IV. DEIDADES MENORES Y FORASTERAS

Dáctilos del Ida. Telquines. Hestia. Pan (Dafnis y Narciso). Cibeles y Atis. Curetes. Coribantes. Cabiros. Ninfas de diversas denominaciones. Musas y Piérides. Sirenas. Príapo. Morfeo. ¿Demógorgon? Isis.

1. Hefesto acaba de dejarnos con la atención fija en el fuego y en las artes de la metalurgia. Comencemos, pues, el examen de las divinidades menores por ciertas figuras que se refieren a lo uno y a lo otro. Tales son, en cuanto al fuego industrial, los Dáctilos y los Telquines, y en cuanto al fuego de los hogares, la diosa Hestia.

2. Los Dáctilos, por antonomasia, son los Dáctilos (los “Dedos”) del Ida. Les afecta el consabido equívoco geográfico: ya se los sitúa en el monte Ida de Creta, ya en el monte Ida de Frigia, de donde pasaron a Europa con el rey Migdón, aquél a quien Uríamo ayudó en la guerra contra las Amazonas. Áptera (Berecinto) les concedió honores excepcionales por haber descubierto la mezcla del hierro y del cobre.

Parece que les dio el ser la Diosa Madre, Rea, en Creta o Cibeles en Frigia, a quien aquí se llama Adrastea (como la ninfa guardiana de Zeus), o bien se la disimula como la ninfa Anquiale. Pero la etiología de la fábula, jugando con el nombre mismo de “Dáctilos”, quiere que la Madre, tendida en su cueva y en trance de alumbramiento (que sería, en el caso de Rea, el alumbramiento de Zeus), haya clavado los dedos en el suelo o, tras de arañar el suelo con los dedos, haya lanzado al aire montones de polvo, de donde brotaron estos singulares engendros que la auxiliaron en su angustia.

Innominados en un principio, como suelen serlo estos demonios que andan en grupo, después reciben algunos nombres alusivos a sus funciones. Así, los tres Dáctilos Ideos que rodean y asisten a la Madre Adrastea se llaman Kelmis (¿“Cuchillo”?), Damnameneo (¿“Martillo”?) y Akmón (“Yunque”). En otros relatos, se nombra además a Peoneo, Epimedes y Yasio, términos del arte curativo, y a Idas, que es mera toponimia: y se da por su jefe a Héracles, el cual no debe confundirse con el celebérrimo hijo de Zeus y Alcmena. A este Héracles Dáctilo se atribuye la institución de los juegos y la corona de olivo silvestre que dieron celebridad a Olimpia, los Juegos Olímpicos. Estos juegos surgieron de la competencia entre cuatro corredores Dáctilos a una parte, y cuatro a otra. La elección del olivo silvestre se debe a la abundancia de este árbol en la región, cuyas ramas servían de lecho a los Dáctilos. Diodoro explica que los amuletos encantatorios de Héracles —uso femenino—, aunque se los tenga por pertenecientes al gran Héracles, en verdad son supersticiones referentes al Dáctilo.

A Kelmis —Cuchillo— tocó la peor parte: el ser torturado entre sus hermanos el Martillo y el Yunque; pues, aunque buen camarada del Zeus Niño, faltó al respeto a su madre y, en castigo, se lo transformó en acero, que así acontece al cuchillo de hierro en el trabajo de fragua si ha de llegar a ser un verdadero buen cuchillo. (Esta conjuración de varios hermanos contra otro anda también como tema de los llamados Coribantes y en numerosos motivos del folklore.)

En cuanto a Titias y a Kyllenos, otros dos Dáctilos que figuran como “conductores de las Moiras” y que comparten el trono del monte Ideo con su madre, sus nombres más bien parecen aludir al carácter fálico y al aspecto que se les asigna.

El número mismo de los hermanos varía constantemente, sin que se borre nunca cierta tendencia a dividirlos en dos bandos, correspondientes a los dedos de una y otra mano, y a suponer en cada bando contrapuestas virtudes, ya el maleficio o ya el conjuro. Ora son dos, ora tres, número que asume singular importancia; o bien seis, ayudados por cinco hermanos suplementarios. En ocasiones, su número asciende a dieciséis, y aun a treinta y dos más otros veinte. Por último, llegan al centenar. Aquéllos son magos; éstos, herreros; todos curanderos, ensalmadores, músicos en la tradición de Quirón.

Se los confunde a cada paso con los Cabiros, Coribantes, Curetes y Telquines, en esas tropas del entusiasmo báquico que danzan agitando tumultuosamente las armas y haciendo estrépito con címbalos, tímpanos, flautas y alaridos. Los Curetes o “muchachos” suelen pasar por hijos suyos, herederos de su pericia en las armas metálicas y expertos en tirar el arco y en la domesticación de animales.

Ya se figura a los Dáctilos como gigantes, ya como enanos; y Pausanias afirma haber visto en Megalópolis, junto a la estatua de Deméter, la efigie enana del Héracles Dáctilo, que apenas mediría un codo.

Si queremos una idea de lo que eran los Dáctilos en acción, tenemos que remitirnos al fragmento de Los Curetes, drama de Eurípides mencionado en las páginas de Porfirio (De abstinentia, IV, 19). En el palacio de Minos, acaba de nacer el monstruoso Minotauro. Minos desea purificar el palacio y averiguar el sentido de aquel portento. (De paso: la escena recuerda otro fragmento de Eurípides en La sabia Melanipe, cuando acaban de nacer los mellizos, y Melanipe, según la genuina filosofía del trágico, explica que no puede haber portentos y que el orden de las cosas se gobierna por leyes fijas.) Minos decide, pues, acudir a los médicos sacerdotes, o sea a los Dáctilos Ideos. Éstos, abandonando su santuario secreto del monte Ida, que describen como lugar inusitado y extraño, se presentan arropados en túnicas blancas y, ante el pavoroso silencio de los palaciegos, entre solemnes anapestos, nos cuentan algo de su vida y costumbres, y de las iniciaciones que les han permitido adquirir el dón de purificar gentes y lugares y de interpretar el sentido oculto de las cosas.

Discurren mis días —dicen más o menos— en la pureza. Soy el iniciado del Zeus Ideo. Cuando sale a vagar el Zagreo de la media noche, yo también me echo a vagar. Yo he resistido su voz de trueno, yo lo he asistido en sus rojos y sangrientos festines; he atizado la llama en la montaña de la Gran Madre: yo el santificado, que me nombro por nombre un Baco entre los sacerdotes armados. De cándida túnica revestido, me he mantenido limpio de contagios ante las vilezas de los nacimientos humanos o el fango sepulcral, alejando siempre de mis labios todo contacto con carne donde acaso alentó la vida.

Es fama que los Dáctilos asombraron a los samotracios con sus prodigios, instruyeron en sus Misterios a Orfeo. Según el mismo Porfirio, uno de los Dáctilos inició a Pitágoras en sus ritos, comenzando por purificarlo con la piedra de rayo y ciertas ceremonias en la cueva del Zeus Ideo. Y el indeciso numen romano Picus (ave, rey, augur), de quien cuenta Ovidio en sus Fastos, y hacedor del trueno y del buen tiempo en compañía de Fauno, resulta ser algo como un lejano pariente italiota de los Dáctilos.

3. A la misma especie de gnomos o kobolds mediterráneos pertenecen los Telquines, igualmente confundidos con todos los herreros mágicos de la antigüedad, sin exceptuar a los mismos Cíclopes, por lo cual su historia es una verdadera maraña de lecciones diversas e inconciliables; de suerte que nada puede saberse a punto fijo respecto a su ascendencia, su número, sus nombres, los mil episodios en que aparecen mezclados: verdaderos duendes que se muestran y se ocultan por veces, y de quienes apenas puede apurarse que eran habilísimos médicos, expertos en la fragua, inagotables en la perversidad y en la travesura, y que vivieron sobre todo en una isla —al parecer Rodas— hasta que un día fueron expulsados o extinguidos: hazaña tal vez atribuible a los hijos de Helios, si es que no fue Apolo, en forma de lobo, quien les dio muerte, o si no fue el propio Zeus quien los hundió en las aguas del mar. A ellos o a los Cíclopes —no acaba de averiguarse a punto fijo— se atribuye el haber forjado el tridente de Posidón. Se pregunta Suidas si eran demonios u hombres envidiosos y despechados, que solían causar el mal de ojo.

Diodoro dice que la madre de los Telquines es Talata (el Mar) y que, entre todos ellos, ayudados por Cafira (referencia a los Cabiros), una hija de Océano, criaron a Posidón por especial encargo de Rea. Cuando Posidón llegó a la edad viril, se enamoró de Halia, hermana de los Telquines, y tuvo de ella seis hijos y una hija llamada Rodos, la que dio su nombre a la isla. Afrodita, en su viaje de Citeres a Chipre, quiso detenerse en Rodas, pero se lo impidieron los hijos de Posidón y Halia, que eran arrogantes e insolentes. Posidón, horrorizado, los escondió bajo tierra y los hombres los llamaron “los demonios del Este”. Halia se arrojó al mar, para convertirse en Leucotea y enlazarse con otra fábula que ya conocemos.

