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LIDIA: UN CORAZÓN HOSPITALARIO
Habiendo, pues, resucitado Jesús por la mañana, el primer día de la semana, apareció primeramente a María Magdalena, de quien había echado siete demonios.
Marcos 16.9
A Lidia se la recuerda como la primera persona que se convirtió al Evangelio en Europa. Fue la primera en responder públicamente al mensaje de Cristo durante el primer viaje misionero de Pablo a ese continente. Su conversión constituyó la cabeza de puente de la iglesia en un continente que finalmente llegó a convertirse en centro del testimonio del Evangelio en todo el mundo. (Europa solo cedió esa distinción a Norteamérica en los últimos cien años o algo así.)
Irónicamente, sin embargo, Lidia misma no era europea. Su nombre era también el de una importante provincia de Asia, donde probablemente nació. La ciudad capital de Lidia era Sardis. El último y más conocido gobernante fue Creso, quien gobernó en el siglo VI a.C. y cuyo nombre es sinónimo de riqueza. (Fue derrotado por Ciro, soberano de Medo-Persia en los tiempos de Esdras. Ciro usó la riqueza que le había capturado a Creso para conquistar la mayor parte del mundo conocido.) En tiempos de los romanos, la otrora famosa tierra de Lidia era solo una de las provincias de Asia Menor. Pero hacia el fin de la era apostólica, la provincia de Lidia era además un próspero centro del cristianismo. Sardis (todavía ciudad capital de la región en la época del apóstol Juan) era el asiento de una de las siete iglesias del libro de Apocalipsis (3.1-6).
Lidia vivía en la ciudad de Tiatira, en la provincia de Lidia. Tiatira era la sede de una de las siete iglesias del Apocalipsis (2.18- 29). Significativamente, Tiatira estaba localizada en la misma región de Asia Menor donde Lucas nos dice que a Pablo, a Silas y a Timoteo le «fue prohibido por el Espíritu Santo hablar la palabra en Asia» (Hechos 16.6).
Muy poco tiempo después que todas las puertas se cerraron para que Pablo pudiera seguir plantando iglesias en Asia Menor, Dios soberanamente condujo la expansión misionera en Europa por medio de un sueño en el cual un varón macedonio «estaba en pie, rogándole y diciendo: pasa a Macedonia y ayúdanos» (v.9). En aquellos días, Macedonia era el nombre de una provincia romana que cubría mucho de la parte superior de la provincia de Grecia, extendiéndose del Adriático al Egeo. El área donde Pablo desarrollaba su ministerio estaba en la Grecia de los tiempos modernos. (La moderna Macedonia es una región considerablemente más pequeña, distinta de Grecia.)
«En seguida», dice Lucas, «procuramos partir para Macedonia, dando por cierto que Dios nos llamaba para que les anunciásemos el evangelio» (v.10).
Las ironías son muchas. En lugar de alcanzar a Lidia en la región que ella reconocía como su hogar, el Evangelio la persiguió hasta Europa, donde tenía negocios. Aunque Pablo vio al varón macedonio en visión, una mujer en Asia fue la primera convertida que se recuerde en Europa.
Lidia era una mujer destacada que aparece repentina e inesperadamente en la narración bíblica, recordándonos que mientras los propósitos soberanos de Dios por lo general permanecen ocultos a nuestros ojos, Él siempre trabaja en maneras secretas y sorprendentes para llamar a alguien para su nombre.
CÓMO LLEGÓ EL EVANGELIO A LIDIA
La historia de Lidia es breve pero convincente. Se cuenta, en apenas unos pocos versículos cerca del comienzo de la narración de Lucas, acerca del segundo viaje misionero del apóstol Pablo. Este fue una extensa gira misionera cuya descripción abarca desde Hechos 15.36 a 18.22. Los principales acompañantes de Pablo en ese largo viaje fueron Silas y Timoteo. Al parecer Lucas se les unió justo antes que cruzaran el angosto estrecho de Troas, en Asia Menor, para pasar a Macedonia (entrando a Europa). El enrolamiento de Lucas en el equipo misionero fue indicado por un abrupto cambio del pronombre a segunda persona, que parte en Hechos 16.10 («en seguida procuramos partir para Macedonia»). Desde ese punto en adelante, Lucas escribe como un testigo ocular. Fue en ese mismo punto que entra en acción la historia de Lidia.
