III. ORGANISMOS DE LA RELIGIÓN

I. LAS INSTITUCIONES SACRAS EN GENERAL

1. Las instituciones sacras y los mitos cultuales —segundo y tercer elemento después de la creencia— forman el material de la religión griega. Nos referimos solamente a los mitos cultuales, pues no todos los mitos lo fueron: muchos hay que se derraman hacia el folklore y el fondo étnico de la imaginación griega, ajenos al orden religioso. Pero aun los mitos cultuales sólo sirven aquí de ejemplo, como en las páginas anteriores: no son el asunto de este libro.

Las instituciones tienen su historia. No cabe aquí por laboriosa e incierta. Ella supone un estudio aparte. Confundida la Religión con el Estado, como hay un enjambre de Estados, no existe una Iglesia común. Ni siquiera todas las funciones religiosas de cada Estado particular se someten siempre cabalmente a un régimen o a una norma comunes.

2. Las instituciones comprenden los organismos y las prácticas mediante las cuales el creyente se comunica con la deidad. Los organismos son el SACERDOCIO y los SACROS LUGARES. Las prácticas son los RITOS, ya ORDINARIOS, ya EXTRAORDINARIOS.

El sacerdocio fue en Grecia una institución sui generis, muy poco semejante a la actual. Lo consideraremos en cuanto a la PERSONA, en cuanto a la CONDUCTA y en cuanto a los DERECHOS SACERDOTALES.

Después consideraremos el caso de los SACROS LUGARES, su desarrollo, circunstancias y características.

En cuanto a los RITOS o prácticas, el cuadro siguiente nos servirá de guía:

RITOS:

ORDINARIOS

GENERALES (cap. IV).

DOMÉSTICOS (cap. V).

CULTO INTERMEDIARIO DEL HÉROE (cap. VI).

EXTRAORDINARIOS (caps. VII-XI).

SINGULARIDADES HIERÁTICAS: Prostitución sacra y mutilación (cap. VII).

FUNDACIÓN DE CIUDADES (cap. VIII).

PANEGIRIAS (cap. IX).

FESTIVALES (cap. X).

ALGUNAS MANIFESTACIONES DIVINAS (pues no todas son RITOS: cap. XI).

Tal es, pues, el contenido de esta Segunda Parte.

II. EL SACERDOCIO

A) La persona sacerdotal

1. En Grecia no hubo una casta sacerdotal aparte de los laicos. En principio, todo ciudadano —nunca el extranjero— está facultado para oficiar por sí en cualquier acto religioso. Los deberes de la religión apenas se distinguían de los deberes comunes, apenas los acentuaban un poco. El mismo sacrificio, que supone ya cierto adiestramiento, era cosa que podía confiarse a un ciudadano cualquiera. Con ser gente tan refinada, los griegos eran unos inveterados matarifes. Degollaban un cordero o descuartizaban una res tan sin melindre como la cocinera de hoy le tuerce el pescuezo a una gallina.

En lo privado, los oficiantes eran los padres de familia. A diario cumplían los más variados ritos: al desayuno, a la comida, a la cena, al amanecer, al ponerse el sol; sin contar las ceremonias de los días señalados: el nacimiento, el casi bautizo o adopción del hijo propio que le confería el derecho a la tribu, las nupcias, los fallecimientos, los negocios, los convenios, los viajes … ¡qué sé yo! El griego era un ministro de la religión en función perpetua. A este fin, había en el centro de la casa un sacro hogar (hestía), y en el patio, un altar al Zeus Protector.

Consta que el ciudadano privado podía por sí mismo sacrificar en algunos templos —el sumo acto religioso— sin la presencia del hiereús, el guardián sacro o “degollador titular”. Así era permitido en el Anfiareón de Oropo, cuyo dios local, Anfiarao, aunque nada lerdo en los oráculos y en las “incubaciones” del sueño curativo —y por quien el autor de este libro confiesa cierta simpatía—, era, por lo demás, muy afecto a las vacaciones de invierno, como Apolo, y solía darse buena vida. Suspendido el tráfico marítimo durante los meses inclementes, la ruta entre Beocia y el Ática se despoblaba, escaseaba el negocio, y el dios cerraba su tienda y se iba de picos pardos. (A. R., “Un dios del camino”, en Junta de sombras, México, 1949, pp. 15-23.)

Durante las temporadas de las grandes ceremonias públicas, por lo mismo que éstas comprendían los deberes religiosos privados como el género comprende a la especie, lo esencial era cumplir con aquéllas, y podían descuidarse un poco las rutinas de la familia.

La religión y sus prácticas no eran, pues, claustrales, ni exclusivas en principio, ni solitarias. Se relacionaban directamente con la comunidad. La misma asamblea del pueblo que entendía en los negocios políticos decidía sobre los asuntos religiosos (autorización de un culto, restauración de un templo, etc.). Todas las actividades de la cultura, acaparadas en el Oriente por las castas sacerdotales, Grecia las entregó a los laicos, y los resultados fueron la libertad del espíritu, la filosofía, las ciencias y las artes. Practicando una intromisión inversa a la que el Oriente conoció, aquí el laico se adueñó de las funciones hieráticas.

