Capítulo 8

 

—Tenemos que darnos prisa, viene una tormenta.

Rachel estaba atontada. ¿Por qué no la dejaba allí? Sentía los pies demasiado pesados para seguir andando. Quería volver a la aldea y acunar a su hijo en los brazos.

—No puede pillarnos en terreno abierto —añadió él.

Aunque la amenaza de tormenta le importaba poco, Rachel miró al cielo. Una masa oscura de nubes cubrió la luna. El viento había aumentado. Tal vez Sloan tuviera razón. Ella entendía poco de cambios climáticos en esa zona y en aquel momento no le importaban nada. Tragó saliva para combatir el deseo de llorar.

¿Cómo podía dejar a Josh así? Aunque la razón le decía que era lo mejor, no conseguía convencer a su corazón.

—Rachel —la voz de Sloan resonó a su alrededor—. Tenemos que ir más deprisa.

La joven apretó los dientes y dio un paso más y luego otro. Cuando llegó hasta él, se forzó por seguir andando, alejándose de su hijo. Josh no entendería que lo había dejado allí por su bien. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Inhaló profundamente el aire frío de la noche. Oyó el aullido de un búho y un rumor de ramas en el viento y se esforzó por darse prisa. Tal vez la tristeza y el miedo no pudieran alcanzarla si forzaba a su cuerpo más que nunca.

Era la primera vez en su vida que se separaba de su hijo. ¿Lo abrazaría Pablo cuando llorara? ¿Comprendería el miedo que lo embargaría? Procuró pensar mejor en las razones para dejarlo allí. Ángel no lo encontraría. Aunque los matara a Sloan y a ella, no lo encontraría nunca.

Una sonrisa frunció sus labios. Josh estaría mejor con la gente de Pablo que con el diablo de su padre. E imaginar a Ángel buscando a su hijo sin éxito le causaba un placer perverso.

El peligroso sendero bajaba dando vueltas. Habían empezado ya a descender y se vieron obligados a aflojar el paso cuando las nubes cubrieron una vez más la luna. Sloan iba detrás de ella; no lo veía pero sabía que estaba allí. Pensó en el camino de ida.

Llevar a su hijo en brazos tenía que ser doloroso para él, pero no se había quejado. Nunca se quejaba. Consideró su indiferencia habitual hacia ella y la vida en general y luego sus besos apasionados. Se esforzaba mucho por no interesarse por nada, pero no lo conseguía. Ni siquiera en lo referente a ella. Y de pronto entendió que se odiaba por eso. No quería sentir nada por ella, que se había acostado con el enemigo. Y sin embargo, los había acogido a Josh y a ella y no dudaba de que daría su vida por protegerlos. Esperaba comprender algún día qué hacía que un hombre como él diera tanto a cambio de tan poco. Ya había dado más que la mayoría.

Se abrazó el estómago. ¿Podía ella hacer algo por él a cambio de todo aquello? Claro que le pagaría una tarifa por su trabajo, pero no bastaba con eso. Movió la cabeza. ¿Podía enseñarle que había llegado el momento de volver a confiar en sus sentimientos? ¿Que la vida no era sólo para los que nunca habían sido tocados por el mal que lo había destrozado a él? ¡Merecía tantas cosas! Tenía que hacer que lo entendiera.

Lo intentaría. Si podía lograr eso durante el tiempo que pasaran juntos, sentiría que había hecho algo. Él tenía que volver a confiar en su corazón, permitirse sentir otra vez. Y si de ella dependía, lo haría.

Distraída con sus pensamientos, su pie derecho resbaló en las piedras sueltas y perdió el equilibrio. Su trasero golpeó el suelo con fuerza y resbaló muy cerca del borde. Intentó agarrarse a algo que pudiera frenar su bajada, pero no había nada. Torció el cuerpo y clavó los dedos en el suelo rocoso.

Sus piernas salieron por el borde. El miedo le paralizó la garganta. Sus dedos se cerraron en torno a algo… una rama o una raíz que sobresalía. Su cuerpo colgaba en el aire. Se negó a mirar abajo, aunque estaba segura de que no podía ver nada. Sloan gritaba su nombre, pero tampoco podía mirar arriba. No podía moverse. Lo único que podía hacer era agarrarse a la rama que sobresalía del precipicio.

—¡Maldita sea, Rachel! ¡Mírame!

Iba a morir. Una carcajada subió por su garganta oprimida. El destino al parecer quería ahorrarle a Ángel la molestia de acabar con ella. Pensó en Josh y en que la echaría de menos. Aquello sería muy duro para él.

