Epílogo

La antigua iglesia encalada del pueblo de Evangeline parecía recién salida de un cuento de hadas para la ocasión. Drake no había reparado en gastos para regalarle la boda de sus sueños. Por dentro, las paredes estaban cubiertas de cientos de arreglos florales, algunos de los cuales habían llegado de varias partes del país. Había mil lucecitas blancas parpadeantes —un homenaje a su amor por la Navidad, aunque esta ya hubiera pasado— entrelazadas con las plantas y colocadas de forma estratégica para que las flores lucieran aún mejor.

Paradójicamente, no fue ella quien supervisó o planificó la decoración, los arreglos florales o los demás detalles de la ceremonia. Drake le había dicho con firmeza que su madre y él se ocuparían de todo, que lo único que quería era que descansara y cuidara bien de ella y del bebé.

Para su asombro, los hombres de Drake, todos ellos, participaron activamente en los preparativos. Silas había supervisado los arreglos florales él mismo. Este ejecutor era una caja de sorpresas y quedaba demostrado que tenía buen ojo para el arte y la decoración. Al fin y al cabo, había sido él quien la llevó a que la peinaran y maquillaran, y quien dio instrucciones a la maquilladora sobre qué estilo quería para ella.

Para la boda no fue distinto. Hizo venir a la misma estilista de Nueva York a la zona rural de Misisipi para que le arreglara el pelo y se encargara del maquillaje para el gran día.

Evangeline se miraba al espejo mientras aguardaba en un pequeño cuarto improvisado a la entrada de la iglesia, un cubículo añadido al otro extremo de la sacristía. No obstante, no se había vestido allí, ni la habían peinado y maquillado en la iglesia. La estilista se había pasado unas dos horas en casa de sus padres maquillándola y después de cerciorarse de haber alcanzado, según palabras textuales, la perfección absoluta, la llevaron en coche a la iglesia acompañada de Silas y Maddox. Una vez allí, la hicieron pasar a aquel cuartito para que descansara —dicho literalmente por Silas— y hacer los retoques que fueran necesarios antes de que empezara la ceremonia.

Cuando llegó la hora, se oyó un golpecito en la puerta, y las maripositas empezaron a revolotear en su barriga. Su madre le apretó cariñosamente las manos con los ojos vidriosos.

—Debe de ser Silas, cariño. Tu padre te espera en la entrada. ¿Estás preparada?

Ella tragó saliva, pero sentía tanta alegría y emoción en el pecho que esbozó una sonrisa tan radiante que podría hacer sombra al sol. Asintió y, a pesar de la sequedad que se notaba en la boca y el estremecimiento que le recorría el cuerpo, se levantó de la forma más grácil que pudo con la ayuda de su madre.

—Evangeline —dijo Silas con una mirada de admiración al abrir la puerta—, estás guapísima.

Ella pestañeó para contener las lágrimas y él la reprendió suavemente mientras le secaba una lágrima con el pulgar.

—Nada de llorar el día de tu boda. La estilista se ha pasado dos horas arreglándote. Y Drake pedirá nuestras cabezas como tenga que decirle que ha habido un retraso porque han tenido que volver a maquillarte.

Evangeline se echó a reír y sin pensárselo dos veces abrazó a Silas con fuerza.

—Eres mi mejor amigo —susurró contra su pecho.

Silas le devolvió el abrazo y la besó en la frente. Entonces le dio la vuelta y la llevó hasta la entrada, donde su padre la esperaba sentado en la silla de ruedas.

Drake miró el reloj y frunció el ceño, impaciente. No dejaba de dar golpecitos en el suelo con el pie derecho, aunque por suerte los amortiguaba el pasillo enmoquetado de la iglesia.

La iglesia. Hizo una mueca al pensar en lo blasfemo que era todo aquello. ¿Él y sus hombres en una iglesia? Por suerte el edificio no estalló en cuanto entraron por la puerta ni les partió un rayo.

Ver a sus hombres en una iglesia era todo un poema. Todos ataviados con sus trajes caros. Incluso Zander y Jax, a los que les importaba un pimiento lo que la gente pensara de ellos, se habían vestido formalmente para la ocasión. Ninguno quiso arriesgarse a herir los sentimientos de Evangeline, y no porque los hubieran amenazado Drake o Silas, sino porque los mataría ser la causa de su malestar o descontento.

No había muchos invitados. De hecho, los únicos que habían ido, además de los hombres de Drake, eran los padres de ella, un par de familiares que vivían en el pueblo y dos mujeres amigas de Brenda a las que Evangeline llamaba «tía». Aunque Drake había descubierto que en los pueblecitos sureños a los amigos íntimos se los consideraba familiares y se los trataba como tales. Evangeline había hecho lo mismo al conocer a Drake y a sus hombres: los consideraba familia, su familia. Y pobre del que se atreviera a hacerles daño.

