INTRODUCCIÓN

I. NATURALEZA DE LOS MITOS

1. La mitología es el conjunto de leyendas tradicionales en que la imaginación primitiva ha recogido sus nociones, sus sueños y sus experiencias respecto al mundo natural y al mundo sobrenatural. Se manifiesta en forma de cuentos o “mitos” comunicados de boca en boca, objetos de creencia en principio, y siempre testimonio precioso sobre cierta etapa o cierta fase de la mente. Se conoce la mitología de muchos pueblos —el australiano, el escandinavo, el azteca—; pero la palabra se ha usado más comúnmente para la antigüedad clásica, en que se confunde a los griegos y a los romanos.

Sin embargo, la fértil mitología griega y la menos fértil mitología romana no son idénticas, si bien se parecen por el parentesco étnico entre ambas naciones y por la deliberada imitación que Roma hizo de Grecia en todos los órdenes de la cultura. Por eso a las figuras de la mitología griega no deben aplicarse nombres latinos, aunque éstos nos sean más familiares. Las principales correspondencias con las denominaciones latinas se declaran conforme se van ofreciendo.

No nos empeñaremos en devolver a los términos su estricta morfología helénica: lo haremos sólo —sin miedo a las grafías extranjeras— cuando la diferencia verbal trascienda al concepto, o cuando el término, por desusado en nuestra literatura, no haya sufrido aún el proceso de aclimatación. Pues hay nombres griegos intocables (salvo ciertas reglas aceptadas para la transcripción en lenguas modernas), y que no podrían sustituirse por los de la mitología latina, y hay nombres griegos latinizados y ya absorbidos en nuestra habla, cuyo ajuste a la fonética original daría una apariencia pedantescamente escabrosa a una obra de divulgación.

Sería un leve error de refracción hablar de Júpiter cuando queremos hablar de Zeus, de Juno en vez de Hera, de Venus a cambio de Afrodita, de Marte (o Mavorte como decían nuestros clásicos castellanos) en lugar de Ares. Aunque menos perceptible, lo sería también, a causa de ciertas confusiones, decir Ulises por Odiseo y Hércules por Héracles. Pero nada perdemos con seguir llamando Aquiles a Aquileo y Hécuba a Hécabe.

Nuestro conocimiento de la mitología griega parte sobre todo de Homero, Hesíodo, Píndaro, los poetas trágicos, los cronistas e historiadores helénicos, los poetas helenísticos o de la época alejandrina —Calimaco, Apolonio—, los recopiladores como Diodoro y el Seudo-Apolodoro, el romano Ovidio —en quien desembocan muchas corrientes—, y aun el tardío y modesto epítome de Higinio, a pesar de sus adulteraciones y errores. Cierto, no pasa Higinio de ser un sandio recopilador, griego mediocre y latino execrable, al punto de resultar a veces incomprensible, pero tuvo acceso a fuentes preciosas.

Por lo demás, estos mitos no son de origen puramente griego, porque Grecia no vivió aislada. En los mitos de los monstruos preolímpicos, singularmente, se advierten las contaminaciones de Asia y de Tracia: Equidma, Ortro, Cerbero, Quimera, Esfinge Tebana, Hidra Lernea, León Nemeo, etcétera.

2. El mito es de esencia y de procedencia religiosa, pero no agota el sentido de la religión griega. Primero, porque aquella religión, como todas, contiene varios elementos: las creencias, las instituciones y el ritual y, por último, los entes del culto que, en nuestro caso, son el objeto de los mitos. Segundo, porque si los mitos son sólo un elemento de la religión griega, a su vez desbordan el cauce y corren por su propio terreno con las libertades del folklore. Ni siempre se les asignó carácter sagrado, ni menos recibieron siempre un culto especial.

De suerte que si, por una parte, “la vida privada de las diosas y de los dioses” —como dice un francés agudo— no da cuenta de la religión griega en su integridad (que tampoco la hagiografía o vida de los santos es toda la religión católica), por otra parte el inventario de los mitos “cultuales” tampoco abarca completamente la mitología. Religión y mitología están imbricadas, no identificadas, y como las tejas superpuestas, se enciman en algo, y en algo cada una sobresale un poco de la otra.

3. Pues ¿qué entes son materia del mito, y entre ellos, cuáles son materia del culto? Todo puede ser asunto del mito en cierta etapa de la mente, y no a todo ello se ha concedido divinidad, o siquiera alcance religioso. No sólo hay mitos de Dioses, Semidioses, o Héroes, estos últimos, no entendidos a la manera moderna, sino como antepasados sobrenaturales. No sólo hay seres “mitificados”, concebidos a semejanza del hombre, o aun imaginados como monstruos, y de quienes cabe trazar una suerte de biografía. También pueden ser mitificados los fenómenos naturales: meteoros, vientos, cuerpos celestes, montes, piedras, ríos, fuentes, árboles, plantas, flores, animales; y hasta utensilios y artefactos de humana hechura como armas, instrumentos del rito, reliquias, etc., a poco que se los involucre en la fábula de una persona mítica o que se les reconozca por sí mismos cierta intención o iniciativa de orden humano. Algunos ejemplos nos permitirán apreciar el campo que cubre la mitología.

Zeus es mito divino; Héracles, mito semidivino; Teseo, mito heroico y cultual; Aquiles, mito heroico que alcanzó culto en algunos sitios; Agamemnón, caso semejante que, según versiones tardías y un tanto dudosas, mereció también algún rendimiento religioso; Odiseo, mito puramente legendario y poético; la historia de Admeto y Alcesta, mito folklórico. No corresponde aquí el análisis de los residuos religiosos o históricos que pueden disimularse tras la imagen de estos y los otros personajes de la epopeya.

El rayo, el trueno, la tempestad, más bien son atributos de Zeus, como el fuego lo es de Hefesto, el dios artífice. Iris (arco iris), aunque mensajera celeste, sólo fue adorada en Hécate, isla cercana a Delos. Los vientos han sido personificados, y Bóreas, el viento norte que corresponde a nuestro latino Aquilón, llegó a tener culto por su participación en la victoria contra las naves persas. Helios, el Sol, es mito divino de escasa historia, y sólo alcanzó culto entre la mezclada y algo exótica población de los rodios.

Se asegura que el monte Olimpo era ya objeto religioso antes de que lo habitaran los Dioses. Las piedras que marcan los cruceros de los caminos solían ser ungidas y coronadas, superstición de que se burlarían más tarde los retores de Samosata. En Delfos había un bloque marmóreo, fetiche terrestre considerado como el Ombligo del Mundo (Omphalós), el cual pasaba por ser la roca que, envuelta en pañales, Rea hizo tragar a Cronos, para evitar que éste devorara al Niño Zeus, como lo había hecho con todos sus hijos anteriores. En Feneo se juraba por las Petronas de Deméter y Kora, dos peñas enlazadas.

Los ríos, que la mitología presenta como unos toros, tenían hijos e hijas, y eran también seres divinizados. Las fuentes solían ser ninfas, y las mujeres del pueblo las invocaban en los partos, junto a Hera y a Ártemis, las diosas Ilitias o comadronas.

El encino oracular de Dodona, el pino en que Asia incorporó a las divinidades que los griegos llaman “Ártemis”, las dos vigas con que Esparta figuraba a los Dióscuros —Cástor y Polideuces o Pólux—, el mirto verde de Afrodita en la ciudad de Temnos, eran entes míticos y místicos. Pero las flores en que vivían metamorfoseados Jacinto y Narciso, o las aves en que se mudaron Procne y Filomela, ya no eran entes cultuales. Jacinto, antiguo dios agrario y local, quedó absorbido en el cortejo de Apolo, y el rito que Amiclas le consagraba periódicamente no tiene relación con la flor, mera fantasía sin valor canónico ninguno.

La serpiente Pitón, que vino a morir a manos de Apolo, o el dragón a que dio muerte Cadmo, son mitos animales sin culto. El dios Asclepio es de humilde origen “serpentario”, y se pretende que por eso mismo no pudo llegar a dios mayor, aunque tan benéfico y adorado. Mas ya el toro cuya apariencia asume Dióniso (no cualquier toro en general) posee una virtud sagrada, es víctima de un despedazamiento o sparagmós de sentido místico y está destinado a la comunión de los fieles.