Más tarde —continúa Diodoro—, los Telquines, previendo el Diluvio, escaparon a tiempo, como las ratas cuando se acerca el terremoto, y se dispersaron por varias partes. Lico, por ejemplo, fue a dar a Licia, y allí, junto a las riberas del Janto, consagró un templo a Apolo Licio.

Nono hace aparecer también a este Lico blandiendo su gigantesca lanza y acuartelándose contra otros Telquines en las comarcas marítimas, para concurrir a la Guerra India, que es asunto de sus Dionysiaca. Allí encontramos a Kelmis y a Damnameneo, los Dáctilos, ahora trocados en Telquines e hijos de Posidón, “furiosos demonios de las aguas, expulsados ha tiempo de la tierra de Tlepólemo (Rodas) por Trínax y Macareo y el glorioso Auges, los hijos del Sol, y que, arrojados de su suelo materno, cogieron agua de la Éstix con sus odiosas manos y esterilizaron los fructíferos campos de Rodas, llenando los surcos con las ondas del Tártaro”. Pero ésta es la historia de los errores, y sólo hemos querido citar a Nono como muestra de las confusiones mitológicas más desenfrenadas.

Diodoro añade que los Telquines fueron los inventores de las estatuas de los dioses, y que así se explica el nombre del Apolo Telquino de los lindíes, de la Hera y las ninfas llamadas Telquinias entre los yalisios, y, entre los camiranos, la Hera Telquinia. En general, les reconoce poderes sobre el viento, la nieve y la lluvia, artes muy semejantes a las de los Magos de Persia, y el cambiar de aspecto a voluntad, cosas todas cuyo secreto escondían celosamente: nota ésta —dice Jane Harrison— que anuncia ya la existencia de las sociedades esotéricas.

La exageración antropológica quiere ver en estas tropas demoníacas, cualquiera sea su nombre, algo como el recuerdo de los primeros habitantes de aquellas zonas, aborígenes supersticiosos y mágicos.

4. En contraste con las extravagantes figuras anteriores, Hestia es una diosa seria y respetable, encargada de sostener la validez de la ecuación entre el fuego y la vida y, desde luego, la única Olímpica, sin exceptuar a Atenea o Ártemis, de quien no se conozcan desvíos pintorescos ni anécdotas equívocas; la única, además, entre las hermanas de Zeus, que nunca compartió el lecho de éste. Ella representa la inviolabilidad de la llama, y también lo que Stevenson hubiera llamado “la fe en la decencia última de las cosas”. Como las mujeres honradas, no tiene historia: su mito es escaso. Apenas sabemos que es hija de Cronos y Rea (según el Himno Homérico, la más antigua, aunque se conserva la más joven por voluntad de Zeus); que, tras la victoria sobre los Titanes, juró, tocando la cabeza de su augusto hermano, consagrarse a la virginidad (la llama es virgen), y que rechazó las solicitaciones de Apolo y de Posidón, tal vez del deforme Príapo. Corresponde con exactitud a la romana Vesta, la cual, por lo demás, alcanzó un desarrollo mucho más extenso.

No es la virginidad el único privilegio que Zeus concedió a Hestia. Otro Himno Homérico nos recuerda que sin ella ni siquiera puede haber banquetes, pues que a ella han de ofrecerse siempre las primeras y las últimas libaciones de vino y miel, o sea que han de arrojarse al fuego. Es decir: se la invoca antes que a los demás dioses (Zeus inclusive), y todavía al final se le rinde el postrer tributo, como si a ella incumbiera abrir y cerrar el influjo místico de la ceremonia. (Los romanos Lares recibían también su porción en cada comida.) Los sacrificios públicos o privados se iniciaban con una ofrenda a Hestia. Las aves de Aristófanes comienzan su plegaria con una invocación a la Hestia-Pájara. En cuanto a los sacrificios especialmente dedicados a Hestia (la víctima era generalmente un lechoncito), se consumían íntegros en el fuego, o bien la familia daba cuenta de ellos a solas, de donde se dijo: “Sacrificar a Hestia”, por lo que hoy decimos: “La caridad por la casa empieza”.

Finalmente, otro Himno Homérico nos dice que “de sus trenzas fluye siempre el húmedo aceite”. No hay que remontarse, creo yo, a las piedras ungidas del remoto aniconismo. Esto ha de entenderse por la función y la simbología del fuego, el cual requiere aceite.

La perpetuación de la llama tiene todavía un sentido mágico. No era entonces tan fácil como hoy encender los leños. La guarda del fuego constante corresponde, en la ciudad (hogar cívico), al príncipe o a sus delegados, los Pritanos o Senadores; y en la casa (hogar doméstico) el jefe de familia, ayudado por las mujeres, particularmente las hijas doncellas, doncellas como la misma diosa. (Se prefigura, así, la institución de las Vestales romanas.)

De suerte que Hestia tanto es el fuego del hogar como la divinidad invisible que lo preside. Y recuérdese que el fuego no sólo sirve para cocinar —función, como el comer, no exenta de calidad religiosa—, sino también para ciertas purificaciones a la sollama y para la admisión del recién nacido, al que se mostraba y paseaba al quinto día en torno al fogón, amphidromía indispensable, sin la cual la criatura era, por decirlo así, bien mostrenco. Además, del hogar público se tomaba el fuego para la fundación de colonias y poblaciones filiales.

El hogar tanto representa al Estado como a la familia. Heródoto cuenta el número de familias por el número de los hogares. El suplicante (Odiseo o Telefo en la fábula, Temístocles en la historia) se ampara junto al hogar; la gente jura por el hogar.

La importancia de Hestia es suma: “Estar con Hestia” significaba “estar del buen lado”. Ciertas especulaciones semifilosóficas, a que tanto se prestaba el concepto de Hestia, nos dicen que ella ocupa un trono en el centro del Universo, como el hogar en el centro de la casa. Al hablar de los Doce Dioses, hicimos ver que Hestia, a diferencia de los demás, se mantiene quieta en su mansión: su inmovilidad —consecuencia de su nombre que designa un objeto estático, el fogón, pues del nombre depende en mucho la carrera mítica de una deidad— resulta en su ausencia de episodios y de peripecias legendarias.

Es de notar que los referidos Himnos Homéricos, aunque así llamados, se consideran obras de distintas épocas y distintos autores; pero que ni en la Ilíada ni en la Odisea, los poemas homéricos por antonomasia, asoma todavía la menor referencia a la diosa de los hogares, como si el poeta ignorara o pretendiera ignorar sus ritos. Por otra parte, se asegura que este culto es griego y no minoico —en suma, reciente—, puesto que los ritos del fogón, lugar fijo, mal podían —no obstante ciertos vagos vestigios— aplicarse a los braserillos de la cultura prehelénica.

Hestia nunca llegó a ser del todo antropomórfica, nunca llegó desprenderse completamente del fuego hogareño, vetusto resabio animístico. Cuando el fuego chisporroteaba, lo mismo se decía: “Se está riendo Hefesto” o “se está riendo Hestia”; lo que no autoriza a relacionar entre sí ambos mitos. La identificación de Hestia con Perséfone es mero capricho poético de Eurípides, Las imágenes de Hestia son invenciones artísticas, no estatuas cultuales. El hogar era cosa sacra por sí misma, no por conferimiento de alguna virtud trascendente. No daba ocasión a plegarias ni admitía efigies. La divinidad no concedía su consagración al sitio; antes éste, por ser sagrado, invitaba a la divinidad. Y si allí se aderezaban y comían los alimentos, cosa prosaica y profana a nuestros ojos, es porque ello se consideraba entonces —insistamos— como un acto religioso, a semejanza de muchos otros actos hoy indiferentes al cielo.

Hestia más parece un numen que una deidad, más parece pertenecer a la religión embrionaria que no a la religión madura. Pero no es menos cierto que esa figura etérea, transparente como las primeras crestas del fuego, irisa con su halo una multitud de escenas místicas y, a lo largo de la vida helénica, les comunica su definitivo prestigio.

5. Amable diosecillo en caricatura este Pan, cuya singularidad consiste en mantenerse a medio camino entre la bestia y el hombre, dando así el modelo a los Sátiros, con mayor razón a los diminutos Paniscos que de él derivan, y dando un feliz asunto a las artes con sus patas de chivo, sus pesuñas hendidas, sus cuernecillos, sus orejas puntiagudas y su mentón barbudo, su rostro entre tristón y burlesco. Parece que su nombre lo hace originariamente pastor de hatos, y seguramente nació en Arcadia. El nombre de “Egipán” lo refiere a su simple condición de chivo; los nombres de “Titanopán”, “Diopán” y “Hermopán”, al padre que se le atribuye en cada caso, según vamos a verlo. A veces se habla de varios Panes, repitiéndose aquí la multiplicación de entes que ya conocemos por los Silenos, los Tritones, etc. O bien la idea de los varios Panes procede de varios cultos locales imperfectamente fundidos. A menos que sólo sea efecto del primitivismo de sus fieles, lerdos pastores y campesinos que defendían la superioridad de su tosco ídolo contra los de otras regiones, como los gremios populares de Sevilla ponen el Cristo o la Virgen María de su barrio por sobre las demás imágenes. Roma identificó a Pan con Fauno o con Silvano.

