II. LOS CONCEPTOS DE LA CREENCIA

I. LOS ELEMENTOS DE LA RELIGIÓN GRIEGA

1. Tres elementos integran la religión griega. Tales elementos son la creencia, las instituciones sacras y los mitos. O sea, un elemento subjetivo a una parte, y a otra parte un material religioso formado por el elemento funcional y el elemento imaginario.

2. La creencia, en alas de la libertad que Grecia le consintió, registra el paso del tiempo y la cultura; pero ya hemos visto que su trayectoria ofrece un sentido. Además, se deja abarcar en el contorno, en sus conceptos fundamentales.

3. Las instituciones sacras (sean los organismos o los ritos), ya fijadas por la comunidad urbana o ya incorporadas en los hábitos conservadores de las poblaciones rurales, aparecen algo retardadas y no disimulan las arrugas de su vejez. Como las prácticas rituales son persistentes, cuando ya su sentido es incomprensible se inventa un mito para explicarlas.

4. La mitología, a su turno, como no sujeta a la razón, recorre en todos sentidos el tesoro étnico de las leyendas, las aprovecha caprichosamente, y no pretende fijarlas nunca de una manera definitiva e intocable. La mitología sólo pertenece en parte a la religión, y en parte la desborda, pues no todos los mitos corresponden a otros tantos cultos. Hay mitos religiosos y hay mitos laicos. También hay mitos intermedios, que, aunque ponen en acción a las personas divinas, apenas puede decirse que posean validez canónica. Por aquí la religión se deshace en la tradición legendaria, que llega hasta la irresponsabilidad del folklore.

5. Vamos a examinar la creencia, reservando para más adelante las instituciones sacras. A la mitología consagramos un libro aparte, y aquí sólo citaremos al paso aquellas leyendas que parezcan indispensables al asunto de la presente obra.

II. EL FUNDAMENTO DE LA CREENCIA

1. El fundamento de la creencia es triple. La inspira el sentimiento de la dependencia y la anhelada protección del Ser a quien se adora. Brota de la esperanza, se afirma en la fe, se depura en la caridad. La esperanza abarca la fe o la produce, y la caridad es su virtud acompañante, penetrada ya por la ética. El Cristianismo nos ha enseñado otro orden —sistemático, lógico— para las virtudes teologales. Pero, en la explicación de la génesis o nacimiento de la idea religiosa, es preferible anteponiéndola a la fe, abrir el camino con la esperanza.

2. La esperanza señala de una vez el origen naturalista de las antiguas religiones. La horda, la tribu, la ciudad, reconocen como preocupación inmediata el asegurarse la subsistencia en este mundo —frutos espontáneos, cosechas, ganados, animales domésticos, hijos—, y pronto quieren asegurarse la subsistencia en el otro, la salvación eterna. Por esta conciencia de la futuridad el hombre se alza de su lecho zoológico. Pues el animal no tiene porvenir o no lo percibe y, con la palabra del filósofo, “el animal no hace promesas”. El sentimiento de que hay un mañana provoca atisbos y cautelas, y atisbos y cautelas fundan una conducta atraída por la esperanza. La palabra griega para “esperanza’’ —élpis— significa una expectación todavía recelosa, la expectación de algo que puede ser halagüeño o temible. Tal “ambivalencia” corresponde a los primeros latidos de la noción. También el sentimiento de lo sagrado reveló un día esta ambivalencia: una fuerza natural puede ser propicia o aniquiladora; un cadáver inspira atracción y repulsión, veneración y asco.

3. La fe aparece en segundo grado y trae consigo una novedad: la confianza. La palabra griega para la fe —pístis— significa un hábito. Se ha descubierto que la primavera vuelve todos los años y se la saluda como a un poder amigable. Ya hay crédito, y a la vez, fórmulas mágicas de seguridad. Conforme aquel incomprensible poder que invade el mundo se aproxima a la deificación, comienzan a dibujarse los pactos, y las garantías que los establezcan: promesas, ofrendas y sacrificios. Y todo ello es un matiz que asciende de la expectación a la certeza. La pístis es palabra que posee un sentido práctico, mucho más que dogmático.

4. La caridad, dejando aparte el sentido moral humano —compasión al prójimo y filantropía—, arde ya en un fuego de puro amor entre el Creador y la criatura. Aquél dice: —Te concedo mi gratuidad, mi gracia. —Ésta contesta:

No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido.

Es el ápice místico, noción que se elabora a lo largo del pensamiento griego, pero sólo se difunde a las puertas del Cristianismo, entre las últimas doctrinas que lo preparan. El Cristianismo, para entonces, ha metamorfoseado ya al dios guerrero de las tribus hebraicas en un Dios universal de todos los hombres.

El pensamiento griego no había ignorado las nociones de la caridad en ninguno de los dos sentidos, ni la caridad divina ni la humana. Agamemnón ya increpaba a Aquiles:

Tu intrepidez no es mérito, sino divina gracia.

Il., I, 180. Trad. A. R.

Y Paris objetaba ya a Héctor:

Mas no por ser intrépido quieras echarme en cara

los dones que Afrodita de oro me depara,

que ni son desdeñables tan exquisitos dones,

ni se escogen al gusto los divinos presentes.

Il., III, 71-74. Trad. A. R.

Todas las sectas místicas dieron por supuesta la caridad divina, y también lo hacen así los mayores filósofos. Pero sólo en el crepúsculo de Grecia, cuando más falta hacía, se la aísla y destaca.

En cuanto a la caridad humana, que la ligereza niega a los griegos —acaso porque no se les convirtió en prurito—, recuérdese que ellos consideraban la hospitalidad como una de las más excelsas virtudes, y la ponían bajo el resguardo de Zeus, el Dios Máximo. Para con el extranjero, la hospitalidad era un verdadero acto caritativo, pues prácticamente el extranjero carecía de derechos, y respondía por él quien lo recibía en su casa. El compartir con él los alimentos era admitirlo a la piedad de la tribu. Lo cual creaba vínculos hereditarios que ni la guerra era capaz de romper, como en el episodio homérico donde Diomedes y Glauco deponen las armas en recuerdo de la amistad paterna. Muchas veces la hospitalidad amparó al desterrado político;1 muchas veces el delincuente, cuyo contacto era tan dañoso y aborrecible como el del leproso en las parábolas cristianas, no tenía más redención, en aquellos albores del derecho penal, que cambiar de país y buscar a un hombre piadoso, dispuesto a purificarlo mediante ciertos ritos y devolverlo así a la normalidad social. Las Súplicas —dice Homero personificándolas poéticamente— son hijas de Zeus, y quien las escuche será bienquisto de los Dioses. El derecho de los suplicantes es tema frecuente en las tragedias y en las historias míticas. Y aunque puede obtenerse alguna ventaja del huésped si, por ejemplo, es un traficante extranjero, en todo ello hay caridad, por lo menos como la encontramos hoy en tantas instituciones modernas.

Los cinco pecados capitales que enumera Hesíodo se reducen a una falta de caridad, a un abuso del indefenso: sea el suplicante, el extranjero, el hermano traicionado, el huérfano desposeído, el padre tratado con irreverencia. Estos errores cubren de vergüenza —aidós— al que los comete. Pero este principio es puramente emocional (como los sentimientos de dignidad moral que nuestras leyes no sancionan), y no encontró expresión definida en las filosofías aristocráticas e intelectuales de los antiguos, o acaso la hemos perdido —como se sospecha— con las obras de otros filósofos más atentos a las emociones del pueblo —Protágoras, Demócrito—, más atentos a esas ideas vinculadas en los instintos. Sólo volverá a hablarnos del aidós el cínico Kérkidas, enemigo de todos los sentimientos convencionales y aferrado a las evidencias del corazón humano. Para que se vea que el “cínico” de la antigüedad nada tiene del cinismo como hoy se lo entiende.

III. DE LA MAGIA A LOS DIOSES

1. La creencia desemboca en una noción de la deidad. ¿En quién o en quiénes creen los griegos? Grecia no conoció un dios revelado. (Introd. A. 2.) Su idea de lo divino muestra tres fases teóricas: la religión de los difuntos, la religión de los héroes y la religión de los dioses. La primera lo fue sin duda en cuanto al tiempo y marca el punto en que la mente comienza a desembarazarse ya de la magia. La segunda procede directamente de la anterior, y aunque en principio la domina, no la destierra inmediatamente ni es incompatible con ella. La tercera recibe acarreos de las otras dos, pero también obedece a nuevos estímulos espirituales y significa un remate. De suerte que estas tres fases, si bien no se presentan en estricta sucesión histórica, señalan el proceso de superación gradual que se levanta desde la magia y culmina en la concepción de los dioses.

La tribu se reparte en familias. El muerto de la familia es antepasado y amparo de la tribu. El héroe, antepasado místico, será una deidad local, amparo de su ciudad o región. En otra etapa más excelsa, asomará el verdadero dios su cara borrosa, el dios que es el amo definitivo y una suerte de héroe universal, y que al cabo cristalizará en el ente olímpico. La escala cultural conduce de la familia al Estado, y del Estado al cielo. Este camino no fue en realidad tan sencillo, pero el esquema propuesto puede servirnos de orientación. Desde luego, nos permite apreciar la trascendencia de la religión de los muertos en el arranque de la religión griega.

2. Pero antes de la religión fue la magia. No podríamos ignorarla si, como sabemos, ha dejado supervivencias en los ritos y en las costumbres. La magia es el mundo del primitivo. La documentación sobre la mente prehistórica es cosa incierta, aun cuando se apoye en observaciones sobre las sociedades no evolucionadas que aún existen. En tales casos, declara Renan, el deber científico no está en decir lo que aconteció, sino lo que puede haber acontecido.

3. La magia se define por su diferencia con la religión. Tal diferencia no reside, como hasta hace poco se afirmaba, en lo que va de lo antisocial a lo social, sino en que el acto mágico es opus operatum, se lo entiende como una captación directa e inmediata de los fenómenos; en tanto que el acto religioso pasa ya por la mediación de un ente divino. La magia no se reduce a echar muñecos al fuego para torturar de lejos al enemigo, o a atarlos en las tumbas para evitar la liberación de las almas. No fue siempre, ni necesariamente, hechicería maléfica, embrujo funesto o mal de ojo. El instrumento no se caracteriza por los usos bastardos. Acaso sea más exacto afirmar que estas manifestaciones antisociales se exacerban cuando la magia ha dejado de prestar su auténtico servicio. Ella fue nodriza de las instituciones y es antecesora de la ciencia aplicada. Prolonga ese esfuerzo de dominio sobre el ambiente que comenzó por obra y gracia del pulgar oponible.

Trasladémonos imaginariamente a los orígenes. En su desamparo misterioso, el hombre quiere abrirse paso. Para ello inventa un escudo, magia defensiva, y una lanza, magia propulsora.

El conjunto de actos y fórmulas con que la magia ha intentado gobernar el mundo engendra los ritos. Ellos persisten mucho más allá del cuadro mental que los inspira. Y como ha de llegar un día en que ya no se entiendan, para justificarlos se inventará una historia mítica. Tal es el origen de los llamados “mitos etiológicos”.

Pero si en Grecia sobreviven algunas operaciones mágicas, como tradición popular, y si otras logran incorporarse a los ritos cívicos, mudando ya de sentido y explicación, en cambio el ejercicio de la magia no prosperó como profesión especial, no hubo casta de magos según aconteció en otros pueblos antiguos. Tanto la magia propulsora como la defensiva quedan, en Grecia, prácticamente, al alcance de cualquier vecino, si se exceptúan algunos sortilegios contra los fantasmas; pues el temor engendra con facilidad oficios parásitos. Aquí, como en el ejercicio sacerdotal y en los pleitos jurídicos —no hubo verdadera clase sacerdotal a nuestro modo ni hubo abogados—, se nota la tendencia del griego a resolver sus cuestiones por sí mismo en los límites de lo posible.

Ritos no sólo predeísticos, sino anteriores a los daímones o fuerzas apenas personalizadas, dejaron su impronta en las ceremonias agrarias —magia propulsora—, como es manifiesto en las Targelias, las Oscoforias, las Pianepsias, y otras invocaciones a la fertilidad. Las medidas para evitar la propagación de un mal o sus efectos —magia defensiva— son numerosas, no siempre instituyeron rito, pero van implícitas en las observancias de la purificación y en el culto de los difuntos.

En cambio, las vagas reminiscencias del hombre mágico, del Rey-Medicina, se descubren con cuentahilos en el cañamazo de las leyendas: ya en mitos de origen exótico, como el de ese Salmoneo que provocaba directamente la lluvia (y no a través del dios, al modo de ciertos sacerdotes de Arcadia); ya en transformaciones poéticas, como el elogio de Odiseo a Penélope, donde la fertilidad de la tierra se disfraza en metáfora del buen gobierno. La acción positiva del mago es transferida más bien a las virtudes del patriarca, que el cielo ve con complacencia.