La lanza de Ceneo, el escudo de Dánao, los trípodes adivinatorios, aunque simples artefactos, merecían una reverencia religiosa, como el mismo cetro de los reyes.

¿Qué mucho? Ciertos nombres invocatorios de las letanías se incorporaron en otras tantas hipóstasis o figuras de la deidad y más o menos cobraron fisonomía propia. Así (en torno a Ártemis), Díctina, Ilitia o Britomartis. Esta singular transformación del epíteto en persona divina obedece a la emancipación del seudónimo (epiclesis). Hasta hubo un grito sagrado —“Peán”— que acabó por convertirse en dios, y un grito nupcial —“Himeneo”— que por poco logra igual jerarquía.

Este vasto cuerpo se deshace por las orillas en un conjunto de abstracciones. Algunas adquieren un ser mitológico algo borroso, y otras no pasan de símbolos poéticos. Aidoós (Honor), Átee (Funesta Ceguera), Déemos (Pueblo, casi Patria), Díkee (Camino Apropiado, que se confunde con Justicia), Eireénee (Paz), Eris (Discordia), Deimos y Phóbos (Terror y Fuga), Phthonos (Envidia), Homónoia (Concordia), Hypnos (Sueño), Kairós (Oportunidad), Keer (Espíritu Mortal), Kydoimós (Tumulto), Moira (Destino), Móomos (Deturpación), Némesis (Horror del Mal, deslizado a Venganza), Níkee (Victoria), Oizys (Desgracia), Thánabos (Muerte), Themis (Rectitud, Justicia), Tychee (Fortuna) pertenecen a esta familia de abstracciones, personalizadas —entre otros— por Homero, Hesíodo, los trágicos y Platón.

Nuestro paseo por la mitología sólo puede tomar en cuenta las leyendas y las personas más eminentes.

4. La religión griega se ha encaminado hacia su última configuración a través de las siguientes nociones, relacionadas íntimamente entre sí, no siempre ni necesariamente sucesivas, y envueltas por así decirlo en el mito:

a) La magia, que pretende influir directamente en las cosas y en los fenómenos mediante ciertos actos o mediante ciertas palabras y es, en algún modo, el antecedente remoto de la ciencia. Cuando aparece la idea de un intermediario, de un ser sobrehumano a quien hay que contentar o implorar para que nuestro deseo se realice, aparece la religión.

b) El animismo, el cual supone en las cosas que nos rodean algo como un espíritu y, por consecuencia, una voluntad.

c) El demonismo o primer esbozo de personalización asignada a las energías del mundo. El Demonio (daímoon) no debe aquí entenderse como un ser precisamente maléfico, según la concepción moderna, sino como una larva del Dios.

d) El antropomorfismo, que no sólo atribuye al ser sobrenatural una apariencia humana, sino, además, un carácter y unas condiciones espirituales semejantes a los del hombre, siquiera sublimes y agigantados.

e) El culto de los Difuntos, antepasados de la tribu a quienes se considera vivos en cierto modo, transportados a otra existencia superior e invisible, y capaces de ayudar a los suyos: arranque de la religión griega en cuanto adquiere perfiles propios.

f) El culto de los Héroes, entendidos como seres terrestres y, en principio, mortales; antepasados de jerarquía más general, especie de santos patronos de los pueblos.

g) El culto de los Dioses, último grado de la “universalización”, Los griegos llevaron esta “universalización” mucho más allá que todos los pueblos precedentes, y sus filósofos alcanzaron la noción del Dios único, trascendente y perfecto, indecisamente elaborada por las creencias generales. Tal concepción se anuncia desde las tragedias de Esquilo, es explícita en Platón y en Aristóteles; y ya en el siglo II de nuestra Era, Marco Aurelio habla de la fraternidad humana y de la “Ciudad de Zeus”, como los cristianos hablarán de la “Ciudad de Dios”. “Desde el punto de vista del nacionalismo —dijo Wilamowitz—, los griegos tuvieron la desventaja de reconocer demasiado pronto la universalidad de Dios.”

Entre los vivientes a una parte, y a otra las personas del culto, sin excluir a los inefables Demonios, pero sobre todo los Difuntos, los Héroes, los Dioses, se establece un cambio de servicios. Aquéllos necesitan de éstos y viceversa, lo que da lugar a ritos y a ofrendas.

5. La evolución que va desde la oscura magia hasta el luminoso sentimiento de la deidad se apoya en una evolución de signos visuales, o bien es expresada por ellos. En ellos se percibe la aportación de las figuraciones imaginativas o poéticas y de las figuraciones plásticas, escultura y pintura.

El “aniconismo” adoró las cosas naturales, anteriores a la mano del hombre: “dendrolatría” para los árboles, “petrolatría” para las piedras. Quedan vestigios de “zoolatría” y de adoración al meteoro en los orígenes lejanos, que ni siquiera pueden llamarse prehelénicos, mucho menos helénicos.

El fetichismo otorgó veneración mística a ciertos objetos y artefactos, reconociéndoles virtud propia. Aun se afirma que el trono vacío del dios fue adorado antes que su estatua.

El icono, tosca imagen artística, posible es que haya comenzado como objeto de idolatría, y poco a poco haya servido para exteriorizar simbólicamente las nociones divinas.

De las severas abstracciones esculturales del siglo VIII, la plástica progresa hacia la risueña belleza del sigo VI, y al fin, llega a la solemne majestad que admiramos en las obras del siglo V.1

La poesía ha colaborado. Fidias se inspira en versos de Homero para esculpir su Zeus de Olimpia, imagen que, según Quintiliano, trajo algo nuevo a la religión reconocida.

Los fáciles dioses del siglo IV, tan alejados de la vida terrestre, corresponden de pleno derecho a la nueva representación ideal.

Este proceso traza el camino que condujo a Grecia desde la confusa idea del primitivo —quien no adora al dios, sino que lo siente y lo “ejecuta” en sus actos mágicos— hasta la plena exteriorización y distancia reverencial entre lo humano y lo divino.

6. La religión y la mitología griegas fueron un día exclusivamente estudiadas en los textos literarios de la edad clásica, lo que se dejaba fuera toda la sustancia humilde y popular de las creencias y las fábulas.

Más tarde, la atención para las manifestaciones folklóricas —linden o no con las creencias— reinvindicó este acervo apenas literario o francamente no literario, tan importante para el entendimiento de una religión que no tuvo Iglesia definidora.

La arqueología y la antropología causaron de pronto un verdadero deslumbramiento, y se dejó sentir el interés preferente por los aspectos más atrasados y salvajes del rito, y por los vacilantes tanteos de que más tarde habían de surgir las verdaderas divinidades.

Sin desdeñar la “embriología helénica”, a la que tanto se debe, ya va siendo tiempo de volver a la verdadera fisonomía de Grecia, más discernible hoy merced a los nuevos descubrimientos y conquistas. Cuanto es común a todos los pueblos primitivos ayuda a entender lo que llegó a ser peculiar de Grecia. Pero el principal interés reside en esta peculiaridad inconfundible que se llama Grecia.

7. Por su carácter, los mitos pueden clasificarse en tres grupos: a) explicativos o “etiológicos”, b) conmemorativos, y c) mitos de mera diversión, relatos amenos.

a) Son mitos etiológicos los que interpretan los fenómenos naturales y el origen de las causas del mundo. Ejemplo: El rayo es el proyectil de Zeus. El terremoto es provocado por Posidón a golpes de tridente. Como el arco iris aparece siempre con la lluvia, Iris está casada con Céfiro, el viento oeste que acarrea las nubes de tempestad. La doble naturaleza del hombre, en la versión órfica (o su mezcla de bien y mal) se explica porque el hombre tiene algo de titán y algo de dios. Son asimismo etiológicas las historias sobre la creación del caballo por Posidón, y del olivo por Atenea; sobre el chillido de la golondrina y el lamento del ruiseñor (Tereo, Procne y Filomela); sobre la flor en que se transformó Jacinto, etc. Los mitos etiológicos también pretenden explicar a posteriori ciertas fórmulas rituales que se siguen repitiendo rutinariamente y cuyo sentido prehistórico se ha olvidado. Entonces, para justificar tales prácticas, se inventa una historieta, de que referiremos tres casos:

Las danzas religiosas y orgiásticas de los mancebos armados, rito agrícola y fertilizante de Creta, son interpretadas en la fábula griega como danzas de los Curetes para ocultar a Cronos los vagidos del Niño Zeus.