Las aficiones de Pan se confunden con las de los pastores en la libidinosidad y la bestialidad, el gusto por los escondrijos del monte, los sitios frescos y sombríos, las carreras y desenfrenados galopes por las laderas, las sorpresas y susto al caminante o a la ninfas. Sus atributos ordinarios son la siringa o flauta de varias cañas, el cayado, la corona o rama de pino.

Es difícil establecer el parentesco olímpico de un dios tan modesto y silvestre. Ya se lo supone hijo de Rea y se atribuye la paternidad a Zeus, Hermes, Apolo o Cronos; ya hijo de Gea, por obra de Urano, o de Éter y la ninfa Enoé. A veces la fantasía mística se desborda y lo dice hijo de abstracciones como Hybris (la Desmesura); o se quiere darlo por hijo de Penélope y de Hermes, o de Penélope y uno de los Pretendientes, Antínoo o Anfínomo, o de Penélope y Todos (Pan) sus Pretendientes a un tiempo, los barones de las islas jónicas; o ya de Penélope y de Odiseo, o bien de Arcas (epónimo de Arcadia, que en otras versiones es su gemelo), o de un pastor Krathis y de una cabra. En ocasiones se le da por madre a una ninfa, generalmente Calisto, a menos que la citada Penélope sea también otra oscura ninfa sin relación alguna con el cielo de la Odisea, en el cual vino tardíamente a incrustarse el mito por mera coincidencia onomástica y con manifiesto disparate. Pero, si queremos ser prudentes, nos conformaremos con tener a Pan por hijo del dios Hermes y de una ninfa hija de Dríope. Hermes, en todo caso, es suprogenitor más probable.

En cuanto a su carácter travieso, fálico y lascivo, tampoco es justo que nos impresione como si fuera la única faceta de su compleja personalidad, pues merece la dignidad de dios ganadero (para Esquilo, Pan es un vengador de los animales maltratados), maestro de la flauta —su célebre flauta de siete cañas que, todavía en tiempos de Pausanias, se dejaba oír por las campiñas arcádicas—, poeta bucólico, capaz de la melancolía y la exasperación amorosas, capaz de influir en los animales y en los hombres el miedo de la soledad y esas inexplicables ondas de pavor que llamamos “pánico”, y —a creer las fantasías de los teólogos, hoy ya tan popularizadas, aunque parten de un equívoco gramatical—, capaz asimismo de tan ancha respiración mística que sencillamente puede abarcar el “todo” del Universo físico en su pecho. Pues por su nombre, “Pan”, se lo relaciona arbitrariamente con las doctrinas del “panteísmo”.

Pan es dado a sestear a mediodía, como las liebres, y conviene entonces no hacer ruido, por miedo a despertarlo y a enfrentarse con su cólera. Aunque, a veces, su presencia es más bien benéfica, como cuando apareció en persona para devolver la salud a un tal Higino.

El Himno Homérico lo presenta como errabundo, cazador, encantador de valles y cumbres, fiesta de ninfas a quienes deleita con su música o importuna y hace huir con sus exigencias amorosas, director de sus danzas y su coros nocturnos, donde suele presentarse cubierto con una rojiza piel de lince. Nos dice también que su madre, la hija de Dríope, lo abandonó al darlo a luz, de verlo tan monstruoso, pero Hermes lo acogió en sus brazos, lo acarició y lo festejó, lo arropó en pieles de liebre montés y lo llevó a los demás Olímpicos, quienes lo hallaron muy de su gusto, al gusto de “todos” (páasin), y singularmente de Dióniso, de quien parece una emanación en cierto modo.

Poco después de la invasión persa, Pan emprendió el camino de Atenas, y sin duda la difusión de su culto se debe a la influencia de los atenienses y a la leyenda que lo hizo aparecer como protector de los ejércitos griegos en la batalla de Maratón. Sucede, en efecto, que, al aproximarse el combate, los atenienses enviaron al corredor Filípides a solicitar la ayuda de Esparta. Al pasar por el monte Partenio, rumbo a Tegea, Pan lo llamó por su nombre, se le apareció y le encargó dijera de su parte a los atenienses que era su amigo y partidario, que le rindiesen honores especiales, que varias veces los había ayudado y que lo mismo se proponía hacer en el presente conflicto. Después de la victoria, Atenas le consagró un templo en el Acrópolis.

Aunque se lo encuentra por mil partes, Pan se queda modestamente aislado en las cuevas y los sitios rústicos, sin alcanzar nunca la frecuentación de la alta sociedad, ni menos los cultos cívicos. Su religión se resuelve en una serie de pintorescas supersticiones, perpetuadas entre los cabreros. Y, en Trecena, sólo se atrevió a presentarse en sueños a los magistrados, para enseñarles el modo de ahuyentar una plaga. Sus ritos más importantes corresponden a Arcadia, su terruño natal, donde se codea con Zeus, preside los juegos religiosos, tiene sacerdote. Tal o cual función curativa o caverna de incubación (terapéutica por el sueño), tal o cual oráculo de poco momento, como en Licosura, es lo más a que el dios se atreve. Si el tiempo es malo y escasean las crías y las provisiones de boca, dice Teócrito, los muchachos de Arcadia azotan el ídolo de Pan con manojos de cebolla albarrana, lo que parece castigo al santo y bien puede ser comunicación mágica de la virtud vegetal. Este castigo al dios, si lo es, puede en algún modo relacionarse con los ritos del “dios perseguido” por sus mismos adoradores, que aparece excepcionalmente, pero no con los casos míticos de dioses condenados por Zeus a cumplir sentencias transitorias, generalmente de servidumbre en la tierra (Apolo, Posidón, Ares).

¿Hasta dónde cabe hablar también del culto orgíastico de Pan, aludido en la Lisístrata de Aristófanes, grato a las mujeres, más o menos asociado a los ritos de la Madre Tierra, en danza de chivos, en símbolos fálicos como los de Hermes su padre?

Como fuere, el dios llegó demasiado tarde, venía del campo, y no tuvo tiempo de subir hasta los niveles de la religión ética y política. Pero Sócrates, al final del Fedro, no se avergüenza de pedirle “las excelencias del alma” y la armonía “entre el hombre exterior y el interior”.

Pan aparece como el amigo y preceptor de su medio hermano en Hermes, el pastor siciliano Dafnis. La historia de este infortunado se cuenta de dos modos distintos. Según la tradición de Diodoro, o fue infiel o se negó al amor de cierta ninfa local que, en venganza, lo privó de la vista, y Hermes al fin lo transportó al cielo y lo convirtió en un río que corre por el territorio en que vino a morir. Según la tradición de Teócrito, Afrodita lo castigó por haber rehusado el amor, comunicándole una pasión desordenada y nunca correspondida que le causó la muerte.

En torno a Pan se agrupan los motivos del amor desairado, pues a ello se reducen casi los mitos conocidos del dios, si prescindimos de las historias ya referidas sobre su cooperación con Hermes, bajo la figura de Egipán, para recobrar los tendones arrancados por Tifón a Zeus; su competencia musical con Apolo (duelo de la flauta y la lira), que hasta cierto punto se confunde con la competencia entre Apolo y Marsyas y que dio origen a la desgracia de Midas; o su ayuda a Zeus en la guerra contra los Titanes, a quienes ahuyentó con los bufidos de su cuerno (terror pánico), como los rebuznos de los asnos de Hefesto y Dióniso amedrentaron a los Gigantes. Mucho más características son sus peripecias pasionales. Verdad es que una vaga alusión de Virgilio, fundada en Nicandro, le atribuye algún éxito con Selene-Luna, a quien Pan logró atraer hasta sus numerosos reductos escondiéndose bajo un vellón vaporoso o brindándoselo como ofrenda, episodio que sabe a invención de los palurdos arcadios y que el propio poeta relata con cierta reserva: Si credere dignum est. Pero, en general, las persecuciones eróticas de Pan resultan, por lo menos, tan poco afortunadas como las de Apolo.

Y, desde luego, la fábula de Pan y la ninfa Siringa evoca la fábula de Apolo y Dafne. Era Siringa una hamadríada poseída por la peur de l’amour, que dice el poeta francés. Perseguida por el ardoroso Pan, acudió a sus compañeras o al auxilio de la Madre Tierra y quedó transformada en un racimo de cañas. Pan cortó las cañas, y con ellas fabricó la primera flauta o siringa: probable invención etiológica, y aun diremos etimológica, de algún ingenioso poeta alejandrino, que Ovidio se encarga de transmitir a la posteridad. Se dice que Hermes, compadecido de su hijo, lo enseñó a consolarse de sus ausencias con algún alivio solitario.

Otra vez, este habitante de los pinos se enamoró de la ninfa Pitys, la cual —aunque Teócrito pretende que llegó a corresponderle— escapó a tiempo de sus brazos y se convirtió en el pino a que ha legado su nombre. (Y siguen los equívocos léxicos.)