4. En el tránsito de la magia a la religión aparece el daímon o demonio. Poco a poco, surgió la sospecha de que cada fenómeno u objeto exterior estaba habitado por una voluntad comparable a la humana, poseía una iniciativa que importaba domeñar o ganarse. Pero hay cosas que no podemos someter ni persuadir, fácil es que ellas nos gobiernen y son por eso las más temibles: rayos, huracanes, tempestades y terremotos. Fácil, también, que haya algunos entes impalpables, cuya presencia se adivina en el rumor del viento, el cabeceo de los árboles, los reflejos del agua, las sombras que visitan los sueños. De ambas presunciones nacen los daímones o demonios. Perdura la palabra, y el concepto se desarrolla. Sócrates oye todavía los consejos de su demonio: unos entienden que escucha la voz de su conciencia; otros, que tiene conciencia de ciertos mensajes sobrenaturales.

5. El “daímon” despeja el camino al culto de los difuntos. Si existen seres impalpables, el próximo paso es ya posible. Veamos: la tribu, sometida como un todo indiviso, sin duda se halla sustentada por un mana, un vigor cuyo foco tiene que ser el jefe. Y, puesto que se renueva la tribu, es de creer que el mana se transmite del antepasado al recién nacido. El muerto no desaparece del todo; conserva en depósito alguna simiente de vida. Obra, ayuda, y no se lo ve: ha entrado, pues, en un orbe de mayor poder y respeto. Se le debe una veneración especial, un culto.

El espectro del antepasado se ha convertido en un daímon; no un daímon exterior a la tribu, sino que forma parte de ella y está íntimamente vinculado a los intereses del grupo. O es el obstáculo, o es el puente entre la voluntad de la tribu y el mundo; pero, en principio, siempre es ya posible propiciarlo.

6. El próximo paso conduce del difunto al héroe. Cuando el grupo social asume mayor cuerpo y se estructuran las jerarquías de los subgrupos, el antepasado por excelencia, el benefactor o padre místico de la región o ciudad viene a ser su héroe y a veces llega a dios local. Por lo común, este dios local está condenado a bajar de grado cuando se establezca la corte de los Olímpicos, o condenado a que uno de ellos lo absorba entre sus varias hipóstasis.

Pero si el daímon, por una parte, ha contribuido a crear el culto del difunto, y a través de éste, el del héroe o semidios, por otra parte, y en una línea divergente, puede haber contribuido de modo directo a inspirar el sentimiento de la divinidad superior. La cual no procede por igual derrotero, no es un mero ensanche del héroe, sino una elaboración diversa de la mente religiosa, aunque en su aspecto antropomórfico se oponga a la escuela de los héroes.

7. ¿De dónde ha venido, pues, el dios? El dios viene más bien del espíritu. En el alba de las nociones, el primitivo no adora al dios: lo conlleva, lo está viviendo, lo ejecuta. No concibe ni la imploración ni el auténtico sacrificio. Cuando, entre el coro confuso de la comunidad, se ha destacado un corifeo, un guía, un jefe, entonces, puede decirse, ha comenzado el divorcio entre el hombre y la divinidad que parecía andarle en la conciencia.

El jefe humano focaliza la atención del grupo, inviste el poder divino y comienza a servir de apoyo a una veneración proyectada ya hacia afuera. El corifeo es el conductor de los demonios —daimónoon agoúmenos—, y va camino de la deificación a fuerza de reasumir el mando periódico en cada Fiesta Floreal o cada Día de Difuntos.

Contribuyen al divorcio otras circunstancias. El animal, el árbol, el objeto, el muñeco, el ídolo en torno al cual se agrupan los fieles, ayudan a exteriorizar al dios. El coreuta o miembro del grupo se sentía aún demasiado afín, demasiado cerca del corifeo o conductor, hombre como él mismo. Pero el objeto o el ídolo, cualesquiera sean, lo contemplan ya desde otro mundo.

La mente no tarda en percibir el fracaso de sus estúpidos engendros, y emigra otra vez hacia la región de lo invisible en busca de una confianza superior. Ya el hombre se ha acostumbrado a considerar el poder divino como algo extraño a su sustancia. Desengañado de su largo sueño imperial, se inclina ante el oscuro daímon, le ruega, comienza a ofrecerle bienes materiales, lo único que sabe ofrecer. Ya el hombre no se imagina un dios. Ha nacido el escrúpulo de la hybris, el temor de la ambición desmedida. Se diría que se prefigura ya el grito de Píndaro: “No intentes convertirte en dios”.

Pero si no espera convertirse en un dios, el hombre quiere, al menos, abrigarse y fundirse en el ser que adora, y tal es la filosofía de los piadosos Misterios que habrán de florecer más tarde.

La anterior simplificación puede parecer excesiva, pero provee una hipótesis de trabajo, un planteamiento del enigma que nunca podremos resolver. Posee aquel valor explicativo que, en los estudios de filosofía política, corresponde, por ejemplo, a la hipótesis del “contrato social”. Nuestra hipótesis, por lo demás, admite ciertas comprobaciones parciales. Pues ¿por qué Zeus, en el Himno de los Curetes, es todavía invocado como “el Capitán de la Danza”, sino porque se lo ve, en cierto modo, como la evocación unánime del grupo, polarizado en su afán místico? Y ¿qué nos están diciendo los cultos dionisíacos en su figuración legendaria, y aquella comunión salvaje a que se entregaban las Ménades cuando devoraban al dios-toro? No depurada aún la etérea Persona Trascendente, se la pretende absorber por medios inmediatos. Como la sombra de la verdadera religión es siempre horripilante, tenemos que descartar la repugnancia que nos causa esta indecisión entre la naturaleza divina, la animal y la humana, para comprender que tales ritos anuncian ya un sentimiento del dios exteriorizado, cuya virtud se desea nuevamente atraer.

Entretanto, la representación idólica, desperezada al toque del arte, ha creado, como de pasada, las figuras estatuarias del olimpismo, lejanas y hasta algo indiferentes. Toda la dinámica de la religión griega está en el esfuerzo por reconciliar aquel fuego trascendente con esta frialdad escultórica.

8. Los dioses representan la madurez de la religión griega. La idea de lo divino partió de una nebulosa, y al fin se resolvió en un sistema solar rodeado de sus planetas. Tal es la figura que evocamos para hablar de la Grecia histórica: un conjunto de dioses en torno a un Dios Máximo; y además, unos dioses que más bien parecen hombres agigantados y habitan el Olimpo, casa gigantesca. Y aquí asoma una dificultad de que conviene desembarazarse cuanto antes.

Cierto, la historia de la antigua Grecia es una lección objetiva. Los orígenes de nuestra cultura están en ella: prolongando sus direcciones, llegamos hasta nuestros días. Aquella Grecia, al mismo tiempo, nos queda tan lejos, que podemos observarla con desinterés y mente científica. La hemos visto nacer y morir, y conocemos el experimento en conjunto. El cuadro es abarcable en el espacio y en el tiempo. La evolución procede por etapas tan nítidas que parecerían dibujadas para guiar el entendimiento. Ello explica hasta cierto punto la fascinación que siempre ejerció el estudio de aquel pueblo. Se explica también tal fascinación por la alteza y la trascendencia de una civilización que ha dejado inmensos tesoros, en muchos órdenes jamás superados.

Pero es innegable que, en punto a religión, el moderno se siente de pronto desarmado ante dos obstáculos aparentes: el antropomorfismo y el politeísmo. Estos dos fantasmas montan la guardia a las puertas de la religión griega. No es enteramente imposible el reconciliar a estos fantasmas con ciertas nociones modernas, como lo veremos después.

IV. LA NATURALEZA DE LOS DIOSES

1. Antropomorfismo y politeísmo no son obstáculos insuperables para el común entendimiento de la religión griega. Conviene penetrarse, ante todo, de que los grandes pensadores de Grecia sólo aceptaban ambas nociones como una manera de lenguaje corriente, el cual para nada cohibía su idea de la religión ni su representación del universo. Si el vulgo se embrollaba con tales nociones, tampoco puede hoy cualquier palurdo concebir la Encarnación o la Trinidad como las concibe un teólogo, y hay entre los feligreses de cualquier parroquia un buen porcentaje de aberraciones. Si poetas y artistas, sacando partido de las nociones antropomórficas, acariciaron siempre la efigie mítica y dieron humanidad a los dioses, no anduvieron desacertados para su propósito estético: su objeto no era representar ideas abstractas, y sería absurdo llamarlos a cuentas ante una jurisdicción incompetente.

2. Respecto al antropomorfismo, el católico admite que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, y el arte religioso nos ha educado para aceptar la figuración de lo divino bajo formas humanas. Y ello para nada perturba la creencia en un Dios sobrenatural.

El escollo del antropomorfismo griego está en que sus dioses nos resultan demasiado humanos y participan íntimamente de nuestros errores y flaquezas. Zeus es iracundo, se muestra acometedor con las mujeres, y aun se jacta de ello, en una hora de olvido, ante su divina esposa (el catálogo de ‘Leporello’ que dicen los humanistas, Il., XIV); Hera es celosa hasta el crimen; Posidón y Ártemis son singularmente rencorosos; Apolo, vengativo; Atenea no sabe perdonar la jactancia de una pobre chica envanecida, la triste Aracne; Afrodita harto sabemos en lo que se entretiene. Todos ellos son recelosos, crueles, suelen consentirse una grosería de bárbaros septentrionales, grosería que no se consentiría un buen vecino. Como observaba Gladstone, Eumeo, el porquerizo de la Odisea, es mejor persona que todos los dioses del Olimpo. (Esta condición o díkee de los dioses será examinada en el siguiente capítulo.)

Pero ya se burlaron de esto los mismos filósofos griegos, y el viejo Jenófanes observaba: “Si toros, caballos y leones tuviesen manos y pudieran pintar cuadros y labrar estatuas, representarían a los dioses como toros, como caballos y como leones”. El nacimiento de la ciencia griega se explica, en mucho, porque los pensadores jonios; y los presocráticos en general, se desentendieron del antropomorfismo, aunque no seguramente de la religión ni de la teología en el sentido griego del término.

3. En cuanto al politeísmo, el católico reconoce una serie de jerarquías mediadoras entre Dios y los hombres, una Divina Familia, unas cortes angélicas, un ejército de santos, una variedad de cultos que, bajo nombres distintos se dirigen a la misma Persona. Nada padece por ello su creencia en un Dios Único.

Ahora bien: corre por todo el pensamiento griego una vaga noción —explícita en los filósofos— de que la autoridad suma del universo no reside en los entes de la mitología. Hay ciertas altas abstracciones —Moira o Moiras (los griegos personalizaron y luego pluralizaron esta noción, acaso por analogía con las Parcas, las Erinies, las Ménades, etcétera), Destinos y Espíritus de la Justicia— que la salubre mente helénica nunca quiso “mitificar” del todo, como en espera de que la experiencia secular las incorporara al cabo en un Ser Supremo. Tales abstracciones se mantienen muy por encima del sistema olímpico. Homero hace que Zeus mismo despliegue sus balanzas de oro para averiguar hacia dónde pesa el Hado, que por lo visto no depende de su voluntad. Tampoco le es dable a Zeus el evitar que su hijo Sarpedón perezca a manos de Patroclo, una vez que así lo dispone el Destino.

Sin remontarnos a la metafísica, dentro de la sola mitología olímpica, el coro de dioses nos aparece como un coro de ángeles o ministros sujetos al poder de Zeus, aunque con ocasionales desvíos. Y el que a veces se llame a Hades “el Zeus Infernal” o cosa parecida, justifica la sospecha de que, en el fondo, los dioses podían ser concebidos como otros tantos atributos o manifestaciones del Dios Máximo, lo que se aprecia muy diáfanamente en el caso de arcaicos diosecillos locales absorbidos por las entidades olímpicas.

4. El catolicismo, pues, no tiene por qué escandalizarse ante esas provisionales metáforas teológicas —que tales son los muchos entes divinos y su figuración humana—; lo que no podría decirse igualmente de las disidencias y herejías. En tal sentido, sin el menor ánimo de ofensa —Pace tua—, el catolicismo es el heredero histórico del paganismo. No es, claro está, un heredero pasivo y mudo: ha superado las antiguas nociones en términos de transmutación. El diamante, si quiere entender al trozo de carbón, considérelo en buena hora como su primero y grosero esbozo.

Pero el diamante no se ha elaborado repentinamente, cierto día y a cierta hora. Larga y sorda obra lo prepara. Los grandes sistemas de Platón y Aristóteles culminan ya en la concepción de una deidad única, inmaterial y trascendente. Los griegos nunca creyeron que sus dioses habían hecho el mundo, ni que éste eternamente había existido. Luego…

5. El antropomorfismo alcanza el punto límite con las rencillas y desobediencias de los dioses. Hemos confesado los ocasionales desvíos de los dioses. Prescindiendo de las “guerras civiles” anteriores a la instauración de Zeus, alguna vez los dioses se rebelaron contra éste y le echaron cadenas. Sólo pudo reducirlos el Gigante Briareo, gracias al aviso oportuno de la Nereida Tetis. Posidón y Apolo han sido a veces castigados. Algo recalcitrante en la Ilíada, la Familia Olímpica se muestra mucho más sumisa ya en la Odisea.