La guía providencial de la mano soberana de Dios fue evidente para todo el grupo de Pablo. Lucas no explica todas las circunstancias, pero de alguna manera ellos fueron prohibidos por el Espíritu Santo de viajar al corazón de Asia menor. También se les cerraron todas las demás puertas del ministerio en Asia (16.6-8). Fue entonces que Pablo recibió la revelación que lo llamaba a cruzar al continente europeo. Dios dejó perfectamente claro a todos que había un solo camino por delante: Macedonia. No perdieron tiempo cruzando a Grecia continental.
Lucas da una detallada cuenta sobre la ruta que tomaron para llegar a Macedonia: «Zarpando, pues, de Troas, vinimos con rumbo directo a Samotracia, y el día siguiente a Neápolis; y de allí a Filipos, que es la primera ciudad de la provincia de Macedonia, y una colonia; y estuvimos en aquella ciudad algunos días» (Hechos 16.11-12). El viaje corto, de dos o tres días, fue principalmente por mar. La ruta de Troas a Neápolis cubría cerca de 140 millas náuticas. Neápolis era la ciudad-puerto vecina de Filipos, ubicada a unas diez millas tierra adentro.
Filipos tomó su nombre de Filipo II de Macedonia, padre de Alejandro el Grande. Era la terminal del Este de la famosa ruta romana conocida como la Vía Ignacia. Tesalónica, donde Pablo establecería más tarde una célebre iglesia, estaba a unos 240 kilómetros al oeste, en el otro extremo de la Vía Ignacia.
En los días de Pablo, Filipos era una comunidad próspera y activa en la intersección de dos rutas comerciales (una por tierra a través de la carretera principal desde Tesalónica y la otra por mar, en dirección al vecino puerto de Neápolis). Lucas describe a Filipos como «una colonia» (Hechos 16.12), lo cual significa que era una colonia de Roma, con un gobierno romano y una numerosa población de ciudadanos romanos. La historia cuenta que el año 31 A.D. Filipos llegó a ser una colonia romana. Eso significa que la ciudad tenía su propio gobernador local que se reportaba directamente a Roma, independiente del todo del gobierno provincial de Macedonia.
Sus ciudadanos estaban también exentos de pagar impuesto a Macedonia, de modo que era una ciudad floreciente, muy animada, con negocios y comercio de todo el mundo. Era un lugar estratégico para introducir el Evangelio en Europa.
Pablo y sus compañeros pasaron «algunos días» en Filipos, aparentemente esperando por el sábado. La estrategia evangelística normal de Pablo era presentar primero el Evangelio en la sinagoga local. Él sabía que si hubiera comenzado a predicar a los gentiles, los judíos nunca habrían escuchado nada de lo que tenía que decirles. Filipos, sin embargo, era una ciudad enteramente gentil, sin sinagoga.
Allí había algunos judíos, muy pocos, insuficientes como para sostener una sinagoga. Para crear una sinagoga en cualquier comunidad, la costumbre judía requería de un quórum (conocido como minyan), de al menos diez judíos hombres (cualquier adulto varón mayor de la edad del Bar Mitzvah calificaba).
Este número supuestamente se derivaba del relato bíblico de la destrucción de Sodoma y Gomorra, cuando Dios le dijo a Abraham que tendría piedad de esas ciudades por amor a diez hombres justos (Génesis 18.32-33). Pero la regla del minyan era un ejemplo clásico de invención rabínica. La ley bíblica no hace tal restricción.
De acuerdo con la tradición, en comunidades sin sinagoga si las mujeres judías lo deseaban podían orar juntas, en grupo, pero los hombres tenían que formar un legítimo minyan antes de poder participar en cualquier acto de adoración formal, pública o comunitaria, incluyendo oraciones, la lectura de la Torá u ofrecer bendiciones públicas.
Puesto que la comunidad judía de Filipos aparentemente no era muy grande para formar un legítimo minyan, Pablo y su grupo se averiguaron dónde estaba el lugar en que las mujeres se reunían el sábado a orar y fueron hasta allí. Lucas escribe: «Y un día de reposo salimos fuera de la puerta, junto al río, donde solía hacerse la oración; y sentándonos, hablamos a las mujeres que se habían reunido» (Hechos 16.13). El río era un pequeño arroyo conocido como el Gangites, justo al occidente de la ciudad. Al parecer, el grupo de mujeres que se reunían allí constituía la única concentración pública de judíos en cualquier lugar de Filipos en un típico día sábado. Manteniendo su principio de llevar el Evangelio «al judío primeramente» (Romanos 1.16), Pablo fue a predicar a la ribera del río.
Lo irónico fue que la mujer que respondió con más entusiasmo no era judía. Lidia era una adoradora de Jehová, al menos externamente. Pero era una gentil, una activa buscadora del verdadero Dios que aún no había llegado a ser una formal prosélito. Lucas describe el primer encuentro con Lidia de este modo: «Entonces una mujer llamada Lidia, vendedora de púrpura, de la ciudad de Tiatira, que adoraba a Dios, estaba oyendo» (Hechos 16.14).