2. Las ceremonias públicas y la guarda de los sacros lugares crearon un mínimo indispensable de sacerdocio. Ello requería cierta especialización y práctica, si no vocación ni estudio alguno. Este sacerdocio era asistido por auxiliares y esclavos. Para ejercer semejante ministerio cívico —que tal venía a ser— no había teóricamente limitación de sexos; aunque la sociedad griega era, por excelencia, una sociedad masculina; la mujer vivía confinada en el fregadero y el telar; los chicos, en los establos escolares del gobierno. Pero sí hay una clasificación clara entre los cultos que incumben al sacerdote y los que incumben a la sacerdotisa. Por regla —regla de múltiples excepciones—, el sacerdote sirve a un dios, y la sacerdotisa a una diosa. Y cuando acontece a la inversa, como en ciertas consagraciones arcaicas, el sacerdote, de cierta vaga manera, es considerado esposo de la diosa, y la sacerdotisa, esposa del dios.

El único requisito del sacerdocio estable era la integridad física: condición de pureza y también probable residuo mágico de los días en que el sustento de la tribu exigía el pleno vigor físico de su jefe u Hombre Medicina, pues se entendía que tal vigor trascendía a todos. En Mesenia, el sacerdote o la sacerdotisa que perdían un hijo —lo que se miraba como una merma vital —tenían que renunciar al oficio.

Al principio, las ceremonias públicas estaban a cargo de los antiguos reyes. Más tarde, sus legítimos sucesores —ya sólo reyes por el título y no por el mando— heredaron parte de estas atribuciones: el Arconte Basileo, en Atenas, y el Rex Sacrificulus en Roma. Bajo el régimen de las repúblicas, ciertas funciones pasaron a los supremos magistrados, ya hereditarios o electivos. Pero éstos no llegaron a constituir casta eclesiástica. Todo funcionario era, por oficio, un sacerdote público, como en el orden doméstico venía a serlo todo ciudadano.

3. Las aristocracias no siempre cedieron sus privilegios religiosos. La guarda de los sacros lugares y la administración de los grandes cultos debió haber recaído totalmente en manos del Estado, de los mandatarios del pueblo, al evolucionar las estructuras políticas y al convertirse la capilla real en templo público. Pero el Estado nunca logró arrebatar sus antiguos derechos a ciertas familias que los conservaban como parte de sus patrimonios: los Oráculos en general, de que algunos eran locales y aun privados; los Misterios de Eleusis regidos por los Eumólpidas y los Cérices; los de Dióniso Melpómenos, por los Euneidas; los de Fila, por los Licómidas; la labranza sacra en el Acrópolis a cargo de los Bucigas; las Venerables Deméter y Kora, reserva de los Hesíkidas; o los cultos áticos de Erecteo y Atenea, siempre retenidos por Butades y Eteobutades. A fines del siglo III, una familia fundó sagrarios que dedicó a Demos y a las Gracias, y se adjudicó el sacerdocio hereditario. Tampoco falta el tipo intermedio de cultos que, aunque oficializados, son solamente ejercidos por determinadas familias: los Clítidas en la isla de Cos.

Se comprende que las casas principescas se aferrasen a estos privilegios, se los disputasen entre sí y aun revelaran en ello un insaciable imperialismo: tales eran el ascendiente que estas funciones aseguraban y los medros que permitían so capa de piedad. Los menores que, en general, no podían comparecer por sí en los pleitos jurídicos, gozaban de este derecho extraordinario para reclamar el sacerdocio inherente a su familia.

Las clases bajas, sin antecedentes hieráticos, se agrupaban en los santuarios rústicos o en los templos de sus amos “feudales”, formando corporaciones religiosas, cuyos sacrificadores oficiales se llamaban orgeones. Las reformas democráticas de Solón y de Clístenes, en Atenas, absorbieron al pueblo en las “fratrías” señoriales. (Ver Primera Parte, cap. VIII, § 2.)

4. Los heraldos tuvieron un día carácter religioso. Portavoces y embajadores —no necesariamente negociadores—, testigos de los sacrificios guerreros, “tabeliones” de los pactos jurados por los caudillos, Homero los trata con singular reverencia. Más tarde, su oficio se confunde entre los oficios públicos generales. En la Esparta histórica, los Taltibíades se decían descendientes de Taltibio el heraldo de Agamemnón en la Ilíada—, cuidaban del sagrario que se alzó en honor de su epónimo y tenían derecho a ciertas embajadas.

5. Había, en fin, expertos hieráticos, practicones y ritualistas, francotiradores de los servicios religiosos —consecuencia de la indeterminación del sistema—, a quienes se acudía en los trances difíciles como hoy acudimos al electricista. Ellos aconsejaban, por ejemplo, sobre el día más propicio para unas bodas o un viaje, pero siempre en cierta categoría de gente algo entrometida, subordinada y a quien sólo se daba crédito por arrastre de las costumbres vulgares, como hoy a los curanderos frente a los verdaderos facultativos.

6. Los verdaderos adivinos, por cuyo ministerio se manifestaba la voluntad de los dioses, son personas excepcionales y sagradas, no sometidas a regla o costumbre, fuera de las prácticas que ellos mismos se impusieran, por el decoro de su función, para impresionar al pueblo o porque realmente creían atraer de esta suerte la inspiración mística. Las características de su sacerdocio se resuelven en las características de su función adivinatoria, y ésta será considerada al tratar de las manifestaciones divinas.