Igual sesgo tiene la fábula de sus relaciones con la ninfa Eco, que alcanza todavía un carácter más sugestivo y trágico. Pan, exasperado con los desvíos de Eco, enloqueció a los pastores, quienes la despedazaron, dejándola reducida a una voz, a un grito. Algún erudito bizantino afirma que Pan llegó a engendrar en Eco a Iynix, muchacha a quien Hera transformó en pájaro: el turcecuello de los encantamientos eróticos. Pero también se asegura que la hija de Pan y Eco fue Yambe, notoria referencia al pie métrico llamado “yambo”, cuya paternidad se atribuye al dios.

La historia tiene variantes. Una de ellas nos hace saber que Eco se hizo ingrata a Hera porque la distrajo con su charla cuando la diosa se proponía sorprender las aventuras de Zeus y alguna o algunas de las otras ninfas. En castigo, Hera arrebató a Eco el habla, o más bien la redujo a repetir la última palabra de cada frase que se le dirigía. Afligida ya de este mal (y aquí el eco acústico se nos vuelve, por singular metáfora mítica, un eco óptico), Eco se empeñó en seducir al bello Narciso, hijo del río beocio llamado Cefiso y de la ninfa Leiríope. Narciso rechazó a Eco, porque era frígido; ella, despechada, se escondió para siempre y se fue consumiendo de manera que sólo sobrevivió en la voz. Narciso pronto fue castigado, como antes vimos que lo fue Dafnis, pues Afrodita nunca perdona: habiéndose asomado a una fuente para beber, vio su imagen reflejada en las aguas (eco óptico, pero también referencia a la magia diabólica del espejo), se enamoró de ella y se quedó allí fascinado hasta la consunción completa, queriendo en vano atrapar su propio reflejo, o bien murió ahogado. En todo caso, se metamorfoseó en la flor que lleva su nombre, dejando su mito como emblema para uno de los más frecuentes y funestos errores: el engreimiento y el excesivo amor de sí mismo. Acaso la relación entre Eco y Narciso sea una invención de Ovidio —y confesemos que es una feliz invención—, porque otros nos dicen que, según los tespios, Narciso fue castigado por haber causado el suicidio de su adorador Aminias, a quien, tras de haber agobiado con sus desprecios, envió como presente una daga (singular historia que parece un caso de la ofensa y el harakiri japonés).

Según Pausanias, Narciso estaba enamorado de su hermana melliza y, a la muerte de ésta, buscaba el parecido y el recuerdo de la difunta en su propia imagen reflejada en las aguas. Una oscura tradición pretende todavía que Narciso era originario de Eretria (Eubea), que murió a manos de un tal Epops o Eupo y entonces se transformó en flor. La metamorfosis nos recuerda a Jacinto. El nombre del “narciso” parece derivado de nárkee: “estupor”, el estupor que produce la contemplación del rostro en el espejo.

Según la fantasía de Anatole France (La révolte des anges), Pan, bajo el nombre de Neftario, llega hasta nuestros días, vive por los alrededores de París, y un día, a los acentos de su flauta, nos cuenta la historia del mundo a través de los sueños de la religión, recordando el episodio del Sileno en la égloga IV de Virgilio. Pero no debemos engañarnos: Pan ha dejado de existir hace siglos. En los días de Tiberio, a bordo de un barco que se dirigía de Grecia a Italia y se hallaba encalmado junto a las islas de Paxos y Propaxos, se oyó venir de la costa una extraña voz que, dirigiéndose al piloto, un egipcio llamado Tamuz, exclamaba melancólicamente: “¡Tamuz, Tamuz, Tamuz! ¡El gran Pan ha muerto!” Tamuz repitió la infausta nueva al abordar el desembarcadero de Palades, y a sus gritos contestó una confusa muchedumbre de lamentaciones. Pero, en llegando a Italia, los eruditos convocados por Tiberio opinaron que la noticia no podía referirse al “gran Pan”, sino a algún demonio que llevaba igual nombre. Salomon Reinach ha propuesto otra explicación, fundada en un error acústico: A su ver, la frase griega fue mal oída y mal interpretada (Pán mégas, por pammégas), y pudo significar simplemente: “¡Tamuz, Tamuz, Tamuz el muy grande ha muerto!”; y, en consecuencia, el grito pudo ser parte del ritual con que se conmemoraba en la costa la muerte de Tamuz o Adonis.

6. La diosa Cibeles (o Cibebe) y su compañero Atis aparecen, como dice Rose, “en las fronteras de la creencia clásica” y representan la contaminación asiática más importante que tal creencia haya padecido. Cibeles es, por antonomasia, la diosa frigia o la Dea Siria, que los griegos hasta cierto punto identificaron con Rea, la madre de los dioses. La historia de Cibeles se cuenta de muchos modos, se mezcla con todas las fábulas semejantes en que aparece la pareja erótica de una diosa maternal y un doncel: Afrodita-Adonis, Deméter-Triptólemo, Selene-Endimión, Istar-Tamuz, Isis-Osiris, acaso la Madre cretense y su innominado paredro. Se mezcla también con las diosas domadoras de fieras, como Ártemis, y es asimismo objeto de racionalizaciones o explicaciones que pretenden darle un sentido racional o supuestas bases históricas, como en las páginas de Diodoro. Aquí Cibeles se relaciona con Marsyas el frigio y con la invención de la flauta de agujeros.

Purgada de tales elementos y reducida, por decirlo así, a su núcleo mítico, la fábula dice que Cibeles, bajo el nombre de Agdistis —monstruo hermafrodita y destrozón, sanguinario e incontenible— surgió de la simiente de Zeus derramada en sueños, o derramada en sus esfuerzos por poseer la piedra que representaba ya a la deidad anicónica y preexistente. Este ser terrible se llamó Agdistis por haber nacido cerca del monte Agdos. Los dioses capturaron al monstruo (tal vez Dióniso, convirtiendo en vino la fuente donde solía abrevar después de sus cacerías, como lo hizo Midas con el Sileno), y lo privaron de los atributos viriles, atándolos con una fina cuerda de cabellos a un árbol, de modo que Agdistis se mutiló solo —o sola al despertar y emprender la fuga. (Sistema rústico de la castración de garañones.) Los Olimpos se han adelantado a la cirugía sexual de nuestro tiempo. Aquí los mitólogos ven la lucha entre la afición asiática a la ambivalencia divina y la preferencia griega por un sexo normal. La porción masculina, enterrada, dio nacimiento a un almendro. Nana, ninfa hija del río Sangario, recibió en su seno las almendras o una flor del almendro, y así concibió al niño Atis; el cual, expuesto en el monte, fue nutrido por una cabra (tema de la Amaltea cretense). Entre tanto, Cibeles, ya deidad femenina, se enamoró del doncel Atis. Cuando éste se encontraba a punto de desposarse o enredarse con alguna otra ninfa, la celosa Cibeles lo enloqueció con los aires de su flauta y lo hizo mutilarse a su vez. Atis murió. Cibeles, arrepentida, pidió a Zeus que el cuerpo de Atis nunca se corrompiera. Dos rasgos de este prodigio son singularmente extravagantes: Atis mueve incesantemente el dedo meñique de una mano, y su cabellera crece sin término.

Otras versiones traen la metamorfosis de Atis en pino, y de su sangre, en un manto de violetas. La fábula, además de su sentido agrícola, tiene un sentido etiológico, para explicar la castración sagrada de los sacerdotes de Cibeles (galli), y después, se ahoga materialmente entre variantes y se enlaza en mil referencias seudohistóricas.

El culto orgiástico, estrepitoso y cruel de Cibeles, de que tenemos una larga memoria por Luciano, se extendió al mundo grecolatino, y sus atroces costumbres se volvieron más o menos simbólicas o atenuadas.

7. La confusión, sin duda violenta, entre Cibeles y Rea, trasciende a la confusión constante entre los servidores de una y la otra, a saber: los Coribantes y los Curetes. En los últimos tiempos del paganismo, hasta se advierten confusiones entre Curetes, Coribantes y Dióscuros o Dioses Gemelos. Como ya lo sabemos, los Curetes corresponden propiamente a la pareja Rea-Zeus, y los Coribantes a la pareja Cibeles-Atis. Unos y otros se mezclan por obvia afinidad en los cortejos de Dióniso.

Hubo una tribu de los curetes a que se ha referido Homero: aquellos que asedian a los etolos de Calidón en la historia de Meleagro y del famoso Jabalí. De otra tribu de curetes nos habla Estrabón, quien los da por habitantes de Calcis. Ni lo uno ni lo otro interesa a la mitología. Porfirio y Hesiquio aseguran que hubo todavía otros curetes más vetustos, nativos de Creta, quienes ofrecían sacrificios a Cronos, lo que más parece una racionalización de un mito demoníaco. Por último, en un fragmento de Hesíodo, encontramos ya a nuestros Curetes auténticos, los daímones o hijos sobrehumanos de las cinco hijas de Hecatero o la hija de Foroneo, las cuales asimismo vinieron a ser las madres de las Ninfas del monte y de los perversos Sátiros cerriles. Según esto, Curetes, Ninfas y Sátiros son hermanos y son entidades inferiores a los dioses. El número de Curetes varía, de tres a nueve.

