Libro cuarto, Capítulo IV
—[…] Mira, amigo Periandro, esta enfermedad que los amantes llaman celos, que la llamaran mejor desesperación rabiosa, entran a la parte con ella la invidia y el menosprecio, y, cuando una vez se apodera del alma enamorada, no hay consideración que la sosiegue, ni remedio que la valga; y, aunque son pequeñas las causas que la engendran, los efetos que hace son tan grandes que por lo menos quitan el seso, y por lo más menos la vida; que mejor es al amante celoso el morir desesperado, que vivir con celos; y el que fuere amante verdadero no ha de tener atrevimiento para pedir celos a la cosa amada; y, puesto que llegue a tanta perfeción que no los pida, no puede dejarlos de pedir a sí mismo; digo, a su misma ventura, de la cual es imposible vivir seguro, porque las cosas de mucho precio y valor tienen en continuo temor al que las posee, o al que las ama, de perderlas, y esta es una pasión que no se aparta del alma enamorada, como accidente inseparable.