B) La conducta sacerdotal

7. La conducta sacerdotal sólo se distingue de la ordinaria en el caso de ciertos cargos especiales. Pero, cualquiera fuese su misión, los sacerdotes obraban con independencia, sin más disciplina que la impuesta por la tradición, sin otra responsabilidad que la dictada por la opinión pública. Ni siquiera se conocían entre sí unos a otros, y aun solían mirarse con recelo y emulación.

Aunque, en general, tal conducta es menos rigurosa que la obligatoria para los modernos sacerdocios, se dan los dos extremos: a una parte, el sacerdote y la sacerdotisa de la Ártemis Himnia que se abstienen del trato con la gente y ni siquiera pueden visitar las casas de los vecinos; otra parte, la multitud de oficiantes apenas sometidos a unas cuantas reglas obvias.

Los encargados permanentes de ciertos cultos, como se mantenían en mayor contacto con las cosas divinas, solían obedecer algunas prohibiciones y dietas, que varían mucho de uno a otro lugar y que sólo en determinados casos llegaron a constituir un tabú inamovible. En general, tales prohibiciones y dietas no eran más que condiciones previas y transitorias en vista de tal o cual acto inmediato.

Entre estos preceptos los hay —paja en el ojo ajeno— que hoy nos parecen estrafalarios. Tales sacerdotes se abstienen de tocar el hierro, o de comer pescado (culto del Posidón marítimo), o de comer queso del país, aunque a la sacerdotisa de la Atenea Políade se le permite el queso de Salamina. Otros han de vestirse siempre de blanco. Los misteriosos Seles del Oráculo de Dodona —terrible arcaísmo— duermen sobre el santo suelo y no pueden lavarse los pies para mantener siempre el contacto con la tierra. Hay etiquetas sacerdotales tan minuciosas que hacen pensar a Nilsson en las etiquetas del Mikado o de los caciques neozelandeses.

Salvo las mutilaciones hieráticas que más adelante estudiaremos —Amazonas, eunucos de Cibeles y de la Ártemis Efesia, cultos por lo demás extranjeros—, el rigor no llega a extremos crueles. En general, se es más estricto para con las sacerdotisas, sin duda por las posibles consecuencias de la maternidad, que produce un desvío a la vez práctico y místico en la función hierática. La castidad perpetua, cuando se la juzga indispensable, hace que se escojan al caso mujeres “de cierta edad”. La virginidad ha de ser a veces absoluta. Así para la sacerdotisa de Héracles en Tespia o la Pitonisa de Delfos. (Recuérdense las Vestales de Roma.) El caso de profanidades, violaciones, vírgenes o mujeres sacras seducidas, etc., se repite en los relatos populares, para explicar ciertas atenuaciones o precauciones a la regla que han sobrevenido “después del niño ahogado”.

Si, en principio, para el contacto hierático basta dirigir la mente a la deidad, el orden femenino del mundo que representa la sacerdotisa quiere operaciones más enigmáticas, alucinaciones y éxtasis, y la sacerdotisa suele disponerse para la comunicación con el dios aspirando emanaciones embriagadoras, mordiendo un tallo de laurel, bebiendo agua de la fuente Casotis o sangre de cordero o de toro. Así el “medium” de nuestros días exige cierto silencio, cierta música vaga, tal vez alguna oración previa, etcétera.

Más adelante, a propósito de las prohibiciones sacras, nos referiremos a las exigencias rituales de orden general para los creyentes y a las que imponen ciertas sectas a sus iniciados, ninguna de las cuales corresponde ya a las reglamentaciones del sacerdocio.

C) Los derechos sacerdotales

8. En cuanto a derechos, los sacerdotes, según la importancia de sus sagrarios y la mayor o menor atención requerida por sus servicios, perciben salarios o compensaciones fijadas por la ley o por la costumbre. Solía, por ejemplo, corresponderles una porción de la víctima en los sacrificios, o bien la piel, objeto sacro y de magia primitiva amén de sus utilidades. Ya conservaban para sí sus ganancias, ya las vendían mediante pago de un impuesto al Estado. La sacerdotisa de la Atenea Nike —cargo vitalicio— recibía, además, cincuenta dracmas al año: ni siquiera cincuenta dólares, pago puramente nominal.

En los últimos tiempos, al declinar de las creencias, el sacerdocio y el derecho a la administración de sacros lugares llegaron a venderse, también previo pago de impuesto; y el Estado mismo comerciaba con las pieles de las víctimas sacrificadas en las celebraciones públicas. Se sabe que, en Atenas, el año 334-333, el Estado obtuvo por este medio una ganancia no menor de 5 549 dracmas.

III. LOS SACROS LUGARES

1. No solamente los templos eran sitios sagrados. Mediante ritos y sacrificios previos, todo lugar convenía al acto religioso y se transformaba provisionalmente en hierón. Por supuesto, la mera imploración ni siquiera exige un sitio determinado: en pleno campo de batalla, los guerreros de la Ilíada elevan sus preces, cuando los duelos singulares de Paris y Menelao, Héctor y Áyax.