Era, en efecto, una mujer de negocios. Vendía tintura de púrpura y telas finas de púrpura, manufacturadas por una famosa comunidad de su pueblo natal de Tiatira. (Los arqueólogos han descubierto varias inscripciones romanas que datan del primer siglo y se refieren a la comunidad de tintoreros de Tiatira.) El colorante, raro y caro (en realidad más carmesí que la púrpura) era fabricado sobre la base de las púas de la caparazón de un molusco conocido como cañadilla. El proceso se había inventado en la antigua Tiro, y la tinta era (y lo es aún) conocida como tintura de Tiro. Los manufactureros de Tiatira habían perfeccionado un mejor método para obtener la tinta de los moluscos. También habían creado una tinta menos cara de color similar, a partir de la raíz de una especie vegetal. Esta era una alternativa popular del valioso color, especialmente entre la gente de la clase trabajadora. Pero la costosísima tinta de Tiro era la base de la púrpura original, y ese producto era uno de los artículos más apreciados en todo el mundo antiguo. Por tal razón, Lidia debe haber sido una mujer de buena situación. La mención que se hace de su familia en Hechos 16.15 indica que mantenía un hogar en Filipos, muy probablemente, con sirvientes domésticos. Todo esto confirma que era una mujer acaudalada.
CÓMO EL EVANGELIO
CONQUISTÓ EL CORAZÓN DE LIDIA
La manera en que se convirtió Lidia, es una excelente ilustración de cómo Dios siempre redime a las almas perdidas. Desde nuestra perspectiva humana, podemos pensar que nosotros le estamos buscando, que creer en Dios es meramente «una decisión» que está en el poder que tiene nuestra propia voluntad de elegir, o que somos soberanos sobre nuestro corazón y sobre nuestros sentimientos. En realidad, dondequiera que usted vea un alma como la de Lidia buscando a Dios, puede tener la certeza de que es Él quien la está atrayendo. Dondequiera que alguien deposita su confianza en Cristo, es Dios quien abre el corazón para que crea. Si Dios mismo no nos llevara a Cristo, nunca llegaríamos a Él. Jesús fue muy claro cuando dijo: «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere» (Juan 6.44). «Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre» (v.65).
El corazón humano caído está en total esclavitud del pecado. Cada pecador es tan indefenso como lo era María Magdalena bajo el poder de esos siete demonios. Romanos 8.7-8 dice:
«Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios». Nosotros no tenemos poder para cambiar nuestros corazones o salirnos del poder del mal para volvernos buenos «¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal?» (Jeremías 13.23)
El amor por el mal es parte de nuestra naturaleza caída y es lo mismo que hace imposible que escojamos el bien por sobre el mal. Nuestras voluntades se inclinan en concordancia con lo que amamos. Somos prisioneros de nuestra propia corrupción. Las Escrituras nos muestran la condición de cada pecador caído como un estado de esclavitud del pecado sin esperanza alguna.
En realidad, es peor que eso. Es un tipo de muerte, una aridez espiritual superior que nos deja totalmente a merced de los deseos pecaminosos de nuestra propia carne (Efesios 2.1-3). Estamos imposibilitados de cambiar nuestro propio corazón por uno mejor.
Hechos 16.14 describe a Lidia como una mujer «que adoraba a Dios». Intelectualmente al menos, ella ya sabía que Jehová era el único Dios verdadero. Al parecer, se encontraba regularmente con las mujeres judías que se reunían a orar el sábado, pero aun no se había convertido al judaísmo. Lucas señala que Lidia «estaba oyendo» (Hechos 16.14). Usa un vocablo griego que significa que estaba escuchando intensamente. No solo estaba absorta del sonido, sino que cuidadosamente atendía al significado de las palabras. No era como aquellos que acompañaban a Pablo camino de Damasco, que oían el sonido de las voces (Hechos 9.7) pero no entendían el significado (22.9). Ella escuchaba extasiada y comprendía el mensaje del Evangelio que explicaban Pablo y sus compañeros.
Su corazón fue realmente abierto. Era una buscadora genuina de Dios. Pero observe el punto de vista completo de Lucas: no era que Lidia abriera su corazón y sus oídos a la verdad. Sí, ella estaba buscando, pero aún eso era porque Dios estaba atrayéndola. Estaba escuchando, pero era Dios quien le daba oídos para oír. Tenía un corazón abierto, pero era Dios quien abría su corazón. Lucas expresamente afirma la soberanía de Dios en la salvación de Lidia: «El Señor abrió el corazón de ella para que estuviese atenta a lo que Pablo decía» (16.14).
