Capítulo 11

 

Un largo baño caliente hizo mucho por aliviar los músculos doloridos de Rachel. A pesar del respiro de ese día, las aventuras de los dos anteriores seguían impresas en cada parte de su cuerpo, sobre todo en sus músculos femeninos. Detuvo los dedos en su esfuerzo de soltar la trenza. Las imágenes que pasaban ante sus ojos hacían latir con fuerza su corazón. El poderoso cuerpo de Sloan moviéndose encima del suyo… sus manos habilidosas, la tortura deliciosa de su boca.

Suspiró. No podía sentir así. Sloan no quería que lo quisiera, estaba segura. Se lo había dejado muy claro el día anterior y ese día se había mostrado también bastante reticente.

Excepto en la parte del beso, que se lo había robado ella. Sonrió. Él se había contenido al principio, pero luego había devuelto el beso con el mismo fervor que sentía ella. Por un instante vio en sus ojos lo que él quería ocultar y luego desapareció, se desvaneció como el resto de los sentimientos que se negaba a aceptar.

Volvió a ser rápidamente el hombre sombrío que tanto la confundía e irritaba. Pasó los dedos por el pelo suelto. Él no quería esa relación. ¿Por qué no podía meterse eso en la cabeza? No la quería a ella. Tomaba lo que le ofrecía, pero no pedía nada.

Rachel, exasperada, lanzó un juramento y entró en el dormitorio. Ella no podía evitar lo que sentía y no estaba dispuesta a retroceder. Tenía intención de demostrarle que era bueno sentir algo por otro ser humano. Había perdido tanto que debería tener un futuro con una mujer que supiera apreciar el tipo de hombre que era. Sintió celos. Ella no quería que otra mujer lo hiciera feliz. Quería ser ella.

—Estúpida optimista —murmuró.

Miró el vestido nuevo y el cuaderno de dibujo que le había comprado. ¿Por qué lo hacía? ¿Era su modo de intentar ser amable? ¿De pagarle lo que sin duda consideraba nada más que un favor sexual? Miró el camisón corto de seda que llevaba y que también había elegido él. Seguramente lo que habían compartido tenía que haberle afectado a algún nivel. Tenía que haber algún motivo para que hubiera pasado un día tan frívolo con ella. El loro de peluche y las maracas que le había comprado a Josh esperaban el regreso del niño en la cómoda. A Josh le encantarían.

Cerró los ojos y resistió el impulso de llorar. Necesitaba abrazar a su hijo y necesitaba a Pablo allí de intermediario. Si hubieran estado allí, ella no habría cedido a la necesidad de hacer sentir a Sloan algo que estaba claro que no quería sentir.

Pero ella había empezado eso y lo acabaría. Sloan no le impediría llegar hasta él. No tenía por qué aceptar lo que le ofrecía, pero se lo ofrecería de todos modos. No podía evitarlo. Le importaba demasiado para dejar las cosas así. Sus intentos, tuvieran o no éxito, podían suponer una gran diferencia. Una vez tomada la decisión, salió en su busca. Le agradecería su generosidad una vez más y le daría las buenas noches. Era lo más educado.

No tardó mucho en encontrarlo. En el extremo más alejado de la piscina habían construido una ducha, abierta en tres lados. La camisa y la pistolera de él estaban en un arbusto cercano y en su mano derecha sostenía una botella de tequila casi vacía.

El agua caía por su pelo mojado y el pecho hasta los vaqueros, ya empapados. Mientras ella miraba, levantó la botella y vació su contenido. La arrojó a un lado y se hizo añicos al caer. El sonido sobresaltó a Rachel. Se lamió los labios y se preguntó si sería inteligente acercarse a él en ese momento. Pero se recordó que no le tenía miedo y que él nunca le haría daño.

Se acercó más, con la vista fija en el modo en que los vaqueros ceñían su cuerpo duro. El corazón le dio un vuelco. Subió la vista por su pecho amplio y sus hombros fuertes. El agua se detuvo y él se pasó las manos por el rostro y el pelo, que peinó hacia atrás con los dedos. Lo miró y reconoció lo que mucha gente solía pasar por alto cuando miraba a aquel hombre fiero y hostil: el dolor. Mucho dolor.

Sufría en silencio, con el único alivio del tequila. Parecía imposible que un hombre tan fuerte y aparentemente insensible pudiera ser vulnerable a algo, pero lo era. Y ella quería curar ese dolor profundo… al menos un poco.

