ANTES
Era abril, ya nos habíamos despertado y estaba lloviendo la mañana en que Ralph Laverty, el hijo de unos vecinos, vino a traernos un telegrama del padre de Clarisa. No bien el chico se fue, el papel pegajoso empezó a embebernos de silencio como una planta hipnótica. A los dos, digo, pero el silencio de Clarisa era turbio, y cuando a eso de las diez pudo romperlo fue para anunciar que de una vez por todas iba a hacerse agujeros en las orejas. Con un denuedo brusco, con los brazos cruzados y el cuerpo incierto bajo el vestido violeta, poco después bajó los escalones del porche. Yo, que le había visto la sonrisa de fastidio, la seguí como quien sigue un esquife ligero y vacío, no desde muy cerca, sólo para saber entre qué cañas va a quedar varado.
Llovía tanto y tan al sesgo que era como si el mundo se hubiese torcido. Avanzábamos, entonces, con una especie de marcialidad, mientras el aguacero amenazaba diluirnos en mansos chapoteos, en el humoso desequilibrio de los charcos. Yo pensaba a la deriva. Clarisa, harta de no llevar pendientes, sólo quería pedirle a Tristán que le perforase los lóbulos. Para los dos era día de descanso; atrás quedaba, en el porche, la lasitud flotando sobre las tazas del desayuno. Lo que se veía adelante, en cambio, no sólo era distinto sino más palmario: casas con jardines insípidos, campos con coles y ciruelos, al norte el celofán del río y la balsa dormida en el embarcadero. En la otra orilla, el asfalto de la carretera condensaba la pulcra, aborregada jovialidad de Lorelei, el lugar donde vivimos.
Ni la tormenta podía evitar que esa jovialidad se propagara. Porque aunque el agua lo desfigurase todo levemente, en la franca distancia de unos cuantos kilómetros la Columna Fraterna, un empinadísimo tubo de aluminio, se conservaba incesante, destacada, inmaterial, proyectando mensajes en el cielo desde su ojo de añiles facetados.
Esa mañana el cielo era de gamuza gris; el láser de la Columna, como un lápiz cumplidor, lo rotulaba con muchas caligrafías. Asaltan la sede vaticana del banco mundial. Su santidad se enfrenta con la turba, puedo suponer que estaba informando en mayúsculas de granate vivo. Después, en negritas, habrá escrito el horario local de vuelos; en cursivas, una publicidad de zapatillas Atahualpa, consejos médicos, el programa deportivo del día en el Recinto Latino, algún chiste para los turistas. Todo en el cielo. Abajo, como el sendero se iba borrando, nosotros ya cortábamos camino por la tierra removida. Vi que Clarisa, mi pelirroja predilecta, se había embarrado las pantorrillas. A traición, desde una casa, una radio cosió en el viento un estribillo sedoso: Igual que una perla rota / es un mundo dividido. Entre los mensajes en el cielo y esa música agraviante el tiempo se acalambró, agobiado por las perversas simetrías de Lorelei. Yo sentí tal furia que en una decisión impensada pero justa me caí de bruces. Al levantarme estaba enchastrado y Clarisa me llevaba cincuenta metros de ventaja; pero mientras echaba a correr pasó algo y supe que ciertas caídas, mejor las más torpes, son sutiles anuncios de regeneración.
Lo que pasó fue que una mano apagó la radio. Sobre el silencio inmaduro se hizo de golpe otro silencio, reventó el olor a tierra y al limpiarme el barro de la frente noté que la lluvia paraba. En un rincón del cielo el láser se apagó; y cuando de nuevo empezó a grabar informaciones, algo, soplo o latido, devolvió vigor al lomo del río y aspereza a las nubes compactas. Los verdes recobraron autoridad.
Yo tengo un respeto por el azar: agradecí. No confío en que se puedan vigilar las artimañas del tiempo ni abolir, por ejemplo en Lorelei, los duraderos acuerdos de la palangana donde nos obligan a movernos; no obstante, pienso, los sauces, la memoria de las personas, los días mismos tienen sus devaneos. De un tic tac a otro el esmalte de la palangana se resquebraja y basta que uno esté alerta para que aparezca mucho escondite donde colarse. Hay momentos, si uno los descubre, que son extraordinarias averías en la red eléctrica que nos alimenta, y en el desconcierto que acuñan se puede atisbar la anticuada audacia del vértigo.