Perséfone o Kora, hija de Deméter, fue raptada por Hades, dios subterráneo, Hades simplemente entreabrió la tierra, y Kora vino a caer hasta sus dominios. De paso, la tierra se tragó también al porquerizo Eubuleo y a sus piaras. De aquí que el lechón quede asociado a las purificaciones de los Misterios consagrados a Deméter y a Kora y sea la víctima apropiada para sus sacrificios.

Otro caso. En general, el toro sacrificado a los dioses celestes se reparte de modo que los buenos bocados corresponden a los oficiantes, y a la divinidad sólo se ofrecen los desperdicios, los huesos, la grasa, previamente calcinados y convertidos en humo. Esta repartición procede de un fraude de Prometeo. Cuando sobrevino la disputa respecto a los honores que los humanos deberían rendir a los dioses, y la parte que a unos y a otros correspondería en el banquete de los sacrificios rituales, Prometeo fue designado árbitro, y dio a escoger entre dos reses al mismo Zeus, para que su voluntad se cumpliera. Pero, previamente, Prometeo había acumulado la carne y las porciones comestibles de ambas reses en una masa informe y repugnante a la vista; y en otra, había juntado los desperdicios, cuidadosamente envueltos en la piel de modo que presentaban una apariencia tentadora. Zeus, engañado, optó por los desperdicios, y la práctica quedó instituida.

Claro es que, en el fondo, tanto la repartición de la res en los sacrificios celestes como el empleo del lechón en los Misterios de las diosas terrestres obedecen a conveniencias materiales. Puesto que los dioses celestes no comen, sino sólo aspiran el humo, no vale la pena desperdiciar lo mejor del toro. Puesto que los Misterios de las diosas representan la zona más democrática de la religión griega, es aconsejable usar el lechón, más barato que el toro. Pero la interpretación religiosa no podía resignarse a estas crudezas de materialismo histórico, y se alegaron otras razones.

b) Son mitos conmemorativos los cuentos o sagas, ficticios o mezclados de residuos históricos, sobre episodios importantes, hazañas, guerras y héroes, que la tradición va aderezando y enriqueciendo con nuevos rasgos pintorescos de una en otra época a la vez que los va purgando de detalles prosaicos. Aquí acomoda la inmensa mayoría de las leyendas heroicas que más adelante conoceremos, muchas de las cuales han alcanzado una difusión popular que llega hasta nuestros días: la de Héracles y sus Doce Trabajos, las proezas de Perseo y de Teseo, Cadmo y la fundación de Tebas, Dánao refugiado en Argos y sus cincuenta hijas (condenadas —con excepción de la fiel esposa Hipermnestra— a llenar eternamente un tonel vacío, por haber matado a sus maridos la noche misma de las bodas); y en general, aquí acomoda la tradición de todos los personajes que figuran en las epopeyas homéricas.

Estas leyendas proceden en su mayoría de la época prehomérica. La prehistoria griega, que va desde los tiempos neolíticos hasta el siglo VIII, se divide en dos grandes períodos: la edad minoica o cretense (por referencia a Minos, el fabuloso rey de Creta) y la edad micénica (por referencia a Micenas, su foco principal). Si algunas divinidades griegas comienzan a esbozarse más o menos vagamente desde la edad minoica, los héroes legendarios corresponden sobre todo a la edad micénica, cualquiera sea la sazón de actualidades históricas y políticas que luego les presten las epopeyas.

c) Los mitos de mera amenidad no necesitan explicaciones. Aquí es donde la mitología desborda libremente hacia los terrenos del folklore. Estos mitos son incontables, y los que se enlazan con las metamorfosis de seres humanos en plantas, animales, etc., han sido popularizados por Ovidio. No se inspiran ya tales mitos en nociones del culto, y ni siquiera en tradiciones heroicas sobre el origen de pueblos y ciudades. Son el depósito de la fantasía étnica, son los verdaderos cuentos tradicionales. Sólo daremos unos cuantos ejemplos para destacar su carácter:

Alcesta aceptó morir a cambio de su marido Admeto; pero Héracles acertó a pasar por ahí a la hora crítica, y logró ahuyentar a la Muerte, salvando a la esposa sacrificada.

Dafne, ninfa hija de un río (Peneo o Ladón) era solicitada por un mortal, Leucipo, y a la vez por el dios Apolo. Leucipo pretendió seducirla disfrazándose de mujer, pero las demás ninfas lo descubrieron y le dieron muerte. Apolo persistió en su empeño, y Dafne, para escapar a sus asedios, se convirtió voluntariamente en laurel. De donde el laurel (motivo etiológico), quedará consagrado a Apolo.

Ya se ve que los tres tipos a), b) y c), el etiológico, el conmemorativo y el de simple diversión, pueden mezclarse en una sola leyenda, como sucede para la historia de Cadmo, que expondremos al tratar de los grandes ciclos heroicos. El mito etiológico es larva de la ciencia; el conmemorativo, tanteo inicial de la historia; el de simple diversión, arranque de la literatura imaginaria. Frazer prefería aplicar a estas distintas manifestaciones los nombres de “mito”, brote de la razón; “leyenda”, brote de la memoria; y “cuento” (folktale), brote de la imaginación. Otros insisten en que —como decía Sir Walter Raleigh— el criterio para distinguir estas tres manifestaciones es “la magia de la distancia”. Y de aquí llegan a la conclusión de que hay dos estratos mitológicos: el superior y menos lejano compuesto de dos elementos, mito y leyenda; y el inferior y más lejano compuesto de elementos ya indiscernibles y que es el cuento tradicional o folk-tale. Lo que aquí nos importa es percatarnos de que todos estos ingredientes suelen mezclarse tanto en lo que llamamos “mito” como en lo que llamamos “leyenda” o lo que llamamos “cuento”, aunque uno u otro aspecto puedan predominar. Todo es asunto de matices: 1) Héracles, campeón de los tebanos contra el minio Ergino, es héroe legendario; 2) Héracles, cuando combate contra el Aquelóo o rescata a Alcesta, es entidad mítica; y 3) Héracles cuando navega en la copa del Sol para buscar los Jardines de las Hespérides es un cuento de raíces ya tan lejanas que sus elementos parecen hechos de pura imaginación, “con la sustancia de nuestros sueños”.

7. bis. Si se atiende, no a la formación de los mitos, sino ya a su estado “canónico”, hay otra clasificación posible que puede ser orientadora (P. Grimal):

a) Mitos teogónicos o cosmogónicos, según el caso: relatos concernientes a la formación del mundo y al nacimiento de los dioses. Son los que más derecho tienen al nombre de “mitos”, y aunque muy vetustos, por primera vez aparecen organizados en la obra de Hesíodo, donde fácilmente se aprecia la mescolanza de elementos helénicos con elementos prehelénicos y orientales. La forma en que nos han llegado es ya una forma muy elaborada; atraviesan la era clásica y sirven de apoyo a los ritos de salvación y a los Misterios. Acontecen en una espacio mítico.

b) Ciclos divinos y heroicos: episodios varios, cuya unidad se reduce al personaje, dios o héroe. Carecen de sentido cósmico, no dejan señal en la evolución del mundo, podían o no haber acontecido, pues no toda leyenda referente a una divinidad alcanza trascendencia teológica. En estos ciclos descubrimos la mezcla de muchos temas folklóricos sin significación religiosa, y fácilmente percibimos que las historias se han venido ensartando como las cuentas de un rosario, hasta llegar a su estado actual. Acontecen en lugares determinados. Ejemplo: la saga de Héracles.

c) Novela o cuento: relatos del tipo de los anteriores, sin valor cósmico o simbólico, que también se refieren a lugares determinados, pero cuya unidad no depende de la unidad del personaje, sino de la unidad literaria del episodio o intriga. Esta novela legendaria se distingue de la que hoy entendemos por novela o invención de un poema en que fue tenida por histórica, o por relativamente histórica, a pesar de los adornos fantásticos con que el tiempo la ha ido abultando.

d) Relatos elementales sueltos, anécdotas etiológicas destinadas a explicar cualquier singularidad que ha podido impresionar la mente: anomalía de un ritual, aspecto de una roca. Tal la estatua de la mujer inclinada en un templo de Afrodita en Chipre —figura de alguna magia simpática de la fecundidad— para cuya interpretación se ha creado la fábula de Anaxerete, causante de la muerte de su enamorado, que, ante la desgracia de éste, no manifestó mayor sentimiento que el de la curiosidad por ver pasar su cadáver desde la ventana, instante en que la indignación de los dioses la transformó en imagen pétrea. Aquí acomodan también los cuentos sobre juegos etimológicos de la toponimia, nombres de los ríos —que cambian con las distintas poblaciones que cruzan—, dibujos de las constelaciones, cursos de los planetas, seres metamorfoseados en astros como los que recogía Eratóstenes de Cirene en sus Catasterismoi (siglo III a. C.), etcétera.