Dondequiera puede montarse un bethel, ara rústica o mesa de piedra, templete de ramas y troncos. No debieron de ser otra cosa los sagrarios que el homérico Crises dice haber dedicado a Apolo. Se tiende a rodear tales sitios de una pequeña valla o recinto, como se ve en gemas y sellos minoicos y micénicos. Este recinto es una señal de tabú: lo santo es también lo prohibido. Pero algunos actos se celebrarán al aire libre: las fiestas Carneas de los muchachos dorios, carreras con ramos de vid; las Dedalas del Citerón, “hierogamias” o bodas sagradas; las Tesmoforias, rito femenino de la fertilidad.

Siempre se ha creído, sin embargo, que hay sitios especialmente adecuados o gratos a las deidades. Si hoy se santifica un sitio por el hecho de fundar allí un templo, entonces el sitio era santo por sí, y por eso se le concedía un sagrario. La leyenda, la superstición y, en los últimos tiempos, la superchería, pretendían que el dios mismo señalaba el sitio para su morada, mediante un rayo, un portento o el mensaje de los animales consagrados: la paloma negra de Dodona, la oveja negra y la oveja blanca de Epiménides en el Acrópolis de Atenas, el enjambre de abejas que condujo a Saón hasta el oráculo de Trofonio. El sitio de la ciudad de Tebas —y las fundaciones de ciudades eran actos sagrados— fue indicado a Cadmo por una vaca de Apolo. En épocas ya menos ingenuas, se echaban serpientes donde los “facultativos” querían levantar santuarios de Asclepio, el dios curandero, para demostrar que el dios mismo había escogido e indicado su residencia. La gente de entonces cerraba los ojos, como hoy los no sectarios del espiritismo ante las mesitas parlantes.

En verdad, como explica Gardner, la elección del sitio obedece a tres órdenes de razones: físicas, sociales e históricas.

2. Las condiciones físicas del sacro lugar o están en la misma naturaleza o resultan de la intervención y el trabajo humanos; pues el hombre modifica el paisaje.

La elección del sitio en vista de las condiciones meramente naturales acusa la etapa, la edad de la noción religiosa. En plena etapa naturalista, piedras, árboles, fuentes y ríos se ofrecen como residencias y hasta como incorporaciones de las deidades: cultos “anicónicos” o no dotados de efigie artística. En los 15 693 versos de la Ilíada, cuya acción corresponde al siglo XII, sólo hay la referencia a una imagen: la Atenea de Ilión. O las imágenes de Atenea, aunque ya habían comenzado a aparecer, eran todavía muy raras, o lo que es más probable, Homero, por conveniencia poética, se consintió aquí un anacronismo de algunos cientos de años.

Son aniconismo puro los sagrarios rústicos de Pan y de las Ninfas, y el culto de las piedras fálicas o de los omphaloi, como aquel amuleto marmóreo venerado en Delfos. (El omphalós de Seleuco, en Antioquía, más tarde, es una mera falsificación monumental.)

La singulariad del objeto natural, la superstición geográfica a veces, contribuían igualmente a determinar el sitio privilegiado. Se asegura que el Monte Olimpo fue adorado en sí mismo, antes de que se hablara de dioses.

La extrañeza geológica asume al instante un valor místico. Grecia es tierra volcánica, de resquebraduras y abras, tortuosa, insegura, sujeta a frecuentes terremotos. Su fisonomía registra los cataclismos y hundimientos de la Egeida, continente desaparecido que ha dejado por memoria esa pequeña península contorsionada y los rosarios de islas que la circundan. Grecia es también tierra de súbitos chubascos, lagos absorbidos por el suelo, crecientes que arrastran las cosechas y que han desnudado la roca, depositando los antiguos mantos fértiles en los bajos de los mares vecinos; es región de vientos incisivos como cinceles, tan regulares y caracterizados que han podido incorporarse en deidades. Posidón modeló la cara de Grecia a golpes de tridente. La imaginación tenía donde explayarse.

Desde la era minoica, las grutas tienden a convertirse en moradas divinas: reductos del Zeus Niño, salvado a la voracidad de su padre Cronos en el monte Dictis, donde los Curetes hacían ruido de armas para ocultar sus vagidos.

Se comprende que las zonas volcánicas invitaran a los desbordes de la fantasía mística: las emanaciones que, en Delfos, embriagaban a la Pitonisa; la llama perpetua del Mósido, en Lemnos, fragua del dios Hefesto; las estaciones sulfurosas de las Termópilas, centro de la Anfictionía Tésala.

En la fábula perdura el recuerdo de rocas terribles, animadas de una vida infernal; las Islas Erráticas, junto a las monstruosas Escila y Caribdis, a cuya presa escapa trabajosamente Odiseo; las Simplégadas que se balancean, amenazantes, a la entrada del Ponto Euxino, por entre las cuales se deslizan con astucia los Argonuatas, perdiendo, en el mordisco de las rocosas mandíbulas, la “cola del barco”.

Cuando el cielo vino a ser considerado como residencia de los dioses, era propio establecer los sagrarios en las cumbres y alturas. Cuando se comienza a invocar a Posidón y a otras deidades marítimas en playas y en ríos, cuando se establece la costumbre de arrojar al mar las hecatombes (Cien Bueyes), todo ello significa que las nociones han llegado ya a una generalización apreciable. Hasta aquí las condiciones puramente naturales del lugar sacro.