Avanzó más todavía y él abrió los ojos, como si sintiera su presencia. La primera expresión que apareció en ellos fue de dolor, pero la enmascaró enseguida. La elevación insolente de su barbilla le advertía que no perdiera el tiempo.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

Sloan golpeó el grifo de cromo con el puño y el agua cayó una vez más sobre él. Levantó el rostro al chorro frío y a ella no le quedó más remedio que admirar el cuerpo perfecto con los vaqueros mojados. Atractivo como el pecado e igual de seductor… y de peligroso para su corazón.

El agua se detuvo y él abrió los ojos. Su expresión relajada se transformó en una de rabia en cuanto se dio cuenta de que ella no se había marchado.

—¿Qué quieres? —gruñó.

—Sólo darte las buenas noches —repuso, insegura de pronto—, pero te he visto aquí y… me ha preocupado que te ocurriera algo.

—Estoy genial —replicó él con una mueca—. Vete a la cama —la miró de arriba abajo y a ella no le pasó desapercibido el deseo viril de sus ojos.

Cruzó los brazos sobre el pecho y se arrepintió de no haberse puesto algo encima del camisón. Era tan sutil como un martillazo entre los ojos.

—No me voy a la cama —le informó, desafiante—, hasta que me digas lo que te pasa. Llevas toda la tarde muy raro.

Sloan se apoyó en la pared de la ducha y pasó la palma de la mano por el pecho bronceado.

—Venir aquí vestida así es peligroso —señaló el camisón—. Hace que me pregunte si es cierto que estás preocupada por mí. Puede que busques otra cosa.

Ella lo miró airada.

—Me lo has comprado tú. ¿No querías que me lo pusiera?

Sloan le sostuvo un instante la mirada antes de apartar la vista.

—Oh, sí —se pasó los dedos por el pelo mojado—. Sí quería.

Rachel se acercó a él.

—¿Qué pasa, Sloan? Ayer no tenías nada que decir aparte de darme órdenes. Hoy de pronto me llevas de compras —movió la cabeza—. No comprendo —tragó saliva y con ella el nudo de emoción que se había formado en su garganta—. Hicimos el amor y a continuación tú casi no me hablas.

Él la miró a los ojos.

—Lo de hoy no ha tenido nada que ver con… el sexo.

Rachel tembló de rabia. Sexo. ¿Para él era sólo eso? Claro que sí. Parpadeó dos, tres veces. No lloraría.

—¿Y qué ha sido lo de hoy? —preguntó, procurando que su voz no trasluciera ningún dolor.

—Lo de hoy era en honor a Ángel —repuso él con brusquedad, con los ojos fijos todavía en los de ella.

La joven sintió un nudo en el estómago.

—¿Qué quieres decir con eso?

Sloan inclinó la cabeza a un lado con beligerancia.

—¿Qué quieres, que te haga un dibujo?

Una ola de furia hizo que ella tensara la columna.

—Quiero que respondas a mi pregunta.

—Quería darle celos, por eso te he acompañado por la ciudad como si fuéramos… —una sonrisa amarga abrió sus labios—… pareja. Estoy seguro de que se lo han contado enseguida.

Se enderezó, cerca ya de ella, que no se apartó a pesar de que el pulso le latía con fuerza. No retrocedería, tenía que comprender lo que él decía. Y presentía que no iba a gustarle.

—Ángel cree que el niño y tú le pertenecéis —siguió él—. Así que, yo en tu lugar volvería a la casa y me encerraría bien porque cuando llegue estará furioso.

Rachel sintió una rabia superior a todo lo que había conocido nunca. Las atenciones de él no habían sido auténticas. Los regalos, los besos… hacer el amor. Todo era venganza. Picar al enemigo, dibujar una raya en la arena. Se esforzó por mantener la compostura.

—¿Todo era para crispar a Ángel? —preguntó con calma. Conocía la respuesta, pero quería oírsela decir—. ¿Todo? —insistió.

—Lo de hoy era por Ángel —contestó él—. El sexo era para darte lo que creías que querías.

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas. Pero estaba furiosa y quería hacerle daño, no quería llorar.

—Yo no era la única que lo quería —dijo.

—Te advertí que no te acercaras —él le acarició el pelo—. ¿Qué esperabas de un hombre como yo?

Una lágrima solitaria escapó al control de ella.

—Te necesitaba —dijo con suavidad, con voz temblorosa.

Sus palabras golpearon a Sloan con la fuerza de un puñetazo. Aquello era precisamente lo que había querido evitar a toda costa. Otra lágrima rodó por la mejilla de ella. Sloan no quería hacerle daño, pero ella necesitaba que él fuera lo que no podía ser, ni por ella ni por nadie.