8. El mito griego posee alto valor filosófico, psicológico, poético y artístico, lo que le ha permitido sobrevivir a la religión y a la cultura en que fue cunado. Esta misma supervivencia parcial hace que los no prevenidos crean que la antigua religión se reduce a la mitología.

Pero si el mito, como objeto de fe, ha sufrido una desvalorización que permite llamar mito al embuste, sépase que esta desvalorización comenzó desde los días de Grecia y amanece tanto como las primeras manifestaciones del pensar helénico. Lo cual para nada rebajó, y antes es posible que lo acentuara, el carácter profundamente religioso de aquella cultura.

La evolución de los mitos griegos ha cruzado las siguientes fases:

Asuntos un día de firme creencia popular, los mitos son considerados ya con desvío por los primeros teóricos de Occidente, como Jenófanes o Heráclito.

La crónica, la genealogía y la historia, en sus ensayos incipientes, los reducen a prosa y procuran suplir con ellos la falta de documentos sobre el pasado, según es manifiesto en los fragmentos de Ferécides, Acusilao y Hecateo.

En la época clásica, del siglo V en adelante, los griegos van dando en llamar mito a todo relato maravilloso no fundado en pruebas racionales, y lo mítico acaba por confundirse con lo irreal. Los mitos que abundan en la poesía pasan a ser cosas de orden fantástico. Los retores y sofistas los interpretan como alegorías y símbolos. La especulación filosófica los destierra del campo de la verdad aceptada.

Cierto es que Platón, en el siglo IV, para mejor expresarse y dar cabida a lo que no cabe en la lógica, moviliza sus recursos poéticos y forja por su cuenta algunas ficciones: la Atlántida, el nacimiento de Eros engendrado por Penía y Poros, el Panfilio y sus testimonios sobre la inmortalidad del alma… Pero estos cuentos del filósofo, así como las explicaciones alegóricas de las últimas sectas místicas, no corresponden al estudio de la mitología ni tienen nada de común con los mitos tradicionales.

La tragedia, amén de espigarlos en otros campos, había heredado de la epopeya los antiguos mitos, y los proponía como representación de las pasiones heroicas en pugna con el destino. Eurípides, último de los grandes trágicos, los maneja ya con audacia, y aun los humaniza a un punto extremo. La comedia se les atreve en tono de burla y parodia.

La edad helenística o alejandrina, que arranca del siglo III, los reduce a temas de investigación erudita o a motivos académicos de poesía.

Así los recibe de Grecia la literatura romana, y se esfuerza por incorporar en ellos sus propias leyendas, mediante artificios literarios, como lo fue el hacer de la Eneida una continuación de la Ilíada: milagro, entre otros, de Nevio y de Virgilio.

El Cristianismo tolera más o menos los mitos en condición de ornamento estético, y si puede, los adopta y les concede un nuevo bautismo, pues abrevó tanto en Grecia como en Jerusalén: Orfeo, en los muros de las catacumbas, figura como el Príncipe de la Paz de que habla Isaías; San Jorge hereda algunos rasgos heroicos de Héracles y de Teseo; San Cosme y San Damián, de los Dióscuros y su virtud curativa; San Demetrio, yo no sé qué briznas de Deméter; San Dionisio, aunque sea el nombre de Dióniso; Elías, el carro ardiente de Helios; la Virgen misma, en el culto ateniense, será la Panagia Ateniotisa, y la Semana Santa hará pensar en ciertos aspectos de los Misterios. Esta transmisión, más o menos consciente, de símbolos y de motivos, lo mismo usaba el camino popular de las tradiciones que el vehículo de las letras. De aquí que los primeros Padres Cristianos discutieran sobre los peligros de continuar el cultivo de los autores clásicos, que eran todavía la base de la educación. San Clemente de Alejandría —y no se diga San Basilio, dos siglos después— cree posible usar las antiguas letras en beneficio de la Iglesia. Toda la controversia entre San Jerónimo y Rufino gira en torno a este tema. San Agustín, aunque profundo conocedor de los monumentos grecorromanos, y aunque descubrió su camino en las páginas de Cicerón, llegó a considerar peligrosa la lectura de las letras gentiles, etcétera.

El mito antiguo, sostenido como en flotación, mezclado y revuelto, entra en la Edad Media y le presta algunos atavíos legendarios: ora la fábula creada en torno a Alejandro, ora las falsas sagas troyanas de Dares Frigio y Dictys Cretense, que servirán de inspiraciones fecundas y, entre otras cosas, harán posible la obra de Benoît de Saint-More, de Chrétien de Troyes y sus consecuencias.

Más tarde, el mito estimula y entusiasma al Renacimiento, en función de arqueología poética. El Romanticismo, fascinado por el descubrimiento de la poesía anónima y popular, y en pugna con la seca Ilustración que lo ha precedido, vuelve sobre los enigmas del mito para rastrear en él los modos del pensar primitivo y desentrañarlos en lo posible.

A esta empresa, la etnología, la antropología y la arqueología contemporánea han acudido con nuevas luces. Estas ciencias, a su vez, han recibido de la mitología considerable impulso. Sin los mitos, ni Frazer hubiera realizado su obra monumental, ni Schliemann ni Evans hubieran desenterrado las culturas de Troya, Micenas y Cnoso. El conocimiento de la mitología clásica es hoy parte integrante de la cultura. Está fuera de la civilización occidental quien no entiende las alusiones mitológicas, gula de las letras antiguas y de las modernas.

9. No nos preguntemos hasta qué momento o hasta qué punto se ha creído al pie de la letra en los mitos, o los grados de la creencia que a cada uno pudo concederse. No hay elementos para esta determinación. Además, la curiosidad se sacia muchas veces con supuestos imaginarios, sobre todo cuando la comprobación resulta imposible.

La poesía se adueñó al instante del mito. Las Musas, según decía Homero, conocen a ciencia cierta, por lo mismo que son seres de naturaleza divina, las hazañas de los dioses y de los héroes, de que a los hombres sólo nos llegan “los dudosos ecos y el rumor”, gracias a los poetas.

Pues el primer género de la poesía fue la épica, y su incumbencia especial fue la evocación y el encomio de pasadas glorias, celestes y terrestres. Homero nos dice que Aquiles, en sus ocios del campamento, cantaba las acciones heroicas; y en varios lugares, nos presenta a Femio el itacense y al esquerio Demódoco —aedos o bardos ilustres— cantando para los príncipes amores de dioses y combates de héroes, y también nos habla de cierto micenio cuyo encargo —que ojalá lo hubiera logrado— era distraer de malos pensamientos a la reina Clitemnestra, con recitaciones y cantos semejantes, durante la prolongada ausencia de su regio esposo Agamemnón. Todo ello, sin duda, prefiguraciones de las grandes epopeyas homéricas.

A partir de esa hora, la poesía no abandonará más el mito. Pero la poesía es engañosa si se la toma como testimonio exclusivo de la religión y la mitología griegas, pues no sabemos dónde acaba la subjetividad del poeta y dónde comienza la creencia general y reconocida. En todo caso, como queda advertido, a la poesía se debe por mucho el que los mitos hayan alcanzado su plena riqueza espiritual, su final sentido ético y patético.

Es obvio que en nada padecen los altos aleccionamientos del mito y su trascendencia verdadera con saber que son meras cosas imaginadas. Por una parte, como documentos del alma poseen una vigencia perenne; por otra, son altas configuraciones de ideales eternos. Y todavía cabe reconocerles el imperio del engaño artístico, que al fin y a la postre, y para quien sabe disfrutarlo, resulta más cierto que la verdad. En aceptar esta “verdad sospechosa” de la imaginación hacía residir Protágoras la característica dignidad humana. Y Coleridge ha definido la poesía —falacia lógica— como “una suspensión voluntaria del descreimiento”.

