La avioneta sobrevolaba la isla trazando amplios círculos en el aire. Lucas había pedido al piloto que se mantuviera en el norte, la zona más inaccesible, porque sospechaba que sería allí donde el equipo de Martin colocaría la bomba. Comprobó el detector de explosivos, un radar que les indicaría la localización exacta del artefacto, y se cercioró de que aún no registraba ninguna señal.
Lucas no podía negarlo. Estaba nervioso. Si su equipo conseguía realizar con éxito la misión, se convertiría en líder, mientras que si fracasaba Martin ocuparía aquel puesto. La perspectiva de tener que estar sometido a las órdenes de Martin casi le daba pánico.
—¡Están un poco asustados! —gritó Úrsula colocándose a su lado.
El ruido del viento y el de los motores de la avioneta les obligaba a levantar la voz para poder oírse.
Lucas comprobó que las palabras de su amiga eran ciertas. En breves minutos tendrían que tirarse en paracaídas, y sus compañeros parecían inseguros ante aquella perspectiva. Aquello no era un programa de la Academia Virtual, donde uno podía equivocarse sin lamentar las consecuencias, sino el mundo real, donde un error significaba morir aplastado contra el suelo.
El doctor Kubrick había dividido a todos los alumnos de la Secret Academy en dos grupos opuestos. El primero, liderado por Martin, estaba formado por todos los miembros del equipo del fuego y del viento y, como consecuencia, a Rowling no le había quedado más remedio que colaborar con Martin, algo que le había disgustado mucho. Su misión consistía en colocar un pequeño artefacto explosivo para que estallara en el fondo del mar, cerca de la costa.
Lucas, por el contrario, debía desactivar la bomba a tiempo y contaba con el apoyo de los alumnos con el uniforme del agua y de la tierra. Lucas les miró, apretujados en el interior de la estrecha avioneta, y vio el miedo reflejado en sus ojos. Los miembros del equipo del agua eran grandes intelectuales muy dotados para el estudio y la investigación, pero sin aptitudes para la acción. Se notaba que a la mayoría de ellos aquella misión les venía grande, pero, curiosamente, el que peor lo llevaba era Orwell, vestido con el uniforme marrón de la tierra. El pobre estaba vomitando en el interior de una bolsa de plástico y, más que pálido, su piel había cobrado un tono verde azulado que no presagiaba nada bueno. Lucas se sentó a su lado para tratar de animarle, pero pronto se dio cuenta de que aquello no le resultaría demasiado fácil.
—Moriremos todos —murmuró Orwell presa del pánico—. Si sobrevives, prométeme que les dirás a mis padres que les quiero…
Lucas vio que su estado de ánimo se estaba contagiando al resto de los miembros del equipo. De repente, Akira ya no parecía tan seguro de sí mismo, y Herbert empezó a inquietarse, comprobando una y otra vez que su paracaídas se hallara en buen estado.
—Tú no vas a saltar, Orwell —le dijo—. No debería haberte subido a la avioneta…
Tras aquellas palabras, el chico se tranquilizó un poco. Lucas estaba convencido de que era mejor perder a un miembro del equipo que exponerse a que el miedo se extendiera entre los demás.
En aquel momento el detector de explosivos marcó la localización de la bomba. Se encontraba en el mar, cerca de los acantilados del noroeste de la isla. Por suerte habían escondido una de las dos lanchas de que disponían cerca del lugar.
«Perfecto —pensó Lucas—, todo va según lo previsto.»
Contaban con treinta minutos exactos para desactivar el artefacto.
—¡Vamos, chicos! —gritó Lucas—. ¡Ha llegado el momento de saltar!
Lucas agarró con firmeza la mano de Herbert ante el vertiginoso vacío que se abría a sus pies. La chica estaba tan asustada que apenas se atrevía a abrir los ojos.
—¡No tengas miedo! —gritó Lucas—. No me apartaré de ti.
El viento rugía ensordecedoramente y soplaba con fuerza alborotándoles el pelo y dificultando su equilibrio.
—¡Ahora! —gritó Lucas.
