En la Navidad de 2009 pasó algo muy extraño en las listas de éxitos británicas. La canción más vendida en el país era una canción protesta y no de las blandas e inofensivas, sino el explosivo sencillo de 1992 «Killing in the Name» de Rage Against the Machine. Lo que es más, ese asalto extraordinario se produjo a través de la movilización de la resistencia de base contra un presunto tirano y del uso de la música como arma. El señuelo era que el tirano en cuestión era Simon Cowell, creador del éxito de telerrealidad The X-Factor y que toda la campaña no era más que un truco para impedir que el último ganador del programa se hiciera con el número uno de ventas navideñas. De este modo, una canción concebida como un misil contra el racismo institucional del ejército de Estados Unidos y el Departamento de Policía de Los Ángeles, se redujo a mera pistola de agua con la que salpicar a un concurso de talentos televisivo. El episodio es sumamente revelador acerca del estado de la música política: una canción protesta sólo puede triunfar a gran escala si se convierte en una broma.
Empecé este libro con la idea de escribir una historia sobre una forma de música todavía vigente. Lo terminé preguntándome si, en su lugar, no habría escrito una elegía. La incapacidad de las canciones protesta para ganar terreno durante los años Bush nos lleva a preguntarnos qué haría falta exactamente para que prendiera un auténtico resurgimiento. En mi opinión, la razón de este declive aparentemente terminal radica tanto en los oyentes como en los artistas. ¿Recuerdan a Ronnie Gilbert en Newport 1963 clamando que Bob Dylan era «un joven nacido de una necesidad»? Pues bien, esa necesidad parece haber desaparecido.
Los Simpsons: la película (2007) contiene una escena graciosa y reveladora en la que Green Day aparece dando un concierto en la ciudad por excelencia de la Norteamérica media, Springfield. Un agotado Billie Joe Armstrong suelta: «Llevamos tocando tres horas y media. Ahora nos gustaría contar con un minuto de vuestro tiempo para decir algo sobre el medio ambiente». Sigue una pausa tensa, a la que suceden un bombardeo de basura y gritos furiosos de «¡sermoneo!».
En la década de los sesenta se revistió a los músicos de tal importancia, que se esperaba que aportaran respuestas a los problemas del mundo e incluso que encabezaran una revolución. A finales de los setenta y ochenta, las expectativas eran menores, pero una nueva generación de figuras icónicas —Springsteen, Strummer, Bono, Chuck D— fue admirada por su convicción y alentada a promover ciertas causas. No deja de ser aleccionador que, de entre los artistas tratados en profundidad en los capítulos anteriores, ninguno tenga menos de 35 años. La generación protesta de los años sesenta se vinculaba, a través del folk, al idealismo de los treinta; los punks más politizados preservaban cierto vínculo con los sesenta; los artistas más elocuentes de los ochenta y los noventa eran hijos del punk o de la música soul radical. Sin embargo, para un cantautor en ciernes de hoy en día, la idea de que la música puede, y debería, comprometerse con la política parece cada vez más remota. A ello se suma una amplia pérdida de confianza en las ideologías, así como una creencia cada vez más desleída en lo que podríamos llamar héroes, individuos ejemplares capaces de mover montañas.
En el atomizado mundo de la música digital, en la que hay menos estrellas del pop reconocibles y épicas de cualquier variedad, la era del músico-activista heroico terminó para siempre y el factor disuasorio para escribir canciones protesta ya no es el Comité de Actividades Antiamericanas o el FBI sino la impaciencia de la audiencia ante cualquier músico que aspire a algo más que al mero entretenimiento. No es sólo que la gente haya perdido la fe en cualquier artista que se plantee cambiar las cosas, es que recelan del mero intento. ¿Quién se atrevería hoy a anunciar, como hizo Chuck D en «Don’t Believe the Hype», su deseo de «preach to teach to all» [predicar para enseñar a todos]?
Tal como escribe el crítico Simon Reynolds:
Las modalidades de cómo se hace, distribuye, consume y experimenta la música parecen promover la desconfianza en los artistas como portavoces/salvadores… Hoy en día, un artista que pretenda incidir políticamente es más probable que ni se moleste en escribir una canción sobre el tema y se pase directamente al activismo… Aun así, es probable que dicha actitud se ridiculice como ínfulas de superestrella o como una instancia de «nobleza obliga».
Haría falta una seguridad a prueba de balas y un compromiso moral inquebrantable para que un intérprete se metiera en la línea de fuego.