El mito educó e inspiró siempre a los griegos. El propio Platón, a pesar de sus reservas contra los poetas en asunto de utilidad pública, aconsejaba los mitos para los primeros pasos en la enseñanza. En Grecia, el niño aprendía los mitos en los labios de la nodriza; el escolar los practicaba en el texto homérico; el ciudadano los volvía a encontrar en el teatro, vivificados y con nueva intención. La historia, o procuraba aprovecharlos y sanearlos, o los mantenía vivos en el acto mismo de la censura. La filosofía los tomó más de una vez como base, ya para explicarlos o rechazarlos. La oratoria los proponía como ejemplos. El ensayo utilizaba la fertilidad de sus motivos. La novela naciente se puso, en cierto modo, a su escuela.

10. La vasta aplicación del mito se explica por su universalidad misma. El espíritu de los griegos, como dice Jaeger, “incorporaba sus imágenes legendarias en modelos eternos, que manifiestan expresivamente los rasgos de la familia humana”, logrando así una feliz coincidencia de “lo típico y lo individual”, del ideal modelo platónico y de su reflejo terrestre. Jaeger hace desfilar a nuestros ojos una serie de figuras míticas, acompañándolas de su sentido moral, en hermosa página que no resistimos al deseo de recordar aquí libremente:

Esquilo vio en Prometeo al genio creador, movido de ardiente piedad para los hombres, estos desvalidos, y pronto a socorrer al débil aun arrostrando el enojo de los arrogantes Olímpicos. Antígona, en su ternura para el hermano muerto, a quien sus conciudadanos, tachándolo de traidor, niegan los ritos funerarios —indispensables a la salvación futura—, se sacrifica valientemente en aras de la ley divina, y se enfrenta sin vacilar a los poderosos de la tierra. Aquiles, personaje de grandeza heroica, es el noble por excelencia y, como tal, cuida sobre todo de su honor y cae en cóleras implacables contra el que pisotea sus códigos. A Edipo, mente penetrante y sutil, no hay enigma que se le resista, pero ciego para su propia suerte y para el desastre involutario que atrae sobre su ciudad. Belerofonte, caballero sin tacha ante los peligros y capaz de resistir a las seducciones femeninas, esconde en la sangre un hilillo de melancolía que lo va alejando de sus semejantes, y al fin se aniquila sin objeto y acaba sus días solitario, alucinado y doliente, como aquel a quien detestan los dioses.

Si los mitos clásicos han iluminado, a través de toda la historia, el pensamiento, las artes y las letras, son igualmente adecuados para todas las edades del hombre. Divierten al niño, entusiasman al joven, estimulan la reflexión del hombre maduro, alivian al viejo de las abstracciones que ya no le hacen mucha falta para pensar. “Conforme me voy quedando solo —escribía Aristóteles cierta vez—, más me enamoro de los mitos.” Y Horacio, como Goethe en sus conversaciones, aconseja a los poetas noveles no buscar su originalidad en invenciones violentas y caprichosas, sino en el manejo de estos magnos asuntos que han sido bañados secularmente con los jugos del alma.

II. ORIGEN DE LOS MITOS

11. Respecto al origen de los mitos se han propuesto varias teorías, desde los tiempos antiguos hasta los modernos.

a) La teoría alegórica es sin duda una de las que primero se ofrecieron. Unos se inclinan a ver en el mito un disfraz para esconder a ojos del vulgo verdades secretas y peligrosas, doctrina esotérica. Otros quieren ver en el mito una exposición elemental y atractiva de abstracciones difíciles, doctrina exotérica. Ya se insiste en las alegorías físicas —que caen más bien en el campo de la teoría naturalista considerada más adelante— ya en las alegorías morales, que son las que ahora consideraremos.

Se dijo que Atenea se opone a Ares como la prudencia a la locura, y Hermes a Latona como el espíritu alerta al espíritu negligente. Que la tela de Penélope es una imagen del razonamiento lógico, en que las premisas son la cadena, la conclusión es la trama, y las antorchas que alumbran el trabajo de la tejedora son las luces de la inteligencia. El banquete, en las bodas de Peleo y Tetis, quiso explicarse como la expresión de los poderes divinos, donde todos los dioses suman sus excelencias; la manzana de oro que arrojó entre ellos la Discordia (Eris), manzana dedicada “a la más hermosa”, es el Universo, solicitado por elementos contradictorios que se mantienen en pugna, y objeto de codicia para cada uno de ellos; el alma es Paris, árbitro en la disputa, a quien corresponde la percepción y valoración de las cosas y quien finalmente da su preferencia a la Belleza (Afrodita), etcétera.

Esta teoría se funda en la absurda suposición de que la mente poseía ya todo un sistema ético y filosófico “a la moderna” por los días en que se fraguaban oscuramente las concepciones míticas. “El mito —dice Rose— no pudo ser alegórico, porque nació cuando aún no había especies que someter a la alegoría.”

El error se explica por el respeto mismo a la tradición, que pretende atribuir a los antepasados remotos los ideales y aptitudes intelectuales del presente; por la afición alegórica manifiesta en los primeros documentos de la poesía griega, en Homero, en Hesíodo; y por la forma oracular que asumieron al instante las expresiones literarias de la religión. De aquí que la alegoría, popular en Grecia, aceptada fácilmente por los comentaristas judíos y cristianos, se haya aplicado asimismo a la lectura del Antiguo Testamento.

Por supuesto que, en mitos de aparición tardía —verdaderos cuentos folklóricos más que mitos, como el muy conocido de “Cupido y Psique”—, la intención alegórica es innegable; pero aquí estamos ya muy lejos de los orígenes.

b) La teoría simbólica, que gozó de cierta fortuna durante la Edad Media y fue resucitada a fines del siglo XVIII, pretende que los pueblos antiguos, durante sus primeros pasos, llegaron a ciertas vagas ideas fundamentales sobre el monoteísmo, ideas iguales para todos ellos, y que sus sacerdotes las formularon en símbolos. Un día se olvidó el sentido de los símbolos, y éstos siguieron viviendo por sí como mera mitología.

Esta teoría adolece de igual error que la teoría alegórica: el atribuir a los primitivos una verdadera metafísica ajustada a principios muy posteriores. Para sostenerla, Creuzer tejió una maraña tan ingeniosa como falsa en torno al fabuloso Talos, pretendida divinidad solar de los cretenses. Claro es que, en el fondo, toda creación imaginativa despide un aroma de símbolo involuntario. Pero de aquí a la simbolización sistemática media un abismo.

La difusión que pudo alcanzar la teoría simbólica se debe a la atracción que ejercen las “doctrinas secretas” sobre ciertas mentes pueriles, supersticiosas y educadas a medias. Todavía hay quien busque cábalas en los números de la lotería o corrompa la ortografía de su nombre con miras a algún éxito mágico.

c) La teoría racionalista ha sido una tentación temprana. Para ciertos espíritus, los hechos de la experiencia son de tal modo obvios, que no entienden cómo la gente sencilla haya creído nunca que los hombres puedan ser híbridos de animales o puedan cambiarse en piedras y en árboles, si no es mediante un fraude consciente o siquiera una equivocación de los datos.

Heródoto, que acepta sin reparo la leyenda del Ave Fénix o las hormigas gigantescas que amontonan oro en la India, es ya racionalista cuando interpreta la leyenda de los egipcios sobre las palomas negras que fundaron respectivamente los oráculos de Amón y Dodona. Las palomas —dice— no son más que dos fenicias raptadas y vendidas luego en tierra extranjera. No hay aves que hablen. Como esas esclavas ignoran la lengua del país a que se las ha traído, su habla extraña se compara al trino de los pájaros, y si se afirma que eran negras, ello se debe al origen egipcio de la leyenda.