Ya hemos visto cómo ocultan y acompañan al Niño Zeus cretense o Zeus Kouros, que tal vez presidirá pronto sus rondas extáticas. ¿Hay, bajo estas fábulas, algún residuo de costumbres reales o algún rastro de los ritos juveniles de Creta? En todo caso, los Curetes se relacionan con el sentido ritual de la armería y la metalurgia y con las danzas mágicas y agrícolas. El documento principal para la interpretación de estos coros místicos acompañados del fragor de lanzas y escudos en que se invoca al dios y se procura despertar las fuerzas latentes de la tierra, es el famoso Himno de los Curetes descubierto en Palecastro, Creta Oriental, y dedicado a conmemorar el nacimiento de Zeus. Éste se presenta allí como el Gran Kouros o doncel por excelencia, el más poderoso entre los Curetes.

Dice Estrabón que, así como los Curetes ayudaron a Rea en el oculto nacimiento de Zeus, también ayudaron a Latona en el casi oculto nacimiento de Apolo. Suele atribuírseles el dón de la profecía y se nos dice que Minos obtuvo de ellos la revelación del medio que permitiría resucitar a su hijo Glauco, de quien hablaremos más adelante. Otros afirman que, a petición de Hera, los Curetes hicieron desaparecer a Épafo, hijo de Zeus y de Ío, ocultándolo de tal modo que se lo pudo dar por muerto. Zeus, indignado, los fulminó con sus rayos, e Ío continuó buscando a su hijo, que al fin apareció en Biblos (Siria), donde también Isis encontrará el cadáver de Osiris.

8. Para los Coribantes, parangones frigios o asiáticos de los Curetes, conviene también deslindarlos de las sectas o thíasos que perpetuaron su nombre hasta los días históricos, y cuyas marchas, pases e iniciaciones todavía presenció Platón. Los Coribantes, servidores de Cibeles, son de ascendencia muy confusa, si bien algunos los tienen por hijos de Coribas, una criatura engendrada por Kora sin ayuntamiento de varón. Se los asocia con las danzas rituales y las curaciones mágicas, que sólo podían ser enseñadas a las mujeres. En esta apariencia de médicos y saludadores primitivos recuerdan a los Salios de los romanos, también sacerdotes armados. Su carácter de servidores en un culto asiático y orgiástico resulta muy claro, por ejemplo, del verbo que, derivándolo de su nombre, fabricaron los griegos: korubantian (“coribantear”) era encontrarse en trace de divina locura, propicia a la alucinación. Los escritos médicos de Grecia conocían bien esta condición patológica. Eurípides, en Las Bacantes, habla de los Coribantes, “de triple penacho”, pero combina en uno la imagen de Coribantes, Curetes, Sátiros, etcétera.

9. Confundidos con todos los demonios anteriores, y asimismo con los Dióscuros, acaso por habérseles aplicado también el título de Grandes Dioses, aparecen los misteriosos Cabiros, misteriosos y mal conocidos aun para los mismos griegos, al menos hasta los días del apogeo ateniense. Se les asigna una vetustez egeo-fenicia; se los radica en Samotracia, donde se celebraban sus ritos para la protección de sus iniciados contra los peligros del mar. Se supone que su cuna original fuera Frigia, de donde su relación con Dióniso. Se los adoró en Macedonia, en la Grecia Septentrional y Central y, especialmente, en Beocia, la tierra de Cadmo, a quien se llamó “el fenicio”, casi diríamos que por apodo. Hoy se niega que haya en su culto rasgo alguno que pueda considerarse semítico, aun cuando su nombre mismo de qabirim parezca indicar otra cosa, y aun cuando sus escasos mitos tengan poco de helénicos. Por supuesto que, junto a sus funciones de protectores marítimos, asoma en ellos el rasgo común de demonios de la fertilidad. Se afirma que eran dos seres masculinos: Axiokersos y su servidor Kasmilos o Kadmilos, a quien vimos identificado con Hermes; y dos seres femeninos todavía más vagos: Axieros y Axiokersa. Acaso hubo originalmente tres hermanos, uno de los cuales fue muerto por los otros dos junto al Monte Olimpo (versión al parecer de Tesalia), lo que vuelve sobre el tema folklórico del “Pita, pita, cedacero”. De la sangre del victimado brotó un bancal de perejil, planta tabú o prohibida entre los iniciados por estar contaminada de muerte. Los matadores habían decapitado a su hermano, cuya cabeza, envuelta en un manto purpurino, coronada y transportada en un escudo de bronce, fue enterrada al pie de un cerro.

Por su relación con la isla de Lemnos, a veces se considera a los Cabiros como hijos de Hefesto y de Cabira (hipóstasis de Hécate o Deméter, o hija de Proteo y de Anquiones). Otras veces se habla de tres ninfas Cabírides, hijas de Caribo y de la Gran Diosa (así, sin especificación), las cuales, en compañía de sus tres hermanos, pudieron formar las primeras tres parejas humanas. También se habla de siete Cabiros, hijos del fenicio Sydyk, hermanos de Asclepio. Pero casi es más cuerdo ignorar las muchas permutaciones y cambiaciones de estas figuras escurridizas, cuya fábula tiene siempre aire de falsificación.

10. Tras estas imágenes exóticas, turbias y sólo helénicas por adopción, volvemos, con las Ninfas, al puro espíritu de Grecia. De tal modo están las Ninfas compenetradas con aquel suelo y presentes en todas partes que, puede afirmarse, sobreviven a la caída de los grandes dioses paganos, transformadas y transportadas en el folklore hasta nuestros días, bajo distintos nombres o bajo distintos disfraces. Son tan persistentes como antiguas. Ellas representan la más graciosa prosopopeya del remoto animismo naturalista.

Ante todo, “ninfa” quiere decir “novia” o bien “muchacha casadera”, franca indicación del significado oculto en el mito. Espíritus silvestres —no necesariamente salvajes— que sostienen las energías risueñas de la fertilidad y la vida, el brillo y la humedad de las cosas animadas, las Ninfas esperan al griego con los brazos abiertos, como otras tantas dulces atracciones, en todos los sitios donde la naturaleza se renueva, canta, tiembla o promete esparcimiento y reposo. Por supuesto —de una vez confesémoslo— que no todo es “vida y dulzura”, pues en el variado carácter de las Ninfas, como en todas las provocaciones de los sentidos, caben también aquellas crueldades, castigos y horrores que han hecho inolvidables sus fábulas. Huelga decir que las Ninfas son generalmente bellas y de figura humana normal, porque todos más o menos lo saben. Sólo por excepción, allá en un rincón de Sicilia (Termas Himeras), se hallará una Ninfa que ha heredado del río su padre la cornamenta habitual de los poderes acuáticos.

Las Ninfas, en suma, a las que podemos imaginar como unas hadas helénicas, son personificaciones femeninas o espíritus de los ríos y fuentes, árboles, bosques, grutas, montañas y hasta aldeas, ciudades y Estados; vagas criaturas de juventud y encanto, siempre dadas a cantar y danzar; cortejos de las diosas maternas y virginales como Ártemis, los dioses pastores como Hermes y Apolo. Algunas alcanzaron categoría superior, como Calipso o Circe. Son también algo Ilitias o comadronas, puesto que suelen invocarlas en el trance las mujeres del pueblo, y algo curanderas en sus asociaciones con el divino Asclepio. Son longevas, pero no inmortales; benévolas en general, y en contados casos, terribles, sea que la venganza las arrebate o que pierdan más o menos el juicio en la compañía de Pan, de los Sátiros y los Silenos, o bien en los thíasos dionisíacos. A veces poseen el dón profético, lo bastante para aconsejar o perder a los humanos. Se muestran capaces de muchos actos sobrenaturales y prodigios vedados a las heroínas, aunque nunca tan poderosas como las deidades mayores. Ocupan un lugar intermedio entre las mujeres y las diosas, si bien la frontera es tan indecisa como los reflejos en el agua. Maya es la única Ninfa que llegó a ser madre de un Olímpico, Hermes. La Nereida Tetis, madre de Aquiles, acaso la única que alcanzara cierta dignidad de diosa menor.

Como estas criaturas, que son muchedumbre, suelen denominarse por la región que habitan o por las principales funciones que desempeñan, se las llama con multitud de nombres: Alseidas, Napeas y Dríadas pertenecen a los bosques y sotos; y entre Dríadas y Hamadríadas hay una diferencia sutil: que mientras aquéllas simplemente habitan en los árboles, éstas conviven con su árbol y con él perecen. Las Dríadas comenzaron por ser Ninfas de los robles, y luego extendieron su dominio a todas las espesuras vegetales. Las Melíadas viven en los fresnos. Las Oréadas corresponden a las montañas; las Limoníadas, a los pantanos. En las aguas moran las Náyades, las Potámides, las Creneidas y las Hidríadas. Las Pléyades, las Híadas, son de naturaleza estelar. Las Hespérides son jardineras. Las Epimélides eran pastoras de corderos, etcétera.

