Libro segundo, Capítulo VI
—[…] Considera, señora, que el amor nace y se engendra en nuestros pechos, o por elección o por destino: el que por destino, siempre está en su punto; el que por elección, puede crecer o menguar, según pueden menguar o crecer las causas que nos obligan y mueven a querernos; y, siendo esta verdad tan verdad como lo es, hallo que mi amor no tiene términos que le encierre, ni palabras que le declare: casi puedo decir que desde las mantillas y fajas de mi niñez te quise bien, y aquí pongo yo la razón del destino; con la edad y con el uso de la razón fue creciendo en mí el conocimiento, y fueron creciendo en ti las partes que te hicieron amable; vilas, contemplélas, conocílas, grabélas en mi alma, y de la tuya y la mía hice un compuesto tan uno y tan solo, que estoy por decir que tendrá mucho que hacer la muerte en dividirle. Deja, pues, bien mío, Sinforosas; no me ofrezcas ajenas hermosuras, ni me convides con imperios ni monarquías, ni dejes que suene en mis oídos el dulce nombre de hermano con que me llamas. Todo esto que estoy diciendo entre mí, quisiera decírtelo a ti por los mismos términos con que lo voy fraguando en mi imaginación, pero no será posible, porque la luz de tus ojos, y más si me miran airados, ha de turbar mi vista y enmudecer mi lengua. Mejor será escribírtelo en un papel, porque las razones serán siempre unas, y las podrás ver muchas veces, viendo siempre en ellas una verdad misma, una fe confirmada, y un deseo loable y digno de ser creído; y así, determino de escribirte.