La antigüedad conoció una obra de que nos ha quedado acaso un epítome y que es clara muestra de este método interpretativo: Los relatos increíbles de Palefato. Allí se explica de esta suerte la fábula de los Centauros: En tiempos de Ixión, rey de Tesalia, la tierra estaba materialmente plagada de animales vacunos. Como lo dirá Moro en Inglaterra, los ganados se comían a los hombres, la ganadería perjudicaba a la agricultura. Ixión contrató a unos arqueros de la ciudad de Nefele para que, recorriendo el campo a caballo, redujeran la población vacuna. Ya se entiende que la exportación era entonces cosa imposible, y aun en nuestros días vemos quemar el café en San Paulo para sostener los precios. Pues bien: de aquí surgió la fábula de que Ixión engendró en Nefele, que casualmente significa “la Nube”, una raza híbrida de Centauros, entre hombres y caballos; pues “Centauro” quiere decir algo como “garrocheador de toros”.

Es evidente que, en la tradición secular, muchas crónicas pueden convertirse en leyendas —lo que Chesterton, por de contado, considera como un progreso—; pero sólo al cabo de siglos y en casos singulares. Los acontecimientos palpables e inmediatos nunca fueron mitificados así por la gente contemporánea. Por supuesto, los hechos que la inteligencia no abarca se explican con cualquier patraña, no las cosas comunes. Se ha dicho por eso que las extremas explicaciones racionalistas son lo más irracional que existe.

d) La teoría evhemerista o histórica tiene relación con la anterior. Le legó su nombre Evhemero, escritor de la época alejandrina, ya una época vacilante. Según Evhemero, los mitos divinos son solamente la deificación a posteriori de hombres que realmente existieron, que fueron príncipes y benefactores y a quienes se adora en la memoria del pueblo. El caprichoso viajero alejandrino pretende haber descubierto las tumbas y las inscripciones recordatorias de los sucesivos amos del cielo —Urano, Cronos, Zeus— en una imaginaria isla de Panquea o Pancaya perdida en el Océano Índico.

El evhemerismo existía en estado difuso antes de Evhemero. Ya Hacateo de Abdera, en sus Egipcíacas, ve a los dioses como unos bienhechores divinizados; Diodoro Sículo entiende a Héracles como un civilizador histórico, y ajusta la tradición de Dióniso a la persona de Alejandro; y Polibio y Estrabón, entre otros, siguiendo la sugestión de Aristóteles, creen que los mitos se compusieron de caso pensado para reforzar la obra de los legisladores.

Pero Evhemero impuso su sello definitivo a esta teoría, en esa su novela geográfica que pára en utopía política, género característico de los escritores alejandrinos, y la traducción de Enio acabó de popularizarla entre los apologistas cristianos.

Según Evhemero, Zeus, un rey cretense, escribió la historia de Urano y la de Cronos, el monarca a quien derrocó; Hermes escribió la historia de Ártemis y de Apolo; Atenea fue una reina guerrera; Afrodita, una cortesana deificada por el amor de cierto príncipe chipriota; Deméter, una princesa siciliana cuya hija fue raptada por el rico terrateniente Plutón, y así las demás figuras míticas. Esta reducción histórica de las fábulas correspondía a los anhelos de los próceres y gobernantes alejandrinos, que querían verse divinizados. Evhemero tuvo muchos imitadores.

La teoría, como hipótesis general, está desechada. Sin duda hay mitos heroicos que admiten la investigación de sesgo evhemerista; difícilmente puede ello convenir a los mitos de las verdaderas deidades. Sin embargo, la frontera entre héroes y dioses no puede trazarse con nitidez, ni tampoco puede aquilatarse fácilmente ese mínimo de realidad acarreado en la ráfaga de la fantasía. El evhemerismo puede admitirse, pero, a lo sumo, como un recurso de aplicación excepcional.

e) La teoría naturalista pretende ver en todos los mitos divinos otros tantos fenómenos de la naturaleza, idealizados por la inclinación a la prosopopeya propia de los pueblos primitivos. A propósito de las alegorías, hemos mencionado ya este tipo de alegorías físicas. Según los antiguos “naturalistas del mito”, Apolo y Posidón se oponen como el agua y el fuego; Hera y Ártemis, más o menos, como la atmósfera terrestre y la Luna; las flechas del Arquero Apolo no son otra cosa que los rayos del Sol; Zeus es el cielo y los principales meteoros celestes; Hera, por subterfugio etimológico, el aire; Afrodita, el principio de la humedad, base de fecundidad y de vida. En los últimos tiempos, se exagera el afán de ver en todos los Dioses distintas manifestaciones del Sol. Es ésta una característica de los estoicos, aunque no exclusiva de ellos.

La vieja teoría (iniciada por Metrodoro de Lámpsaco en el siglo V, adoptada luego por los estoicos, y más tarde, al auge de las influencias orientales, por Macrobio, que se anticipó a Max Müller en ver al Dios Sol por todas partes), está representada en los tiempos modernos por Sir G. W. Cox, cuya obra mereció el honor de ser traducida por Stéphane Mallarmé, quien decía en su prefacio: “Libertar a las deidades de su apariencia personal y devolverlas, como volatilizadas por una química de la inteligencia, a su primitivo estado de fenómenos naturales, puestas de sol, auroras, etc., he aquí el objeto de la mitología moderna” (Les Dieux Antigues, 1880, p. IX).

Esta teoría incurre en los mismos deslices que la teoría alegórica y, como ella, es admisible en algunos casos (Helios: Sol; Eos: Aurora; Iris: Arcoiris, etc.); y también puede aceptársela como especulación imaginativa sobre fuerzas naturales “desconocidas” (rayos de Zeus, terremotos de Posidón, ríos-toros, por el rumor que hacen, etc.). Pero estas especulaciones no tenían por qué coagular en objetos de adoración; y en efecto, el Sol, la Luna, el Terremoto, el Trueno, el Rayo, o no conocieron culto alguno, o sólo conocieron cultos escasos y extraordinarios. Es mucho más cierto decir que la mentalidad primitiva mitificaba y adoraba a la persona de quien se supone que dependen tales fuerzas, y no a las fuerzas naturales en sí. El tema es por demás complejo, y su discusión no afecta directamente a la discusión de los mitos.

f) La que algunos llaman teoría teológica es una bien intencionada falsificación que empieza con los judíos alejandrinos y considera los mitos paganos como meras corrupciones de los relatos bíblicos: Deucalión es Noé; Arión y su delfín, Jonás y su consabida ballena; Héracles es una imagen refleja de Sansón. Esta teoría, que Gladstone mantenía aún por 1890, da por sentado que la Biblia es anterior a las elaboraciones de los mitos paganos, lo que ni siquiera necesita ya refutarse.

g) La teoría filológica, relacionada con la naturalista, se autoriza con el nombre de Max Müller. Según él, la mente del primitivo contempla con reverencia y temor los misterios que nos rodean, y los diviniza. Quiere darles nombre. Su lenguaje no basta para expresar cosas inefables, y emplea metáforas y equívocos. Para decir “Dios”, se ve en trance de decir “el Cielo”, y acaba por pensar que el cielo físico es el dios o es la morada de los dioses.

Max Müller reforzó su teoría mediante el estudio de las raíces sánscritas en los Vedas y demás documentos arios de venerable antigüedad, sin tomar en cuenta que los Vedas son ya fruto de una transformación literaria como la obra de Homero lo es en Grecia. Creyó recoger la semilla misma del lenguaje. Comparó tales documentos con la mitología de otros pueblos (sin conocer a fondo la griega), y concluyó que la mitología es “una enfermedad del lenguaje”, una metáfora sustituida al objeto: Atenea, brotada de la frente de Zeus, es Ahana (Aurora. Y de aquí que Ruskin, en La Reina del Aire, juegue con la idea de la deidad que nos despierta por la mañana y, en consecuencia, nos aviva el espíritu para la sabiduría, y recomiende aerear las alcobas para que penetre Atenea). El nacimiento de esta Atenea meteórica es favorecido por el Sol que amanece (Hefesto); y Atenea es Virgen por ser luz pura; Dorada, por su color, Campeona o Prómacos, porque combate con la sombra, y así sucesivamente. Como la Aurora es seguida por el Sol (ahora, Apolo) y muere con su aparición, esto se metaforiza diciendo que un dios ha perseguido a una ninfa.