Mucha gente lucha por aferrarse a esta verdad. Es una idea compleja, pero estoy muy contento por la verdad que encierra. Si no fuera por la soberanía de Dios, tratando de atraer y abrir los corazones de los pecadores para que crean, ninguno sería salvo. Esto es lo mismo que Pablo tiene en mente en Efesios 2, donde después de subrayar la absoluta falta de vida espiritual de los pecadores, dice que la salvación —después de todo— es un regalo de Dios (Efesios 2.8-9).
¿Se da cuenta que incluso la fe es un regalo de Dios para el creyente? No podemos poner la fe al alcance de nuestros propios corazones o atraerla con solo nuestra fuerza de voluntad. Dios es quien abre nuestros corazones para creer. El arrepentimiento es algo que Él concede por gracia (Hechos 11.18; 2 Timoteo 2.25).
Creo que todos los cristianos tenemos alguna comprensión intuitiva de esta verdad. Por eso oramos por la salvación de aquellos que amamos. Si la salvación solo dependiera de nuestro libre albedrío, ¿cuál sería el sentido de orar a Dios respecto de esto? Además sabemos en nuestros corazones que no podemos jactarnos de ser más sabios o más letrados que nuestro prójimo que todavía no cree. Sabemos en nuestros corazones que nuestra salvación es total y completamente la obra de la gracia de Dios y que en ningún caso se debe a nosotros. Todos los creyentes, como Lidia, debemos confesar que fue Dios quien primero nos abrió el corazón para creer.
El lenguaje es significativo. Mucha gente imagina que la doctrina de la soberanía de Dios hace que Él, de algún modo, los obligue a creer contra su voluntad. Algunas veces los teólogos buscan la expresión «gracia irresistible» cuando describen la manera como Dios atrae a los pecadores a su Reino. No imagine ni por un momento que allí hay un tipo de fuerza violenta o intimidación cuando Dios atrae a Cristo. La gracia no empuja a los pecadores contra su voluntad hacia Cristo; los conduce voluntariamente a Él abriendo sus corazones en primer lugar. Los capacita para ver sus pecados como son y los faculta para despreciar lo que anteriormente amaban. También los equipa para ver a Cristo como quien realmente es. Alguien cuyo corazón ha sido abierto de esta manera, inevitablemente encontrará a Cristo irresistible. Ese es, exactamente, el significado de la expresión «gracia irresistible». Así es como Dios atrae a los pecadores a Él. La descripción que Lucas hace de la conversión de Lidia capta esto de manera hermosísima. El Señor sencillamente abrió su corazón para que creyera y ella lo hizo.
La mano soberana de Dios se aprecia en cada aspecto del relato de Lucas, así como las evidencias de que el Señor organizó las circunstancias del viaje de Pablo a Macedonia. Una providencia similar fue la que trajo a Lidia allí, y la condujo a la ribera del río un sábado en la mañana con un corazón que buscaba. Fue el Espíritu de Dios quien soberanamente abrió su corazón, le dio oídos espirituales para oír y le dio ojos espirituales para ver el irresistible llamado de Cristo.
Ella respondió al instante. La soberanía de Dios no deja al pecador aparte del proceso. Lidia oía y ponía atención. Voluntariamente abrazó la verdad del Evangelio y se convirtió en una creyente esa misma mañana. Llegó a tomar parte en el pleno cumplimiento de la promesa dicha tanto antes a Eva. La simiente de la mujer aplastó por ella la cabeza de la serpiente.
CÓMO EL EVANGELIO
TRANSFORMÓ LA VIDA DE LIDIA
La fe de Lidia se hizo de inmediato evidente en sus acciones. Casi por accidente, Lucas dice: «Y cuando fue bautizada, y su familia...» (Hechos 16.15) Recuerde, la reunión tenía lugar junto a un río. Al parecer, Lidia, como el eunuco etíope, necesitó un muy pequeño estímulo para dar el primer paso de obediencia a Cristo. Se bautizó de inmediato allí mismo.
Nótese además que la Escritura menciona a su «grupo familiar». Esto podría describir su verdadera familia, pero nada en el contexto indica que estuviera casada. Habría sido muy inusual en esa cultura que una mujer casada, con responsabilidades familiares, estuviera involucrada en un importante negocio de importación y exportación que le exigiría viajar de un continente a otro.