Estas Ninfas de los elementos o funciones no han de confundirse con las Ninfas de las localidades. Ejemplos: las Aqueloides, hijas del río Aquelóo; las Asópidas, hijas del río Asopo; las Nisíadas, del monte Nisa, ayas de Dióniso.

Si, cuando se habla de las ninfas en general, se entiende que son las hijas de Zeus habidas en distintos lechos, cada familia tiene su especial genealogía. De algunas ninfas se dice que proceden de Urano y Gea; de otras, que son brotes de Océano y Tethys: las Oceánidas; las de más allá son las Nereidas, hijas de Nereo y Doris; las Pléyades tienen por padres a Atlas y a Pleyone.

Entre las Nereidas, además de Tetis, la Ilíada, en un pasaje tal vez interpolado y al tipo de las enumeraciones hesiódicas, nombra a Glauce, Talía, Cimódoce, Nesea, Espio, Toe, Halia la ojos-de-novilla, Cimótoe, Actea, Limnorea, Melita, Yera, Anfítoe, Agave, Doto, Proto, Ferusa, Dinámene, Dexámene, Anfínome, Calianira, Doris, Pánope, la célebre Galatea, Nemertes, Apseudes, Calianasa, Climene, Yanira, Tanasa, Mera, Oritía, Amatía la de lindas trenzas.

Muchas diosas locales, decaídas de su grandeza prehistórica, bajan al nivel de ninfas políticas o de la región y se casan voluntariamente o por la fuerza con los héroes epónimos o fundadores de ciudades: Egina y Éaco, Tetis y Peleo, etcétera. Excepcionalmente, algunas muestran arrestos bélicos: las ninfas del Citerón ayudaron a la victoria de Platea. En ocasiones, como Eos, raptan a los héroes de su gusto, como a Hilas o a Bormos. Castigan a los infieles, caso de Dafnis.

Hay ninfas para todos los usos: fundaciones de templos, consagraciones de santuarios y campos, enredos de amor, violaciones, alumbramientos más o menos heterodoxos, crianza de héroes y dioses niños, voces oraculares del viento, los follajes y los regatos, presencias indecisas y fantasmales, imprevistos auxilios, metamorfosis salvadoras, y en fin, todos los innumerables servicios del cuento y la fantasía populares cuando hacen falta las artes de algún ser femenino. El mortal que llega a contemplarlas queda como embrujado, poseído por las ninfas: nymphóleeptes para los griegos, lymphaticus para los romanos (donde lympha vale “ninfa ácuea”) y casi diríamos “lunáticos” en nuestra habla vulgar.

Un fragmento hesiódico (núm. 171) nos permite calcular más o menos lo que vive una ninfa:

La gárrula corneja, nueve vidas humanas:

como cuatro cornejas puede vivir el ciervo;

y como cuatro ciervos llega a vivir el cuervo;

pero el fénix abarca nueve vidas de cuervos,

y nosotras, las ninfas de las hermosas trenzas,

hijas del magno Zeus, del sumo Porta-Égida,

podemos resistir diez veces más que el fénix.

En total, más de veinte siglos.

Originariamente, las ninfas, guiadas por Hermes, respondían al esquema de la trinidad, lo que se presta a confundirlas con las Gracias o con las Horas o Estaciones. A veces, la compañía masculina del terceto era el dios Pan, o bien un Sileno, o los Silenos, o los Sátiros. Tres fueron, en general, las amas de Dióniso. Poco a poco las familias de las ninfas van apareciendo en número muy variable. Las Nereidas suelen ser cincuenta; las Océanidas pueden haber sido hasta tres mil.

Alguna vez se dijo que, antes de la creación de Pandora, los hombres se desposaban con las ninfas de antaño. De la sangre del mutilado Urano, al caer por tierra, en el seno de Gea, habían nacido, según esto, junto con las Erinies y los Gigantes, las ninfas del fresno o Melíadas; y de éstas vinieron a nacer los hombres de la Edad del Bronce, quienes, según el escoliasta hesiódico, caían como frutos de los árboles. Pero no nos conviene asomarnos mucho a este abismo de las tradiciones extravagantes, lo que perturbaría del todo nuestro viaje por la mitología griega: seguimos las sendas y aun los principales atajos, y dejamos a uno y a otro lado las peligrosas y confusas veredas, por muy seductoras que aparezcan a primera vista. Sólo hemos mencionado el escolio hesiódico para complementar lo dicho sobre la creación del hombre (I, 4, 2).

El culto de las ninfas, culto sobre todo aunque no exclusivamente rústico y pastoral, era tierno, cercano y constante, se manifestaba por lo común en ofrendas cereales como las que se obsequiaban a las diosas, inscripciones casi amatorias en las cuevas y en las cortezas de los árboles, canciones e improvisadas plegarias, que el lector, como los hombres de ayer, bien puede ensayar por su cuenta.

11. El mito de las Musas, como antes lo hemos advertido, padece por su manifiesta tendencia a la alegoría, cuyas intenciones conceptuales a cada paso lo asaltan y lo contaminan. Las Piérides, junto a ellas, pálidas contrafiguras que difícilmente inspiran simpatía, parecen un desdoblamiento inventado para dar alguna razón anecdótica a lo que amenaza siempre convertirse en escueto símbolo.

El caso corriente, el caso de las Musas propiamente tales, las pone muy cerca de las ninfas fluviales y acuáticas, las hace hijas de Zeus y de Mnemósine (Memoria), cuyo jeroglifo perpetúan en su nombre, pues “las Musas” significa algo así como “las Conmemorantes”; les asigna el número orquéstico, el número nueve, y nos permite, como a Homero, llamarlas diosas —no sólo por su inmenso poder de evocación hacia atrás y de inspiración hacia adelante—, sino porque no son hijas de un pasajero desvío celeste, antes concebidas por una de las vetustas y remotas consortes del Sumo Dios, aunque ella se adelgace y desaparezca poco a poco en su consistencia mítica hasta convertirse en un vocativo ornamental. Apolo dirige su coro, pues son danzantes y cantoras; y son de hermosa figura humana, a diferencia de las Piérides, que acabarán en una triste metamorfosis. Sus sedes se encuentran en la Pieria, junto al monte Olimpo (Tesalia), y en el monte Helicón (Beocia). De aquí que también se las haya llamado “Piérides” o “Pierias” (como se las llama “Heliconias”), creándose así la confusión que aún se advierte en Góngora. Su culto, no muy importante, ha sido sin embargo muy extendido, y sobresalía en Pieria y en Ascra, la áspera tierra de Hesíodo. Los romanos las identificaron con unas oscuras deidades nativas que llamaban Comenas.

Su definitivo significado suele explicarse mediante una cadena de asociaciones en sorites, tipo de los paralogismos que han dado motivo a la proliferación de las fábulas. Fueron las Musas, en el origen, unos espíritus del agua. El agua murmura y canturrea, luego profetiza. Y la prueba es que, en varios oráculos, el inspirado comienza por beber un trago en la próxima fuente sacra, como la Pitonisa en la sugerente Casotis. También el oráculo de Trofonio tenía cerca una fuente, llamada la Fuente de la Memoria, y las Musas mismas rondan y cantan en torno a la fuente Hipocrene, cuyas aguas son prestigiosas. Ahora bien, profeta es poeta, más o menos. Y el poeta habla y compone en pies métricos, hace versos. Los versos comenzaron por proponer enseñanzas y contar hazañas de ayer: de donde la literatura. Y, de paso, las demás artes, que son, como bien lo sabemos, el patrimonio de las Musas.

Las prácticas administrativas de hoy nos inclinan a ver en Apolo algo como un Ministro de las Artes y de las Ciencias, y en las Musas, algo como los jefes de los respectivos departamentos. Lamentamos que la elasticidad de la mente griega, aquí como en todos los empeños de clasificación mítica, no satisfaga nuestras exigencias burocráticas. La verdad es que cada musa se entromete donde mejor le place, y unas y otras se dan la mano y, como suele decirse, “la manita”, porque entre sí se ayudan. Hay por ahí mil pedantescas y sandias atribuciones, todas tardías y, por de contado, alegóricas, referentes al carácter y a las funciones de cada musa. Los más cuerdos investigadores se cansan ya de decirnos que ninguna de estas hipótesis está documentada en textos antiguos y autorizados. Y sólo de cierta manera aproximada y con ánimo de tolerancia podemos, casi, afirmar, que Calíope, la musa más ilustre según Hesíodo, rige la epopeya: Clío, la historia o la lira (la lírica); Euterpe, la tragedia y la flauta o música áulica; Melpómene, la lira y la elegía o la tragedia; Terpsícore, la danza y la flauta; Erato, los himnos sagrados y acaso la poesía amatoria, y también la lira; Polimnia, la danza y la pantomima; Urania, la astronomía; Talía, la comedia, aunque en sentido tan amplio que permite a Góngora (Polifemo) —inspirado en sus autores antiguos— poner bajo su amparo una égloga campestre y dar a entender que tal musa se relaciona con las cosas del campo y con toda poesía que no sea de carácter épico o sagrado. Hesíodo atribuye a las divinas hermanas la virtud de la persuasión, de las palabras que apaciguan, del olvido para las penas y el recuerdo de las proezas.