¿Luego Zeus no es siempre obedecido? Tampoco es ello incomprensible, y aquí sólo se trata de entender y no de justificar. Esos caprichos de los dioses eran, si se quiere, efectos imprevistos de la complejidad de las causas; o quién sabe si residuos de alguna íntima discontinuidad en la trama del universo o en la imperfecta idea que de él nos formamos; residuos que los atomistas griegos llamaban clinámenes, oblicuidades en la precipitación vertical de los átomos; algo como el “salto cuántico” de la física o la “mutación súbita” de la biología. El antropomorfismo mítico viste estos caprichos de desobediencias: Hera y Atenea se empeñan en gobernar los combates contra las órdenes de Zeus; Hera adormece a Zeus para salirse con la suya, etc. Tales desobediencias, como es lógico, se acentúan más entre el vulgo divino, el proletariado mitológico que está por debajo de la aristocracia olímpica. Digamos más bien que tales rebeldías momentáneas son el Espíritu de las Sorpresas, estímulos para la energía del mundo, novedades de la “evolución creadora”, de la no agotada Creación. Pues, como reza el proloquio, “No es Dios viejo”. La perplejidad de los modernos escépticos, al llegar aquí, habla del Azar y de la Fortuna; la perplejidad de los antiguos escépticos, irritada hasta complacerse en su desconcierto, por poco diviniza a la Tyché, la Casualidad, metátesis aparente de Causalidad. Y, sobre todo, ¿por qué han de asustarnos estas desobediencias particulares y pasajeras de los dioses paganos, si conocemos la Gran Desobediencia trascendental, irreconciliable y permanente de Luzbel?

6. Los caracteres principales de los dioses son fáciles de entender, una vez removidos los obstáculos anteriores.

Lo primero que en la religión griega nos impresiona es la naturalidad con que se acepta y adopta la idea de la evolución, la maduración gradual del universo… El principio de la evolución cosmogónica acoge y subordina a los mismos dioses, permitiéndonos entender mejor su naturaleza de hombres agigantados. Pues sobre la naturaleza de los dioses hay que decir: 1) que su eternidad se extiende hacia adelante, pero no hacia atrás, puesto que han tenido nacimiento; 2) que tampoco nacieron a la existencia en su estado definitivo, sino que son el resultado de un perfeccionamiento gradual, como el de un animal que crece, sin que sea excepción el caso de Atenea, a quien una versión legendaria hace brotar, ya madura y armada, de la frente de Zeus, como un pensamiento que cristaliza en un verso, pero cuya entidad mitológica es también fruto de largos titubeos y transformaciones; 3) que los dioses tienen árbol genealógico y, de generación en generación, su casta aun suele levantarse desde humildes orígenes; 4) que no son exteriores a la Creación, sino que también fueron creados; que no son iniciadores o guías en el proceso cósmico, sino productos de éste y sujetos a éste; 5) que son parte de un plan superior y más vasto, dentro del cual se les asignan jurisdicciones y poderes limitados, de suerte que en nada son comparables con el Dios cristiano, omnipotente, omnisapiente y omnipresente; 6) que su relación con las criaturas humanas no es la de creadores y padres, sino la de unos como hermanos mayores, ni siquiera necesariamente benévolos: de modo que entre dioses, hombres y cosas hay una solidaridad esencial, y todos son hijos de una misma madre, copartícipes en la misma herencia, miembros de igual familia, como lo cantaba el poeta Píndaro. Todo lo cual, por lo mismo que remite el enigma a un común principio superior y anterior, tenderá el puente entre el politeísmo de superficie y el monoteísmo de profundidad, más o menos tácito por lo pronto, y pronto francamente explícito. Y no se diga que el monoteísmo no admite, en su génesis, grados ni jerarquías, pues el único monoteísmo absoluto es el de Alá.

Las prerrogativas de la divinidad se reducen a tres: 1) un poder mayor que el humano, sin ser por eso absoluto; 2) una vida perdurable; 3) la exención de penas y trabajos, en principio al menos. El hombre, en cambio, tiene que luchar por el sustento (y esto, usando medios más limitados) y es mortal; y su vano anhelo de hombrearse con las divinidades constituye su pecado mayor, el pecado capital de los griegos, la extralimitación o hybris que, como en la culpa de Prometeo, descompone el régimen del mundo.

La dignificación de la esencia humana y su posible acceso a la condición divina pertenecen, más bien que al orden olímpico, a la religión ctónica, vetusta, a las festividades agrícolas y rurales, a los antiguos Misterios; y la incorporación de este anhelo a la religión cívica vendrá más tarde, con las nociones de la filosofía ya alejandrina, y después, con los Misterios extáticos y el neoplatonismo, etc. Esto, salvo para algunos semidioses o héroes que, como sabemos, tampoco eran hombres comunes. Y no todos ellos alcanzan la deificación, ni con mucho. Entretanto… impera la visión de Píndaro: un sentido aristocrático de las castas, trasladado al orden metafísico, y al cual corresponde la virtud humana de la conformidad. En este concepto, el estoicismo encontrarayá el terreno bien preparado…

… La religión griega, con ser antropomórfica, no es antropocéntrica. La sociedad humana es un pequeño círculo circunscrito a la sociedad cósmica, aun cuando ésta, eso sí, sea imaginada según el modelo humano. La sociedad cósmica se desenvuelve como un todo, transportando en su seno al hombre, según el proceso que camina del desorden al orden, de la barbarie a la civilización. Y todas las cosas, incluso los dioses, y no exclusivamente los hombres, quedan implicados en el servicio universal, en esta amistad, esta lealtad al bien. Filosofía cuyos fundamentos no se buscan tan sólo dentro de los límites de la carrera humana.2

Para la mejor estimación de las anteriores observaciones y las que han de seguir, recuérdese que el concepto de la divinidad se modifica a lo largo de la historia griega. Téngase presente cuanto queda dicho en las páginas sobre “La religión griega en su historia” y especialmente la “Trayectoria de la religión griega”.

Pero, una vez que salimos de la nebulosa primitiva y entramos en la Grecia arcaica, nos enfrentamos con una escuadra de deidades cuyo rostro podemos ya apreciar con nitidez relativa.

7. La comparación entre lo divino y lo humano ha permitido ya destacar algunos perfiles de los dioses. Considerémosla desde otros ángulos, para mejor abarcar el objeto que nos proponemos.

El hombre, en cuanto hombre, no puede equipararse a los dioses. Nunca lo aceptó la mente griega, como acabaremos de entenderlo al examinar la “Consubstanciación y deificación”. En cambio, la confrontación teórica del hombre con el dios da lugar a varias interrogaciones:

1) ¿Puede el hombre, después de su vida terrestre, disfrutar, al menos, de aquel atributo divino que es la inmortalidad?

2) Y si así fuese, ¿qué clase de inmortalidad le espera, y hasta qué punto ella corresponde realmente a la inmortalidad divina?

3) ¿Debe el hombre terrestre emular en algo el ejemplo de los dioses, y hasta qué punto ello le es dable?

La primera interrogación será objeto de examen algo más adelante (“La escatología griega”). Ni entonces ni ahora el alma humana está llamada a convertirse en un dios por el hecho de perdurar. Pero, en las postrimerías de Grecia, los filósofos alejandrinos (los estoicos, por ejemplo, con su regreso de la chispa humana a la hoguera divina), y después los neoplatónicos (con su éxtasis —que se practicaba desde este mundo— y la reabsorción de la criatura en el Creador), ofrecen la esperanza, no de la transformación del hombre en un dios, sino del regreso del hombre al seno de Dios. La fortuna de estas nociones en la filosofía medieval no nos compete.

La segunda interrogación, en parte involucrada ya en la primera, se contesta sumariamente declarando que el hombre no habrá de participar de la verdadera inmortalidad divina, sino de una inmortalidad sui géneris, a) funesta en el Tártaro, b) triste en la tradición de la Casa de Hades, c) placentera en la tradición de las Islas Bienaventuradas, d) placentera también para los iniciados, en la tradición de los Misterios, la cual lentamente evolucionará hacia la noción de la justicia distributiva en el “ultramundo”.

Esta mera prolongación de la vida, que en modo alguno puede emular a la inmortalidad divina ni posee sus caracteres (casi diríamos sus “caracteres vitales”), se vuelve algo como un excepcional transporte en carne y hueso, hasta las Islas Bienaventuradas, para el héroe Menelao;3 lo que también se deseará después para otros héroes, tanto en el sentido mítico como en el sentido moderno y “patriótico” del término. Pero, si se trata de Menelao, es grave error el inferir de aquí, como algunos quieren, que ello denuncia la fe en una divinidad potencial de los humanos, pues Menelao es un héroe y no un hombre común y corriente, es una entidad legendaria; y si se trata de los héroes históricos y reales, el concederles esa feliz perduración es un homenaje espiritual, una reverencia al muerto ilustre, a quien no por eso se le reconoce inmortalidad de orden divino.

La tercera interrogación es la más fecunda en las letras. Las respuestas que se ofrecen asumen dos posturas fundamentales: 1) miedo a los dioses; 2) aspiración hacia los dioses. La primer postura significa que todo intento humano por asemejarse, siquiera de lejos, a los dioses, es desmesura, insolencia, hybris, y siempre recibe un castigo. La segunda postura confiesa que hay algún secreto parentesco entre dioses y hombres (hechos, estos últimos, “a imagen y semejanza de aquéllos”), y que el hombre, sin salir de lo humano, debe inspirarse cuanto pueda en el ejemplo de los Inmortales, no en lo que ellos tienen todavía de error natural, sino en lo que tienen de superior y divino. Una y otra postura son dos movimientos de la conciencia religiosa, y sin duda el segundo es el más dignificado y noble. A lo largo del periodo clásico —siglos VI a IV—, ambas corrientes se entretejen.

1) “Las divinidades son celosas”, dice Heródoto, y así lo demuestran los mitos. Píndaro, en varios lugares, nos aconseja: “No pretendas igualarte a Zeus… A los mortales basta su destino mortal”. O bien: “El mortal busca lo que le conviene en manos de los dioses, consciente del suelo que pisa y de la porción que le toca. No te empeñes, alma mía, por igualar la existencia de los Inmortales, pero dispón ampliamente de los recursos a tu alcance”. (Íst., V, 14 y Pít., III, 59.) La tragedia abunda en declaraciones parecidas. Los coros de Eurípides, en Las bacantes, vienen a decir: “Nada es la sabiduría humana cuando olvida nuestra condición de mortales” (295 y ss.).

2) Platón propone como deber religioso del hombre “la más completa asimilación posible con el dios” (Teet., 176 b). Su discípulo Aristóteles considera que el fin humano por excelencia es “el alejar cuanto sea posible la idea de la mortalidad” (Ét. a Nicóm., X, 117 b, 33). Nada de esto puede interpretarse como hybris. Tampoco lo es la Imitación de Cristo, que, desde el título, nos recuerda la doctrina platónica; ni lo son los mil consejos éticos que se han inspirado en Aristóteles.

Sí lo es, en cambio, y caso de extravagancia notoria, aquella pretensión de Empédocles, cuando saludaba a sus compatriotas con estas orgullosas palabras: “¡Salud! Heme entre vosotros como un dios inmortal, no ya condenado a la muerte” (Fr. Diels, 112, 4). Guthrie dice que abundan en Grecia manifestaciones como la de Empédocles (no hemos tenido hasta hoy la suerte de encontrarlas), y que la aspiración al estado divino era “el plano de fondo de la conciencia helénica” y su tentación constante, puesto que contra ella predicaba una y otra vez la prudencia de pensadores y poetas. Pero padecer una tentación y darla por legítima son cosas completamente distintas.

En todo caso, esta confrontación entre dioses y hombres resulta sobre todo importante durante el período arcaico —maduración de las nociones—, que va desde Homero hasta el siglo VI. Examinaremos sucesivamente los testimonios al respecto que encontramos en Homero, en Hesíodo, en la lírica y en la filosofía jonias.

V. PRIMEROS TESTIMONIOS LITERARIOS SOBRE LOS DIOSES

1. El testimonio de Homero es de extrema autoridad. Decía Jenofonte que “conforme a su sentir se ha venido modelando desde el principio el pensamiento de los humanos”. Pero la verdad es que la mente ulterior de Grecia, en el orden de las ideas religiosas como en otros órdenes, sólo parcialmente prolonga las concepciones de Homero y aun llega un día en que francamente las contradice. Entretanto, basta que se creyera sinceramente respetar la tradición homérica. Y no sería ésta la primera incoherencia que los hombres admiten, sin percatarse, en sus representaciones del mundo y del trasmundo.

Como Homero es poeta y no historiador —cualquiera sea la dosis de realidad mezclada en sus leyendas—, no tenemos más remedio que ceder al engaño poético y aceptar que, para nuestra comparación con las deidades, los héroes legendarios y míticos de las epopeyas hagan veces de hombres. Después de todo, y dado nuestro objeto actual, fuera del extremo vigor físico, del poder charlar con los dioses una que otra vez, y de los pases maravillosos que con ellos ejecutan los dioses para engañarlos o sustraerlos al combate, los héroes homéricos en poco difieren de los hombres.

