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Evangeline entró corriendo en el apartamento que Silas le dejaba usar y dejó la bolsita de plástico en la encimera de la cocina diminuta. Durante un rato no le haría ni caso; aún era incapaz de enfrentarse a las posibles consecuencias de lo que el paquetito le revelaría.

Silas le había comprado verduras cuando salió a cogerle algo de ropa, pero solo pensar en comida le revolvía el estómago. Así pues, descartar aquella posibilidad no era lo mejor, aunque eso era lo que había hecho ella durante los últimos dos días. Tenía que saberlo… necesitaba saberlo. Era mejor cerciorarse de una vez por todas y saber a qué se enfrentaba.

Con los dedos helados y el miedo atenazándole el corazón, cogió la bolsa como si estuviera infectada o fuera a morderla, y se fue al baño. Sacó la prueba de embarazo de la cajita y leyó deprisa las instrucciones. Parecía bastante fácil: orinar en el palito y luego esperar unos minutos hasta obtener el resultado.

Después de seguir las instrucciones religiosamente, se lavó las manos, dejó la prueba en el mármol y se quedó mirando su reflejo en el espejo. No parecía embarazada, pero a estas alturas a nadie se le debía de notar, ¿no? De hecho, no sabía de cuánto estaba, si es que estaba encinta. No podía estar de más de tres meses porque no había estado mucho más con Drake.

Sin embargo, nunca había tenido reglas regulares, así que nunca sabía cuándo le iba a bajar. De ser ese el caso, ¿por qué estaba ahora como una boba haciéndose una prueba de embarazo si a lo mejor le bajaba la semana siguiente? ¿Le hacía ilusión, a lo mejor? ¿Era eso? Después de la pérdida de Drake, ¿se aferraba a un clavo ardiendo para conservar parte de él? ¿Un bebé? ¿Su hijo?

Lo último que necesitaba ahora era estar embarazada, pero a la vez, la esperanza que sentía dentro era tan intensa, tan desesperada estaba, que pensaba que, si no estaba embarazada, no solo lloraría la pérdida de Drake, sino la de un niño que no existía. Menuda forma de fustigarse.

Cerró los ojos y cogió la prueba mientras inspiraba profundamente por la nariz para tranquilizarse. Al final, se armó de valor y abrió los ojos para ver los resultados.

Tardó un poco en secarse las lágrimas y dejar de ver borroso, pero entonces lo vio: ante ella apareció una cruz rosa.

Le fallaron las piernas y se tambaleó; estuvo a punto de caer al suelo. El corazón le estalló de júbilo, aunque al mismo tiempo la embargaba el pesar.

Se sentó en el suelo, porque ya no confiaba en que le aguantaran las piernas, y se llevó las rodillas al pecho. Se abrazó a las piernas con todas sus fuerzas y empezó a balancearse adelante y hacia atrás. Las lágrimas, una mezcla de dolor y alegría, le resbalaban por las mejillas… y sonrió.

Un bebé. El hijo o hija de Drake.

Una pequeña parte de él que viviría gracias a ella. Su legado.

Cuando esos pensamientos alegres y tranquilizadores se habían adueñado de su mente, llegó la realidad y le dio un buen mazazo. Ya no tenía motivos para seguir en la ciudad. Lo único bueno que había hecho Drake había sido ingresar una buena suma de dinero en la cuenta corriente de sus padres y comprarles una casa y un coche nuevos, de modo que pudieran vivir con comodidad sin deudas ni hipotecas el resto de sus vidas.

Eso significaba que ya no tenía que preocuparse de trabajar para mantener a sus padres. Podría ir a la universidad, como siempre había querido, y recibir una buena educación, licenciarse y poder mantener a su bebé ella solita.

Podía volver a casa y disfrutar del apoyo de las dos personas que más la querían del mundo. Ellos la ayudarían y, en cuanto naciera el bebé, Evangeline podría matricularse en la universidad y contar con ellos para que lo cuidaran mientras ella estuviera en clase.

