Hitch? –preguntó–. Nunca me habías dicho una cosa así.

–¿No? Pues ya era hora –replicó él. Cindy se quedó mirándolo con el ceño fruncido. Estaba empezando a anochecer y la luz que entraba por la ventana apenas iluminaba el salón–. No sabía si iba a volver a verte –dijo Hitch entonces, sorprendido al poner sus pensamientos en palabras. Tenía la sensación de que había perdido algo de inestimable valor y no podía soportar la idea de que Cindy fuera por la vida sin saber que había un hombre que la amaba más de lo que hubiera soñado amar nunca–. Ven aquí –murmuró, alargando la mano–. Por favor.

Cindy se echó en sus brazos con una expresión que era de… ¿alivio?

Hitch había aprendido pronto que no debía buscar el amor. Sus padres no conocían el significado de esa palabra y nada en su vida le había enseñado lo contrario. El amor no era más que una ilusión. Un cuento de hadas que, como adulto, se negaba a creer.

Pero al sentir el cuerpo cálido de aquella mujer entre sus brazos, su pelo húmedo aplastado contra su pecho, dejó de pensar. Tenía cosas mejores que hacer en aquel momento.

 

 

–Te quiero –susurró Hitch mucho tiempo después, cuando empezaba a amanecer.

–No dejes de quererme nunca. No podría soportarlo.

Hitch la apretó más fuerte entre sus brazos.

–¿Quieres una garantía de por vida? La tienes –sonrió él. Después de eso, se besaron, murmurando palabras de amor. El tiempo pasaba y seguían sin moverse de la cama–. ¿Quieres que nos casemos en Mocksville?

Cindy lo pensó durante unos segundos y después negó con la cabeza.

–¿Qué te parece en casa de tus padres? Los jueces pueden casar a la gente, ¿no?

Hitch cerró los ojos, sonriendo.

–Eres un milagro, cariño, pero no fuerces la suerte.

–No es suerte, es amor. Y podemos forzarlo todo lo que queramos porque no va a romperse.

–Eso suena interesante.

–El amor puede incluir a los padres, los abuelos, los hijos, los primos…

Hitch le puso un dedo sobre los labios.

–Invitaremos a todo el mundo, incluida tu tía y tus primas. Pero ahora y para siempre, ¿por qué no nos concentramos en nosotros dos?

–¿Por qué no? –sonrió ella.