Lo cierto es que la fertilidad de cada fábula sería inexplicable si sólo tradujera estos fenómenos fijos y diariamente reiterados. Las metáforas del clima y del tiempo no bastan para poblar la inmensa selva mitológica. Las tradiciones no demuestran que los salvajes hayan concedido una atención preeminente a tales procesos regulares. La literatura indostánica, aunque vetusta, no es primitiva en el sentido que se pretende, y sus mitos solares se estiman hoy como relativamente tardíos. Los filólogos no están de acuerdo en las etimologías. Si “Atenea” es, para unos, el espíritu de la aurora, para otros es más bien el aire de las regiones superiores, o una flor, o hasta una punta de lanza. La teoría filológica, además, obliga a cambiar la persona mítica de una manera caprichosa, como hemos visto que acontece con el Sol-Hefesto y el Sol-Apolo. Por otra parte, los pueblos han contaminado entre sí sus mitos, y los vecinos pueden proceder de distinto origen. El pretendido fondo ario común parece ser muy limitado. Cuando se demostrara que Max Müller acertó siempre respecto a la India, todavía resultaría imposible dar el salto de la India a Grecia. Finalmente, la teoría atribuye al metafísico de las cavernas una mentalidad que hoy la ciencia no le reconoce.

h) Si tuviéramos que escoger, preferiríamos escoger libremente entre todas las teorías, según el caso. Todas contienen alguna verdad, y todas son susceptibles de tal o cual aplicación lícita. Pero los modernos métodos no se contentan con un eclecticismo desordenado y proceden con singular cautela. La teoría vigente, que algunos llaman antropológica, prefiere abandonar el rigor sobre el origen único de los mitos; y para sortear el peligro de las otras teorías, que consiste en tomar la fábula en su último estado y en pretender traducirla de acuerdo con la mentalidad moderna, adopta las siguientes reservas:

1º Conviene acercarse cuanto sea dable hasta la primera forma del mito y, en lo posible, fijar su época. No es tarea fácil. No basta percatarse de que la fábula, en la versión de Sófocles, difiere de la versión de Plutarco. Si Sófocles es muy anterior a Plutarco, resulta que inventaba cosas por su cuenta, y resulta, en cambio, que Plutarco solía abrevar en fuentes hoy perdidas (Loebeck).

2º Importa establecer con la mayor aproximación la zona demográfica de la fábula, pues Grecia fue un pueblo muy mezclado. El origen de un mito puede ser prehelénico, aqueo, dorio, jonio, o tal vez nos encontremos ante una importación asiática o tracia (K. O. Müller).

3º La fábula en cuestión ¿es un mito etiológico, conmemorativo o meramente folklórico? (Jakob y Wilhelm Grimm, etcétera).

4º Una vez fijados aproximadamente el perímetro y la especie del mito, procede compararlo con los mitos semejantes que perduran entre los salvajes de nuestros días y entre las poblaciones más rudas y atrasadas; pero tomando muy en cuenta que estas analogías han sido el derrumbadero del método comparado (Mannhardt, Lang).

5º Todavía nos falta ponernos, sonambúlicamente y hasta donde cabe lograrlo, en el ánimo del primitivo. Tal es el punto más escabroso, aunque ineludible, pues la conciencia humana sólo se investiga plenamente a través de la conciencia humana.

6º Llegados aquí, hay que desandar el camino y examinar las evoluciones de la fábula, hasta alcanzar su última cristalización literaria. Y esto, no sólo para establecer la secuela de las sucesivas mudanzas, sino también porque unas etapas dan luz sobre otras y les sirven de comprobación y contraste en uno o en otro sentido.

Los griegos fueron salvajes un día, y asimismo los pueblos que se mezclaron para formar el pueblo griego. Los mitos conservan resabios de fealdad primitiva; pero, en general, la mente helénica supo purificarlos y hermosearlos a través del arte y la literatura. Lo más propio es presentar aquí los mitos algo purgados ya de la ganga de sus orígenes, sin por eso privarnos de algunas alusiones a lo que pudiéramos llamar la prehistoria mítica, cuando ello ofrezca un interés especial.

III. HETEROGENEIDAD DE LOS MITOS

12. Así como Grecia no llegó a la unidad política sino bajo el puño extranjero y cuando dejó de ser Grecia, tampoco logró nunca la homogeneidad religiosa. Así como vivió repartida en cientos de Estados-Ciudades empeñados en constantes luchas unos con otros, aunque reconocía aquel parentesco espectral que la llevó a dividir el mundo en griegos y bárbaros, así sus creencias y sus ritos son un verdadero mosaico.

Desde luego, nunca le fue dable resolver una dualidad profunda: A una parte, encontramos aquel vetusto misticismo de sus ritos agrarios, encaminados a provocar y a saludar el retorno cíclico de la primavera, el éxtasis que ofrece la unión trascendente con el Dios, los Misterios de Deméter y Kora —sectas de iniciados con embriones de misa—, el orfismo, el pitagorismo religioso, el frenesí y la orgía de Dióniso.

A otra parte, el radioso orden olímpico, cuyas divinidades, estatuarias y lejanas, aparecen como una corte aristocrática en torno a Zeus. El misticismo anteolímpico o extraolímpico, a pesar de ciertas repugnantes crudezas, contiene elementos espirituales, más propios a nuestro sentir de la verdadera religión que la eusébeia o piedad olímpica.

Pero, además de esta dualidad —por efecto de la mescolanza étnica entre los antiguos egeos y los indoeuropeos danubianos (aqueos y dorios), por los contactos con los pueblos asiáticos de su campo histórico, por obra del politeísmo, por la ausencia de Iglesia reguladora y dogmas definidos, por la falta de un sacerdocio especializado y jerarquizado bajo una autoridad única como hoy lo entendemos—, la heterogeneidad religiosa dio como resultado el que muchos mitos sean entendidos de muchos modos, y el que se confundan, en los cultos, nociones y prácticas de distintas épocas y procedencias, aunque ellas sean divergentes y hasta contradictorias.

Aun la política, que usaba de los mitos como documentos jurídicos y diplomáticos para las alianzas y las pretensiones de los pueblos y de los príncipes, contribuyó en parte a alterar de propósito algunas leyendas. Pues las leyendas suplían el conocimiento de un pasado que los griegos ignoraban en mucho y que apenas en nuestros días hemos comenzado a conocer.

Así vemos que la conquista doria del Peloponeso (Morea) vino a llamarse “el Regreso de los Heraclidas”, de los descendientes de Héracles que volvían por lo suyo; o vemos que el extraño mito de Ion se esgrimió en favor de las ambiciones atenienses sobre la hegemonía griega y para reforzar los lazos de familia entre Atenas y Jonia; o vemos que los recalcitrantes Butades, una familia noble, se daban por descendientes de Erictonio-Erecteo, el héroe ático brotado del suelo como los árboles, o por descendientes de Posidón, el dios marítimo.

Grecia no recibió una religión revelada. Su religión es producto de un acarreo popular e inconsciente. Y aunque el griego era más puntual que los feligreses modernos en el cumplimiento de sus numerosísimas observancias públicas y privadas, y aunque muchos actos que hoy nos parecen indiferentes o profanos eran para él actos religiosos, la gran libertad de las creencias no pudo menos de fomentar la anarquía de las nociones y de los mitos.

Si tal anarquía desazona a los estudiosos de Grecia, no dejó de ser favorable, en algún sentido, para la cultura. Tamaña flexibilidad, no menos que la insolencia con que este pueblo juvenil se enfrentó a las solemnidades asiáticas, y la discolería irreducible de los Estados griegos, determinaron a la larga el apogeo de la filosofía, las ciencias, la poesía y las artes, en términos que todavía nos admiran, nos orientan y nos estimulan. El espectáculo de la efervescencia helénica, en contraste con el relativo adormecimiento del Oriente Clásico, puede compararse al de las repúblicas italianas en la era renacentista.

13. No faltaron esfuerzos unificadores en el orden político ni en el religioso. Atenas, Esparta y Tebas lucharon en vano por imponer un gobierno general a los griegos. Pericles, algo tardíamente, quiso concertar el culto olímpico y apolíneo de Delfos con los Misterios de Eleusis, el antiguo misticismo autóctono.