No habían separado a la gente según viniera por parte del novio o la novia. Sus hombres eran los únicos que venían por parte del novio, así que se colocaron a ambos lados del arco decorado minuciosamente, en señal de apoyo a él y a Evangeline. A ella la representaban igual, algo de lo que Drake se hubiera cerciorado si sus hombres no hubieran decidido hacerlo motu proprio.

Maddox dio un paso al frente y se puso detrás de Drake, donde estaría Silas cuando terminara de ayudar a la novia y a su padre a recorrer el pasillo.

—¿Qué? No tendrás dudas, ¿no? —murmuró Maddox.

—¡Y una mierda!

Drake hizo una mueca por el improperio que acababa de soltar y miró arrepentido al párroco, que al parecer no se lo había tomado mal y sonreía ligeramente.

Maddox soltó una carcajada.

—Ya me lo imaginaba.

Drake arrugó la frente. ¿Y por qué lo preguntaba, entonces? Pero no se dignó a responder a la bromita de su hombre. Volvió a mirar la hora. ¿Por qué tardaba tanto? Evangeline estaba lista antes de llegar a la iglesia. De eso hacía media hora ya.

Empezó a sudar y se le hizo un nudo en la garganta del miedo. ¿Y si era ella la que tenía dudas? Se dio la vuelta, decidido a ir a buscarla y arrastrarla por el pasillo —qué decoro, ceremonias ni qué narices—, cuando la música empezó a sonar y se abrió la puerta del fondo, por la que apareció la madre de Evangeline acompañada de Silas.

Espera. Silas iba a ir detrás del padre de ella para empujar la silla de ruedas y para que Evangeline pudiera caminar cogida del brazo de su padre. Si estaba acompañando a Brenda, ¿quién se aseguraría de que Evangeline y su padre recorrieran el pasillo sin problemas?

Lo haría él mismo si hiciera falta. Además, no quería arriesgarse a darle demasiado tiempo y que ella tuviera la ocasión de replantearse la boda. La sola idea de haber llegado hasta ese punto y que no se casara… No soportaba pensarlo.

Silas sentó a Brenda y la besó ligeramente en la mejilla. Brenda le sonrió y los dos intercambiaron unas palabras, algo que no le hizo mucha gracia a Drake. Si había que contar algo de Evangeline, tenían que decírselo a él y no a Silas ni a ninguno de sus hombres.

Entonces Silas se dio la vuelta, miró a Drake y tras una débil sonrisa volvió a recorrer el pasillo y desapareció tras las puertas de entrada. A los treinta segundos, la música cambió. No era la marcha nupcial sino el Himno a la alegría, una composición que a Evangeline le encantaba y que dijo que representaba mejor su unión. Drake estuvo de acuerdo.

Las puertas dobles se abrieron y entonces la vio.

Se le cortó la respiración y se tambaleó un poco, con lo que tuvo que recolocarse para no quedar en ridículo allí mismo. Pero nunca había visto tanta hermosura como ahora que contemplaba a su ángel enfundada en un elegante vestido blanco. Brillaba de la cabeza a los pies adornada con sus joyas. Los mechones rubios le caían en cascada por la espalda. No llevaba el pelo recogido ni había velo que le tapara el rostro, lo que le encantaba.

Ella esbozaba una sonrisa radiante que iluminaba la iglesia entera. Era como si el techo hubiera desaparecido y los rayos de sol los iluminara a todos directamente. Sus vibrantes ojos azules brillaban con tanto amor y felicidad que tuvo que tragar saliva para deshacerse el nudo de la garganta que amenazaba con dejarlo sin aire.

Ella empezó a caminar del brazo de su padre, detrás del cual iba Silas empujando la silla para que Evangeline pudiera marcar el ritmo. El rostro de su padre resplandecía y tenía el pecho henchido de orgullo y la cabeza bien alta. En los ojos leyó una clara advertencia a Drake: «Te doy lo mejor de mi vida. Hazla feliz o te haré sufrir».

Bueno, su padre no tenía de qué preocuparse en ese aspecto, porque si Evangeline no era feliz, él mismo sufría. Y punto. La felicidad de ella era la suya también. Su tristeza también sería tristeza para él. Y Dios mediante, ninguno de los dos volvería a sufrir un día de tristeza y pesar. Siempre y cuando él tuviera a Evangeline, no volvería a ese vacío estéril que había sido su vida entera antes de conocerla.

Cuanto más se acercaban a donde los aguardaba Drake, más intensas eran las ganas de cogerla en brazos y llevarla rápidamente ante el párroco para que la hiciera suya. Legalmente, se entiende, porque ella ya era suya y nada, ni ninguna ley, podría cambiarlo.