Clarisa se había detenido jadeando. Subida a los restos de una tapia se resignó a esperar para limpiarme la cara en el ruedo del vestido. ¿Cómo te dejaron bajar del Cielo?, hubiera querido preguntarle, pero ella tenía la piel de los muslos erizada y siguió caminando. Poco después, minúsculo a cien metros como un topo, divisamos a Tristán. Estaba entre dos sauces. A medida que salíamos de los cultivos se iba agrandando.
Pese a la lluvia, entre las matas de espadaña y la orilla sobrevivía una playita angosta invadida de cortaderas. Sentado frente al agua con una lona sin color sobre los hombros, Tristán estudiaba una pieza de metal bajo la mirada de Begonia, la hija que siempre lo vigila. Tumbada adelante, una Mobylette roja acaparaba buena parte de la luz; y todos, la moto también, se protegían debajo de un hule negro desplegado entre dos ramas y dos estacas. Los patos volaban bajo como si el viento los intimidara. Clarisa sonrió. Yo, más o menos. Sabía que si desde el Recinto no nos atacaba la voz ubicua de Fulvio Silvio Campomanes era porque Tristán le estaba cerrando el paso, y me daba miedo que fuese provisorio. Sin embargo, lo mismo sigue pasando hoy. Por más que Lorelei ya no sea la redoma de excitación que supo ser, a media hora del Recinto la decadencia no se aprecia mucho; y si las canciones sinuosas de Fulvio todavía pueden llegar a embalsamarnos, basta que Tristán esté sentado en la ribera para que el aluvión de música se trabe en un mecanismo de fracaso.
Habíamos llegado. Tristán silbaba no sé qué. Dejando una secuela de cañas inquietas, una lancha de excursión pasó por el río como una caja de cristal llena de moscas. Con destornillador y llave Tristán se puso a desmontar el sistema de admisión de la moto, útil más bien superfluo para alguien que incluso al Recinto solía ir a pie. Extendió en el suelo la lona que llevaba en los hombros para ir acumulando arandelas, juntas, pernos, hasta que dio con la válvula de gasolina y apretándola entre dos dedos la examinó dos segundos. Begonia se encargó de pasármela.
—Sopla, Lino –me dijo, y ella misma se aventaba el flequillo.
Soplé cuatro veces antes de que la basurita saliera. La gasolina era asquerosa, pero así son las costumbres de Tristán.
—Gracias –dijo Begonia. Me quitó la válvula de la boca y se la devolvió al padre.
—Veamos si ahora arranca este tormento –dijo Tristán. Había fijado la cuba y, girando el destornillador, intentaba regular la entrada de mezcla–. Para algo te has tomado ese aperitivo, ¿no? Cojones, estáis hechos sopa.
—Es el rocío –dijo Clarisa. Se había puesto en cuclillas–. Tristán: una consulta.
—¿Complicada o fácil? –preguntó Begonia.
—¿Me harías agujeros en las orejas?
—Encantado. A Lino lo podríamos circuncidar, ya que estamos.
—Las mujeres tenemos que usar aros de vez en cuando. O pendientes grandes, voluptuosos. Con frutas –balanceándose sobre las puntas de los pies, Clarisa se enjugaba el pelo–. ¿Te animás o no?
—Para mí no es cuestión de valentía.
—Si no estás ocupado puedo pasar esta tarde.
Tristán había llegado a Lorelei cuatro años antes empaquetado en un programa de reeducación, y yo lo había visto hartarse de la Clínica Alborada, tolerar la astenia de heroinómano, esquivar los empleos oficiales y conseguirse un refugio en el campo a fuerza de trabajos poco heroicos. La familia protestaba. Él ejercía una variedad del patinaje artístico entre el dinero estrecho y las siestas junto al río, con un sedal de pesca anudado en el índice. Clarisa, al contrario, parecía cultivar la acción, acumulaba hechos hasta que le rompían todas las costuras, y entonces se perdía con el chorro en panorámicos pozos difíciles de acotar. Así se hicieron colegas. Las líneas que de cada uno partían rumbo al azur se enlazaban a sólo diez metros en un vaporoso sofá de amnesia. También esa mañana se habían entendido desde antes.