A estas funciones principales todavía se añaden otros servicios accesorios. Desde luego, las Musas son las concertistas y cantantes obligadas en las grandes fiestas nupciales: Cadmo y Harmonía, Peleo y Tetis. Sin duda su canto más antiguo fue el canto de triunfo que entonaron a la victoria de los Olímpicos sobre los Titanes, el origen del nuevo orden. A veces son árbitros de las competencias artísticas y aun amorosas: así Calíope cuando Perséfone y Afrodita se disputan a Adonis; así cuando todas ellas asisten al desafío de Marsyas y Apolo. Aristeo, hijo de Apolo y de la ninfa Cirene, nieto del río Peneo, aprendió de ellas la medicina y la adivinación, y finalmente aprendió a pastorear los ganados de las Musas en Ptía y en Tesalia. Los sarcófagos de Chigi parecen relacionar a las Musas de algún modo con los cultos fúnebres.

Como detalles y rasgos curiosos relativos a la “biografía” corriente de las Musas, recordemos que, al decir de los indiscretos, Zeus visitó a Mnemósine durante nueve noches consecutivas, y de aquí, al cabo de diez meses, la aparición de los nueve brotes; y recordemos también que las especulaciones sobre la primacía de la música en el orden del Universo lleva a algunos a suponer que las Musas son hijas de Harmonía (lo que parece un mero juego verbal), o directamente hijas de Urano y Gea.

Las Musas son consideradas como doncellas, aunque alguien supone a Himeneo hijo de una musa. Pero ¿existió Himeneo, grito con pretensiones de mito? (y conste que sólo nos referimos a la existencia sui generis del mito). También se dice que Calíope aceptó a Apolo o al rey local Eagro para dar nacimiento a Orfeo, y se pretende que Reso, el héroe tracio muerto por Odiseo y Diomedes en la inolvidable noche de la Ilíada, fue hijo de una de las Musas, tal vez Talía, por obra de Estrimón; o que Talía es la propia Pimplea, amante de Dafnis (caso de homonimia). Según otros, los Coribantes son hijos de Apolo y de Talía; hay quien atribuya a Apolo y a Urania la paternidad de los músicos Lino y Orfeo. La muerte de Lino, a manos del celoso Apolo, es llorada por las Musas y perpetuada en un rito anual de Helicón. Para Pausanias, estas maternidades deben atribuirse a las Piérides, en mala hora confundidas aquí con sus rivales las Musas. Platón recuerda la leyenda —si no la inventó él mismo como solía, para más de prisa expresarse— conforme a la cual Polimnia pudo ser madre del Amor, lo que sabe a pasajera metáfora literaria. Por último, se dice que Aquelóo y Melpómene engendraron a las Sirenas, o bien Aquelóo y Terpsícore, o ésta y el marítimo Forcis.

En alguna parte nos han asegurado que la nodriza de las Musas se llamó Eufeme; que ésta fue madre de Crotos por obra del travieso Pan, que Crotos inventó el aplauso para celebrar los cantos de sus hermanas de leche, y que éstas, agradecidas, obtuvieron de Zeus que lo transformara en constelación. Pirineo, rey de Daulis, ofreció refugio a las Musas durante una noche de tempestad y, como pretendiera a agraviarlas, fue precipitado entre las rocas de las montañas.

Las Musas eran celosas y, al modo habitual de las deidades no se contentaban con derrocar a sus desafiantes, sino que les imponían tremendos castigos. Así el tracio Támiris osó igualarse a ellas, nos dice Homero, y ellas, al salir el cantor del palacio de Eurito, en Escalia, lo atajaron al paso, le arrancaron los ojos, lo privaron de la voz y lo hicieron olvidar el arte de la cítara.1 (Lo cual nos recuerda, de paso, que, en cambio, las Musas concedieron el dón del canto al bardo Demódoco, poeta ciego que encontramos en la Odisea; lo cual unido a la referencia del Himno Homérico a Apolo sobre el ciego cantor de Quíos, ha dado la tradición sobre la ceguera de Homero.)

En otra ocasión, las Sirenas se atrevieron a desafiar a las Musas. Dolidas de su derrota, las Sirenas se arrojaron al mar y se transformaron en las mujeres peces que todavía siguen tentándonos. Las Musas, tras de vencerlas, las desplumaron cuidadosamente y se adornaron con sus despojos.

El más grave desafío a las Musas fue el reto de las Piérides, unas mortales hijas de Pieros de Pella (Macedonia) y de Euhippe de Peonia, unas falsas Musas cuyos cantos sólo producían oscuridades y paraban los ríos. Las Piérides también eran nueve, sin duda para que la posteridad se confunda. Según el alejandrino Nicandro, se llamaban Colymbas, Iynix, Cencris, Cisa, Cloris, Ascalantis, Nesa, Pipo y Dracontis. Cantaron lo mejor que sabían; pero cuando tocó el turno a las Musas, el monte Helicón, deleitado, comenzó a hincharse hasta el cielo y fue preciso que, por orden de Zeus, el Pegaso lo detuviera de una patada. Allí nació la fuente Hipocrene, en torno a cuyas prestigiosas aguas juegan las Musas. En tanto, las Piérides, que durante el concurso se mostraron rudas e insolentes, fueron vencidas por las Musas ante el tribunal de las Ninfas; y en castigo, las Musas las metamorfosearon en urracas o en cornejas, que imitan melancólicamente la voz humana. Cabe preguntarse si hay bajo este asunto algún rastro de la primitiva lucha entre Apolo y Dióniso: las Piérides proceden de Tracia, tierra del dios orgiástico. Las Musas, residentes del Helicón, son de pura cepa apolínea.

Pero he aquí que las tradiciones excéntricas ni siquiera están de acuerdo sobre el número de las Musas. En Delfos y en Sicione, las Musas son tres como las Gracias, vuelven al esquema de la trinidad. Sus nombres poéticos son Melete, Mneme y Aoide. En Lesbos, son siete. Allí se dijo que la princesa Megaclo, tomó a su servicio a las siete Musas, y ella misma las enseñó a cantar y a tañer la lira, para que dulcificaran con su música el áspero carácter del rey Macar, su padre, quien en adelante dejó de maltratar a la reina su esposa. Cicerón recoge la singular versión de que Neda, ninfa arcádica, es la madre de las cuatro Musas más antiguas: Telxíone, Aiodea, Arquea, Meletea, todas engendradas por Zeus. Andamos ya aquí muy lejos de nuestras Musas conocidas.

Cum grano salis, recordemos que en la fachada del Teatro Juárez (Guanajuato) no cupieron más que ocho musas, por alguna falla arquitectónica. Ignoramos si la sacrificada habrá tomado alguna venganza contra los antes riquísimos mineros de la región. Pues ¿no sabemos que Apolo hizo que se agotara en breve tiempo el oro de Sifnos?

12. Las Sirenas pueden ser hijas del ilustre río Aquelóo, uno de cuyos cuernos fue roto por Héracles. La sangre derramada en la Madre Tierra dio nacimiento a las Sirenas (analogía con una fábula de las Erinies). También se da por su madre a Estérope o a una de las Musas. Otras versiones dicen que las Sirenas son hijas de Ctón o de Forcis, y que Perséfone, de quien eran acompañantes, las envió a la tierra. Antes de que el arte las embelleciera bajo forma de mujeres peces —¿hacia el siglo VII d. C.?—, aparecen como aves con cabezas barbudas de hombres, o ya con cabeza, brazos y busto de mujer como las Arpías, aunque no así en Homero. Estos demonios marítimos bien pueden ser, en efecto, aves infernales; ellas cantan las melodías de los muertos, como para amenizar su triste prueba, y asimismo habitan la tenebrosa mansión de Hades. Se dice que acompañan al espectro del difunto en su viaje de ultratumba, tal vez en el cortejo de Hermes el Psicopompo. Su poderoso talón casi es una pesuña, o bien una garra de león como en la Esfinge. El cuerpo suele asumir la forma de un huevo. Su naturaleza de monstruos las acerca un tanto a las Greas. Su cualidad característica, una vez que adoptan su forma clásica, está en la belleza; su virtud, en la fascinación de sus cantos, que ejercían sobre los navegantes una funesta atracción magnética, pues ellas devoraban invariablemente a los incautos que caían en sus seducciones. Tañían la lira y la doble flauta. Higinio afirma que, cuando algún mortal resiste a sus canciones, la Sirena debe morir. Se les reconoce el dón de apaciguar a los vientos, tal vez con la magia de sus trinos; y un fragmento de Eurípides (911) dice que transportan al cielo, en doradas alas, los anhelos de los humanos. La comedia ática les atribuye burlescamente una incontenible agresividad erótica.

