Es la medianoche del 4 de noviembre de 2008 en el Grant Park de Chicago. Barack Obama acaba de ser elegido primer presidente negro de Estados Unidos por una amplia mayoría. De pie en el estrado, soportando el frío de la noche, dice ante una concurrencia de cien mil regocijados simpatizantes: «El camino ha sido largo, pero esta noche, gracias a lo que hemos conseguido hoy, en estas elecciones, en este momento definitorio, el cambio ha llegado a Norteamérica».
Algunos entre el gentío o viéndolo en casa por televisión identifican sus palabras como una paráfrasis de las que escribió el cantante de soul Sam Cooke hace ya 45 años: «It’s been a long, a long time coming / But I know a change is gonna come» [ha sido una larga, larga espera, / pero sé que va a llegar el cambio]. En aquel momento histórico, uno de los grandes oradores de nuestra era tomaba prestada de una vieja canción protesta la frase más memorable de su discurso.
En cierto sentido, Obama es el primer presidente vinculado a la canción protesta. Creció con el soul politizado de Stevie Wonder y recurrió al himno de los derechos civiles de Curtis Mayfield «Move on Up» en sus mítines de campaña. A lo largo de ésta, la revista Blender publicó una lista de sus diez canciones favoritas, entre ellas «What’s Going On» de Marvin Gaye, «Gimme Shelter» de los Rolling Stones, «Think» de Aretha Franklin y el tema de will.i.am «Yes We Can», que había sido compuesto a partir de una grabación de su propio discurso convirtiéndolo así en letrista de su propia canción protesta. En su concierto de investidura, el veterano cantante protesta Pete Seeger se sumó a Bruce Springsteen para cantar «This Land Is Your Land» de Woody Guthrie; Stevie Wonder interpretó «Higher Ground» y Bettye LaVette y Jon Bon Jovi cantaron, como no podía ser de otro modo, «A Change Is Gonna Come».
Sin embargo, aunque hablara poderosamente al presente, la música del pasado no impedía que un interrogante colosal siguiera acechando el futuro de aquel formato. A lo largo de la década anterior habían ido apareciendo con marcada regularidad artículos periodísticos en los que se preguntaba adónde habían ido a parar las canciones protesta… Yo mismo escribí un par. Había un sinnúmero de motivos por los que estar asustado, enojado o incluso esperanzado a lo largo del primer decenio del siglo XXI, pero los cantautores parecían, en su mayoría, incapaces de convertirlos en una muestra de arte convincente. Uno de los propósitos de este libro es explicar por qué.
La expresión «canción protesta» resulta problemática. Muchos artistas la contemplan como una etiqueta que los encasilla. Joan Baez, que cantó por los derechos civiles y contra la Guerra de Vietnam, dijo una vez: «Odio las canciones protesta, pero algunas se expresan de modo diáfano». Barry McGuire, que en 1965 estrenó un tema definitorio del género («Eve of Destruction»), matizó: «No se trata exactamente de una canción protesta. No es más que una canción sobre acontecimientos actuales». Poco antes de interpretar «Blowin’ in the Wind» por vez primera, Bob Dylan advirtió a su público: «Ésta no es una canción protesta». Sin duda, varios de los cantautores incluidos aquí querrían librarse de la etiqueta, pero mi empleo del término intenta describir, en su sentido más amplio, canciones que tratan cuestiones políticas para apoyar a las víctimas. Puede ser un encasillamiento, pero es muy amplio, está repleto de agujeros y nadie debería asustarse con él.
Sin embargo, existen buenos motivos por los que el término se recibe con suspicacia. Las canciones protesta se ven perjudicadas tanto por sus valedores incondicionales como por sus críticos más feroces. En tanto que los detractores desechan todo el muestrario como didáctico, tosco o simplemente aburrido, los entusiastas tienden a comportarse como si las buenas intenciones no precisaran un mínimo de calidad musical, cuando todo amante de la música sabe que la gente hace malos discos por razones encomiables y buenos discos por razones deleznables. El propósito de este libro consiste, ante todo, en tratar las canciones protesta como una forma de música popular. No todas las canciones que aparecen en las páginas siguientes son artísticamente valiosas, pero muchas lo son, ya que el pop se crece ante la contradicción y las tensiones. El hueco que se abre entre la ambición y el logro, el sonido y el sentido, la intención y la recepción, se ve recorrido por una corriente de electricidad crepitante. Así, las mejores canciones protesta no son productos muertos atados a un tiempo y un lugar concretos, sino organismos cambiantes. La dificultad esencial e inevitable de doblegar un mensaje serio para satisfacer el gusto por el espectáculo es el grano de arena que hará posible la perla. En canciones tales como «Strange Fruit», «Ohio», «A Change Is Gonna Come» o «Ghost Town», el contenido político no es un obstáculo para la grandeza sino su propia fuente. Abren una puerta por la que se cuela el mundo exterior.