—Vale –dijo Tristán–. Ven a eso de las cinco.
—Sos un cráneo –dijo ella, y le acarició la cabeza.
Volvimos a casa sin hablar. Laxa y leve, la mano de Clarisa se me resbalaba, no indiferente sino avisándome que esperase un poco más. El telegrama, el telegrama que ya nombré dos veces, había llegado muy temprano en la mano gordita de Ralph, el hijo de los Laverty; algún hipócrita de la estafeta lo había puesto en el buzón equivocado y cuando Ralph me preguntó quién era Lotario Wald pensé que un error más una alarma no eran buen preludio. Pero Clarisa, que leyó sin respirar, me frenó el temor con la primera de las dos frases que iba a decir en mucho rato.
—Toma, Lino. Leé vos.
Para cualquiera que hubiese pasado más de diez años sin ver al padre el texto no podía traer desasosiego. ADELANTADA JUBILACIÓN, decía. EL RIESGO MANDA. PRIMERA MISIÓN VISITAR HIJA. LLEGO LORELEI 27 DE ABRIL. BESOS. PAPÁ. Tampoco digo que Clarisa se deprimiera; del entrecejo a la boca le bajaban dos rayas de molestia, en todo caso, en un ángulo corto que barría cálculos someros o recuerdos perplejos. Intenté convencerla de que un viejo en vacaciones no estaba obligado a devastar sus alrededores. Podíamos incluso pasarlo bien. Pero no era eso, y no por cerrar el pico logré darme cuenta de qué era en realidad. No habíamos terminado el desayuno cuando Clarisa echó la silla atrás y con un envión nacido varios años antes proclamó que iba a perforarse las orejas.
Yo no creía, es bueno aclarar, que los pendientes fueran a fortalecer un hechizo, ni opinaba que a los treinta y un años el cuerpo de una mujer estuviese completo. La seguí, presencié el trato con Tristán y cuando volvíamos le ofrecí la mano. Desde que nos conocemos siempre hemos hablado poco más que lo justo, al menos cara a cara, acaso para no regalar materia al equívoco. Como a mí callarme no me hace infeliz pero me cuesta, un día decidí comprarme esta máquina. La marca es Parkinson, nombre aciago para cualquier herramienta; pero yo, tercamente, obedezco la consigna del profesor Burroughs: procuro reescribir mis mensajes desde el silencio.
A la tarde, no bien se fue Clarisa, recurrí a mi servicial ejemplar del I Ching en busca de alguna ayuda para arbitrar el choque de familia. La sabiduría de este oráculo sólo es comparable a mi enorme ineptitud para sacarle provecho, pero supuse que, como los buenos boxeadores, podría darme una lección de astucia. Tiré las monedas. El hexagrama que obtuve, y puede que esté mintiendo, fue el 25, Wu Wang, la Inocencia o lo Inesperado, entes estos dos que sinceramente no parecen de la misma especie. Sin embargo el dictamen se inclinaba por la Inocencia: Elevado éxito, decía entre otras cosas, y llamaba a la perseverancia, a no emprender nada sin afincarse en la rectitud. La imagen presentaba el trueno debajo del cielo; los objetos, tendientes al estado natural. Destapé una cerveza y bebí un trago. Líneas móviles yo sólo tenía dos: la primera, Andanza inocente trae ventura, y la cuarta, El que es capaz de perseverar permanecerá sin tacha. Como de mi propia perseverancia no podía dar fe, como la rectitud me importaba menos que evitar goteras en el techo que Clarisa y yo nos habíamos construido, decidí desprenderme también de la inocencia, adjudicársela a Lotario Wald y registrarlo en mi libro de entradas sin observaciones previas, sin abreviaturas ni correcciones, sin cara imaginada.
Un rato después se presentó Ralph Laverty con los carrillos llenos de chicle, restos de espuma de afeitar en la mejilla derecha y un avioncito de control remoto en las manos. Me pidió que no le contase a nadie que todas las tardes se entrenaba para el día en que le tocara rasurarse de verdad. Naturalmente, esperé a que el avión hubiese dado un par de vueltas sobre el jardín antes de preguntarle qué pensaba de la perseverancia.