2. La religión homérica sólo puede ser correctamente entendida por referencia a la organización social que Homero refleja, por referencia al tipo de la monarquía micénica y a las condiciones históricas de la era caballeresca. Desde luego que aquellos poemas no nos dan —o apenas nos la dan en vislumbres— la religión del pueblo, de la chusma armada, sino la religión de los caudillos y héroes. Ahora bien, para aquella aristocracia guerrera, dioses y hombres forman una sola sociedad, dividida, como la puramente humana, en castas diferentes. En lo alto están los dioses, cuya relación con la humanidad es comparable a la del basileus o rey con sus súbditos; y de aquí resultan los lazos y compromisos entre dioses y basileis. Los dioses son como unos jefes sublimes, que llevan consigo hasta su excelsitud algunos defectos humanos. A su vez, los hombres han aprendido de ellos a portarse con algún desenfado. Si los héroes disponen a su antojo de las mujeres es porque lo mismo atribuyen a los dioses y luego lo imitan de ellos como un privilegio jerárquico. Lo propio puede decirse de ciertas crueldades con grandeza. La caballerosidad de los capitanes entre sí —comparable a la de los señores medievales—, también la esperan los capitanes de los dioses, como de personas que pertenecen a los mismos grados superiores. Recuérdese, en tal sentido, el diálogo entre Atenea y Aquiles a los comienzos de la Ilíada, tan agudamente señalado por el profesor Bruno Snell (Die Entdeckung des Geistes, Hamburgo, 1946). Atenea no ordena a Aquiles que envaine la espada, ya pronto para agredir al Atrida, sino que le dice cortésmente: “Vengo en tu ayuda, si es que quieres escucharme”. Y no menos cortésmente, Aquiles contesta: “Un ruego de las diosas es una orden. Quien acata a las deidades será por ellas escuchado”. Cambio de respetos y servicios. Claro es que, si a la deidad se le ocurre, bien puede imponer pura y simplemente su voluntad. Contra el terremoto de Posidón o contra el rayo de Zeus ¿qué defensa pueden oponer los humanos? Pero, en un mero prolegómeno a las negociaciones entre hombre y diosa, no había para qué mencionar estos recursos desesperados.

Los dioses de Homero, pues, participan de ciertas fragilidades humanas y, en muchos sentidos, no son más que la primera casta en la estructura social. Los hombres eminentes —en el caso, los héroes— les están unidos por parentesco, salvo que el ícor se ha vuelto sangre. Los capitanes son “divinos”, son “retoños del dios”. Aquiles es hijo de la Nereida Tetis; Eneas, de Afrodita; Alcínoo, rey feacio, nieto de Posidón; y su esposa Arete, biznieta del mismo dios marino. Los dioses, a su vez, se sienten atraídos por la belleza o la excelencia de ciertos hombres “deiformes” o a ellos comparables. Atenea bajaba a hablar con Aquiles o con Diomedes y sentía por Odiseo una manifiesta afición.

Ahora bien, por paradójico que parezca, este mismo parentesco entre dioses y hombres traza también la frontera que los separa sin remedio. ¿Acaso hay separación más tajante, más recelosa, que entre los ricos y los pobres de una misma familia? Con el paso del ícor a la sangre, de la ambrosía al pan terrestre, se establece la infranqueable división entre thnéton y athánaton, mortales e inmortales. Y, al contrario, la concepción más espiritual y refinada a que después ha de llegar Grecia como que esfuma y desvanece este límite, dando lugar a ciertas esperanzas de mística compenetración.

Pero no todavía en Homero. Aquí la cercanía de los dioses sólo significa un dejo o resabio humano en su naturaleza, y no aquella pretendida divinidad potencial del hombre a que antes nos hemos referido. Los deslices divinos no justifican el que los hombres desacaten al dios, del mismo modo que los errores del basileus no autorizan las insolencias de sus súbditos. En uno y en otro caso, el crimen de deslealtad o traición a los superiores es tan imperdonable como el de las sirvientas o el de Melantio contra su rey Odiseo: aquéllas son condenadas a una rápida muerte, y éste es el único personaje torturado que hay en Homero. Los dioses no castigan a los hombres por sus pecados, como hoy lo entendemos, sino por su actitud afrentosa para con ellos. Así en los casos de Ixión, Titio, Tántalo, Sísifo, huéspedes por excelencia en los infiernos, y así en el caso de Prometeo, clavado en la roca del Cáucaso. Tampoco los monarcas consienten que se les enfrente un plebeyo como Tersites, merezcan o no sus censuras. Pero ellos, entre sí —al igual de los dioses que aun suelen venir a las manos— pueden censurarse a su sabor, como lo hacen Agamemnón y Aquiles.

Dioses y hombres se hallan separados, sobre todo, por el rango, por el prestigio y por el poder. Heródoto pone en boca de Solón aquellas conocidas palabras: “Sé que la deidad es tan celosa como tornadiza” (I, 32). Tales palabras no envuelven intención impía: expresan un hecho generalmente reconocido. Olvidar nuestro destino mortal era el mejor medio de despertar los celos divinos, de irritar a los dioses y de provocar su venganza. La inmortalidad de los dioses es también lo que permitía su crueldad y su caprichosa conducta. No conocen la muerte; para ellos la vida es facilidad y gratuidad. El hombre, en cambio, es criatura de una estación. Y aquí aparece aquel poético símil de Homero que encontrará eco inmediato en la poesía elegiaca:

…Cual la generación

de las hojas se mundan los linajes humanos

Barre el viento las hojas por la selva, y vestida

la halla la primavera de nueva floración:

¡tal suceden los jóvenes a las tropas de ancianos!

Il., VI, 146 y ss. Trad. A. R.

Cuanto a la esperanza de ultratumba, los héroes homéricos son completamente pesimistas. Aquellos ricos aristócratas habían ganado su posición a fuerza de proezas físicas. El cuerpo era el origen y fuente de sus alegrías: deportes, banquetes, bebidas, combates y amores eran la trama de su existencia. La condición de la dicha era para ellos una complexión sana y robusta. La vejez les aparecía como una triste anticipación de la muerte. Verdad es que la muerte no se consideraba como un aniquilamiento absoluto, sino como una evaporación de la psique y abandono de su anterior envoltura terrestre. Pero la psique, en adelante, apenas arrastrará una penumbrosa y miserable existencia, según veremos al estudiar la escatología.

3. La inmoralidad, o mejor, la amoralidad de los dioses viene a ser el punto sensible en sus relaciones con los humanos. Rose lo explica como un privilegio o abuso del poder por parte de los monarcas sobrenaturales, casta excelsa copiada de la organización micénica. Nilsson, como un resabio del naturalismo y del animismo en que se engendraron los dioses: el animismo les atribuye pasiones y voluntad humanas; el naturalismo les presta la irresponsabilidad e indiferencia de los fenómenos y meteoros ajenos al orden moral: la lluvia, el terremoto.

Así como el autócrata no hace tal o cual cosa porque ella sea la correcta y debida, sino que ella resulta correcta y debida por ser la voluntad del autócrata, así el hábito o modo de obrar, el camino de los actos del dios o díkee —palabra originariamente ajena a la noción moral— acaba por significar la “justicia”. Todavía Platón discute si los actos rectos lo son porque placen a los dioses, o si placen a los dioses porque son rectos (Eutifrón). Cuando Penélope dice que Odiseo nunca se consentía odios ni preferencias gratuitas según la díkee de los demás monarcas, seguramente que no quiere decir la “justicia”, sino el “uso corriente”. Eumeo explica al disfrazado Odiseo: “Tengo poco que compartir contigo, pues tal es la díkee de los humildes servidores”. Odiseo trata de abrazar a la sombra de su madre, y ella se le va de los brazos, “pues —explica el poeta— tal es la díkee (lo que sucede) cuando perecemos los mortales”. Odiseo, en otro pasaje, se queja con su esposa Penélope: “El que no me reconozcas ahora es nueva pena que se suma a las muchas ya sufridas por mí, pero tal es la díkee del que se ausenta de su casa por largo tiempo”. Y la expresión se tiñe ya con un matiz de “derecho”, donde Odiseo encuentra a su padre labrando la tierra, y le declara que, a sus años, más bien le correspondería descansar, “pues tal es la díkee de los viejos” (Od., IV, 689 y ss.; XI, 218; XIX, 167; XXIV, 254 y s.).

Si los reyes dictan órdenes al pueblo, los dioses las dictan a los hombres. Nuestra díkee es obedecerlos. Lo que es recto lo es por ser su orden, y no al contrario. Pero cabe juzgar y nos queda la libertad de opinar a nuestra manera. La cólera, la crueldad, el anhelo amoroso se juzgan como desvíos propios de dioses y reyes; pero no ya ciertas mezquindades que los empequeñecerían sin remedio. Noblesse oblige: ni dioses ni reyes deben, por ejemplo, violar la hospitalidad, la promesa, etcétera.

Aunque de aquí no resulte todavía una alta concepción de la limpieza divina, aquí late el germen de una ética religiosa. Díkee asume ya un sentido moral en Esquilo, y Eurípides hace decir a un personaje: “Si los dioses obran bajezas, entonces no son dioses” (Belerofonte, Fr. Nauck, 292, 7). Homero y Eurípides piensan de distinto modo cuando hablan de la díkee divina: allá, el capricho; acá, el bien. El griego medio bien podía hacer una confusión entre ambos sentidos. El cambio semántico es muy perceptible para nosotros, que lo vemos en la perspectiva y como un proceso ya acabado. Pero considérense los esfuerzos de Platón para deslindar y definir el concepto de la díkee.

Tampoco hay que exagerar, asegurando que la díkee primitiva, la homérica, carece en absoluto de sentido moral. El error de Wilamowitz consistió en figurarse que cuanto indicase un avance moral sobre cierto nivel mínimo establecido a priori era necesariamente una interpolación posterior sufrida por el texto de Homero. Su acierto fue el señalar con agudeza estas variaciones de criterio, llamando la atención sobre ellas. Sin duda que las tales interpolaciones no faltan en los viejos poemas épicos, pero el cambio del matiz moral no permitiría fijarlas con certeza. Si sólo nos atuviésemos a esto, ni siquiera podríamos demostrar —cosa obvia y averiguada— que la Odisea es posterior a la Ilíada. Cuando Odiseo anuncia su victoria, el padre Laertes exclama: “¡Aún hay dioses en el Olimpo, puesto que los pretendientes han pagado su hybris!” Y Wilamowitz pretende que este grito de la Odisea no podría encontrarse en la Ilíada… Sin embargo, todos los ejemplos recién citados sobre el sentido no moral de la díkee han sido tomados de la Odisea, y no para preparar esta objeción, sino simplemente porque fue más fácil encontrarlos allí. Y en la Ilíada, en cambio, hay un pasaje donde Zeus castiga la crueldad y la falta de díkee (que aquí ya sabe a “justicia”) de algunos hombres, desatándose en una furiosa tempestad (Il., XV, 384 y ss.). Obsérvese aquí, de paso, que, contra la teoría de Nilsson, el meteoro tiene un clarísimo sentido moral. Todo esto sólo significa que la evolución ha sido lenta, y que unos y otros conceptos pueden coexistir y entremezclarse.

4. El testimonio de Hesíodo señala un primer paso en el tránsito de las ideas. Su concepto de la díkee no podría ser el homérico, puesto que el poeta no es ya un aristócrata o un adicto a la casta guerrera de los jonios, sino un campesino beocio que está al lado del pueblo pobre.

También trae Hesíodo un material nuevo, con su intento de organizar sistemáticamente la genealogía de las deidades, prefiguración del régimen divino que Homero nos muestra ya cristalizado en el grupo definitivo de la Familia Olímpica.

Finalmente, Hesíodo nos ofrece una imagen de la condición de los muertos también diferente de la homérica, y que deja adivinar un estado todavía más vetusto de las creencias. Aún no es el momento de extendernos sobre este punto.

5. El testimonio de los poetas líricos de Jonia es, en cambio, un testimonio más cercano a Homero, por provenir de la misma gente que colonizó las costas del Asia Menor y las islas próximas; pero el tiempo no ha pasado en vano, y estos poetas revelan ya una mudanza en la mentalidad religiosa o un cambio de actitud ante las mismas creencias. Aunque los elegíacos y yámbicos sólo nos han llegado en fragmentos, los fragmentos son bastante expresivos.

