LA SEÑORA Stephenson parecía estar en todas partes, comprobando personalmente que los camareros contratados para la ocasión atendían a sus invitados.
Hitch sentía compasión por ella, pero sentía más compasión por Mac. Aunque después de vivir al lado de la mujer dragón y sus dos dragoncitas durante toda su vida, suponía que sabía dónde se había metido.
La casa era grande y el salón, el comedor y el vestíbulo se habían acondicionado para recibir a todos los invitados, pero las mesas que contenían el buffet parecían en serio peligro. El aire acondicionado no era suficiente para enfriar el caldeado ambiente y los rostros de las invitadas brillaban bajo las lámparas.
En ese momento, Maura apareció tras él y lo tomó del brazo.
–¿Quieres bailar conmigo?
–He olvidado una cosa en casa de Mac. Si quieres, podemos bailar más tarde –se disculpó él. Tenía que salir de allí. La música y las voces de los invitados estaban empezando a ensordecerlo.
Hitch se dirigía al fresco y tranquilo porche cuando vio a Cindy bajando la escalera. Se sujetaba con una mano a la barandilla mientras con la otra levantaba un vestido que era demasiado largo y demasiado sofisticado para ella. Parecía una niña que se hubiera puesto el vestido de su madre.
–Hola, Cindy. Te estaba esperando –la saludó alegremente. Incluso bajo la suave luz de los candelabros, Hitch se dio cuenta de que ella palidecía–. Estás muy guapa.
Era cierto, si uno se olvidaba del traje, los zapatos y el peinado. Y le resultaba muy fácil hacerlo.
–Gracias –murmuró ella–. Parece que ya ha empezado la fiesta. Las invitaciones decían a las ocho.
–La gente tiene ganas de pasarlo bien.
–Pero mi tía…
–Me parece que el general no ha podido hacer nada con sus tropas –la interrumpió él. Cindy sonrió y Hitch tomó aquella sonrisa como un triunfo personal–. Pensé que no ibas a bajar.
–He tenido que hacer algunas cosas a última hora.
–Ya imagino.
Durante aquellos tres días la había visto con cestos llenos de ropa, cortando flores, limpiando cristales, llevando ropa a la tintorería o corriendo detrás de Charlie. Imaginaba que se alegraría cuando todo aquello terminase.
Después de respirar profundamente, un gesto que llamó la atención de Hitch hacia sus pequeños y firmes pechos, Cindy dio un paso hacia él, sonriendo.
Y Hitch sintió como si alguien lo hubiera golpeado. Los ojos de ella eran azules, pero aquella noche parecían más oscuros. Y nunca hasta entonces se había fijado en sus pestañas. Eran extraordinarias. Claras, largas y espesas.
–¿De verdad estoy bien?
–Estás… perfecta –contestó él. Y era cierto. A pesar de que llevaba los labios pintados de un color que no hacía juego con su pelo ni con el color de aquel vestido demasiado grande para ella, Hitch sintió el extraño deseo de tomarla en sus brazos–. Me parece que este es nuestro vals, princesa.
Cindy consiguió apartar los ojos de su cara, pero no podía escapar de aquella voz. Profunda y cálida, resonaba en los sitios más inesperados. Era una voz de terciopelo que la hacía imaginar toda clase de cosas…
–¿Cindy? –insistió él–. Me habías prometido un baile.
–Ah, perdona, estaba en las nubes. Me pasa muchas veces.
Era una chica extraña. Parecía absolutamente inocente y, sin embargo, había en ella una dignidad y una madurez que no tenían sus elegantes primas.
–¿Bailamos? –preguntó.
–No bailo el vals.
–¿Por tu cadera? –preguntó Hitch. Nunca lo habría mencionado si supiera que Cindy se avergonzaba de ello.
–Solo me duele cuando estoy muy cansada o giro rápidamente.
–Entonces daremos vueltas muy despacio y, como supongo que estarás cansada, te prometo que yo haré todo el trabajo –sonrió él.
–Te voy a pisar.
–Entonces, tendremos que practicar. ¿Se puede oír la música desde el porche?
–Probablemente se oye a cincuenta kilómetros de aquí.
Sonriendo, Hitch la tomó de la mano.
–Relájate. No voy a morderte –le dijo, cuando Cindy se volvió hacia él con expresión insegura.
–Estoy relajada.
–Se me ha ocurrido una cosa. ¿Por qué no traigo dos copas de champán? Normalmente bailo mejor cuando me he tomado una copa.
–No tengo costumbre de beber. Puede que te vomite encima.
–Se me da bien esquivar –rio él–. Quédate aquí, volveré enseguida.
Dos minutos después, volvía con dos copas, media botella de champán bajo el brazo y una bandeja con canapés.
Cindy soltó una carcajada. Era un sonido precioso, pensó Hitch tontamente.
–No pruebes los de caviar –le advirtió ella.
–No me gusta el caviar. Huele demasiado a pescado. Mira, este parece de puré de patata.
Cindy volvió a reír y Hitch pensó que haría el pino si con eso conseguía hacerla reír de nuevo.
–Es paté de oca con queso. El favorito de Frank.
–¿Quién es Frank? –preguntó él, tomando un bocado.