—Perseverancia –me dijo con la v mordisqueante de los irlandesitos–, es cuando a ti por ejemplo se te rompe este aeroplano que te gusta cantidad y, qué vaina, lo tienes que pegar todo. Todos los trocitos, eh, y es un gran trabajo, pero luego ves que puede seguir volando, otro día, comprendes.
—Creo que eso que decís es la paciencia –observé.
—Mira –dijo él–. Ahora, verás, cuando aquel barco pase por el muelle, en mi avión se abrirá una puerta y saltará un paracaidista.
Más tarde bebimos naranjada mirando cómo el láser pespunteaba el atardecer, FINANCIA LA TRILATERAL LA RESTAURACIÓN DE LOS GIGANTES DE LA ISLA DE PASCUA - GIBRALTAR ES UN SUEÑO IBEROAMERICANO - MUJER: DONA TUS GLÁNDULAS. HAY MILES DE SERES QUE LAS ESPERAN PARA INICIAR UNA VIDA MÁS PLENA - HOY, 22 HS., MAGNOLIA I, CONFERENCIA. ETNOLOGÍA Y COCINA EN LA CUENCA DEL ORINOCO, hasta que aburrido del todo Ralph se despidió, rubio, sudado, y cuando estaba por llegar a su casa lo vi cruzarse con Clarisa. Avanzaba rápido desde el ocaso malva, con una chispa de plata al borde de cada mejilla, translúcida como una silueta móvil en la lámpara china.
—¿Te gustan? –preguntó, y ahora sí me apretaba las manos–. Me los prestó Tristán. Dice que los robó una noche en el Fiodor’s.
Tan raros eran esos pendientes que me aliviaron el dolor de verle los lóbulos irritados. En el ínfimo trapecio de la izquierda una muchacha se columpiaba con las piernas cruzadas; en el de la derecha, un funambulista, de pie, sostenía una barra de equilibrio. Parecían livianos, como de hilo de platino, pero no era la brisa lo que los balanceaba sino la sospecha alegre de ser, por mucho que el pelo cobrizo los comprometiera con reflejos, libres de cualquier memoria.
—Están muy bien hechos –comenté–. Pero me cuesta acostumbrarme.
—Te imaginarás a mí. Es como si anduviera colgada de algo.
Al día siguiente decidimos evitar la balsa y el autobús e ir al Recinto, en nuestro Opel Jabalí 9.34, un coche tan espectacular como inoperante. Era, es todavía, una gema de la ambivalencia mecánica que prodigiosamente gané en una rifa de la Cruzada Contra el Colesterol (Cececé) y, no obstante los asientos de cuero blanco y el tablero de caoba, parece tener un motor de moco. Muchas veces nos ha dejado a pie. Al final yo comprendí: que un coche cero kilómetro, de cilindrada descomunal, queme aceite, por ejemplo, sólo se explica porque los aros son viejos; y la razón de esto es que, en honor al odio que las instituciones de Lorelei tienen por los trabajadores furtivos, a propósito me lo entregaron fallado.
Después de dejar a Clarisa en la Fundación Thielemans, después de arrinconar el Opel en una playa de estacionamiento del bulevar Bolívar, pasé por el taller Arequipa, un emporio de la asistencia automovilística donde un acuerdo espurio con el propietario, cierto Enrique Caduch, me permite hacer trabajos free lance de chapa y pintura. Me dijeron que veinticuatro horas más tarde habría cinco camionetas esperándome. Satisfecho, debí pasar la tarde masajeando espaldas insoladas en diversas habitaciones del hotel Machado, las manos chorreando aceite, la cabeza entre vahos que no acababan de resolverse en la imagen de Lotario Wald. Lo interesante de dar masajes, de paso, es que un cuerpo inatractivo da amplio lugar a la diletancia; y como la misma libertad se disfruta pintando coches a soplete, he llegado a descubrir que no sólo por zafarme de la Oficina Orgánica de Empleo, no sólo por afán de rebeldía, digámoslo así, me esforcé tanto en una época por conseguir la cédula de colaborador independiente. No, no; no sólo por eso.