En el siglo VII, apogeo de la aristocracia jonia, los poetas disfrutan del lujo y molicie consiguientes a la expansión comercial, aunque aquel bienestar se veía amenazado de cuando en cuando por las invasiones de los frigios, cuyo poder iba en aumento. Parece que la lírica, confinada a la expresión de ambas emociones, sólo hubiera querido tratar de batallas y de placeres. Este disfrute de las proezas marciales, la mesa, el vino y los fáciles amoríos daba a la vida todo su encanto. La vejez y la muerte se contemplaban con ojos aterrorizados. Los deleites de la existencia terrena no eran un presente de los dioses, sino una conquista de los humanos. Los dioses ni siquiera han querido concedernos la juventud perpetua; el dón que hicieron a Titono de vivir sin término era sólo una sangrienta burla, puesto que envejecía constantemente, y cuando se marchitan los favores de la juventud es mil veces preferible la muerte. O los dioses son indiferentes, o sólo se ocupan de nosotros para atormentarnos. Otros —siguiendo a Homero— insisten en la lamentable impotencia de los hombres frente a los dioses. Tales parecen ser, en efecto, las conclusiones de Mimnermo de Colofón, Semónides, Calino de Éfeso, Simónides, etc., entre los siglos VII y VI. Verdad que en Homero los dioses nada pueden contra el Destino, pero aún se afligían por el hombre, como Zeus ante Sarpedón; aún era manifiesta su solicitud para los mortales, a quienes más de una vez prestaban su ayuda. En tanto que, para los líricos jonios, la providencia divina ha desaparecido del todo, y nuestra vida es juguete de la Moira o las Moiras.

6. El testimonio de los filósofos jonios es, en el caso, sumamente expresivo, pues la Mileto del siglo VI fue tratada con especial consideración por los persas que se adueñaron de aquellas colonias griegas, y aquella ciudad pudo ser un suelo fértil para las ideas. Mileto, bajo los tiranos, dice Heródoto, era el orgullo y gloria de Jonia. La gran ciudad, aunque sacudida por luchas íntimas, era un centro de primera importancia y mantenía activas relaciones con Grecia, el Mar Negro, Egipto e Italia. Allí amaneció la filosofía griega que, al igual de la lírica, requería la libertad intelectual y cierto nivel de bienestar y aun de lujo. La mente de la época era materialista, vuelta hacia la tierra y poco preocupada de las realidades suprasensibles. Como se tiene poca fe en que los dioses se interesen por los humanos, se deja en olvido a los dioses.

Así el poeta como el filósofo. Pero si aquél contempla más bien su yo, lamenta la vida efímera y busca alivio en el vino y en el amor, el otro convierte su interés hacia el mundo y se siente devorado por una ardiente curiosidad de descifrarlo todo y todo entenderlo. A este fin, los dioses han sido cuidadosamente recluidos donde no se los vea, y nadie se contenta con explicaciones míticas sobre el origen y la naturaleza de las cosas. Por primera vez la inteligencia se pregunta si no le bastarán sus propios recursos para esta ambiciosa empresa, sin valerse ya de las andaderas tradicionales.

Se diría, pues, que aquella sociedad, al igual de sus filósofos, ha perdido la religión, y al pronto pudiera parecer que la contribución de estos filósofos para nuestro asunto tiene que ser nula. Algunos lo creyeron así. Pero los pensadores jonios —como lo ha explicado Jaeger— también llevan implícita una teología, y ella ejercerá influencia innegable sobre el espíritu de Grecia.

El problema se les presentaba en esta forma: —¿De qué está hecho el mundo?— El primer paso era violar la fortaleza de la realidad, como dice Cornford, o imaginarse que se la viola, por haber pensado reducir las confusas apariencias a una nitidez fácilmente abarcable, simplificar, unificar. Los jonios creyeron haberlo hecho, dando con el secreto de la sustancia primaria, de que todas las demás son variaciones accesorias. Esta sustancia asumía diversos aspectos para nuestros sentidos, y era necesario descubrirla bajo sus disfraces. La filosofía consiste por mucho en vencer el laberinto mediante el hilo de la razón. Entre tanta mudanza, algo tiene que ser permanente y explicar los cambios cualitativos que se observan en la superficie. Y aquí las teorías del agua, el infinito, el aire, etcétera.

Y luego viene el otro paso; otro problema aparece a la vista, problema que ya inquietó a Aristóteles. ¿Por qué esta sustancia primordial y fundamental había de resolverse en diversas formas, en vez de crear un mundo estático? ¿Por qué su desenvolvimiento o evolución ulterior? Todavía los jonios no se propusieron explícitamente esta pregunta: —¿Qué mueve al mundo, qué agente echa a andar su sustancia para que ella se diversifique en la creación que percibimos?— Los jonios creyeron o dieron por supuesto que la sustancia contenía el movimiento en sí misma, y por eso juzgaron que podría ser el agua, el fuego o el aire, cosas movedizas y cambiantes; pero nunca la inmóvil tierra, como ya lo observó Aristóteles. Ellos no habían llegado aún a la concepción de la materia muerta e inerte, popularizada más tarde.

Pero al declarar que algo se mueve por sí y lleva consigo el poder del cambio es declarar que ese algo está vivo. Así lo entendió siempre la filosofía griega, para la cual toda moción provenía del alma viva o psycheé. De modo que los pensadores jonios veían la materia como cosa viviente, de donde también se los ha llamado hylozoístas. El mundo es eterno a sus ojos, es theos. “Todo está lleno de dioses”, decía Tales. Y el aire, sustancia primera de Anaxímenes, es explícitamente llamado “el Dios” por su discípulo Diógenes Apoloníata, en quien acaso se inspiran las burlas de Aristófanes contra Sócrates, mucho más que en Sócrates mismo (A. R., La crítica en la edad ateniense, § 146). Comentando a Diógenes, Teofrasto explicaba: “El aire que hay en nosotros vendría a ser, entonces, como una porción de Dios”.

Así como para algunos, en nuestros días, el desarrollo de la ciencia niega al Dios de la religión, mientras que otros entienden tal desarrollo como un gradual adelanto en el conocimiento de la naturaleza divina, así en Grecia unos consideraron el materialismo jonio, en sus consecuencias doctrinales, como un motivo de escepticismo, mientras que otros lo conformaban de algún modo con sus creencias. Durante mucho tiempo se sostuvo que, en todo caso, los primeros filósofos griegos eran descreídos. Como observa Jaeger, los eruditos positivistas que así pensaban han creído ver su propia imagen en los físicos jonios, en tanto que otros incurrieron en el extremo contrario y pretendían relacionar aquellos viejos sistemas con el misticismo y el orfismo, otro error manifiesto. Ni lo uno ni lo otro. Desde luego, no era posible que la filosofía griega, al dar sus primeros pasos y de la noche a la mañana, se hubiera desprendido completamente del lenguaje mítico secularmente elaborado e incorporado en el saber popular y en la poesía. El sentimiento religioso no aparece entonces expresado con todo el relieve que quisiéramos por dos razones fundamentales: la primera, por el estado fragmentario en que nos han llegado los documentos del pensamiento jonio; la segunda, porque cada época calla una buena proporción de supuestos obvios, que es fuerza adivinar entre líneas. El que los jonios se hayan desembarazado de los estorbosos ropajes míticos no significa descreimiento. La misma identificación del alma y el aire viene cargada de imaginaciones religiosas tradicionales, en varios pueblos aparece y ha dado lugar a innúmeras supersiciones, como aquella de que el alma puede desvanecerse al igual del humo si tenemos la desgracia de morir en un día de vientos tempestuosos (Platón, Fedón, 69 e-70 a, 77 d, e).

Esta ecuación del aire y del alma acaso se esboza en Heráclito, pero seguramente circula por sistemas tan diferentes como el pitagorismo, el orfismo, el atomismo democriteano, e inspira la creencia de la preñez por obra del viento: los caballos de Aquiles, hijos de Podarga y del Céfiro; los “huevos de viento” que nos cuenta Aristóteles (Hist. Anim. 559 b 20, 560 a 6); Efesto, hijo de Hera y del viento, según Luciano (De Sacrif., 6), etc. Esta vida universal que es el viento, y que se purifica al ascender, al punto que cambia de nombre para el griego y entonces viene a llamarse “éter”, es un elemento inmortal, excelso, eterno, que no usurpa ciertamente el nombre de dios. Así en las parodias aristofánicas (Nubes, Ranas); o en Las troyanas de Eurípides (“¡Oh tú, quien fueres, fuerza de la naturaleza o de la mente!”), y en un fragmento de Filemón, el contemporáneo de Menandro: “Aire me llamo, aunque podéis llamarme Zeus, y soy, como verdadero dios, omnipresente”.

Pero esta divinidad de la ciencia, de la filosofía, de la teología natural, no es seguramente la divinidad antropomórfica comparable en algún modo al hombre. Más bien nos transporta a aquella noción latente de que hemos hablado a propósito del politeísmo, que corre por toda la filosofía griega y habrá de parar a los pies del Dios Único. Se diría que los dioses son una figuración provisional y de primera instancia, para más fácilmente trepar hasta el Dios definitivo y de última instancia.

VI. CONSUBSTANCIACIÓN Y DEIFICACIÓN

1. Los dioses han logrado ya que se los entienda como cosa aparte de los humanos. Grecia, mientras mantenga su mentalidad característica, velará por que tal distancia se conserve. Para esclarecerlo, examinaremos las confusiones posibles.

2. La incorporación del dios en un ser humano puede ser adquirida o congénita. La adquirida supone la existencia anterior del dios en su ámbito sobrenatural. Es una encarnación pasajera. El dios baja de temporada y se hospeda en la figura de un hombre. El fenómeno es transitorio por naturaleza.

Y no sólo porque la forma humana esté condenada a morir, sino porque la residencia carnal del dios es intencionalmente esporádica y momentánea. No hubo un dios griego que se aposentara en el corazón de un hombre hasta su muerte. Usando de sus excelsos recursos, el dios viste la envoltura humana para algún objeto determinado, y luego la abandona de nuevo.

A veces, hasta emplea el dios un disfraz de guardarropía, crea un muñeco al caso, le infunde vida por un instante, y luego lo desaparece, “borrando así el prodigio la mano que lo envía” (Il., II, 317. Trad. A. R.). Hermes, en el canto último de la Ilíada, disimulado como un príncipe adolescente, acompaña a Príamo, para mejor resguardarlo, en su viaje de ida y vuelta desde las cercanías de Troya hasta el campamento aqueo. Ese príncipe de encantamiento no existe, y se desvanece en cuanto ha cumplido su misión.

Pero, en muchos otros pasajes de la Ilíada, el dios aprovecha para su aparición alguna persona ya conocida, aun a fin de dar mayor eficacia a su intervención: Iris se incorpora en el atalaya Polites para prevenir a los troyanos contra el avance aqueo, y finge ser la princesa Laódice cuando conduce a Helena hasta las murallas. Apolo toma la figura de Asio para exhortar a Héctor, la de Licaón para estimular a Eneas, y la de Agenor para confundir el combate entre Héctor y Aquiles. Atenea, deseosa de que todos escuchen la arenga de Odiseo, impone silencio a las tropas en traza de heraldo, simula ser Laódoco para persuadir a Pándaro que dispare su arco contra Menelao, y simula ser Deífobo cuando aconseja a Héctor no cejar ante el amago de Aquiles. Hera increpa a los aqueos con la estruendosa voz de Esténtor. Afrodita asume la apariencia de una hilandera, esclava de Helena, y conduce a ésta hasta la cámara nupcial donde Paris la está esperando. Según el mito heracleo, Zeus se disfrazó de Anfitrión —nombre que ha venido a ser muy expresivo— para poseer a la esposa Alcmena.

En su trata con los hombres, o aun con los héroes legendarios, las deidades tienen que hacérseles accesibles y ponerse a su altura. Atenea sólo se deja ver tal como es por sus favoritos —Aquiles, Odiseo, Diomedes—, y esto, hasta cierto punto; y sólo por unos instantes concede a Diomedes el dón de descubrir a los dioses que combaten como simples guerreros. Y más hubiera valido que Zeus nunca se mostrara a Semele en su verdadera apariencia de rayo fulminador.

En todos estos casos, el dios temporero ocupa la imagen de una persona poética o mítica. Nunca creyó la Grecia clásica que una deidad se hubiera jamás alojado siquiera transitoriamente en una persona real, histórica. Verdad es que la fama popular vio en Pitágoras una epifanía del Apolo Hiperbóreo. Pero ello fue efecto de una fabulación póstuma, y Pitágoras casi llegó a ser un mito, aunque no reconocido.

3. La incorporación congénita de la deidad significa que el dios es el hombre mismo y alienta con la vida de éste. Es algo más que una incorporación permanente: es una consubstanciación. No hace falta que este dios-hombre sea inmortal en su forma humana. Cuando la muerte lo arrebate, bien podrá sobrevenir alguna “eterealización” del dios o alguna metamorfosis que asegure la perpetuidad del principio divino. Pero el dios lo es ya en su vida humana. En principio, no ha existido antes de ser hombre, o no había noticia de él, o es indiferente que haya existido en alguna hipóstasis anterior. Para la definición del tipo, sólo importa la estabilidad del dios en su posada mortal, por todo el tiempo que ésta dure.

Nada hay aquí de común con el dogma de la Encarnación cristiana. Ésta supone un viaje redondo entre cielo y tierra, dilatado en este valle de lágrimas mientras dura la estancia terrena de Jesús. Dios es anterior al Hombre, vive en el Hombre (a la vez que en su Cielo) y es también posterior al hombre que quiso ser un instante.