Lidia debe haber sido viuda. Lo más probable es que su grupo familiar incluyera a sus sirvientes. También podría tener hijos ya crecidos. Pero quienes sean los que estaban incluidos, todos vinieron a la fe y se bautizaron junto con ella. Apenas convertida y ya estaba llevando a otros a Cristo. Y la gracia de Dios estaba abriendo sus corazones también.
También estuvo muy presta en ofrecer su hospitalidad a los misioneros. Según Lucas, «les rogó» que fueran sus huéspedes:«Nos rogó diciendo: Si habéis juzgado que yo sea fiel al Señor, entrad en mi casa, y posad» (Hechos 16.15). Lucas agrega (con su característica modestia): «Y nos obligó a quedarnos» (v.15).
La hospitalidad de Lidia con estos extranjeros que habían venido en el nombre del Señor fue admirable. Otra vez, su ansia por hospedarlos nos recuerda que era una mujer de buena situación. Sabemos con certeza que el grupo incluía a Pablo, a Silas, a Timoteo y a Lucas. Con toda probabilidad había otros. Pudo haber sido un equipo numeroso. No es una tarea fácil, aún hoy, hospedar a tanta gente. Como no tenían planes de ir desde allí a otro lugar, (estaban allí, después de todo, para plantar una iglesia), Lidia les ofreció acogerlos en su casa indefinidamente.
Por otra parte, el costo real para Lidia era potencialmente mucho más alto que el valor monetario de una habitación y comida para un grupo misionero. Recuerde que en Filipos fue donde Pablo y Silas recibieron de azotes, fueron arrojados a la cárcel y puestos sus pies en un cepo. Finalmente quedaron libres por un terremoto milagroso, y en el desarrollo de estos acontecimientos, el carcelero y todo su grupo familiar se convirtieron al cristianismo. Por eso, si predicar el Evangelio era considerado un delito digno de la cárcel, Lidia se estaba exponiendo a un serio problema: la pérdida de su negocio, la mala voluntad en la comunidad e incluso una sentencia de prisión por albergar a extranjeros y así darles una base desde donde evangelizar.
Su maravilloso acto de hospitalidad, sin embargo, abrió el camino para que la iglesia penetrara en Europa. Pablo y los misioneros aparentemente permanecieron con Lidia por un largo tiempo. El versículo 18 describe a una mujer poseída por un demonio que los hostilizaba «por muchos días» (énfasis añadido), hasta que «desagradando a Pablo, éste se volvió y dijo al espíritu: te mando en el nombre de Jesucristo, que salgas de ella. Y salió en aquella misma hora».
La mujer poseída era una esclava cuyos amos se habían beneficiado económicamente con sus habilidades de adivinación (v.16). Después que el demonio la dejó, no pudo hacer ningún truco que le diera credibilidad como vidente. Su propietario, entonces, promovió una oposición pública que pronto envió a Pablo y Silas a la cárcel.
Después de la conversión del carcelero, cuando Pablo y Silas fueron finalmente liberados, Lucas dice: «Entonces, saliendo de la cárcel, entraron en casa de Lidia, y habiendo visto a los hermanos, los consolaron, y se fueron» (Hechos 16.40).
Eso indica que habían estado en Filipos el tiempo suficiente para fundar una iglesia madre. Aparentemente, cierto número de personas había respondido al Evangelio. Naturalmente, su primer lugar de reunión fue el hogar de Lidia. Por el hecho de abrir su casa al apóstol Pablo, Lidia tuvo el honor de albergar ¡en su propia sala de estar, los primeros cultos de la primera iglesia que se estableció en Europa! Logró ese honor para sí al mostrar tan cálida hospitalidad a este equipo de misioneros a quienes apenas conocía. Ella ejemplifica el tipo de hospitalidad que la Escritura demanda de todos los cristianos.
La hospitalidad de Lidia es tan notable como su fe. Debido a su generosidad con Pablo y su equipo misionero, el Evangelio logró un sólido punto de apoyo en Filipos. Algunos años después, Pablo escribió la epístola que dio a luz el nombre de esa iglesia. Es obvio, por el tono que emplea, que la oposición al Evangelio fue muy fuerte en Filipos. Pero el Evangelio fue más poderoso aún, y desde Filipos el testimonio de Cristo irrumpió en toda Europa. Aún hoy continúa esparciéndose hasta lo último de la tierra.
La recompensa de Lidia en el cielo seguramente será grande. Fue verdaderamente una mujer extraordinaria. Como todas las mujeres de nuestro estudio, todo lo que la hace excepcional fue el resultado de la obra de Dios en su corazón. La Escritura es explícita sobre esto, en especial en el caso de Lidia pero definitivamente cierto en cada mujer que hemos estudiado.