El matrimonio, o el acto oficial de casarse, nunca había significado nada para él. Hasta ahora. Para él, un trozo de papel y las palabras de un hombre de Dios no significaban nada ni para nadie que considerara suyo. Pero sorprendentemente, al llegar el momento, fue él mismo quien insistió.

Evangeline le había dicho que si no quería casarse, si le incomodaba, no hacía falta que lo hicieran. Le bastaba con que él la quisiera.

No, a la mierda. Estuvo a punto de explotar cuando se lo dijo. Su primera reacción fue decirle que se iban a casar y que sí era importante, de hecho lo era todo para él. La segunda fue empezar a sudar y le preguntó si dudaba y no quería casarse.

Trató de no pensar en aquel momento y se centró en lo que tenía delante. Dios, era tan hermosa… y suya. Era completamente suya.

Silas detuvo la silla de ruedas y Evangeline se dio la vuelta, absorta en su padre por un instante. El hombre tenía los ojos vidriosos y Drake vio el futuro de repente. Se vio en casa de Grant Hawthorn entregando a su hija y la de Evangeline en matrimonio. Era una sensación tan conmovedora como aterradora.

¿Entregar a su hija en matrimonio? Y una leche. Su hija no se casaría nunca, ni tendría novios, si dependía de él. Le bastaba con que sus ejecutores fueran los únicos hombres en la vida de su hija —o de sus hijas si se daba el caso— y solo para protegerla, claro. Se estremeció al pensar en hijas, en plural. Más de una. E igual de rápido le vinieron a la cabeza una media docena de niñas, réplicas en miniatura de Evangeline. Notó cómo palidecía y le temblaban las piernas. ¿Seis angelitos? Estaría perdido… y sería inmensamente feliz también.

Evangeline besó a su padre y le apretó la mano antes de mirar hacia Drake. Los hombres se miraron de una forma muy significativa y elocuente, como si hubieran hecho un trato. Él entendía perfectamente la postura de su padre.

Silas empujó la silla hasta el extremo del primer banco para dejar a su padre junto a su esposa, Brenda. Entonces cogió a Evangeline de la mano, la llevó hasta Drake y se la entregó.

—Cuídala bien —dijo Silas muy serio.

—Siempre —prometió él.

Entonces Silas se retiró y solo quedaron ellos dos, Drake y Evangeline. La pequeña mano de ella en la suya. Los demás desaparecieron. Solo estaba ella para él y no le importaba nada más. La devoró con la mirada, aliviado de que este día hubiera llegado por fin y sin importar que solo hubieran pasado dos semanas desde que ella lo perdonara y lo hubiera aceptado de nuevo. Esas dos semanas, y las cuatro anteriores, le habían parecido una eternidad.

Ahora la única eternidad que contemplaba era la que pensaba pasar con su esposa.

—Drake —susurró ella, tirándole de la mano suavemente.

Él frunció el ceño. Eso no era parte de la ceremonia. Ella le sonrió y él volvió a quedarse sin aliento.

—El párroco está esperando —le susurró de nuevo.

Mierda. Se había quedado tan absorto mirándola, asimilando que era suya y agradeciéndoselo a Dios que se había embobado en lugar de proceder con la ceremonia. Bueno, ¿quién podía culparlo? Se casaba con la mujer más dulce y hermosa —tanto por fuera como por dentro— del mundo. Si eso no era motivo para quedársela mirando embobado, ¿qué lo sería?

—Pues eso no puede ser —murmuró apretándole un poquito más la mano, que luego besó, a sabiendas de que eso no formaba parte de la ceremonia prevista—. Te quiero, mi ángel. Te quiero muchísimo. Gracias por quererme.

Su cálida sonrisa le llegó al alma. No parecía molesta por romper con la tradición y la etiqueta, ni que el párroco estuviera esperando con la mirada algo exasperada.

—Yo también te quiero, Drake. Y ahora, ¿no crees que hemos esperado bastante? Es hora de casarnos.

Y tanto. Cuanto más lo alargaran, más tardaría en llegar la luna de miel y tenerla en la suite haciéndole el amor hasta quedarse sin aliento.

Como si viera el derrotero que tomaban sus pensamientos, ella sonrió con una mirada pícara. Dios, ahora ya no recordaba los detalles de la ceremonia y eso que habían ensayado la tarde anterior. ¡Como si necesitara que le dijeran cómo hacer suya a la mujer a la que amaba! Solo podía ver a Evangeline, su esposa, en sus brazos, su cama, envuelta en él mientras le hacía el amor de todas las formas humanamente posibles. Y después de quedar los dos agotados, seguiría pensando en hacerle el amor e introducirse en su cálido cuerpo. Si fuera por él, se pasaría la vida con su sexo muy dentro de ella. Se le ocurrían peores formas de pasar el resto de su vida.

