Prólogo

Chloé

Amo a mis hermanas. Las quiero tanto como las odio. Si hubiese tenido la oportunidad de escogerlas, seguro que no lo hubiese hecho mejor. A pesar de lo que dice la gente, no nos parecemos en absoluto. Podemos tener algún rasgo físico que declare que somos hijas de los mismos padres, pero nada del otro mundo, y hay que fijarse bien en los pequeños detalles de nuestro rostro para saber que tenemos trazos iguales o, más bien, parecidos. Si nos miramos las tres juntas en el espejo, nosotras no vemos similitudes, pero oye, la gente siempre tiene mejor vista. O quieren que nos parezcamos más de la cuenta. No nos han confundido nunca, a pesar de que podríamos decir que nuestra altura es similar. Nuestro color del pelo ya nos delata. Una, con la melena de un tono castaño claro, la otra morena y la otra con el pelo prácticamente negro. Así que no, según nosotras, no nos parecemos en absoluto, y ya ni hablamos de la personalidad.

La mayor es la más sensata de las tres, ha heredado el carácter de mi madre y la inteligencia de mi padre. Acaba de finalizar sus estudios de Medicina y, en breves, empezará su residencia especializada en Pediatría. Siempre intenta tener los pies en el suelo, mantener la compostura y pensar antes de hablar. Podríamos considerarla como la responsable de las tres. Si no fuese mi hermana, diría que es el bicho raro de la clase, la listilla, la empollona o la que toca las narices porque siempre tiene que decir qué es correcto y qué no. Pero, en algunas situaciones, es muy bienvenida su opinión y sé de buena tinta que no lo hace con ninguna maldad, sino con el fin de poder sacar lo mejor de nosotras.

La pequeña vive en los mundos de Yupi. Está completamente loca y no estamos seguros de cómo le va a sentar la universidad.

Lo más probable es que acabe de desfasarse del todo y pierda la poca cordura que le queda. Va a estudiar Psicología; como bien dicen, hay que estar loco para entender a los locos, así que le va que ni pintado. Tendría que valorar un poco más las cosas, pero, sin duda, es la más feliz de todas. A veces creemos que no es del todo consciente de dónde vive o dónde se mueve, pero estoy segura de que es más lista de lo que quiere aparentar. Al fin y al cabo, no todos los genes se los puede haber quedado la misma, así que algo debe de tener en su cabecita, solo falta que sepa usarla cuando toca.

Luego, estoy yo, la del medio, como si se tratara del patito feo de la casa. Soy bastante normal y no tengo ni idea de hacia dónde quiero encarar mi vida. Estoy a punto de graduarme en Historia del Arte y no miento si digo que escogí mi carrera jugando a los dardos. He aprobado las asignaturas por lo bajo y puedo jurar que no me acuerdo de ninguna clase teórica a las que he asistido. Aunque admito que me entusiasma pintar, es un pasatiempos que se me da bien. Si algo me he demostrado, es que con esfuerzo todo se puede conseguir, mi martirio me ha costado, pero, aquí estoy, teniendo un grado en el bolsillo que no me servirá de nada. El resto de mi vida podría valorarse igual. Soy demasiado impulsiva a la hora de tomar decisiones y mi orgullo me puede para admitir que me he equivocado. Por esa razón he acabado esta carrera, lo que no sé es cuánto tardaré en darme cuenta de que no me lo puedo tomar todo de la misma manera. Me gusta mi vida, no me quejo porque siempre he podido hacer lo que he querido, pero a veces envidio demasiado la vida de los que tengo a mi alrededor. Tengo demasiadas inseguridades y las intento camuflar de todas las maneras posibles; me encantaría tomar un rumbo y saber hacia dónde quiero dirigirme. Tener una meta clara en la vida y hacer lo posible para alcanzarla. Ya sea tener un trabajo que me apasione, independizarme, formar una familia o lo que sea que tenga que venir, pero lo veo bastante lejos por ahora.

Mis padres han decidido que, con tantos cambios en nosotras, es el momento de hacer este viaje. Fue la última voluntad de mi abuelo, que murió hace cuatro meses, por lo que no nos hemos podido negar. Nos vamos a pasar todo el mes de agosto a un pueblo perdido en el sur de Francia, lugar donde el patriarca de la familia nació y creció. Aún mirándolo con el máximo optimismo posible, tiene toda la pinta de que va a ser un calvario Siempre hemos sido de los que hacen viajes familiares con frecuencia, pero intentábamos que no durasen más de una semana para no volvernos más locos de lo que estamos. Todo el mundo nos pregunta cómo puede mi padre aguantarnos a las cuatro y, siendo sinceras, no sabríamos contestar. Creo que ya ha perdido la fe en nosotras y aguanta el chaparrón de la mejor manera que sabe. En esta ocasión, van a ser nada más y nada menos que treinta días, y yo ya estoy sopesando a cuál de las dos voy a matar antes.

Hemos cargado las maletas en el coche y nos esperan unas ocho horas de viaje. Si eso ya va a ser insufrible, no quiero imaginarme el resto. Hemos visitado el pueblo en alguna ocasión para estar con familiares, pero todo es distinto si acudes para una simple comida o celebración. Un mes entero lo cambia todo, ni siquiera sé si sigue estando habitado. La casa de mi abuelo está encima de una pequeña colina y tiene tan solo un par de vecinos. Eso sí, vamos a poder tomar el sol, por lo menos, en el inmenso jardín. Llenar la piscina va a ser otra historia, aunque nos servirá para estar entretenidas.

¿Va a llegar la cobertura a ese sitio? Por si acaso, hemos cogido juegos de mesa y libros, vamos a tener que matar el aburrimiento como sea. También hemos diseñado un plan de deporte. Mi padre cree que el aire puro le va a sentar bien a nuestros pulmones, y yo, con tal de andar en mallas todo el día, no voy a replicarle nada.

Mi abuelo quería que hiciéramos unas cuantas excursiones, que respiráramos otro aire, pero, sobre todo, que disfrutáramos de la familia, de tenernos los unos a los otros. Es un valor que han intentado inculcarnos desde que nacimos y me siento muy afortunada por ello. Quizá sea ese el motivo de que quiera tanto a las dos que tengo al lado. Sabemos que la tecnología ha afectado mucho en casa últimamente, ya casi no podemos estar en la mesa sin que ninguna coja el teléfono en algún momento y, a veces, las desconexiones son totalmente necesarias. Quizás descubrimos que podemos prescindir de ellos. No, mejor no hacerse ilusiones al respecto, lo que sí sé es que no vamos a retransmitir este insufrible viaje en ningún lado.

Melisa apoya su cabeza en mi hombro, no hace falta que pida permiso. Dudo que sepa el significado de ese acto y mi padre nos deleita con una nueva selección de música que ha escogido para este acontecimiento. Cierro los ojos y me aventuro a no pensar en lo que dura el trayecto, si reflexiono, siempre llego a la misma conclusión: va a ser el verano más aburrido de nuestra historia.