4. La consubstanciación no prosperó en Grecia. Muchos pueblos orientales vieron en su rey un dios-hombre. Lo veía Egipto en su Faraón, lo veían en sus monarcas la Siria y la Partia, que un día habían de caer bajo el poder de Roma transmitiéndole algo de sus nociones. Frazer explica que los primitivos reyes romanos eran dioses. Grecia ignoró tal aberración. Sus creencias no eran favorables a la consubstanciación humana del dios. La tolera, en algunos semidioses y héroes, pero con limitaciones: los héroes sólo se convierten en dioses a veces, y sólo después del tránsito mortal, lo cual ya no es consubstanciación, sino deificación en primer grado, según luego lo explicaremos. Y si, lector, encuentras por ahí un residuo de dioses que comenzaron por serlo en vida humana, desde que “comían el pan terrestre y bebían el vino embriagador”, decláralo infección exótica que no ha recibido el marchamo de la religión griega y circula en ella de contrabando.

No pudo en la Grecia clásica haber un dios-hombre real e histórico. Hasta aquí llegó el límite de su antropomorfismo. A lo más que se atrevieron las castas del privilegio fue, como es sabido, a jactarse de una remota ascendencia divina. Cuando, por los años de 500, Hecateo explicaba a los sacerdotes egipcios que el fundador de su familia había sido un dios, de quien sólo le separaban unas quince generaciones, ellos le dieron una lección de modestia: De los trescientos cuarenta y cinco sacerdotes que figuraban en su galería hierática —es decir, durante trescientas cuarenta y cinco generaciones, puesto que el cargo era hereditario— ninguno había sido un dios ni podía preciarse de ascendencia divina. Hacía muchos siglos —añadieron— que los dioses no acostumbraban bajar por la tierra. Si, al decir esto, los sacerdotes hubieran recordado a sus Faraones, seguramente que se habrían mordido la lengua. Estos solemnes egipcios parecen haber sido algo fatuos, y muy inclinados a doctrinar a los pueriles extranjeros. Pero es lástima que los oligarcas de Grecia no hayan escuchado la conversación entre Hecateo y los sacerdotes egipcios.

Para un buen griego, el dios-hombre real era una cosa grotesca, una ridícula fantasía. El deslumbrante Empédocles —último de los taumaturgos apolíneos como dice Erwin Rhode y cien años posterior a ellos— sabemos que se daba por una deidad enviada a la tierra en castigo. Si él y si alguien más lo creyó, habrá sido, mejor que con referencia al dios, con referencia a la teoría del alma, conforme a las interpretaciones órficas y las pitagóricas (ver VIII: “Corporaciones, misterios y sectas”, §§ 6-10): el alma, que es eterna, viaja a manera de prueba por las sucesivas reencarnaciones y, mientras agota su ciclo humano, vive encarcelada, castigada en la prisión del hombre, como en todas las demás formas a que está condenada. Dicen que el pueblo de los getas adoró por dios a Zalmoxis, aquel esclavo de Pitágoras. La especie sólo fue recogida en Grecia como curiosidad etnológica. ¿Quién hace caso de esos bárbaros? Además, ¿existió el tal esclavo real de Pitágoras, o simplemente se trata de un dios de los getas que lleva por nombre Zalmoxis? Lo cierto es que el nombre de Zalmoxis lo mismo significa un canto, un baile, una piel de oso y una máscara.

Ofrecen semejanzas con el Pitágoras ya falsificado por la leyenda otros personajes místicos de extrañas virtudes, que disfrutan de la ubicuidad, muestran condiciones hipnóticas, practican el éxtasis y el desvanecimiento corpóreo, caen en catalepsia de varios días o varios años, envían su alma por regiones sobrenaturales, se trasladan por los aires, ayunan o nunca se alimentan, hacen curaciones milagrosas: Hermótimo de Clazómene, Aristeas de Proconeso, Abaris, el hiperbóreo de la flecha de oro, y hasta Epiménides de Creta. Eran unos como monjes vagantes, videntes y poetas, precursores de los Bakis y las Sibilas en la fase oracular de sus revelaciones. Se los sitúa sobre todo entre los siglos VIII y VI. Están más o menos al servicio de Apolo. Pues si Dióniso contó con guerrillas de mujeres y hombres frenéticos, Apolo tuvo más bien misioneros. De ellos heredó su culto délfico la práctica de la adivinación inspirada, y no de Dióniso como a veces se acostumbra decir. Pero nadie los consideró, a pesar de cuantos atavíos les presta la leyenda, como unos dioses encarnados.

No sólo la filosofía y la poesía en su prédica contra la hybris: la misma mitología griega castiga al que se imagina dios. Una fábula post-homérica cuenta que Salmoneo, hijo de Éolo, se decía dios del rayo, émulo de Zeus, e imitaba el trueno con su estrepitoso carro de bronce. El Padre Zeus lo hundió en el Tártaro, enviándole por saludo su legítimo rayo. Salmoneo murió en la verdad de su mentira.

5. La deificación es el ascenso de un héroe o un hombre a la categoría divina. Aquélla es deificación en primer grado; ésta, en segundo grado: como si dijéramos, salta una etapa.

El primer grado era el más lícito y fácil. Deificar a un héroe a posteriori y cuando ya pertenecía al tiempo mitológico no suponía mucho esfuerzo ni violentaba la razón demasiado. Los héroes, en suma, ya estaban a medio camino; ya poseían, por definición, un poco de divinidad. Los epónimos, los antecesores más o menos legendarios, ya habían puesto el pie “en la nube que partía”. Hemos visto cómo, a la invasión de los septentrionales, algunos diosecillos de los territorios domeñados son atraídos a la órbita de los nuevos amos del cielo, y quedan como rebajados al inmediato rango inferior de héroes: así aconteció con Trofonio de Lebadea, hecho voz oracular de Zeus, o con el Jacinto de Amiclas, conquistado en el cortejo de Apolo. Y fue así como, convertidos en facultad de un dios mayor, estos diosecillos locales dejan en residuo un epíteto. Este descenso es el exacto equivalente inverso del ascenso o deificación. Anfiarao el de Oropo y Asclepio el de Epidauro, en cambio, ganan sin más las presillas y charreteras en el nuevo régimen celeste, y fueron dioses por sí mismos. Héracles —redención de obrero—, ascendió desde la limpia de establos hasta la mayordomía del Olimpo, aunque sea por la escalera de servicio y a guisa de deidad consorte. Aquiles disfrutó de un culto post-homérico en categoría de Pontarchés o Señor del Mar, y tuvo santuario en muchas partes. Agamemnón se convirtió para Esparta nada menos que en Zeus-Agamemnón, como Pélope llegó a ser Zeus-Pélope, casos no bien explicados y tal vez de mal cuño helenístico, o sea falsificaciones tardías.

Pero adviértase que estos héroes convertidos en dioses o conservan su personalidad propia o bien se resuelven entre las muchas facetas del dios superior que los acapara. Es decir que, de los héroes, no se extrae nunca la integridad mítica de los verdaderos Olímpicos. Unas veces, se quedan en dioses secundarios, como los que acabamos de citar (Anfiarao, Asclepio, etc.). Otras, como los citados unas líneas antes (Trofonio, Jacinto, etc.), prestan sólo algún retoque a la figura definitiva del Olímpico: uno le calza la sandalia; otro le presta su casco; aquél, su espada; cuál le cede sus hazañas, y cuál, su oráculo. Ninguno de ellos lo sustituye o lo cubre plenamente. Los tronos están bien ocupados.

6. La deificación de un hombre real, o deificación en segundo grado, pasó por dos etapas: la etapa clásica, en que tal deificación es relativa, y la etapa helenística, en que la deificación es, en principio, absoluta. Deificar a un hombre real no cuadraba al pensamiento griego, mientras Grecia conservó sus virtudes características; y mucho menos cuadraba el deificarlo en vida.

En cambio, la deificación relativa, sólo concedida a los muertos eminentes, no pasa de ser una admisible adunatio philosophica. Se la entiende como un tributo honorario: algo semejante al traslado de los restos de un compatriota a nuestro Panteón de los Hombres Ilustres. Aristóteles erigió un altar privado, para honrar el recuerdo de su maestro Platón. Nadie se atreva a pensar que lo juzgó un dios. Aquel sagrario no era más que un Memorial Hall. Teofrasto, aunque alcanza ya la edad helenística, es una mente clásica. Se ocupa, en la vejez, de que no falte, en el aula magna del Liceo, el busto para la deificación de Aristóteles, su difunto maestro, pero como hoy nos ocupamos de que no falten en la sala los retratos de nuestros mayores. Nunca pensó realmente Teofrasto enviar el alma de Aristóteles a algún asiento divino mediante una ceremonia conmemorativa o una velada literaria.

7. En las deificaciones helenísticas o absolutas ya no hay espíritu griego. Los tiempos cambian. Fue un primer síntoma de decadencia el que, en 405, se concedieran a Lisandro honores de héroe religioso por el triunfo que acababa de obtener en Egos-Pótamos. Lisandro mantenía en Samos una suerte de corte real. Los samios no dudaron en dedicarle nominalmente las festividades que correspondían al culto de Hera. Parece que, nueve años antes, Aristófanes hubiera previsto tal decadencia, cuando hace que los pájaros deifiquen ridículamente a Pistetero. Los lacedemonios alzaron un templo y colocaron la estatua de Lisandro al lado de las imágenes divinas. Se compusieron peanes en su honor.

La edad helenística comienza a elaborar algo como una religión del hombre. En el desconcierto de los espíritus —como dicen Gernet y Boulanger—, se inclina a ofrendar a los capitanes el culto que ya no merecen los antiguos dioses. La tiranía, la abominable hybris o desmesura, se toman ahora como signo de un poder celeste. Ya Filipo se ha atrevido a darse por “el dios núm. 13” y, en una procesión pública, ha ordenado que su efigie acompañara a las de los Doce Olímpicos.

Alejandro —un semigriego— pretendía descender de Héracles por su padre y de Aquiles por su madre y quiso, además, ser plenamente divinizado en vida. Se dejó deificar en Egipto como Faraón, lo cual después, de todo, era la manera habitual de “tomar posesión del cargo”. Pero, no contento con eso, se hizo reconocer como hijo por Amón, el Zeus libio; dio estado oficial a la leyenda que lo suponía engendrado por un dios-serpiente; exigió, como los monarcas persas, la prosternación de sus súbditos. Se asegura que, desde el riñón de Persia, ordenó a las ciudades griegas que lo adorasen. Los atenienses pensaron que era tarde para entrar en disputas. Los espartanos, con su habitual concisión, se dijeron: “Si Alejandro quiere ser un dios, que lo sea de veras”. Las diputaciones griegas que fueron a visitarlo a Babilonia quisieron esta vez llamarse “teorías”, o sea “peregrinaciones religiosas”. Es fácil que a la muerte de Alejandro se le hayan conferido honras divinas entre los macedonios al mando de Eumenes, así como entre los súbditos de Lisímaco.

Se admite, pues, como virtud lo que antes se consideró como un crimen. En un rapto de entusiasmo, los atenienses declaran “salvadores” a Demetrio Poliorceta y a su padre Antígono, y les transfieren —verdadera impiedad— los festivales de Dióniso. Los épodos que se cantaron entonces hubieran matado a Píndaro de vergüenza. El viejo Néstor, de haber resucitado entonces, hubiera clamado entre lágrimas:

¿Quién vio mayor dolor para el país aqueo?

¡Cuál gimiera el anciano caballista Peleo!

Il., VII, 124-125. Trad. A. R.

Los monarcas helenísticos —Lisímaco, Seleuco, Tolomeo I, Casandro— habían recibido grandes honores, pero no la deificación. Ya Tolomeo Filadelfo, en Egipto, tras de instituir un culto para sus familiares Tolomeo Sóter y Berenice, estableció para sí y para su esposa Arsinoe la adoración de los Hermanos Dioses. Tolomeo Evergeta pondrá en el sagrario a los Dioses Evergetas, y la tradición ha de continuar en Antonio y Cleopatra, identificados con Dióniso y Afrodita-Ísis. La dinastía de los griegos alejandrinos es ya una ininterrumpida religión faraónica. Tolomeo Epifanes se incorpora con las divinidades egipcias. Si los Faraones antiguos representan las vetustas consubstanciones, los nuevos sólo representan las deificaciones advenedizas.

En Siria, aunque después de muertos, Seleuco será Zeus Nicátor, y Antíoco I, Apolo Sóter. Antíoco II es Theós para los agradecidos milesios. Por los días de Antíoco IV, todos los Seléucidas son ya dioses, hijos de Apolo.

El proceso podría describirse en varias regiones. La deificación no se inspira ya en auténticas ideas religiosas, sino en extremos de lealtad o de servilismo, que allá se van. Ella emplea cuatro procedimientos: 1) asociación del soberano con un dios copartícipe; 2) reencarnación de un Olímpico en el soberano; 3) identificación del soberano con un Olímpico; y 4), conferimiento de una divinización propia y distinta al soberano.