Este proceso ha ido en paralelo con un descreimiento creciente en la protesta activa. Las pancartas y las sentadas han cedido el paso a las pulseras solidarias y a los grupos de Facebook: críticas de salón que apaciguan las conciencias, sin invitar al riesgo o a la lucha. Naomi Klein denuesta lo que denomina «la protesta rock de estadio, con sus celebridades y espectadores agitando las pulseras. Es menos peligroso y tiene mucha menos fuerza». El fracaso de las marchas masivas contra el conflicto de Irak en su pretensión de invertir el curso de los acontecimientos llevó a muchos a dudar de la eficacia de la manifestación de viejo cuño, aunque la oleada de protestas británicas contra las tasas de matrícula a finales de 2010 marcó un agradable y sorprendente resurgimiento…
Klein pone el dedo en la llaga al hablar de la válvula de escape de la protesta online: «Es más seguro hablar en un blog que encabezar una marcha. Internet es una herramienta de organización extraordinaria, pero también actúa como una liberación inmediata: puedes rajar contra lo que se tercie y gozar del efecto catártico. La importancia de las cosas se desinfla». No sólo es menos probable que asumamos riesgos y aceptemos cierta frustración como parte del progreso político; cada vez estamos menos dispuestos a premiar el riesgo. De vuelta a las canciones protesta, nos conviene estar nuevamente dispuestos a entrar en tratos con los músicos.
Tomemos el caso de M. I. A., la cantante rapera anglocingalesa Maya Arulpragasam, hija de un activista tamil. Su música es un bullicio de estilos e ideas que transmite la confianza creciente del mundo en desarrollo en esta era de fronteras cada vez más porosas. Para ella, la globalización es un foro tanto de fricción como de fusión. Es de todas partes y de ningún sitio, una buscavidas trotamundos, con cierto ramalazo radical chic y una temeridad de rap gansteril. Su éxito de 2007 «Paper Planes» muestrea el «Straight to Hell» de los Clash, pero los ciudadanos del Tercer Mundo que son oprimidos en la letra de Joe Strummer se ven diversamente habilitados en la de M. I. A.: el estribillo resuena con el estrépito de disparos y cajas registradoras. M. I. A. ha sugerido que la canción es una celebración de la cultura inmigrante (de ahí su aparición en la banda sonora de Slumdog Millionaire) y una crítica de la industria armamentística. Por más que la letra no haga hincapié en ninguna de las dos interpretaciones, ¿acaso puede ser ambas cosas? Se trata, como dijo en su día Greil Marcus de «Street Fighting Man», de un «desafiante rompecabezas emocional, no es una palmadita en el hombro por estar del lado de los buenos».
Con todo, cuando la entrevistan, M. I. A. tiende a la hipérbole (considera un «genocidio» el trato recibido por los tamiles de parte del gobierno de Sri Lanka), a las teorías conspiratorias (cree que Google y Facebook fueron inventados por la CIA) y al pancartismo fatuo («dad una oportunidad a la guerra»). Es ahí donde su empleo del lenguaje y la imaginería de la violencia revolucionaria resulta problemático. Nunca acaba de estar claro si lleva las riendas de su cargado lenguaje o simplemente recurre a él para impresionar, como un chico que lanzara petardos en la calle esperando que los estallidos se confundan con disparos.
La existencia de Internet ha dado lugar a que las incoherencias y traspiés de M. I. A. hayan sido objeto de debate hasta un extremo al que no se habían visto expuestos los músicos politizados de antaño, pero las preguntas se remontan hasta la génesis de la moderna canción protesta: ¿qué derecho tiene un músico a hablar de política?, ¿las cuestiones políticas tienen un lugar en el mundo del entretenimiento? Y la respuesta es la misma de siempre: llega un punto en que se debe aceptar que un músico no tiene las mismas responsabilidades que un político y que la música puede albergar ambigüedades, así como extraer energías de las mismas, de un modo en que las entrevistas no pueden. M. I. A. no es política ni experta, tampoco predica soluciones; para resultar interesante y hacerse oír no tiene la obligación de informarse exhaustivamente ni atesorar conocimientos. Su música va siempre dos pasos por delante de sus creencias políticas. Y lo mismo podría decirse de Strummer, Dylan o Chuck D; sin embargo, el debate acerca de la política y el pop se ha vuelto absurdamente implacable.
Crear una canción protesta exitosa en el siglo XXI es un desafío abrumador, pero la alternativa, para cualquier músico con fuertes convicciones políticas, es la parálisis y la frustración. Y lo que yo creo que este libro demuestra es que nunca fue fácil. Abrazar la política para la música es un salto al vacío que obedece más a la fe que a la experiencia, pues siempre habrá una docena de razones para no acometer tamaña temeridad. Son los músicos quienes deben seguir con dichas tentativas; su éxito, no obstante, depende del resto de nosotros.