Aferrando la mano de Herbert, saltó al vacío con decisión. Ambos abrieron los brazos y empezaron a descender. Era como recibir un chute de adrenalina. El corazón de Lucas comenzó a latir a toda velocidad y notó como se le hacía un nudo en el estómago. Volvió la cabeza fugazmente hacia arriba y vio que sus compañeros ya estaban saltando. Entre la confusión le pareció ver a Úrsula, Tolkien, Akira y Julia Cortázar en plena caída libre, y a Salgari preparándose para saltar.
Las vistas eran espectaculares, y desde allí arriba gozaba de una perspectiva privilegiada. Vio el edificio de la Secret Academy, con su silueta de aleta de delfín recortándose a lo lejos, las granjas de ganado, el inmenso volcán, la espesura de la jungla y el aeródromo. Sin embargo, no podía entretenerse contemplando el paisaje. Presionó la mano de Herbert para darle ánimos, pero la chica ni siquiera volvió la cabeza para mirarle. Estaba muy pálida y no se atrevía ni a abrir los ojos.
Lucas volvió a mirar hacia arriba. Con desesperación, se dio cuenta de que dos de sus compañeros ya habían abierto el paracaídas y que un tercero acababa de hacerlo en aquel instante.
—¡Aún no! —exclamó Lucas al tiempo que soltaba la mano de Herbert.
Lucas se ajustó el micrófono y contactó con todos sus compañeros.
—¡No abráis el paracaídas! —indicó—. Repito: no abráis el paracaídas hasta que yo lo haga…
El viento soplaba hacia el este, y la corriente de aire les llevaría hasta el corazón de la jungla, muy lejos del lugar donde habían escondido la lancha.
Cuando volvió a mirar abajo, Lucas cayó en la cuenta de que ya no estaba aferrando la mano de Herbert. La chica estaba descendiendo sin abrir los brazos, cayendo de lado a varios metros de distancia.
—¡Abre los brazos, Herbert! —gritó alarmado a través del micrófono, pero no hubo ninguna reacción.
Su cuerpo caía sin control, como un maniquí despeñándose por un rascacielos.
«Se ha desmayado», pensó Lucas con horror.
Se colocó en posición vertical y juntó los brazos, tal como había aprendido en el programa de la Academia Virtual. Empezó a reducir distancia, pero el suelo estaba cada vez más cerca.
—¡Abre el paracaídas, Lucas! ¡Por Dios, sálvate! —resonó la voz de Úrsula en sus auriculares.
Lucas se dio cuenta de que no quedaban más que unos pocos segundos para estrellarse contra el suelo y sintió que su corazón se detenía. Incapaz de respirar, consiguió asir a Herbert por el brazo. Aunque intentó despertarla, zarandeándola con ímpetu, seguía inconsciente. Alargó el brazo para abrir el paracaídas, pero no conseguía alcanzar la palanca. Miró abajo y vio el suelo agrandándose por momentos.
—¡Sálvate, Lucas, por Dios! —insistió la voz de Úrsula.
El pánico se apoderó de él, pero consiguió entrelazar el cuerpo de Herbert con sus piernas y tiró de la palanca con decisión. Contuvo el aliento sin saber si lo había logrado. Notó una violenta sacudida justo antes de aterrizar bruscamente en el suelo.
Lucas necesitó unos instantes para asimilar que seguía vivo. Sentía su corazón a punto de estallar y se dio cuenta de que no tenía nada roto, solo algunas magulladuras. A su lado, con el paracaídas envolviéndoles como una sábana gigante, Herbert yacía inmóvil en el suelo. Tenía la piel fría y había perdido el color de la cara. Lucas le abofeteó suavemente el rostro y le buscó el pulso. Lo notó tan débil que se preparó para realizarle el boca a boca.
Cogió aire y acercó su boca a los labios de Herbert.
—¿Qué haces? —le interrumpió de repente su voz.
Herbert tenía los ojos abiertos y miraba extrañada a Lucas, sin entender demasiado bien por qué estaba a punto de darle un beso.
Rowling agarró la mano de Laura Borges, que lucía el mismo uniforme blanco del viento que ella, y subió a la embarcación con ganas de quitarse las pesadas bombonas de oxígeno que llevaba colgadas a la espalda. Aún estaba nerviosa, pero no le preocupaba la seguridad de sus amigos, dado que la bomba que Martin acababa de colocar era inofensiva, sobre todo porque estallaría dentro del agua.