El mito de las Sirenas halla su acomodo en las leyendas de los marinos, como el mito de la monstruosa Escila. Homero hace hablar a Odiseo de dos Sirenas cuyo nombre no menciona. Una de ellas puede ser Himeropa, representada en antiguos vasos. Más tarde se nos cuenta de dos trinidades de Sirenas, entre las que bien puede andar la otra que calla Homero. Los nombres de estas Sirenas son algo variables: En la primera trinidad, Thelexiépeia, Thelxione o Telxíope, es “la encantadora”; Aglaope, Aglaóphonos o Aglaopheme, “la de voz arrebatadora”; Peisinoe o Pasinoe, tal vez “la seductora”. En la segunda trinidad —las Sirenas adoradas en la Magna Grecia y que recibían un culto brumoso entre los navegantes tirrenos, por Nápoles, Sorrento y Sicilia—, encontramos a Parténope, “la virginal”; Leucosia, “la blanca”, y Ligia, “la de timbrada voz”. Estas tres Sirenas habitaban la isla que se halla entre Escila y Caribdis, donde blanqueaban las osamentas de sus víctimas, o bien la Isla Antemoesa, “isla rica en flores” mencionada por el poeta Hesíodo. Éstas fueron a dar con su cuerpo en las costas de Nápoles, algún día llamada Parténope, cuando, desesperadas por su fracaso con Odiseo y sus compañeros, se arrojaron al mar, según la práctica que nos cuenta Higinio y que parece haber sido su terrible compromiso de honor. También fracasaron las Sirenas con los Argonautas, quienes, sin prestarles atención, pasaron junto a ellas a su regreso de Cólquide, distraídos por los acentos de Orfeo. Uno de ellos, Butes, no pudo resistir y saltó por la borda, pero Afrodita lo recogió en el mar.

13. En Lámpsaco, su tierra natal, y en el culto helespóntico, era Príapo, sin duda, un dios de la fertilidad que no carecía de importancia y que obraba en los vergeles y setos por algo como una magia simpática. Se lo tuvo por hijo de Dióniso y de una ninfa, una tal Quione, que no es nuestra conocida, y también por hijo de Dióniso, Zeus, Hermes o Adonis y de Afrodita; de suerte que alguna genealogía lo emparienta con el bisexual Hermafrodito. Y Afrodita viene aquí a ser, nada menos, la Gran Madre Oriental disfrazada con nombre helénico. Con ser de tan ilustre prosapia, su fama de estúpido y su figura ridícula lo hacen risible a los ojos del griego, quien más bien lo usa como espantapájaros en los huertos, o como amuleto contra el mal de ojo y los ladrones, que se ponía a las puertas de las casas. Se lo imagina bajo forma itifálica, dotado de monstruosos atributos viriles en erección, y se dice que esta deformidad fue causada por la celosa Hera, que tocó el vientre de Afrodita y produjo tal embrujamiento. Se dice también que Afrodita, horrorizada de su monstruosidad, lo abandonó en el monte, donde vino a ser deidad rústica adorada por los pastores: así Pan fue rechazado por su madre. A pesar del daño que Hera le causó, parece que lo dio por tutor a Ares, de suerte que podemos decir Arcades ambo o de tal tutor tal pupilo. En Bitinia se lo confunde entre los Dáctilo Ideos; más allá, lo toman por un Titán.

Llegó tarde a Grecia, tras unirse al cortejo de Dióniso en la India. En ese cortejo andaba también la ninfa Lotis, a quien Príapo solicitaba en vano. Cierta vez estuvo a punto de soprenderla dormida, pero el asno favorito de Dióniso la despertó con sus rebuznos, y ella logró huir, entre la hilaridad general, para refugiarse como es de rigor en la metamorfosis, transformándose en flor de loto. Los romanos aseguraban que también Vesta había despertado a tiempo gracias a los rebuznos de un asno y se había salvado así de caer en manos del torpe y absurdo personaje. De donde, en las fiestas de la diosa, era costumbre coronar a los asnos.

Las relaciones entre Príapo y el asno de Dióniso no podían ser ya amistosas. Cuando Dióniso se dirigía a Dodona en busca de un remedio o consejo del célebre oráculo de Zeus contra la locura con que Hera lo tenía afligido, el asno —a quien su divino amo había concedido el uso de la palabra— se enfrascó en una disputa con Príapo, quien acabó dándole muerte. Dióniso lo convirtió en constelación. Los Asnos del Cáncer conservan el recuerdo de Príapo. El asno es su víctima propiciatoria.

El evhemerismo quiere ver en él un pobre ciudadano de Lámpsaco, deforme y repugnante al punto que su ciudad acabó por desterrarlo, y a quien recogieron por misericordia los dioses. Diodoro lo entiende como la deificación del miembro cercenado de Osiris, deificación obtenida por la mucha piedad de Isis.

Los griegos le consagraban poemas. En Roma ha quedado una colección de ochenta “priapeas” reunidas en la época de Augusto, de las cuales algunas han sido atribuidas a Tibulo, y con más verosimilitud a Virgilio, a Ovidio. Repugnantes por el sentido, son impecables por la versificación y, a veces, de estilo ingenioso. Parece que Usener ha probado la posible supervivencia del pobre Príapo bajo el disfraz de un santo cristiano. Quien quiera evocarlo de un rasgo, sustituya la palabra del caso en aquel verso de Quevedo: “Érase un hombre a una nariz pegado”, y ya tendrá a Príapo de cuerpo entero.

14. Entre los espíritus más modestos aparece algo tardíamente una figura más bien poética que cultual: Morfeo, no dios del sueño como todavía lo sugiere nuestra palabra “morfina” y hasta el uso de nuestro tiempo, sino dios de las figuras, objetos, seres que aparecen durante el sueño. Su mismo nombre “Morfeo” quiere decir casi “el conformador, el de las formas”.

Los sueños son hijos de la Noche, en Hesíodo. En Homero, los augurales o verídicos entran por las puertas de cuerno, y los engañosos o falsos, por las de marfil. Pero ni en este discrimen ni en las profecías oníricas se toma aún en cuenta a Morfeo. Cuando Morfeo cobra personalidad, más bien gracias a los poetas, se presenta como hijo de Hypnos (el Sueño, que tuvo un millar de criaturas), como se presentan Icelo, Phobetor el Terrífico y Phantasios, quien más bien gobierna la pesadilla. Morfeo es alado como casi todos los genios afines, rápido y silencioso. Don Alberto Lista lo cantó con poca fortuna (“Desciende a mí, consolador Morfeo”), y con mejor acento exclamó Fernando de Herrera:

Suave Sueño, tú que en tardo vuelo

las alas perezosas blandamente

bates, de adormideras coronado,

por el puro, adormido y vago cielo…

15. Sobre Demógorgon, cantado por los poetas ingleses tal vez debido al mero atractivo de su nombre, y con escaso fundamento en flacas y no autorizadas noticias, diremos desde luego que hoy se lo considera como una falsa transcripción de “Demiurgo”, el Hacedor. Dice el Br. Juan Pérez de Moya, autor del siglo XVI, acaso inspirado en la Genealogia Deorum de Boccaccio:

Otrosí, viendo salir o levantarse de la tierra vapores y exhalaciones, de que engendran cometas o lumbres encendidas, vinieron a creer locamente haberse della formado el Sol y la Luna y Estrellas, a quien los antiguos llamaron dioses; y procediendo más adelante los que después destos vinieron, considerando un poco más alto, no llamaron a la tierra simplemente autora destas cosas, mas imaginaron estar conjunta con ella una mente o ser divino, por cuya voluntad se obrase lo que se ha dicho, la cual mente creyeron tener estancia debajo de tierra; y a éste que hacía producir a la tierra tantas cosas llamaron Demógorgon… (Philosophia secreta).

16. Entre las divinidades extranjeras que merecen siquiera una mención rápida y respetuosa, hay que recordar a la egipcia Isis, madre de Horus, que palpita apenas en el cielo de Grecia según las constancias de Plutarco, donde se nota la influencia que ha recibido de Deméter; y también aparece en aquella extravagante versión del Éxodo, zurcida con retales del Pentateuco, que no es explicable cómo pudo impresionar a Estrabón y a Tácito, y que ya exasperaba a Josefo.

Isis, a quien se ha dicho que el cuerpo de su victimado esposo Osiris se halla oculto en Biblos, allá se dirige en su busca, y allá se establece como nodriza de los reyes Malcandros y Astartea. A ésta se la llama también Saosis o Nemanous y que, de cierto modo, corresponde a nuestra Atenea. El niño se amamantaba chupando, no el seno, sino un dedo de Isis; e Isis, como Deméter en Metanira, lo acrisolaba de noche al fuego. Sorprendida por la reina, reveló ser la diosa Isis y explicó el objeto de su presencia en Biblos. Cuando logró la devolución del cadáver de Osiris, encerrado ocultamente en la viga maestra que sostenía el techo del real palacio, lanzó tales alaridos que el menor de los príncipes cayó muerto. Partió después con el féretro a cuestas y acompañada del príncipe a quien había criado, pero éste también falleció a poco, por haberla sorprendido cuando se lamentaba sobre los despojos de Osiris.

Bajo el nombre de Isis, Egipto adoró a la vaca Ío. La edad helenística identifica a Isis con Hator, Afrodita, Arsinoe la esposa de Tolomeo II. El culto de Isis alcanzará especial desarrollo en Roma, y en torno a esta diosa se organizará el sincretismo religioso del siglo II d. C.