—Te dije al principio que no soy el hombre que tú crees —se apartó el pelo mojado de la cara. ¿Por qué no se iba a la cama de una vez y lo dejaba en paz?

Rachel se lamió los labios y suspiró hondo.

—Y yo te dije —hizo una pausa y se estremeció— que eres el hombre que necesito.

Sloan no podía ignorar la desesperación que llenaba aquellos ojos castaños. Lanzó un juramento.

—Tú no me necesitas —repitió, aunque con menos convicción.

—Más de lo que puedas imaginar —susurró ella.

Su necesidad de abrazarla pudo más que la cautela. La estrechó contra sí y la rodeó con sus brazos como si fuera lo más natural del mundo. Ella temblaba en su abrazo. Sloan le levantó la barbilla para mirarla a los ojos.

—Lo que necesitas ahora no tiene nada que ver conmigo.

Antes de que Rachel pudiera protestar, apoyó la espalda en la pared mojada de la ducha. Abrió el agua y ella dio un respingo cuando el líquido frío cayó sobre su piel caliente. El camisón de seda se le pegó al cuerpo, mostrando el contorno de sus pechos, de sus muslos y del lugar dulce que yacía entre ellos. Sloan la devoró con la vista y todos los músculos de su cuerpo se tensaron tan deprisa como se aceleró su respiración. El chorro del agua se detuvo y él miró los regueros pequeños que bajaban por la piel desnuda de ella y desaparecían dentro de la seda verde.

Sus pezones estaban erectos. Él se lamió los labios y reprimió el impulso de probarlos. El único sonido que había a su alrededor era el de la respiración jadeante de los dos.

—Por favor —suplicó ella—. Sé que tú también me necesitas.

Levantó la boca en un ofrecimiento mudo, que a él le costó mucho resistir. Pero tenía que hacerle entender que no podía ser lo que ella necesitaba que fuera.

—Es posible —murmuró—, pero tú no me necesitas a mí.

Sostuvo la mirada nublada por el deseo de ella en una especie de trance. No podía apartar la vista. Apoyó el brazo derecho en la pared, encima de la cabeza de ella y la atrapó con su cuerpo. Una pequeña alteración en la respiración de ella señaló su aprobación. Decidido a demostrar su punto de vista, tomó la mano femenina por la muñeca y subió las dos hasta el pecho de ella, que dio un respingo. Sloan apretó el pezón con los dedos y ella cerró los ojos y movió la cabeza, negando su placer.

—¡Mírame, Rachel! —la orden, suave, salió más gutural de lo que era su intención, pero su propia necesidad empezaba a empujarlo a la desesperación—. Mírame —le pellizcó el pezón entre el índice y el pulgar.

La joven abrió los ojos con un gemido de sobresalto.

—¡Basta!

—Calla —murmuró él. Quería hacerle entender aunque fuera lo último que hiciera.

Ella se movió hacia su boca y él volvió a apretarle el pecho y empezó a hacer lo mismo con el otro. La respiración de Rachel se aceleró y él luchó por frenar la suya. Sería un milagro si no terminaba antes que ella. Las caderas de la joven empezaron a arquearse en dirección a la excitación de él. Bajó la mano de ella hasta la parte que reclamaba su atención. Rachel abrió mucho los ojos cuando él apretó con firmeza la mano de ella en el pubis. Dio un respingo y él la movió con más fuerza. Los dedos de la mano libre de ella encontraron la cintura de los vaqueros y tiraron con fuerza. Él colocó los dedos en el pecho de ella y apretó.

—No —se resistió ella, cerrando los ojos contra el placer que ya no podía negar.

Sloan la acarició más fuerte, más deprisa, sabedor de que ya estaba cerca. Ella lo combatió, pero él sabía cómo rendirla. Se puso tensa y su cuerpo se estremeció. Lanzó un grito, una combinación de agonía y de éxtasis.

Abrió los ojos despacio, con respiración jadeante. Sloan la miró.

—¿Ves? No me necesitas para nada —la soltó antes de terminar de perder el control del todo, tomó su revólver y se alejó. Le palpitaba todo el cuerpo.

—Puede que tengas razón —le gritó ella, con voz todavía inestable.

Sloan vaciló y se volvió despacio.

—Puede que no te necesite, pero te deseo.

—Entonces eres tonta.

—Seguramente —se apartó el pelo mojado de la cara y lo miró a los ojos—. Pero no soy una cobarde.