«Ojalá lleguen a tiempo», pensó, esperando que al final fuera Lucas el que se convirtiera en líder.
Todos los buceadores que habían intervenido en la operación ya habían salido del agua y se estaban quitando los trajes de neopreno.
—¿Nos vamos ya? —preguntó Chandler, la encargada de pilotar la embarcación.
—Aún no —respondió Martin.
Se colocó la mano encima de los ojos a modo de visera y miró a lo lejos.
—Ya están aquí —anunció con una sonrisa de satisfacción.
La lancha se acercaba hacia ellos surcando las olas a toda velocidad. Montados en ella, se encontraban Quentin, Daishell y Moorcock, que se detuvieron justo al lado de la embarcación. Martin saltó a la lancha ágilmente y estrechó la mano de sus compañeros.
—¿Lo habéis conseguido? —preguntó.
—Por supuesto —respondió Moorcock.
Llevaban un bidón a bordo que llamó la atención de Rowling.
«¿De qué va todo esto?», se preguntó extrañada.
Martin había escogido a aquellos tres chicos para que realizaran una tarea, pero había ocultado a todos los demás lo que se proponía. Abrieron el pesado bidón y empezaron a arrojar su contenido al agua. Rowling se fijó en que se trataba de un líquido de un color rojo negruzco bastante espeso. Atónita, tardó unos segundos en darse cuenta de lo que era.
«¡Es sangre!», pensó horrorizada y de repente entendió el macabro plan de Martin.
Los tres paracaidistas trataban de redirigir su caída, pero se encontraban a merced del fuerte viento que soplaba hacia el este. Todos sus esfuerzos eran inútiles, se dirigían inexorablemente hacia la espesura de la jungla, a varios kilómetros de donde se encontraban los demás.
—Tendremos que seguir sin ellos —dijo Úrsula mientras se deshacía del paracaídas.
Lucas comprobó que era cierto. Solo les quedaban dieciocho minutos para desactivar la bomba, y no podían permitirse el lujo de esperarles. Orwell, Akira, Tolkien y Julia Cortázar estaban fuera de combate, mientras que Herbert no parecía encontrarse demasiado bien.
—¿Cómo estás? —le preguntó Lucas.
Herbert se había sentado en el suelo, un poco conmocionada aún por lo que había ocurrido.
—Me encuentro algo mareada —confesó—. Es mejor que continuéis sin mí…
Lucas asintió comprensivamente y miró a Salgari, que llegó corriendo hasta su posición. El chico, que vestía con el mismo uniforme marrón que Úrsula, parecía encontrarse en perfectas condiciones para continuar la misión.
—Tendremos que correr —les anunció.
—Pues no perdamos más tiempo —resolvió Úrsula, y abrió la marcha.
Cargados con las pesadas mochilas, echaron a correr en dirección a la costa bajo el pesado sol. En menos de dos minutos ya estaban sudando profusamente y tenían la respiración entrecortada, pero Lucas no hizo concesiones y no aligeró el ritmo en ningún momento pese a que Salgari parecía bastante apurado.
Tardaron once minutos en llegar al lugar donde habían ocultado la lancha. Apartaron el ramaje que habían utilizado para esconderla y la empujaron a toda prisa hasta el mar.
—Siete minutos —anunció Lucas casi sin aliento—. Aún tenemos posibilidades de conseguirlo…
Se montaron en la lancha a toda prisa mientras Salgari encendía el motor. En pocos segundos, la lancha ya estaba surcando las aguas del océano a toda velocidad.
—¡Tenemos que ponernos los trajes! —gritó Lucas, y empezó a desnudarse.
Los ojos de Úrsula se posaron fugazmente en el torso desnudo de Lucas. Aún no tenía vello, solo un poco debajo del ombligo. Estaba delgado, aunque los músculos se le definían muy bien, sobre todo los abdominales, que se le marcaban como tabletas de chocolate.
Se apresuraron a vestirse, pero ponerse los trajes de neopreno era una tarea lenta y tediosa que solo habían practicado en el programa de submarinismo de la Academia Virtual. Cuando Lucas terminó de calzarse los pies de pato, consultó el detector de explosivos. Estaban muy cerca. Le dijo a Salgari que detuviera la lancha y miró el cronómetro. Solo quedaban dos minutos y veinticuatro segundos para que estallara. Úrsula, sentada a su lado, también estaba preparada para sumergirse.