3. Hay circunstancias físicas de obra humana que asumen también valor religioso. La ciudad, desde luego, es considerada como un inmenso templo, bajo los auspicios de su deidad protectora (Atenea en Atenas). Pero la ciudad es ya una síntesis de motivos físicos, históricos y sociales, como, por su parte, los propios templos. Por ahora nos referiremos más bien a ciertos sitios singulares: los desfiladeros, hechos veredas por el tránsito reiterado, las encrucijadas, los lindes, las puertas de las casas, etc., sitios que reciben cierta consagración por cuanto requieren amparo sobrenatural. Así los desfiladeros propicios al bandolerismo, a las asechanzas de Sinis, Escirón y Procusto, salteadores legendarios que infestaban las rutas y con los que acabó el pacificador Teseo. Las encrucijadas —cuyo solo nombre suma todavía la idea del cruce de caminos y la idea de la emboscada— se ponían bajo la advocación de la Hécate Triforme (tres rutas, tres formas lunares, tres moradas: cielo, tierra y mar). En las encrucijadas acontecen célebres encuentros mitológicos como el asesinato de Layo a manos de su hijo Edipo. Había quien hiciera libaciones de aceite en las piedras de las encrucijadas y las besara con reverencia. Los lindes eran vigilados por toscas efigies de Hermes. Los accesos de las casas eran también cosa de guardar, y solía plantarse a las puertas esa piedra cónica llamada el Apolo Agyieús o también la Triple Hécate. Estas costumbres suelen recordarse como tipos de adoración a las piedras. Ahora las recordamos aquí, porque estas piedras señalaban sitios sagrados.

4. Entre las condiciones sociales del sacro lugar prevalece la conveniencia de asignar al dios una residencia fija, para facilitar las devociones de la familia o del Estado. El dios único de las religiones modernas acude adonde oye la voz de su fiel o de su ministro, o mejor es omnipresente, y nuestras iglesias son meras comodidades de la oración y el culto, aunque abundan fieles que aún lo interpretan y entienden al modo del pagano. Los dioses gentiles, en principio, también podían acudir a cualquier llamado, y sólo los muy humildes tenían su rincón por cárcel. Si Agamemnón, por ejemplo, invoca constantemente al Zeus del Ida troyano —acaso confusión inveterada con el Ida cretense—, por ser ésta la residencia más cercana de Zeus, en cambio Aquiles, cuando envía a Patroclo al combate, invoca al Zeus de su patria, al dios de Dodona, al dios de los pelasgos y de la distante tierra donde habitan los Seles. De su arcaico origen tribal, sin embargo, los dioses conservan el gusto por ciertos lugares predilectos. El Zeus homérico, en general, prefiere su alta roca del Ida —roca de las meditaciones—, o su santuario perfumado del Gárgaro, butaca delantera para contemplar el campo de batalla. El Olimpo ha comenzado ya a ser un sitio indefinido del cielo, sin otra relación que la nominal con el Monte Olimpo, en la cordillera septentrional de Tesalia donde empieza la Grecia auténtica. Pero Zeus se traslada de buen grado, con toda su corte, “al remoto confín de los probos etíopes que le han ofrecido un banquete”. Por cierto que, en una de estas francachelas, le aconteció a Posidón olvidar la guardia contra Odiseo, por él condenado a tristes naufragios, y Odiseo estuvo a punto de escapársele de las garras.

Pues bien, esta fijación social de los recintos divinos refleja, en el tránsito de los reinos a las repúblicas, la pugna entre el pueblo y los monarcas; y en el intento unificador, refleja la pugna entre el Estado y los señores poderosos. Sabemos que la capilla del real palacio fue el primer centro de los cultos. Para el primer templo de Atenea en Atenas, al decir de Homero, se usó el propio alcázar de Erecteo. Después, el culto se trasladó al Hogar Público, en el Pritaneo, sitio de la hospitalidad del Estado. Solía este hogar ser un tholos o casa redonda, como las antiguas mansiones y como el santuario de Vesta en Roma. Los templos se multiplicaron en las zonas de mayor actividad, o se encaramaron como ciudadelas por las eminencias y lomas.

Muchas veces se prefirió fundar los templos en las sedes arcaicas, para gozar de la santidad acumulada; aunque el crecimiento ulterior de las ciudades disimulaba ya las ventajas que pudieron tener en su origen estas antiguas fundaciones. Al Acrópolis de Atenas, visible desde todas partes, sólo se puede llegar por cuestas desviadas, situación la más recomendable, según Sócrates en las Memorabilia de Jenofonte. Importa que los dioses vigilen la ciudad desde su atalaya, pero que ésta sea fortaleza contra las posibles profanaciones de los enemigos.

5. La elección del sacro lugar por razones históricas obedece al deseo de señalar el punto de un suceso notable: enterramiento de un héroe o trofeo de una batalla. Pero la conmemoración de un triunfo podía también trasladarse al templo de la deidad protectora. Los túmulos de Maratón, Salamina y Platea resultan modestísimos comparados con los monumentos que perpetuaban las glorias de las Guerras Persas en Atenas, Olimpia o Delfos. En ocasiones —ya lo lamentaba Gorgias—, estos trofeos conmemoraban victorias de griegos contra griegos: recuérdese el grupo de Lisandro, vencedor lacedemonio de los atenienses en Egos Pótamos. Lo cual prueba una vez más la ineficacia de los grandes santuarios para impulsar a la confederación panhelénica.