Una mexicana obesa con un antojo a la altura de las lumbares me preguntó qué me tenía tan cabizbajo. El futuro inmediato, contesté. De algún modo era cierto: dos horas hacía que yo estaba en el hotel y el cable musical sólo había derramado una o quizá media canción de Campomanes (por ejemplo: Desde las húmedas farolas del puerto / hasta el bullicio huero del andén / estibando libertad). Era muy poco, muy extraño.
La misma escasez reconfortante olfateé más tarde en la calle, mientras perdía el tiempo hasta la hora de encontrarme con Clarisa. Aunque el espigón del Puerto Deportivo y el shopping center Chevalier estaban repletos de gente, en la alegría perenne de Lorelei detecté un tironcito, aunque no en el reino de los ligamentos sino en el de la piel: un herpes quizás, o un lunar con pelos. No le di importancia. Hacía semanas que no paseaba por el Recinto y los ojos se me iban sometiendo a sus prosaicos encantos. Calculo que ahora, cuando los describa, voy a correr el riesgo de ser redundante; pero creo que si hace dos años la mayor parte de Occidente conocía este lugar por sueños, por fotos, muchos por haber viajado, hoy están en declive no sólo el prestigio sino también la prestancia de lo que Fulvio Silvio Campomanes concibió en un éxtasis de filantropía. Y por eso cuento: por celo de novelista.
Un río sin nombre cruza Lorelei. Viene de tierra adentro, de montañas boscosas cercenadas por la niebla, corriendo de sur a norte para torcer de pronto hacia el oeste y entregarse al océano. En el ángulo amplio del estuario los sedimentos formaron dos islas, Las Magnolias, que el urbanista Fumio Akutekeri asentó y comunicó con las riberas mediante categóricos puentes de titanio. Cuando Fulvio Silvio Campomanes decidió obsequiarle al mundo el producto de sus desvelos, fue alrededor de ese núcleo que, con una elegancia mayormente estrábica, primero en construcciones modulares, enseguida con mucho acopio de piedra caliza para perpetrar el célebre Efecto Holliday, las numerosas atracciones del Recinto empezaron a conectarse unas con otras como terminales nerviosas frenéticas de sexualidad. Al comienzo paralela al río, aunque más al este desviada por unas lomitas bajas, del Recinto parte hacia el sudeste una carretera con varios desvíos: uno, en el kilómetro ocho, lleva al aeropuerto; otro, en el catorce, a la falsa arcadia de casitas donde algunos residentes vivimos apartados, entre los huertos de campesinos impávidos, del otro lado del río que, a esa altura, se cruza en balsa. El tercer desvío es larguísimo: vuelve a buscar la costa para desembocar más al sur en el puerto de carga que, en la época que cuento, estaba vallado a cualquier curiosidad, vecino a una planta recicladora de basura. La carretera principal sigue no sé hasta dónde. Lo importante es que si uno llega al Recinto desde el interior, a poco de divisar los edificios encuentra a la derecha un tablero más grande que la fachada de una catedral, pongamos la de Maguncia. Excitadas entre marcos color magenta, letras mayúsculas de sodio, verdes lima de noche y de día negras, imponen una provechosa composición de lugar:
HERMANO VIAJERO:
ESTÁS A PUNTO DE ENTRAR EN EL RECINTO LATINO, CENTRO NEURÁLGICO DE LORELEI. FUE CONSTRUIDO POR GENTES IBEROAMERICANAS COMO PRENDA DE DESINTERÉS Y APUESTA POR LA CULTURA, LOS SENTIMIENTOS, EL PLACER, EL DESARROLLO Y EL FUTURO. VIAJERO: LORELEI ES TUYA. HA NACIDO PARA ALENTAR A QUIENES SE ESFUERZAN POR SUPERAR EL ATRASO. INSTRÚYETE Y GOZA. QUE TU PERMANENCIA SEA UN NUEVO APRENDIZAJE DEL AFECTO.