Una mano fuerte la agarrró por el brazo. Ella la miró con preocupación. ¿Qué hacía Sloan? Si no retrocedía, sólo conseguiría empeorar su situación. O matarse él también.

—Si quieres vivir, tienes que ayudarme —gruñó él.

—No… no puedo —tartamudeó ella, aterrorizada. Se agarró con más fuerza; le sudaban las palmas de las manos—. No puedo moverme.

Él tiró de su brazo y ella lanzó un grito.

—Vas a hacer que me caiga.

—¡Te vas a caer de todos modos. Agárrate a mi brazo!

Rachel respiró con fuerza. Ordenó a su mano izquierda que soltara la rama y se agarrara a Sloan. La mano derecha le temblaba por el esfuerzo de soportar todo su peso. Se agarró a la manga de Sloan.

—Te voy a subir —dijo él con voz tensa—. Pero antes tienes que soltar la rama.

Rachel quería obedecer. ¿Pero y si se caía o tiraba de él hacia abajo? Las nubes se apartaron y permitieron que la luna iluminara su precaria situación. Vio la mirada fiera de los ojos azules de él.

—Tienes que confiar en mí —dijo Sloan.

—No me sueltes.

—Jamás.

Rachel se concentró en la mano poderosa que sujetaba su antebrazo. Tenía que confiar en él o moriría. No la dejaría caer. Lo miró a los ojos una vez más y una corriente de comprensión pasó entre ellos. Soltó la rama y él empezó a subirla. Cuando pasó el borde, la tomó en sus brazos y se sentó en el suelo.

—Me has dado un susto de muerte —sus manos examinaban el cuerpo de ella en busca de lesiones.

Rachel se sentía débil de alivio. Los brazos le pinchaban como si tuviera miles de agujas clavadas. Había estado a punto de morir, pero Sloan la había salvado.

—Ya estás bien —murmuró él cerca de su mejilla.

Ella no quería moverse, quería cerrar los ojos y olvidar toda aquella noche.

—Hay que darse prisa —musitó él.

La joven se puso en pie sin saber cómo, con el brazo de él alrededor de la cintura. Se apoyó en él. Después de lo que había pasado aquella noche, necesitaba ese sencillo placer.

 

 

Rachel no sabía cuánto tiempo había pasado, pero sentía el cambio del terreno bajo sus pies. Habían descendido la montaña y volvían a estar en suelo llano.

El viento soplaba con furia a su alrededor, frenando su marcha. Rachel se acercó al cuerpo grande de Sloan en busca de protección. Caminaban en dirección al viento, lo que dificultaba mucho las cosas, pero la casa ya no podía estar lejos, aunque ella no habría sabido decir cuánto habían andado.

—¡Espera!

Miró a Sloan, que sacó algo del bolsillo. Un pañuelo. Lo dobló en un triángulo y lo ató en torno a la boca y nariz de ella. Antes de que Rachel pudiera preguntarle nada, el viento arreció y la arena le picó en los ojos.

—Baja la cabeza —gritó él por encima de la furia de la naturaleza.

Rachel obedeció y apretó su cuerpo al de él. Sloan la protegió lo mejor que pudo del viento y la arena cegadora. Su cuerpo era cálido e invitador y, a pesar de todo, el de ella reaccionó ante su proximidad. Hacía tanto que le faltaban el calor y la protección que él le ofrecía que no podía evitar buscarlos cuando los tenía tan cerca.

Al fin llegaron a la verja. Sloan introdujo la clave y se abrieron los grandes barrotes de hierro. Entraron tambaleándose y avanzaron hacia la casa. La puerta de la verja se cerró tras ellos con un sonido metálico. El viento rugía como una bestia feroz. Rachel se estremeció.

Una vez dentro de la casa, Sloan la empujó hacia su cuarto.

—Quítate esa ropa y métete en la ducha. Lávate los ojos —le ordenó.

Su pelo rubio oscuro estaba revuelto y la arena se pegaba a su piel en los tramos en que estaba desnuda. Tenía los ojos rojos. Le había dicho que mantuviera la cabeza baja, pero él había tenido que mirar por dónde iban.

—Necesitas algo para los ojos —dijo. Le tocó la mejilla—. ¿Hay un médico al que podamos llamar?

Sloan se apartó de ella.

—Tengo gotas —señaló la habitación—. Date una ducha.