6. La majestuosidad del templo corresponde a la idea griega del Estado. El Estado era la ciudad, y el ciudadano vivía mucho menos para lo íntimo que para lo público. Las casas privadas, los comercios, se construían de cualquier modo, con sólo cumplir las comodidades indispensables. En cambio, los templos —lugares cívicos por excelencia además de los anfiteatros— concentraron de tal suerte la atención artística del griego que han llenado el mundo con su fama y todavía se los sigue imitando total o parcialmente. Aristóteles llega a decir en su Política que los grandes templos se construyeron siempre con “segundas intenciones”, a iniciativa de los tiranos que querían dar trabajo al pueblo.

Son obras del equilibrio, la precisión y la economía. Su plano es el más elemental. El esfuerzo inútil no atrae al griego. No vio el objeto de usar los arcos, bóvedas, domos y minaretes, que le eran bien conocidos y que la grandilocuencia romana multiplicaría después con orgullo. Le bastó levantar un terraplén a dos o tres escalones sobre el nivel de la calle —cierto, escalones un poco altos, escalones ceremoniales—, asentar encima cuatro muros, cubrirlos con un techo de alero y rodearlos de columnas.

Pero cada línea, cada trazo, cada dimensión, cada relieve o saliente, cada escultura en su ángulo único, dan muestras de una sensibilidad artística y una limpidez visual que aún no acaba de revelarnos todos sus secretos. Los tipos de estas edificaciones, sus medidas, columnas y demás elementos han legado a la civilización occidental los tres estilos clásicos: el dórico del Partenón, el jónico del Erecteón, el corintio en el hierón del Zeus ateniense.

Si nuestros templos están concebidos para el acceso de los fieles hasta el Sanctasanctorum, si la gente medieval despachaba negocios y hacía sus visitas en el seno de las catedrales, los griegos, que se vivían de puertas afuera, también se quedaban a las puertas de sus santuarios. Los templos de Grecia ostentaban hacia la calle sus lujos, y detenían a los fieles en el exterior, para que los tiznes de la grasa quemada en los sacrificios y los olores corporales no empañasen la pulcritud del recinto, para que no manchara el misterio la presencia de profanidades.

Hay siempre aras exteriores —eschára o broómios—; hay una antesala de ceremonias comunes: témenos. En el interior, sólo frecuentado por el sacerdote, se halla el naós o cella, el sitio místico, sitio algo despojado, generalmente de techo bajo y excepcionalmente descubierto —hypaithros—, donde se levanta la estatua divina, colosal a veces, que da entrada por el oriente. Tal era la casa de un dios y, en algunos casos, de dos o más. En el templo ya evolucionado, el naós se completa con un pórtico o prónaos y, al fondo, una cámara u opisthódomos.

Los primeros templos datan del siglo IX. La arquitectura se desarrolló considerablemente en los tres siglos posteriores. No sólo se la admira en la Grecia europea —sobre todo, en Delfos y en Olimpia—, sino también en la Grecia asiática —templos de Ártemis en Éfeso y de Hera en Samos—, en la italiana Magna Grecia y en Sicilia: Selinonte y Acragas o Agrigento. El siglo V presencia el apogeo: templos de Afea en Egina, de Base en el Peloponeso, edificios del Acrópolis ateniense: Erectión, Partenón, Propíleos, Atenea Nike, etcétera.

Los mayores centros religiosos de Grecia fueron Dodona, Olimpia, Eleusis, Epidauro y las residencias de Apolo en Delfos y en Delos.

9. El templo podía poseer tierras y bienes muebles. Las tierras provenían de la posesión tradicional, las adjudicaciones políticas, etc. Los bienes muebles procedían de donativos personales. Los príncipes para mayor gloria de su casa, o si eran asiáticos para mayor prueba de helenismo; los vencedores atléticos, los guerreros, los artistas, ofrendaban al templo de su deidad protectora estatuas, discos, carros, arneses, máscaras teatrales, escudos, trípodes, ánforas, coronas de oro, joyas y otros ornamentos o anatheémata.

Hubo, pues, que añadir algunas construcciones accesorias al templo. De aquí los famosos Tesoros: el de Periandro en Corinto; los de Delfos, y singularmente el de los Sifnios; los de Delos y de Olimpia, que se contaban por docenas; el de Tebas y el de Siracusa, no menos célebres.

Estos bienes eran custodiados y administrados por funcionarios públicos, según cuidadoso inventario. Pues si había dinero, se aplicaba a restauraciones, nuevos templos, compra de animales para los sacrificios públicos, habitaciones de oficiantes y esclavos, y cuanto hoy llamamos gastos generales.