Nunca había creído en el cielo y el infierno, pero tras conocerla supo perfectamente cómo eran ambos. Estar con ella era estar en el cielo, en un paraíso terrenal. Pero sin ella… era el peor de los infiernos. Y si tras su último día en la tierra lo esperaba el cielo, con Evangeline, de repente, esa idea no le importaba en absoluto.

El cielo era de donde venían los ángeles y Evangeline era el más dulce de todos. No era un hombre merecedor del cielo ni había hecho nada para ganarse la redención, pero en brazos de Evangeline era lo más cerca que se podía estar de alcanzar tanta bondad.

Evangeline volvió a tirarlo del brazo y él despertó de esas ensoñaciones, pestañeando y aún confundido. Ella lo miraba divertida como si se riera de un chiste a su costa.

—Creo que esta es la parte en la que me besas —susurró.

¿Besarla? ¿Ya habían llegado a la mejor parte de todas? Sí, lo de besarla podía hacerlo sin problemas. Tenía pensado hacerlo mucho más. Junto con la parte de declararlos marido y mujer, lo de besar a la novia era lo mejor de la ceremonia.

Con una veneración infinita, le acarició el rostro con la mano, tocándole las mejillas sonrosadas y rozándole los labios hasta que la cogió de la barbilla y se inclinó para alcanzar su boca. Se estremeció cuando reparó en su suspiro de felicidad.

Por muy a menudo que la besara —y no había hecho mucho más desde que la recuperara—, era como la primera vez. Nunca se hartaría de su tacto, su calidez y su amor.

La besó un buen rato, hasta que notó que ella se apoyaba en él, entregada por completo a su beso y a sus ganas de no despegarse de ella. A su alrededor, y en lo que les parecía una distancia abismal, se oyeron las risas, los vítores y hasta alguna broma, pero no le importó. No cuando tenía a lo que más amaba entre sus brazos.

Si no se equivocaba y había prestado atención al ensayo del día antes, besar a la novia iba después de declararlos marido y mujer, lo que significaba que ya estaba besando a su esposa. Su ángel. La madre de su hijo y de los muchos que había prometido darle en el futuro.

—Mía —murmuró antes de volver a besarla en la boca, sin importarle quién presenciara esa declaración apasionada.

—Tuya —repuso ella—. Siempre y para siempre, Drake. Siempre te querré y seré tuya.

Él cerró los ojos y empezó a notar el escozor delator de las lágrimas. Dios, amaba muchísimo a esta mujer, más de lo que podría querer a ninguna otra persona. Y él que pensaba que nadie podría amarlo. Sin embargo, esta mujer en sus brazos, la mujer con la que acababa de casarse, lo amaba incondicionalmente. Nunca había dudado de él y le había perdonado lo imperdonable no una vez, sino dos veces.

En aquel instante dejó de reprimir las emociones que le inundaban el alma y hundió el rostro en su hermoso pelo. Inspiró hondo, aspirando su aroma para que acabara siendo una parte permanente de él.

—Yo también te quiero, mi ángel —dijo con voz ronca—. Siempre te querré. Nunca habrá otra mujer para mí.

Ella se retiró y lo miró preocupada al tiempo que le acariciaba la mejilla.

—Drake, cariño, ¿qué te pasa?

Parecía hasta asustada mientras estudiaba sus facciones y reparaba en sus lágrimas. Antes hubiera matado a quienquiera que percibiera debilidad en él. Pero con Evangeline, no; sabía que siempre estaría a salvo con ella.

—Nada de nada —dijo sonriéndole—. Si no me equivoco, la ceremonia ha terminado y ya eres mi esposa, señora Donovan.

Estaba encantado de oír su apellido asociado a ella, pero a juzgar por la alegría que iluminó la mirada de Evangeline, no era el único embargado por esa gran emoción.

—Lo que significa —dijo él mientras le cogía una mano para salir a toda prisa de allí con ella, su ahora esposa— que es hora de llevar a mi esposa de luna de miel.

Toda la iglesia estalló en risas y a Drake lo maravilló lo increíble y despreocupado que era ese sonido. Apenas habían dado tres pasos cuando se dejó llevar por la alegría de saberla más suya que nunca. La cogió en brazos para recorrer el pasillo central y no se detuvo en la puerta, no, no se paró a hablar con los allí presentes ni esperó a que salieran sus hombres. La llevó directamente al coche que los esperaba y le hizo el amor a la señora Evangeline Donovan de camino al aeropuerto.