Hubo, asimismo, instituciones permanentes que obraron en igual sentido. Ciertas congregaciones religiosas que cuidaban de determinados cultos, las Anfictionías, fracasaron entre las ambiciones políticas y las intrigas extranjeras. Los sagrarios más eminentes ejercían acción atractiva en torno a ciertas divinidades, pero su acción no fue muy lejos. Cada localidad griega poseía sus mitos y ritos peculiares, algunos los compartía con la región, y en otros se incorporaba a la vasta comunidad helénica. Si todas reconocían a Zeus —y sin duda cada una con ciertas variantes de su tradición propia, pues no había en esto quien definiera ni obligara—, ya nadie sabía, fuera de Epidauro, Egina o Trezena, quiénes podían ser Damia o Auxesia, oscuras potencias de la fertilidad que acá se celebraban mediante un ritual licencioso, y más allá, a pedradas, en memoria de la lapidación de ciertas vírgenes cretenses con quienes se pretendía identificarlas. Y si la atracción de los sagrarios no llegó al final de su empresa, dígase otro tanto de los Grandes Oráculos, aunque ciertamente ellos hayan cooperado de manera palpable para establecer algunas bases del “legalismo” ético-religioso. Por su parte, las Panegirias o magnos festivales periódicos, imponentes ceremonias sacras acompañadas de concursos atléticos, representaciones teatrales, lecturas públicas y hasta ferias, unían por un instante a los griegos en un sentimiento de hermandad nacional, al punto que se dictaban treguas sagradas para suspender provisionalmente las guerras. Pero a la mañana siguiente todo se había olvidado y se reanudaban las hostilidades.

En resumen, ni los intentos de hegemonía, ni los empeños de los estadistas, ni las Anfictionías, ni los Sagrarios Máximos, ni los Grandes Oráculos, ni las Panegirias consiguieron la unificación política o religiosa de Grecia.

14. La heterogeneidad de los mitos se percibe, ante todo, en el hecho de que cada autor griego cuente de otro modo la misma fábula, sin que haya medio de conciliar las variantes. Unos procuran relacionarlas toscamente en un sistema genealógico donde, como en el poeta Hesíodo, se notan mucho las costuras. Otros, como Apolonio de Rodas para contar la leyenda de los Argonautas, escogen cuanto les conviene y olvidan cuanto les estorba. Los mitólogos, a su turno, se pierden en la intrincada madeja. Pierre Bayle llegó a decir que, si fuesen ciertas todas las leyendas sobre la Helena de Troya, habría sesenta Helenas distintas, si es que no un centenar.

Nueva manifestación de la heterogeneidad nos ofrecen los epítetos o apellidos de las deidades, aun dejando aparte los que no poseen sentido canónico, sino puramente poético. Estos epítetos se refieren a la ascendencia del ser mítico, a su parentela, a su cuna, a los centros principales de su mostración o su culto, o a sus atributos, funciones y virtudes características. No siempre son compatibles unos con otros, y desde luego, distan mucho de la precisión y fijeza que les atribuyen los manuales.

Por ejemplo, Zeus es Cronión o Crónida porque es hijo del “artero Cronos”. Generalmente se habla de él como un dios venido del Norte, que dejó la huella de su paso en Dodona. Tal es el dios de los pelasgos a quien cierta vez Aquiles invoca en la Ilíada. Pero si se dice “Zeus Dieteo”, el adjetivo se refiere ya al niño Zeus criado en el monte Dictis (Creta); si “Zeus Ideo”, al que se venera en el monte Ida (sea el de Creta o bien el de Troya); si “Zeus Olimpio”, al que tiene su sagrario en Olimpia. El “Zeus Tonante” es amo del rayo; el “Zeus Georgós”, es el de los pastores; el “Zeus Horkios”, el de los juramentos; el “Zeus Ktesios”, el del hogar y la despensa; el “Zeus Trofonio” (de Lebadea) es un Zeus que ha absorbido en sí la personalidad del Trofonio, un diosecillo local, así como el “Jacintio Apolo” anexa a Apolo la personalidad de Jacinto. Apolo es Hiperbóreo cuando se le atribuye un origen septentrional (aunque todavía se discute el sentido de la palabra “hiperbóreo”); pero es “Delio” porque nació en Delos, y “Licio” porque nació en Licia según otras versiones. Afrodita, en Homero, es hija de Zeus; pero en Hesíodo, es tía de Zeus e hija de Urano. Hefesto es el dios del fuego, y Ares lo es de la guerra; pero Zeus suele ser “Hefestío”, como para apropiarse los atributos de Hefesto, y Atenea, “Areía”, guerrera y señora del botín. Afrodita es diosa de los amores, y por más señas, en la Ilíada, Diomedes la expulsa de la refriega como cosa que no le incumbe; pero hay sitios en que se la representa armada, en Chipre hasta lleva barbas viriles, y por algo se habló tanto de sus amores subrepticios con Ares.

No multiplicaremos más los ejemplos, que se encuentran a cada paso. Con todo, debemos penetrarnos de que, bajo todas estas refracciones, se deja ver el mismo ente —Zeus, Apolo, Atenea, Afrodita, Hefesto, Ares, etc.—, al modo como el Jesús del Gran Poder y el Cachorro, de Sevilla, representan al mismo Dios único, y la Guadalupe en México, la Señora de Copacabana en el Perú, la Dolorosa o la Concepción en todas partes, son la misma Virgen María.

Y si esto acontece para con los dioses máximos —que parecen llevar en sus apellidos la huella de su prehistoria secreta— ¿qué no pasará con los diosecillos locales, con los héroes, y con todo el proletariado mitológico que ni siquiera recibió el baño higiénico del culto?

Se dice de un dios o de un héroe que nació en tal parte, fue hijo de tales progenitores, se educó en determinado país, realizó estas y las otras hazañas, usaba preferentemente de ciertas armas, se lo reconocía por su indumentaria predilecta o los animales que solían acompañarlo, contrajo nupcias con aquella diosa o heroína, tuvo uno o varios hijos. Y la verdad es que los distintos mitólogos, así como los testimonios del arte y de la poesía, no hacen más que contradecirse al respecto.

15. Arborescencia y, a veces, discontinuidad; ni relación necesaria, ni menos evolución lineal: tal es el cuadro de los mitos. Pero si a nosotros los mitos nos provocan tentaciones de alegoría y de símbolo, y el consiguiente anhelo de darles coherencia, por artificial que ella resulte, iguales provocaciones padecían los hombres de ayer. Acaso este afán por organizar el relato o por adaptarlo a un sentido oculto sea una fuente de variantes. Otras razones que explican la proliferación de variantes, dada la libertad de manejar las historias sin autoridad dogmática que lo impidiese, habría que buscarlas en la comodidad mnemónica, la economía estética, el anhelo de vincular el cuento al propio terruño o de referirlo a la genealogía de algún poderoso, la conveniencia de explicar conforme a una leyenda los ritos ya incomprensibles y vetustos, etc. Ante la inmensa masa documental, lo que importa es no confundir el dato desnudo con nuestra interpretación subjetiva —de que no por eso vamos a privarnos, una vez que la confesamos como elaboración propia—, ni atribuir a aquel tembloroso enjambre de nociones y de episodios la estabilidad que nos vemos obligados a prestarle siquiera para poder describirlo, siquiera para que “se deje retratar”.

Armados con estas reservas, nos atreveremos a proponer un posible significado para algún rasgo de la fábula, o alguna posible relación entre los rasgos de dos o tres fábulas diferentes. No siempre podremos saber si este sentido o esta relación coincidirán con los que, expresa o tácitamente, se presentaban en la conciencia de un griego. Es de sospechar que, tal o cual vez, se da el ajuste. Pero ya estamos prevenidos contra las decepciones. Pues, en materia de estudios míticos, no es una vergüenza equivocarse, y todo hecho mítico es inabarcable por su misma naturaleza.

16. Concluimos, pues, que el solo hecho de contar un mito, sea excelso o humilde, supone una obra de creación. Hay que seleccionar, hay que componer, pues a ello obliga la economía del relato. Hay que proceder como el artista griego que, para su imagen de Afrodita, escogió los rasgos más hermosos entre varios modelos. Válganos la declaración de Pausanias, un turista religioso de Grecia, que allá en el siglo II de la era cristiana hacinó una montaña de documentos y resumió su experiencia en estas palabras: “Los griegos nunca se han puesto de acuerdo sobre un mito”.

No es fácil contar los sueños de los griegos, gente cuya fantasía se ahoga en su misma exuberancia. Si en nuestro ensayo hemos conseguido un poco de amenidad y de orden —pues la letra con sonrisa entra— tal vez seamos leídos. No aspiramos a mejor palma.2

México, diciembre de 1950.