En las emergencias, el Estado pidió algunos préstamos a los templos, obligándose teóricamente a la restitución del principal e intereses; pero no impuso tales préstamos como “confiscación eclesiástica”, sino como hoy los gobiernos lo solicitan a sus bancos oficiales; pues, de cierta manera eminente, los bienes religiosos eran patrimonio del Estado. Depósito para las ofrendas de los devotos, y depósito al abrigo de pillaje por su carácter sacrosanto, ya el templo babilonio era una suerte de banco entre los sumeros; y tras el derrumbe del imperio romano, los monasterios medievales proporcionaron a veces igual servicio. El templo de Delos, durante la hegemonía ateniense, prestó al Estado al 10% y en cinco años de plazo; y el de Atenea, le prestó al 6%. Más tarde, Atenas obtuvo préstamos al 11/5% sobre fondos que el Estado mismo había confiado a la salvaguarda de la diosa. El oro del templo de Atenea fue acuñado para la flota de la Guerra Decelia; pero sin duda resultó insuficiente, pues pronto se recurrió a falsificar moneda de cobre y hoja de plata: humillación —decía Aristófanes— para las antiguas “lechuzas” de que se preciaba tanto el ateniense. Y si todavía el Estado se esforzó por devolver íntegramente la suma recibida, lo que costó ochenta años, fue tanto bajo el impulso de la piedad como para asegurarse nuevas reservas.1

No pueden juzgarse con igual criterio los verdaderos saqueos que Dionisio I de Siracusa se permitió a fines del siglo IV. En Etruria, sustrajo del templo de Agila una enorme suma, por simple acto de piratería; en Crotona, arrebató el tesoro de Hera. Y gracias que fracasaron sus planes para hacer otro tanto nada menos que en el templo de Delfos, como lo tenía ya tramado con ayuda de los ilirios y los molosos. Pero Dionisio era un antiheleno.

10. La inaccesibilidad del reducto santo corresponde a la idea griega de la religión. El sitio sacro es, ante todo, un sitio secreto o ádyton; y además, un sitio inaccesible o ábaton. Lo sagrado se considera protegido por algo como una maldición, conforme a la ambivalencia de estas nociones que ya nos es bien conocida. Los principios que engendraron el templo provienen del tabú y son de orden negativo. Pero ellos dan de sí, como consecuencia de la misma energía mística, dos efectos aparentemente contradictorios: la prohibición y la protección. El no reconocerlo así ha estorbado a ciertos modernos comentaristas para entender las irregularidades del culto de Asclepio, de que se hablará más adelante.

11. Comencemos por la prohibición. En las revoluciones del tiempo —ello acontece invariablemente— los términos de la prohibición acaban por admitir muchos grados. Veamos lo que, a este respecto, nos dicen, primero, la tradición y la historia de los sagrarios propiamente tales, y después, la tradición y la historia de las tierras sacras que les pertenecen.

Habrá templos destinados a toda clase de creyentes; otros, prohibidos a las mujeres, a los extranjeros, o a los esclavos. Los habrá de exclusivo uso sacerdotal, y sólo abiertos un día del año: el de Hades en Elis, el del Dióniso Liceo en Atenas. También se abren sólo un día del año ciertos templos destinados a las mujeres, como el Hipodamión de Olimpia. En Sosípolis, la única persona admitida al naós, la sacerdotisa, tiene antes que velarse el rostro. Pues las mujeres ¿no están todavía obligadas a cubrirse para entrar a misa? Hay objetos religiosos que sólo al privilegiado es dable contemplar, y bajo condiciones prescritas. La locura, la ceguera, la muerte súbita o muy próxima son los castigos a que se expone el contraventor. Animal o humano, el que se atreva hasta el témenos del Zeus Liceo perderá su sombra. Verdad es que el rey Pleistoánax, perseguido por sus compatriotas los espartanos a causa de sus simpatías atenienses, se las arregló para refugiarse en ese temeroso dominio durante cerca de veinte años. Sin duda invocó ante la deidad el derecho de asilo. Y además, la gratitud política aconsejaba la excepción.

Las tierras sagradas son intocables. Según la versión esquiliana —posterior a Homero o desconocida por éste—, Agamemnón dio muerte a una corza en las tierras de Áulide, reservadas a la diosa Ártemis, y para aplacar a la deidad, que le negaba los vientos propicios y le impedía zarpar rumbo a Troya con sus flotas aliadas, tuvo que sacrificar a su propia hija Ifigenia. En Megalopólis, el bosque de las Venerables, Deméter y Kora, estaba cerrado a todos. El de Posidón, en Onquesto, se adjudicaba la propiedad de todo carro que descuidadamente entrara en sus límites, y había entonces que volcar el carro y dejarlo en el sitio. (Este sacrificio de los medios de locomoción se relaciona con la purificación por descarga de todas las impurezas en el phármakos, de que trataremos más adelante, y en varios pueblos primitivos se ha usado al efecto una barquita que se abandona a su suerte.) A fines del siglo VI, después de la primera Guerra Sacra, las propiedades del Oráculo de Delfos, extendidas ya hasta el Golfo de Corinto, se conservaron agrestes y en condición de coto vedado. El objeto era doble: criar animales para los sacrificios, y evitar en la vecindad la fundación de nuevos pueblos, como la recién arrasada Cirra, cuyos habitantes habían provocado la lucha por su afán de cobrar peaje a los peregrinos. Durante la Guerra Peloponesia, la población ática refugiada en Atenas tuvo que alojarse en el Pelárgico, territorio sacro al pie del Acrópolis. Muchos atribuyeron la derrota a esta transgresión. Pero el mayor agravio al lugar místico era el derramamiento de sangre, y esto nos lleva a la siguiente fase de la cuestión.