Se volvió y Rachel entró en el baño y abrió los grifos. Mientras se desnudaba, se miró en el espejo e hizo una mueca. Aunque sus ojos no estaban tan rojos como los de Sloan, estaba hecha un desastre. Parpadeó. Su pelo era un caos y la arena añadía una textura nueva a su piel.

Entró en la ducha y se dejó acariciar por el agua caliente. Sabía que la arena se iría con agua y jabón en abundancia, pero nada borraría los sentimientos que se agolpaban en su interior. Dejar a Josh atrás. Tocar a Sloan. Necesitar su contacto.

Se dejó caer contra la pared de azulejos. Estaba agotada.

 

 

Sloan se secó con la toalla. Le dolía el hombro derecho e hizo una mueca. Giró la cintura para ver en el espejo qué se había hecho a sí mismo. No era tan malo, sólo un moretón. Sobreviviría. Se puso vaqueros limpios, pero no se molestó en abrocharlos del todo, sino que buscó las gotas que esperaba aliviarían un poco el fuego de sus ojos. Echó atrás la cabeza y se echó dos en cada ojo. Los cerró y esperó a que la medicina hiciera efecto.

Parpadeó para ajustar su visión borrosa y se apartó el pelo de la cara. Flexionó el hombro derecho. Aunque Rachel pesaba poco, no había sido fácil subirla con un brazo mientras se agarraba al otro. Se colgó la pistolera en el hombro izquierdo. Ángel o su vigía podían aparecer en cualquier momento.

Y esa vez estaría preparado.

Dejó el montón de ropa arenosa en el suelo del baño y entró descalzo en el dormitorio. Se pondría una camisa e iría a ver a Rachel. Si tenía arena en los ojos, le vendrían bien las gotas. La idea de que hubiera podido caerse en el cañón lo asustaba todavía. Una llamada suave hizo que mirara la puerta.

Rachel parecía insegura y vulnerable.

—Sólo quería saber si estás bien —musitó.

Sloan cerró un segundo los ojos y respiró hondo. ¿Por qué narices tenía que preocuparse por él? No necesitaba ni su preocupación ni ninguna otra cosa que pudiera ofrecerle. Aunque la excitación que crecía en sus vaqueros entreabiertos negaba esa declaración mental.

—Estoy bien —le dio la espalda y se acercó al armario.

—Estás herido.

Se acercó antes de que él pudiera volverse.

—No es nada —la miró, negándole acceso a su hombro lastimado.

—Si no es nada, déjame verlo —lo retó ella.

—He dicho que no es nada.

—Embustero —levantó la barbilla—. No saldré de aquí hasta que me dejes verlo.

Sloan respiró hondo, dejó la camisa que acababa de sacar de una percha y le dio la espalda.

—¡Maldita sea! —los dedos de ella recorrieron la zona cerca de la clavícula y el lateral debajo del brazo—. Esto sí es algo.

—Es sólo un moretón —gruñó él. ¿Por qué narices no se iba a dormir? Tenía que estar agotada—. Se curará solo.

—¿Dónde tienes el botiquín? —insistió ella.

Sloan se volvió despacio. La miró de hito en hito, incapaz de ocultar por completo el deseo que hervía dentro de él. Sus defensas se derrumbaron al ver el deseo ingenuo que expresaban los ojos de ella.

—Mira —dijo con brusquedad—, no sé si te has dado cuenta, pero estoy muy caliente. Y tú sólo lo estás empeorando todo.

Rachel se sobresaltó visiblemente, pero bajó la vista por el cuerpo de él y la detuvo en la cremallera entreabierta.

Sloan lanzó un juramento.

—Vete a tu cuarto —dijo con voz ronca por la lujuria.

La joven retrocedió un paso. Sus mejillas se habían puesto escarlata.

—El botiquín —murmuró—. Si me dices dónde está, voy a buscarlo.

Tenía que aceptar que ella no iba a renunciar a jugar a los médicos. Respiró con disgusto. Tal vez sentía la compulsión de curarlo porque le había salvado la vida.

—Muy bien —dijo—. Está en la cocina, debajo del fregadero, pero luego no digas que no te he advertido de que mantuvieras las distancias.

Rachel parpadeó con incertidumbre y salió de la estancia. Sloan movió la cabeza. Era un idiota. La deseaba. Se pasó los dedos por el pelo. Si volvía a entrar en su cuarto esa noche, la haría suya.

Y al día siguiente se arrepentirían los dos.