—Entiendo —repuso él—. El cobarde es el gran protector al que viniste buscando aquí, ¿es eso? —él no era cobarde, no tenía miedo de nada, y desde luego, no de la muerte.

—No eres valiente —dijo ella con lentitud—. Te escondes del mundo —hizo un gesto con los brazos —mira a tu alrededor—. ¿Crees que estos muros o tu sofisticado sistema de seguridad van a detener a Ángel?

Sloan se encogió interiormente.

—¿Que toda la amargura y la indiferencia que escondes van a cambiar el pasado? —movió la cabeza—. No, no te devolverán a tu esposa y a tu hijo.

Sloan tragó saliva con fuerza. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Cállate —dijo con voz tensa—. No sabes lo que dices.

—No te bastaba con perder a tu familia —siguió ella, implacable—. Tenías que perderte tú también.

—Tú no sabes nada de lo que siento —echó a andar, temblando por dentro. No quería oírla, no quería sentir nada.

—Eres un cobarde, Sloan.

Cerró los ojos y luchó por controlarse. El dolor, la necesidad, eran casi más de lo que podía soportar. Crecían en su interior, amenazando con explotar. No lo entendía. No podía volver a correr ese riesgo. Imposible.

—Tienes miedo de tomar lo que quieres, lo que necesitas, porque tienes miedo de volver a perderlo. Y por eso finges que no te importa nada ni nadie. Lo finges —repitió ella.

Sloan giró y se acercó a ella. Cuando la tuvo delante, miró sus ojos unos instantes antes de poder hablar.

—¿Estás segura de que estás dispuesta a dar lo que quiero tomar?

—Sí.

Él la besó en la boca con fiereza. Tenía que hacerla suya allí mismo. La besó salvajemente, hasta que ella luchó por respirar. La tomó en vilo y la llevó directamente a su cama. Se quitó la pistolera y la dejó en el suelo.

Cayeron juntos sobre el lecho en una amalgama de brazos y piernas. El sonido de su respiración jadeante rompía el silencio. Él no podía esperar, no podía parar aquello. Los dedos de ella abrieron los vaqueros y tiraron hacia abajo. Gimieron al unísono y el sonido reverberó en el beso al que no podían soportar poner fin. Ella tiró con más fuerza del pantalón y de pronto él quedó libre. Subió la seda mojada por los muslos de ella, apartó la braguita de encaje y la penetró de golpe. Rachel gritó de placer y él se estremeció con la liberación que sintió en cuanto la penetró.

Las largas piernas de Rachel lo abrazaron, introduciéndolo más en ella. Le besó la barbilla, los labios y lo abrazó con fuerza.

Sloan apoyó el peso en los codos y la miró a los ojos. Ella le acarició la mandíbula con las yemas de los dedos.

—Significas mucho para mí, Sloan —dijo con solemnidad—. Nada podrá cambiar eso. Pase lo que pase, quiero que lo sepas. Eres el hombre más valiente que conozco.

Él la besó en los labios.

—¿Y ya no soy un cobarde?

La joven se ruborizó.

—Estaba enfadada.

—Me gusta que te pongas en mi lugar —musitó él.

—Lo digo en serio —protestó ella—. Sólo quería que supieras que no permitiré que nada ni nadie me haga cambiar lo que siento.

—¿Eso es una amenaza? —se burló él.

—No —protestó ella—. Es una promesa.

Ahora le tocó a él ponerse serio.

—Ten cuidado con lo que prometes —flexionó las caderas. El deseo lo impulsaba a moverse ya, pero antes tenía que decir algo—. Puede que más tarde te arrepientas. Las cosas cambian —le acarició la mejilla—. En este momento me tienes en un pedestal, crees que soy una especie de héroe.

Rachel le apretó las nalgas.

—No quiero hablar.

Movió las caderas y él gimió y le siguió el ritmo.

—Recuerda que no te pediré que cumplas ninguna promesa que hagas hoy —dijo.

 

 

El sonido del teléfono lo despertó del sueño más dulce que había tenido nunca. Al darse cuenta de que abrazaba a Rachel sonrió. Había soñado con ella. El timbre del teléfono sonó de nuevo, alterando su sonrisa y su buen humor. Miró el reloj de la mesilla: era la una de la mañana.

Cuando descolgó el auricular, sólo oyó un zumbido mecánico que probaba que había alguien al otro lado, aunque se negara a hablar.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Quién narices es?

Un chirrido.

Sloan apretó la mandíbula y se dispuso a colgar. El siguiente sonido se lo impidió.

—Papá…

Mark.

—Papá! —gritó su hijo.