12. La protección mística inherente al sacro lugar tiene dos manifestaciones: El asilo del perseguido y la curación del enfermo. Aquélla, en la Grecia histórica, es más antigua que ésta. Pero ya se comprende que ésta debió de comunicarse, desde los días lejanos del Hombre-Medicina o jefe místico de las tribus, por el camino de la superstición, hasta llegar a su forma institucional. Consideraremos primeramente el asilo y luego la curación.

13. El asilo era facultad de muchos templos. La propia negación que cierra las puertas al creyente las abre para el fugitivo. Es el tema de Las suplicantes. En esta tragedia, Esquilo nos presenta a las Danaides acogidas al sagrado de Argos, tras de haber huido de Egipto por no querer desposarse con sus parientes. Y sobre el procedimiento del asilo dan testimonio una inscripción legal de Cirene y una inscripción arcaica de Élide. En Egea, la Atenea Álea daba amparo a los refugiados políticos. En Éfeso, el perímetro, muy generoso, daba acogida a los esclavos maltrechos.

El derramamiento de sangre en lugar sacro trae funestas consecuencias. Cierta vez, los habitantes de Síbaris riñeron con un arpista y le dieron muerte en el templo de Hera. Aconteció un portento: el templo empezó a chorrear sangre. Los sibaritas acudieron en consulta a Delfos, y la Pitonisa los expulsó con iracundas palabras: “Para vosotros —les dijo— no hay oráculo”. El largo destierro de los Alcmeónidas —la familia de Solón, Clístines, Pericles y acaso Alcibíades— se debió a la violación del asilo. A principios del siglo VII, en efecto, los Alcmeónidas engañaron a los partidarios del aristócrata Cilón, que se habían refugiado en el templo de la Atenea Políade, para hacerlos salir de allí y darles muerte en la calle. Entre las negociaciones que precedieron a la Guerra Peloponesia, los espartanos inculpaban a los atenienses la violación de los Alcmeónidas —a dos siglos de distancia—, insistiendo en el hecho de que su gobernante, Pericles, descendía de aquella familia castigada. A su vez, los atenienses reprochaban a los espartanos la muerte de los refugiados en el templo de Posidón (Tenaro), a lo cual se atribuía el terremoto que destruyó a Esparta el año de 464, y les reprochaban también el haber dejado morir de hambre al general Pausanias, recluido en el templo de Atenea Chalkioikos, y el haberlo enterrado después demasiado cerca del ara.

14. Examinemos el caso de las curaciones místicas, que ha dado mucho en qué pensar. Un día el culto de Asclepio se popularizará en términos extraordinarios, trayendo consigo precisamente algo que, a primera vista, parece minar el principio de la inaccesibilidad sagrada. Atenas —a fines del siglo V y a consecuencias de la peste— aceptará a este dios forastero (griego, pero no ático), quien ya obraba en Epidauro curaciones maravillosas, y se conformará con poseer una sucursal de aquel templo. Otros sagrarios tuvo el dios en Egina, Sición, Delfos —junto a su padre y rival, el purificador Apolo—, en Pérgamo, en el Pireo y en Eleusis. A las puertas del Acrópolis ateniense, importado hacia 420 por un tal Telémaco de Acarnea, Asclepio fue recibido por no menor persona que el poeta Sófocles, quien casi se transformará por eso en un héroe: Dexión, el que recibe, el que da la bienvenida.

Ahora bien, resulta que Asclepio devolvía la salud a sus pacientes mediante prescripciones oraculares que les comunicaba durante el sueño. Pero los pacientes “incubaban el sueño” —que así se decía—, en el centro mismo de su sagrario. Walter Pater ha hecho una reconstrucción literaria de estos lugares en su novela Mario el epicúreo (A. R., “Elio Arístides o el verdugo de sí mismo”, en Junta de sombras, México, 1949, pp. 271 y ss.).

Esta residencia transitoria de un profano en el Sanctasanctorum ¿será una derogación al principio, fundada en aquello de que “primero es ser que filosofar”, primero salvar a un paciente que respetar las reglas tradicionales? No nos lo parece. A esta sentencia contestaríamos con otra: “A grandes males, grandes remedios”. La prohibición no se ha levantado para satisfacer la simple curiosidad, que sería imperdonable; ni siquiera para permitir votos, oraciones o sacrificios, que sería directamente contrario a las prácticas; sino para comunicar al enfermo la virtud vital más intensa; la que, en casos normales, podría fulminarlo por exceso de carga, y en cambio, puede restaurarlo en casos de grave postración. ¿No es ésta, en el fondo, la ley misma que instituye el asilo? No se admite aquí una arbitraria irrupción ante la persona divina, sino que es un sometimiento técnico aconsejado por la propia deidad. El paciente no se expone a una cuchillada, sino a una incisión de bisturí. La droga, el aire libre, el sol, el fuego, la electricidad, la radioactividad son funestos a quien desordenadamente se les entrega; pero salvadores cuando se los aplica con método.2