8. Roma no podía menos de adoptar este nuevo estilo, que tanto y tan bien convenía a sus fines imperiales. Ya Julio César —emulando a Alejandro— se decía descendiente, por su padre, de los reyes, que son los amos de los hombres, y por su madre, de los dioses, que son los amos de los reyes. Los emperadores, hasta el siglo IV de nuestra Era, seguirán la costumbre, querrán ser otros tantos dioses. En vano el filósofo Filón Hebreo, un día embajador en Roma, se esforzará por explicar a Calígula que es imposible exigir de los judíos que vean a Dios en un monarca. ¿Qué esperar de Calígula, si hasta deificó a su caballo? La mala semilla produjo frutos. Luis XIV será el Rey Sol, etcétera.

9. La Grecia clásica logró interrumpir un instante la corriente que venía desde los tiempos primitivos. Los antiguos “hombres-medicina”, reyes magos y reyes dioses de las edades más oscuras, hallan su correspondencia en los emperadores divinizados. La Grecia del siglo V —y fue su mayor gloria— había descubierto esta sencilla verdad: la diferencia entre un dios y un hombre. El descubrimiento —dice Gilbert Murray— requería sin duda una gran nitidez de visión, no poca audacia, no escasa caridad, y ha de haber sido mucho más laborioso de lo que hoy nos parece, ha de haber exigido una constante e intensa vigilancia de la soophrósyne o Sabiduría, a juzgar por el poco tiempo que se lo mantuvo en vigencia y lo pronto que se olvidó.

La deificación, en vida, de los monarcas, como muchas otras excrecencias morbosas del espíritu, pudo sin duda producir algunos efectos benéficos y aun deslumbradores. Pero el veredicto de la sana razón la condena. Su historia está escrita con sangre y, además, por su esencia misma, corrompe la dignidad humana.

Roma pretendió en vano apaciguar con el “culto imperial” o de la persona imperial la resuelta turbulencia del mundo. Sólo pudo lograrlo antaño el primitivismo religioso, y sólo lo lograría después el Cristianismo, porque el hombre cree más fácilmente en la divinidad de un ídolo o de un Gran Ser Invisible que en la divinidad de otro hombre.

VII. LA ESCATOLOGÍA GRIEGA

1. La religión griega contiene una doctrina sobre la supervivencia del alma en ultratumba, como lo esperamos en general de todas las religiones plenamente desarrolladas. Tal doctrina o “escatología” es menos definida en Grecia que en el Oriente Clásico, y su desarrollo histórico padece por efecto de todos los factores de heterogeneidad que ya conocemos. La escatología griega, nunca sometida a cánones, se expresa en la mitología, y cada secta filosófica la interpreta a su modo.

Aunque la materia es escurridiza, trataremos de describir la escatología griega en sus grandes contornos y explicaremos la idea que se tenía del otro mundo, a reserva de explicar la idea que se tenía de los difuntos, cuando expongamos el culto especial a ellos consagrado, culto inseparable de tal idea. (Conviene también remitirse al libro de A. R. Mitología griega, II, 3: “Las mansiones de ultratumba”.) Conformémonos aquí con saber que se comenzó por una concepción materialista del alma; que tal concepción se espiritualizó lentamente, no de una manera cabal para el pueblo, aunque sí para los filósofos y poetas; que al principio se consideró esa especie de alma como presa en su sepultura; que al cabo se le dio libertad para trasladarse al país donde residen los muertos.

2. Los egeos prehistóricos tenían atisbos sobre la existencia del otro mundo. En Haguia Tríada o Santa Trinidad, capital veraniega de los cretenses o que por tal se toma, han aparecido sarcófagos cuyos relieves —en el sentir de algunos, pues todo ello es mera conjetura mientras no se cuente con una documentación más sólida— deben explicarse con referencia a estos atisbos.

Por lo demás, los cretenses no vivían aislados, sino en contacto con pueblos como el egipcio, donde la teoría de ultratumba había ya cristalizado. Seguramente que las religiones del Mediterráneo Oriental, sobre todo en las vecindades de Egipto, alcanzaron cierto nivel medio en cuanto a la idea del “más allá”. Es muy significativo que la mitología griega, posteriormente, ponga entre los jueces de los difuntos a Éaco, a Minos, a Radamantis, y aun a Cronos algunas veces. Éaco es helénico; pero Cronos es prehelénico y corresponde a la edad que sirvió de prólogo al Olimpo; y Minos y Radamantis son entidades de franca relación cretense. Quiere esto decir que, en la configuración de la doctrina escatológica, la mente griega conservaba los recuerdos de Creta y de algunas imágenes muy remotas.

Las tumbas del periodo micénico revelan ya sin lugar a duda la fe en la supervivencia de los difuntos. Se los rodea de cuanto pueda servirles para su jornada futura. Y se asegura que ciertos fragmentos de Ferécides —cronista ateniense del siglo V— serían incomprensibles si no se concede a los hombres arcaicos un fondo de nociones metafísicas sobre el otro mundo.

3. En Grecia, la creencia en la perduración de las almas es popular y difundida. Algunos filósofos no la comparten. La opinión no siempre la entiende como una inmortalidad del individuo, sino de la especie. Lo cual se enlaza con los cultos agrícolas de la siempre renovada primavera, y con las deidades que cruzan la muerte, que perecen y resucitan, deidades características del antiguo Mediterráneo.

Pero la creencia general y ortodoxa confía en la perduración del individuo más allá de la muerte.

4. Si el alma perdura ¿a dónde va? ¿Cuál es su futuro destino? En los Poemas Homéricos encontramos dos concepciones que parecen de origen étnico distinto: por una parte, el Érebo y Tártaro; por otra, las Islas Bienaventuradas, Elíseo o Campos Elíseos. (Sobre lo primero, las dos nékuyas o evocaciones de los muertos en Od., XI y XXIV; sobre lo segundo, Od., IV. ) El Érebo y el Tártaro vienen a ser respectivamente dos capas superpuestas del remoto reino subterráneo, y propiamente a los muertos corresponde el Érebo, aunque hay un poco de confusión entre estas nociones. El reino subterráneo es la mansión de Hades, lugar penumbroso. En su eterna noche, las almas arrastran un remedo de vida y suspiran por sus días terrestres. En cambio, los Campos Elíseos son un lugar apacible y placentero.

El Érebo, a no atajarlo el instituto religioso del griego, iba ya camino de la nada y acaso era peor que la nada. El espectro de Aquiles declara que preferiría ser siervo miserable en la tierra a seguir siendo, entre las sombras, una sombra de príncipe. Los primitivos tienen miedo a los muertos; los griegos también, en general. La aristocrática y adelantada sociedad de los jonios anuló provisionalmente estos pavores. Homero no teme a los espectros, pero su pintura del Érebo justificaría ese temor. Un paso más por esta pendiente, y se hubiera dejado de creer en la vida futura. Se explica que la esperanza de los hombres haya reaccionado hacia una visión más consoladora, como lo es la de los Campos Elíseos.

Pues, en cambio, sobre los Campos Elíseos dice Homero que “allí los hombres viven dichosamente, allí jamás hay nieve, ni invierno largo, ni lluvia, sino que el Océano manda siempre las brisas del Céfiro para acariciar a los hombres con su frescura”. Y Hesíodo, al hablar de la raza de los héroes, explica que unos perecieron en el asalto de Tebas, otros en la guerra de Troya, y otros, favoritos de Zeus, fueron enviados por éste a las Islas Bienaventuradas, donde viven eternamente sin conocer las penas y donde el suelo les ofrece tres primaveras cada año (Los trabajos y los días, núm. 161 y ss.). No es, pues, una morada de los muertos en general, sino un asilo futuro para ciertos héroes a quienes Zeus otorga espontáneamente la perdurabilidad, sin por eso convertirlos en dioses. Tal hizo, entre otros, para Menelao. Poco a poco, la imaginación griega, por su cuenta, franqueará el Elíseo a los más insignes héroes de la fábula, como a Aquiles, y al fin, a las personas históricas de singular estimación, como son los tiranicidas. Hemos tocado ya este punto al tratar sobre “La naturaleza de los dioses”, § 7.

Las Islas Bienaventuradas parecen ser una supervivencia de la religión minoica: nacieron antes de Grecia y, en calidad de motivo poético, han de sobrevivirla. Situadas por los confines occidentales del mundo, cuando ya no son moradas de los héroes inmortalizados, sino de los muertos que las han merecido, se las traslada al mundo inferior, al nadir, según las ideas griegas sobre ultratumba.

En la mitología, el reino de los muertos es presidido por Hades “el Invisible” y por su esposa Perséfone o Persefasa. En las letras clásicas, Hades es siempre el dios de los muertos, aunque por extensión se ha llegado a llamar “Hades” al lugar que preside. Hades, aunque monarca adusto y severo, no es un malvado. En aquella religión no hubo un Satanás. Ni siquiera es incumbencia suya el atormentar a las almas de los delincuentes; ése es oficio de la Erinies y otros espíritus vengativos, criaturas de la eterna Némesis. Hades, con todo, infunde terror, se lo aparta de la mente, se lo nombra con eufemismos y rodeos, y a veces, según hemos visto, se lo llama “el Zeus Infernal”.

En el origen, ni el reino de Hades era un Infierno, ni el Elíseo un Cielo propiamente dicho. Grosso modo, el Elíseo llegará a ser un Cielo subordinado; y el Érebo casi llegará a ser un Purgatorio, salvo que no da salida ulterior al Cielo y que en él flota la melancolía perenne. (Platón, por su cuenta, prepara ya la idea de un Purgatorio —castigo pasajero— y reserva el castigo eterno al irredimible.)

Abajo, en el último fondo de la Creación, en la base del Érebo, se encuentra propiamente el Tártaro. Es un Infierno, sí, pero no precisamente para los pecadores humanos, sino algo como un “campo de concentración” para los Titanes derrotados por Zeus.

Ahora bien, Homero dice que Odiseo encontró en el Érebo a algunos pecadores de orden divino: al Gigante Titio, a Tántalo el Titán (que otros envían al Cáucaso), a Sísifo. A éstos puede añadirse Ixión. Hemos mencionado estos casos en “Los primeros testimonios literarios sobre los dioses”, § 2, y los delitos y castigos de estas figuras legendarias quedan descritos en nuestra Mitología griega, II, § 3, pp. 410-411.

El que Homero haya comenzado así a convertir el reino de Hades en lugar de castigos ha hecho suponer que el pasaje es una interpolación posterior, ya influida por las doctrinas órficas. Sin embargo, aunque estos castigos míticos son el punto de partida para las concepciones del orfismo, debe advertirse que los “culpables de Hades” son transgresores imaginarios y no hombres reales, y que Minos no aparece aún distintamente como un juez de los muertos, sino que, habiendo sido rey en vida, continúa en la muerte administrando justicia entre sus vasallos. Murray cree más bien que en este pasaje hay arcaísmo, arrastre de las ideas populares anteriores a Homero; pues, como sabemos, el expurgo fue menos cuidadoso en la Odisea que en la Ilíada.

5. En Hesíodo quedan vestigios de otra concepción más antigua, como lo anunciábamos ya al examinar “Los primeros testimonios sobre los dioses”, § 4. También en este poeta se percibe una dualidad de nociones:

a) Por una parte, según lo hemos visto, aparece en Los trabajos y los días la idea derivada de Homero relativa al transporte de los héroes, en cuerpo y alma y sin muerte, a las Islas Bienaventuradas (ver núm. 161 y ss.).

b) Pero, por otra parte, y ésta parece la más vetusta creencia y la de origen popular, Hesíodo nos habla de unos “daímones” que son las almas de los muertos de antaño, las cuales conservan cierto poder e influencia sobre los vivos:

Pero desde que los hombres de esta raza fueron tragados por la tierra (el poeta se refiere a los hombres de la Edad de Oro), se han convertido en buenos espíritus, habitadores de la tierra, guardianes de los mortales, y, envueltos en niebla, que vigilan las acciones buenas y las malas y distribuyen las riquezas (versos núms. 121 y ss.).

Esta creencia, que ha desaparecido ya para Homero, aún se conservaba en el alejado distrito agrícola de Ascra.

Esta doble tradición, con las modificaciones inevitables de la época, se funde en el siglo V, como aparece en las teorías morales de Sócrates que expone Platón (Gorgias, 523 a y ss.), precioso ejemplo de la elaboración que la filosofía pudo hacer, con las creencias hereditarias para darles un sentido ético.

6. La escatología, en efecto, se va orientando según la ética. Se experimenta la necesidad de premiar a los buenos y castigar a los malvados en el otro mundo. Ya Píndaro —siglo VI— envía al Elíseo a las almas puras (Ol., II, 68 y ss. y Fr. Bergk, 131 y 133). Píndaro se adelanta así a la gran tradición platónica y paganocristiana, atribuyendo los futuros destinos a las consecuencias de la libre y propia conducta.

Para entonces los Misterios de Eleusis, armonizando cultos agrarios de tradición prehelénica con imágenes de la mitología “ctónica” y subterránea —Deméter, Kora: Las Grandes Diosas o las Venerables por antonomasia—, brinda la dicha eterna al novicio que se somete a sus iniciaciones, al mystees que ha de transformarse en “poseedor” o epoptees. Y en igual sentido se orientan el pitagorismo y el orfismo. Estas sectas encadenan previamente a las almas en el ciclo de las sucesivas reencarnaciones y, ya depuradas en la prueba, las envían al Sol o a la Luna. En Aristófanes —siglos V al IV—, se desliza una alusión a la creencia popular de que el alma después de la muerte asciende a las estrellas.