Salgari detuvo el motor de la lancha.
—¡Vamos, saltad! ¡Os espero aquí arriba!
Lucas y Úrsula obedecieron al instante y se sumergieron en el agua. Al acto Salgari se arrepintió de sus palabras. Intentó avisarles gritando con todas sus fuerzas, pero ya no podían oírle. Con horror acababa de ver, sobresaliendo en el agua, una aleta de tiburón.
Sumergidos en el agua, Lucas y Úrsula empezaron a bucear hasta el fondo del mar tan rápido como pudieron. Disponían de un minuto y dieciocho segundos para desactivar la bomba. Sus ojos recorrieron el lugar, buscando el explosivo ávidamente. De repente, Úrsula le hizo una señal. Había localizado el artefacto entre unas algas. Les separaban unos veinte metros y aún les quedaban unos cuarenta segundos.
Lucas se disponía a nadar en aquella dirección cuando vio el tiburón. Era un magnífico ejemplar de tiburón tigre, un depredador voraz y sanguinario que por lo menos medía cinco metros. Sintió que el pánico le dominaba cuando vio que avanzaba directamente hacia ellos, abriendo sus inmensas fauces.
Habría gritado de horror si no hubiera estado debajo del agua, y su primer impulso fue escapar, pero vio que Úrsula no se había percatado de ello y seguía buceando hacia el explosivo, camino de una muerte segura. Lucas la detuvo agarrándole del tobillo y señaló desesperadamente al depredador, que se acercaba a toda velocidad. Con horror, constató que había más tiburones a su alrededor, por lo menos eran cinco o seis, tal vez más. Les habían detectado y se dirigían hacia ellos a toda velocidad, ladeando las cabezas en su dirección y clavándoles sus ojos fríos, disputándose entre ellos el privilegio de ser el primero en darles caza.
Presas del miedo, los dos chicos empezaron a bucear en la dirección contraria, conscientes de que sus perseguidores eran infinitamente más rápidos. No había tiempo para regresar a la lancha, porque se encontraban a demasiada profundidad, pero Lucas vio una abertura en el centro de la única roca que había por los alrededores. Era su única oportunidad de seguir con vida. Buceó tan rápido como pudo sin mirar atrás, con la mirada asesina del tiburón grabada en su retina.
Lucas consiguió llegar hasta la roca y se introdujo por la estrecha abertura. Consiguió girarse y vio que Úrsula se había quedado rezagada. El tiburón le estaba ganando terreno y estaba a punto de darle alcance. Alargó el brazo para agarrar la mano de Úrsula y trató de tirar de ella, pero notó resistencia en el otro extremo, como si hubiera quedado atrapada.
Desesperado, tiró de ella con todas sus fuerzas hasta que Úrsula pasó a través de la abertura. Lo primero que pensó fue que el tiburón le había arrancado una pierna de cuajo y que se encontraría con un reguero de sangre diluyéndose en el agua, pero no fue así. Úrsula estaba de una pieza, mientras el depredador despedazaba con sus poderosas fauces uno de sus pies de pato.
La bomba explotó en aquel momento, causando un ruido sordo casi imperceptible y levantando una leve nube de arena a lo lejos, lo que convirtió en inútiles todos los esfuerzos para derrotar a Martin y apartarle del liderazgo de la Secret Academy. Seguían vivos, pero habían fracasado.
Su único consuelo era que en el interior de la estrecha abertura se encontraban a salvo y por lo menos les quedaba oxígeno para aguantar unas cuantas horas. Las necesitarían, porque los seis tiburones hambrientos que les rodeaban empezaron a nadar incansablemente a su alrededor.
Fue entonces cuando Lucas vio el aparato. Era un objeto cilíndrico metálico con una luz roja parpadeante, clavado en una grieta de la roca. Le embargó una inexplicable sensación de peligro mientras su instinto le pedía a gritos que tratara de desactivarlo. Pulsó el único botón que tenía, situado en uno de los extremos, y la luz roja dejó de parpadear al instante, dándole la sensación de que la profundidad del océano se tornaba aún más insondable…