–El cocinero que ha preparado el banquete. Es un cielo –contestó Cindy–. A veces hago encargos para su mujer porque le han quitado el permiso de conducir, pero no fue culpa suya.
–Nunca lo es –bromeó Hitch. Se sentía aliviado al saber que el tal Frank estaba casado, pero no quiso preguntarse por qué.
Mientras dentro sonaba la música, Cindy y Hitch siguieron tomando canapés, bebiendo champán y charlando. Había tenido razón en una cosa: el champán la había relajado.
–Hora de bailar –dijo él un rato después, tomándola de la mano.
–¿Tengo que hacerlo?
–Me temo que sí.
–Bueno, vamos a terminar con esto de una vez –sonrió Cindy, levantándose.
–Vaya, tú sí que sabes halagar a un hombre.
–No fui a la escuela diplomática –rio ella–. Venga, antes de que pierda el valor.
–¿Necesitas otra copa de champán? –preguntó Hitch, tomándola por la cintura.
–Ya he tomado dos.
–Cierra los ojos y déjate llevar.
Cindy suspiró, dejando caer la cabeza sobre su pecho. Su pelo rozaba la barbilla del hombre y, sin pensar, Hitch lo besó y empezó a moverse con el ritmo de la música.
Ella se dejaba llevar. Poco después, incluso empezó a canturrear la canción. A Hitch siempre lo había irritado que una mujer hiciera eso mientras bailaban, pero no aquella vez. El sonido de su voz hizo que la apretase con más fuerza entre sus brazos. Y no sabría decir por qué.
–Mi tía no soporta que cante.
–Tu tía es un dragón.
Cindy rio suavemente.
–Estoy bailando, ¿verdad? ¿Te he pisado?
–¿No lo sabes?
–No estoy segura. He metido papel en la punta de los zapatos, así que no noto nada.
–Cindy, quiero decirte una cosa –murmuró él. Ella levantó la cabeza y Hitch volvió a colocarla sobre su pecho. Le gustaba tenerla así–. Conducía demasiado rápido el otro día y si no te hubieras tirado encima de ese niño, no sé lo que habría pasado.
–No tienes que…
–Déjame terminar. Fue culpa mía. Pero la verdad es que me asusté, por eso parecía enfadado.
–No tienes que darme explicaciones. Yo también tenía miedo, por eso te grité. A veces no puedo controlar mi mal genio.
–¿No me digas? –sonrió él. Aquella vez, cuando Cindy levantó la cabeza estaba sonriendo y Hitch se sintió tentado de… No, eso no podía ser–. Dígame, señorita Danbury, ¿qué suele hacer usted para divertirse?
–Tengo un trabajo.
–¿Tienes un qué?
–Bueno, no es exactamente un trabajo, pero durante mi día libre tengo un servicio que se llama «Recados Cindy».
Su «día libre». ¿Desde cuándo alguien se tomaba un «día libre» de su familia?, se preguntaba Hitch.
–Sigue. Me interesa.
–El tío Henry me regaló un coche antes de morir y como no tengo otro medio para ganarme la vida…
–¿No tienes qué?
–Bueno, en realidad no lo necesito porque mi tía me da habitación y comida y mis primas me dan su ropa. Sus zapatos no me valen, pero hay zapatos muy baratos y yo tengo algunos ahorros.
Hitch estaba seguro de que era el champán lo que le había soltado la lengua y tenía la sensación de que al día siguiente Cindy lamentaría aquellas confidencias, si las recordaba.
Y esperaba que las recordase, o al menos que recordase parte de aquella noche. La parte en la que él la había tenido en sus brazos y habían bailado juntos en el porche, bajo la luna, con las libélulas volando alrededor de los rosales.
–Sigue hablándome de ese… negocio tuyo.
–Tienes que prometerme no contárselo a mi tía. Le daría un ataque si supiera que sus amigas me pagan dinero por hacerles recados.
–¿Ella no lo sabe?
Cindy negó con la cabeza.
–Verás, yo empecé usando una bicicleta hace años. Iba a comprarles el periódico, a llevar los libros a la biblioteca, esas cosas. Pero cuando el tío Henry me regaló el coche, empecé a hacer más cosas, como llevar a la señorita Emma a la peluquería, hacerle la compra a la señora Harris o limpiar las jaulas de la señora Davis. Le encantan los pájaros, pero no soporta limpiar las jaulas. Y a veces se juntan y las llevo a Winston de compras –explicó, mirándolo con aquellos ojos que eran como dos piscinas misteriosas en medio de su pálida cara–. No es mucho, pero cobro por horas. Eso me permite pagar la gasolina y ahorrar algo de dinero. Aunque ahora tengo que comprar una correa del ventilador y cambiar el tubo de escape porque es un coche viejo. Y, bueno, no es un negocio, solo es un medio para llegar a un fin –añadió. Hitch estaba muy callado–. Estoy hablando mucho, ¿verdad? Tiene que ser el champán porque yo nunca hablo tanto.
En aquel momento Hitch la tenía a su merced y se sentía tentado de hacerla seguir hablando, pero él era un caballero y se refrenó. Cindy era demasiado vulnerable.