Hasta aquí todo ha sido intuición poética o religiosa. Conocedor de los Misterios y de las sectas místicas, Platón, en varios de sus diálogos y mediante fábulas que inventa al caso, define sistemáticamente —para Grecia y para el pensamiento futuro— la doctrina de la inmortalidad del alma fundada en el mérito moral, como en el citado pasaje del Gorgias. Aristóteles piensa que sólo se salva de la muerte la parte intelectual del alma, no la vital ni la sensitiva.

Los helenísticos, juntando y clasificando las teorías de la época que los precedió, especulan en varios rumbos. Los neoacadémicos se vuelven escépticos. Los epicúreos nos condenan a la absoluta disgregación atómica. Los estoicos creen que el sabio al menos, reducido a espíritu inefable, conocerá cierta supervivencia hasta el día de la última conflagración cósmica. El alma, chispa desprendida, volverá entonces a confundirse en la eterna hoguera, hoguera simbolizada en el Sol, acaso por lejano influjo de las astrologías caldeas, traídas al Pórtico de Atenas por Zenón el semita. (J. Bidez, La Cité du Monde et la Cité du Soleil chez les Stoiciens, París, 1932.)

Los cultos tracio-frigios de Dióniso y de Sabacios —cultos de antigua cepa— y los Misterios helenizados de Atis e Isis admiten la supervivencia de las almas, ya subterránea o ya celeste; y la avasalladora religión de Mitra insiste en “la piedad solar”, que ejerció tan honda influencia antes del Cristianismo.

En tanto, por los subsuelos de Italia, vagan los espectros de los muertos, manes y lemures. En tiempos determinados y periódicos, como en las Lemurias de mayo, asoman por el mundo. Pero no hay aquí rastro de retribución divina, salvo en la escatología heredada de Grecia. Posidonio el Sirio, en efecto —siglo I—, ha conciliado el platonismo con el estoicismo, secta de fuerte arraigo en Roma y cuya quemadura se dejó sentir en la vida pública.

Por último, Virgilio (Eneida, VI) transmitirá a Dante, a Milton, al mundo, la idea de la separación entre las almas de los justos y los malvados, cuya fortuna venidera depende de sus merecimientos; no ya del favor ni del azar: ni de Zeus ni de Tyché.

VIII. CORPORACIONES, MISTERIOS Y SECTAS

1. Corporaciones, misterios y sectas son accidentes en la comunidad indistinta de los fieles, destacan los perfiles y acaban de dar su fisonomía al campo religioso. Poco hay que decir aquí sobre las corporaciones además de lo que ya se ha dicho. En cuanto a los misterios, algo hemos adelantado y algo más se añadirá en orden disperso, según los muchos sentidos en que tal tema se atreviese, amén del estudio especial que se les consagrará en el cap. IX. Respecto a las sectas, nos bastará ofrecer aquí algunas nociones esenciales.

Llamamos corporaciones a las Anfictionías y a los thíasoi. Llamamos misterios a esas modalidades corrientes de misticismo heterogéneo, nunca asimiladas o imperfectamente asimiladas en el olimpismo oficial. Llamamos sectas especialmente al orfismo y al pitagorismo, usando la palabra “secta” en su sentido más amplio y menos comprometedor, pues el orfismo nunca llegó a ser una secta en el sentido de grupo definido y reglamentado como lo fue el pitagorismo. Por supuesto, los tres temas se confunden un tanto: los thíasoi llevan a los Misterios; el orfismo cuenta con Misterios, etcétera.

2. Las corporaciones son organizaciones religiosas de las clases bajas, sin antecedentes hieráticos, que se agrupaban en torno a los santuarios rústicos o en los templos de los amos “feudales” y cuyos sacrificadores y oficiantes eran los orgeones (“La heterogeneidad religiosa”, § 2, y “El sacrificio”, § 3).

Aquí caben todos los tipos de “fratrías”, que reconocen siempre un subsuelo de organización religiosa al par que cívica. Los miembros —real o ficticiamente emparentados— de la “fratría”, hermandad o cofradía eran los phráteres (fratres). Las fratrías se encuentran en Atenas y en otros muchos Estados. En algunos, los patraí o patriaí desempeñan una función semejante. En Atenas estas corporaciones llegan a poseer propiedades comunes, cultos y aun oficiantes propios (phratriárchoi). Las fratrías son más pequeñas que la phyleé y más extensas que la géne. Comulgan en la advocación de Zeus Phratrios y de la Atenea Phratria, y sus festivales religiosos son las Apaturias.

El recién nacido debía ser presentado por el padre a la fratría, que comenzaba por investigar su autenticidad. Su admisión establecía un estatuto y venía a ser el reconocimiento de su ciudadanía religiosa, así como su ingreso en el demos fijaba su ciudadanía secular. Pero es dudoso que todo ciudadano perteneciese a una fratría, la cual hasta podía expulsar a uno de sus miembros, sin que éste perdiese por eso su situación cívica; en cambio, sí la perdía cuando era expulsado del demos. Todo extranjero admitido a la ciudadanía ingresaba a la vez en una fratría (religiosa) y en un demos (civil). (Ver “El rito natal”.)

3. Las anfictionías —ya mencionadas entre las instituciones permanentes que obraban, aunque en vano, hacia la unificación religiosa— eran ligas de devotos creadas en principio para la vigilancia de ciertos templos y cultos. Su acción trascendía a los conflictos entre los Estados griegos.

He aquí las Anfictionías más importantes: Liga Anfictiónica de Deméter, en Antela (Termópilas), después asociada al Apolo Delfio y que estableció algunas leyes de guerra, como la prohibición de arrasar ciudades a ella asociadas o cortarles las provisiones de agua; Anfictionía de Posidón, en Samico (Élida); del mismo Posidón, en Onquesto; de Posidón Heliconio, en Micale, centro de los jonios o Panionia; de Atenea Itoma en Coronea; de Apolo Triopio, cerca de Cnido, centro de la Hexápolis Doria; de Hera, en el promontorio Lakinio (Crotona), centro de la Magna Grecia; la muy poderosa de Calauria, islote de la Argólide, foco de comercio marítimo; la de Delos, limitada al imperio ateniense y una de las pocas creadas durante la edad clásica, liga cuyas exigencias más bien hicieron sufrir a los isleños, a causa de la brutal purificación de las tumbas (desenterramientos, remociones de cementerios, etc.), que les impuso tiránicamente.

4. Thíasos es término panhelénico de uso variable. Aquí lo limitamos a los grupos de fieles que se asociaban para actos colectivos de carácter místico y orgiástico.

Los orígenes de estas asociaciones se pierden en la mitología: Dáctilos del Ida asiático, Telquines de Rodas, Cíclopes de Licia y otros lugares, Sátiros, Títiros, etc. Los Cabiros de Samotracia, los Curetes de Creta, los Coribantes de Asia Menor —sectas de Misterios y danzas inspiradas— llegan hasta los días históricos. Algunos de estos thíasoi proceden de los oficios del metal y la fragua, dominio del dios Hefesto y, como en otros pueblos, heredan cierto respeto de cosa infernal, mágica y recóndita.

Los thíasoi más caracterizados se agrupan en torno a Dióniso. Ellos representan una relación entre el pasado místico y el principio renovador, popular y democrático. Con frecuencia importaron cultos extranjeros, y aceptaban en su seno a esclavos y a mujeres, las cuales siempre se aficionaron a las religiones emocionales. Los thíasoi, pues, como lo hemos anticipado, nos conducen a los Misterios.

5. Son caracteres principales de los misterios: 1) El reservarse a los iniciados y guardarse en el secreto;

2) el admitir en principio (y salvo excepciones obvias contra la admisión de criminales, o ciertas exclusividades masculinas y femeninas) a todas las personas que solicitasen la iniciación, sin distinción de clases o estado social; propio ensanche democrático y popular;

3) el acompañarse de ritos exteriores, mágicos, pero también de ciertas nociones éticas sobre la conducta en este mundo y los premios y castigos del Más Allá.

Parece que en el remoto origen cretense los Misterios tenían un carácter público y general y se consagraban a la divinidad máxima, tal vez a la Diosa Materna. En Grecia vinieron a ser prácticas secretas, cuya revelación merecía castigos sobrenaturales y hasta la muerte. En la decadencia, el secreto pudo llegar a ser un “secreto a voces”; el acceso a algunos Misterios, como el ingreso a un club; y el conceder mayor importancia a las fórmulas exteriores que a la conducta del iniciado justificaba ya las burlas que había hecho Diógenes al preguntarse: —¿De modo que el bribón de Patequio, por ser iniciado, merece en la otra vida la recompensa que no merece el heroico Epaminondas?

6. Orfismo y pitagorismo, las sectas principales, son propiamente “herejías”, palabra que en griego no posee sentido canónico ni peyorativo: haíresis sólo significa la preferencia por determinada doctrina o manera de pensar, aparte de las comunes y corrientes. Pues las sectas, en efecto, por un lado fijan “reglas de la orden”, en que constan las abstenciones exigidas a sus adeptos (ver “Ritos y prohibiciones”), pero, por otro, establecen cierto dogma sistemático, caso único en Grecia. Con todo, no son religiones disidentes, sino complemento y, en cierto modo, sublimación de las creencias generales. Si el Cristianismo no admite la convivencia con otros credos, la Antigüedad aceptaba generalmente un credo nuevo o algo especial, como un enriquecimiento de los credos usuales. (De cierto modo alegórico, y para decirlo más pronto, podemos afirmar que hubo un día en que el paganismo abrió los brazos al Cristianismo naciente, figurándose que era un huésped más en su Panteón. Pronto vino el despecho; después, la persecución y la cólera.)

7. El orfismo toma su nombre de Orfeo, personaje mítico de origen tracio (otros lo tienen por heleno característico), cuya fama de cantor se debe a los poemas en que se redactó su doctrina (así como la filosofía de Jenófanes todavía fue expresada en verso, la primera forma literaria). Era Orfeo un encantador; su música domesticaba a las fieras y movía a las piedras. Aún se lo figura en los muros de las catacumbas, y los cristianos lo identificaban con el Príncipe de la Paz de que habla Isaías. Descendió a los infiernos para recobrar a su amada Eurídice, linda historia en que no podemos distraernos aquí. Murió destrozado por las Ménadas, Sparagmós o despedazamiento del ente divino, característico de muchas leyendas, que algunos quieren interpretar como un signo de su lucha contra Dióniso; y su cabeza, flotante, llegó cantando sobre las aguas hasta la isla de Lesbos. Lo más adecuado es considerarlo —haya o no algún núcleo histórico en su leyenda— como una proyección o “focalización” del orfismo en una persona.

8. El orfismo es más puramente místico que el pitagorismo. Su doctrina contiene una cosmogonía de directa inspiración hesiódica, y una antropogonía o teoría sobre la naturaleza y origen del Hombre, que se relaciona con el mito de Dióniso. Isócrates lamenta la crudeza de estas nociones. De aquí proviene la idea de que el Hombre, como nacido entre la ceniza de los horrendos Titanes —que habían devorado al niño Dióniso-Zagreo— trae consigo algo de divino y algo de pecado original, en lo que se prefiguran confusamente las ideas del alma y del cuerpo. A su tiempo volveremos sobre estas nociones.

9. El pitagorismo debe su nombre a Pitágoras, supuesto fundador de la secta y también figura legendaria, a quien los filósofos aluden con reservas, prefiriendo en general hablar de “los pitagóricos”, y aun, con vaguedad, de “ciertos pensadores”. Pitágoras, también encantador, se supone nacido en Samos y luego emigrado a Crotona, donde funda su famosa escuela. Era devoto de Apolo y, como hemos dicho, a veces la fábula lo identifica con el Apolo Hiperbóreo. Nada escribió, aunque poco a poco se le atribuirán algunas obras. Descubrió —dicen— la razón numérica en los intervalos musicales y redujo a números —números de esencia mística— las bases y leyes del universo. Su secta levantó a Crotona por sobre todas las colonias aqueas de Italia, y al fin fue destruida por razones políticas que obligaron a Pitágoras a refugiarse en Metaponto y determinaron la dispersión de sus secuaces. Los pitagóricos admitían en su orden a las mujeres, practicaban la pureza, el silencio y la introspección. Pero, al lado de la mística, se consagraron con ahínco a la metafísica, a la ciencia y configuraron una astronomía del fuego central y de la “armonía de las esferas”. (Ver “Consubstanciación y deificación”, § 4.)

10. Ambas sectas dejaron sedimentos fértiles para la idea de la resurrección, corriente ya en los últimos siglos, y contribuyeron al desarrollo de las nociones sobre la retribución divina y el castigo de ultratumba, como lo vimos al exponer la escatología. Coinciden también ambas sectas en considerar el cuerpo como prisión del alma y en la idea de la transmigración o futura incorporación del alma en nuevos seres. Ya veremos que imponían asimismo ciertas prohibiciones semejantes a sus adeptos. (Ver además “Los ritos y las prohibiciones”.)