Nunca se avergonzarían de ella, sobre todo cuando supieran la verdad, aunque no les contaría nunca qué había propiciado la ruptura con Drake. Si se lo dijera, habría preguntas inevitables que llevarían a conclusiones erróneas. Independientemente de lo que hubiera hecho él, que no la hubiera amado o creído, no quería que sus padres lo creyeran un criminal. De hecho, ni ella misma sabía en qué estaba metido, así que no estaba segura de si era algo ilegal o no. Y ahora ya no importaba porque ella ya no estaba en su vida.

La vergüenza y la culpabilidad la embargaron, aunque ella se resistía a sentirse así. No ocultaría el niño a Drake de ningún modo, pero ahora él le daba miedo. Su riqueza y su influencia la asustaban. Al saber cómo había sido su infancia, era consciente de que él no querría estar en la vida de su hijo. Si eso era lo que quería, iría a verlo mañana mismo para avisarle al menos de su paternidad inminente. No obstante, él la odiaba tanto que temía que fuera a quitarle el bebé y por eso no le contaría el secreto.

Ahora mismo tenía que tomar otras decisiones más inmediatas. Cerró los ojos y apoyó la frente en las rodillas, disfrutando de un momento a solas con su bebé, susurrándole la promesa de que siempre estaría a salvo, de lo mucho que lo amaba ya.

Siguió balanceándose sin fijarse en el tiempo. Cuando se dio cuenta de la situación en la que estaba, le entraron ganas de fustigarse porque, de nuevo, la estaba manteniendo un hombre. La única diferencia era que no tenía una relación con Silas y eso, de algún modo, era peor porque se estaba aprovechando de su generosidad sin ofrecerle nada a cambio.

Cogió el móvil, que había dejado junto al lavamanos, abrió una ventana del navegador y buscó la aerolínea que sabía que volaba a la ciudad más cercana a su pueblo.

El billete no era barato precisamente por la poca antelación, pero no podía hacer nada al respecto. Usó una de las tarjetas de crédito que Drake le había dado. Lo menos que podía hacer era ayudarla a marcharse a casa, ¿no? Serían los quinientos dólares mejor invertidos porque se libraría de ella para siempre.

Miró la hora y calculó el tiempo que necesitaba para llegar al aeropuerto —de nuevo necesitaría pagar el taxi con la tarjeta—, facturar y embarcar, y se percató de que si reservaba el vuelo y salía en la próxima media hora, podría irse en uno de los vuelos directos de la noche.

Buscó la tarjeta en el bolso y tecleó los números para terminar la transacción. Recibió el correo de confirmación junto con el número de vuelo y la hora de llegada, y llamó a su madre.

No le serviría de nada ocultar la historia a su madre, porque algo se olería cuando le contara que llegaría aquella misma noche. Lo que no había previsto es que se pondría a llorar en cuanto oyera su voz, de modo que se pasó veinte minutos explicándole la situación. Cuando colgó, solo tenía diez minutos para salir. Se echó a reír: ni que tuviera tantas cosas para llevar. Cogería los tejanos y las camisetas que Silas le había comprado y le cabría todo en el equipaje de mano.

Después de tirar la prueba de embarazo en el cubo de basura junto al retrete, metió toda la ropa que pudo en una mochila de gimnasio que encontró en el armario. Entonces escribió una nota a Silas y a Maddox para agradecerles lo bien que se habían portado con ella, por su amistad y su cariño. Les contó que lo mejor era seguir con su vida y dejar Nueva York y terminó diciéndoles que ellos dos serían el mejor recuerdo que se llevaba de la ciudad.

Era algo triste pensar que después de todo el tiempo que había vivido aquí, solo se quedaba con la amistad de Silas y Maddox.

Suspiró, se fue derecha a la puerta y luego se volvió para asegurarse de no dejarse nada. Casi se echó a reír. Sí se dejaba algo: su corazón hecho trizas por el suelo.

Eso era lo único que dejaba atrás. Su corazón. Siempre estaría donde estuviera Drake Donovan y no podía negarlo.