Éste es también un libro sobre decenas de personas que tomaron ciertas decisiones en determinados momentos por motivos muy diversos y con consecuencias dispares. En los casos peores, los cantantes se han visto censurados, arrestados, golpeados e incluso asesinados por su mensaje. Menos dramático resulta el riesgo de parecer aburrido, estridente o egocéntrico. Se suele decir que algunos combinan pop y política para atraer publicidad, pero si hay algo que la historia de la canción protesta puede demostrar es que existen maneras mucho más fáciles de despachar unos discos de más.
«Es una navaja de doble filo —dice el antiguo cantautor político Tom Robinson—. Si mezclas la política y el pop, cierta crítica dirá que explotas las necesidades, ideas y simpatías políticas de la gente a fin de vender tu música pop de segunda, [otra crítica dirá] que estás vendiendo ideales políticos de segunda explotando tu trayectoria en el pop. Sea como fuere, estás atrapado.» Algunas de las críticas contra los cantantes protesta que Phil Ochs reprodujo irónicamente en el texto de la carátula de All the News That’s Fit to Sing (1964) («vine a pasarlo bien, no a que me sermoneen»; «está bien, pero no llega muy lejos») siguen esgrimiéndose hoy en día.
En muchos sentidos, escribir una canción protesta es buscarse problemas y es este peligro lo que aporta vitalidad al formato. Casi todas las canciones que aparecen en este libro nacen de la preocupación, el enojo, la duda y, casi siempre, de la emoción sincera. Algunas son un derroche espontáneo de sentimiento, otras son panfletos elaborados con esmero; algunas son claras como el agua, otras cautivan por su ambigüedad; algunas son una respuesta, otras plantean preguntas imprescindibles; algunas fueron fruto de una valentía extraordinaria, otras se beneficiaron de una coyuntura excepcional. Hay tantas maneras de escribir una canción protesta como de escribir una de amor.
Naturalmente, la música ha sido explotada para tratar cuestiones políticas y morales durante siglos (véase Apéndice 1), pero he decidido empezar con la intersección del canto protesta y la música popular del siglo XX porque, a mi parecer, es ahí donde la cosa se empieza a poner interesante. Antes de los años treinta, en Estados Unidos existía la música popular apolítica de Tin Pan Alley y, por otra parte, las melodías tomadas de las canciones de los trabajadores. Sólo cuando la canción pop abrazó enteramente la política con «Strange Fruit» de Billie Holiday, a la vez que la música folk se radicalizaba con Woody Guthrie, empezaron a saltar chispas entre los polos opuestos de la política y el espectáculo. Por razones de espacio, he limitado mi interés a la música popular occidental, salvo en algunas muestras (como en el caso del reggae o del afrobeat) que hicieron mella en las audiencias occidentales. Naturalmente, hay modalidades incontables de canciones protesta en otras partes del mundo, pero eso sería ya materia para otro libro.
Por un tiempo, en la bulliciosa avalancha de los años sesenta, se pensó que la música pop podía cambiar el mundo y algunas personas jamás asimilaron la cruda realidad, pero la misión de la música protesta o de cualquier forma artística con una dimensión política no consiste en darle la vuelta al mundo, sino en cambiar opiniones y perspectivas, en decir algo sobre los tiempos que te han tocado y, a veces, en descubrir que lo que dices remite también a otro momento de la historia, motivo por el que Barack Obama se vio parafraseando a Sam Cooke en su discurso de Grant Park. La mayoría de estas historias concluyen en discordia, desilusión, desespero e incluso muerte. En cierto sentido, el fracaso es total; en otro, no lo es en absoluto. Se trata más bien de lo que los individuos dejan tras de sí: eslabones de una cadena de canciones que se extiende a través de las décadas.
En sus vívidas memorias, Rumbo a la gloria, Woody Guthrie expresó sus expectativas para las canciones que escribía:
Recuerda, se trata de que quizá, algún día, en alguna ocasión, alguien te escoja y mire tu foto y lea tu mensaje y te guarde en el bolsillo, te ponga en un estante y te queme en su estufa, pero tendrá tu mensaje en la cabeza, le dará vueltas y se dará cuenta. Voy de aquí para allá, tan desbocado y a la deriva como tú y muchas veces me han recogido, arrojado y recogido otra vez, pero mis ojos han sido una cámara que tomaba fotos del mundo y mis canciones han sido mensajes que he tratado de diseminar por todos los rincones, por los peldaños de las escaleras de incendios, los alféizares de las ventanas y los pasillos oscuros.
Este libro trata de estos mensajes diseminados.