Akutekeri, un snob que junto a Campomanes conoció el fervor, construyó sobre cada isla del estuario un edificio de cristales color caramelo y acero bronceado. Unidas como están por un gran tubo elevado de plexiglás, cuando al atardecer el sol les da de flanco, las torres parecen dos centuriones borrachos que se apoyan mutuamente la rigidez. Desde una marquesina adosada al tubo de tránsito, un cartel luminoso recuerda sin parar todo lo que el visitante tiene a su disposición en el Complejo Las Magnolias y en el resto del Recinto. Esa noche estrenaban una versión de Macbeth adaptada al quechua por el Teatro Estable de Puno; había un concierto de bebop y otro de polos margariteños, una función de danzas balinesas, la final de un concurso de preguntas y respuestas sobre las Guerras de la Independencia Americana para estudiantes preuniversitarios, la tercera representación de Fidelio con Aldo Ferrati y Leda Maracópulos, un concurso relámpago de esculturas de jabón, una exhibición de levantamiento de piedras a cargo de los Amigos de Vizcaya, en el estadio Osvaldo Suárez un partido de rugby entre País de Gales y Guyana, y en el Polideportivo Javier Solís una clase infantil, abierta, de eyeball, un deporte de éxito pasajero en el cual se reunían más puntos cuanto más se ayudaba al contrario a no cometer errores. Culminaban las sesiones del II Simposio Internacional de Traumatología Craneana y seguían las de un congreso de historiadores sobre los inconvenientes de la denominación “Edad Contemporánea”. Si a uno no le interesaban esos espectáculos, podía meterse en el cine, en el circo, o en los casinos, o sentarse a tomar daiquiris en cualquier terraza de la Rambla Magallanes, oteando las incomprensibles mudanzas del azul del mar.
Desde la playa, entre los mástiles de los veleros, la brisa embestía cargada de olor a bronceadores. A las cinco de la tarde los bañistas empezaban a ralear y la arena quedaba revestida por una capa blanca de vasitos de plástico. Bajo las sombrillas dormitaban cuerpos rosados. Varios viejos seguían mojándose los pies en la resaca. Esquivando pescadores bajé del espigón hacia la zona de canales que se entreveran al sur del estuario. Dividida entre la ferocidad de los escaparates y el chapoteo de los botes de alquiler, la atención de la gente se estiraba en una languidez ansiosa, como si a muchos les costara encontrar el momento de dejar en un zaguán la miseria que habían traído pegada a la ropa.
De frente venían una mulata en shorts y botas de montar, un trío de chiítas cargados de panfletos, dos rubias con sendas porciones de pizza y un hombre gordo y achinado con una Polaroid. Con éste tropecé, pero fue él quien pidió perdón. Cuando se alejaba, por la insistencia del silbido que le nacía de la muñeca me di cuenta de que llevaba una pulsera anticólera, la sensación de la temporada. Eran unas correas de metal articulado que en la cara interna escondían un mecanismo empático; cuando se aceleraba el pulso, por un diminuto parlante junto al broche emitían un silbido chusco, reiterado, que no cesaba mientras uno no recuperase la calma. Las había inventado mi vecino Rory Laverty y las fabricaba en serie una banda de navarros medio protegidos por Tristán; y como hasta Campomanes les había elogiado las virtudes de tolerancia, se vendían más que las castañas asadas en el invierno de París. La gente se empujaba menos que antes, cierto; pero en el voluntarioso nirvana de las noches un enjambre de silbidos se volvía denso a la salida de las discotecas, como si la integridad de Lorelei dependiese de un destacamento enano de ambulancias flotantes.
Saliendo de los canales dejé atrás Las Magnolias y me abrí camino hasta la plaza Lamarque, un festival de tulipanes que en tres de sus lados reunía la mayor parte de los bancos del Recinto. En el cuarto estaba la Fundación Thielemans, crisol de los proyectos edilicios, industriales y ecológicos de Lorelei, y centro de la concesión de terrenos. Ahí trabajaba Clarisa de delineante.
Para las seis faltaban cinco minutos; me quedé esperando en el centro de la plaza. Estaba lleno de chicos con triciclos. Matrimonios parcos o temerosos se alejaban de los grupos de baile. A la sombra de un tilo, una mujer de rozagante cara báltica le tiraba el Tarot a un zambo alto sin más vestido que un pantaloncito rojo. Un hombre alerta y con pipa, marido seguramente de la adivina, estaba sentado de espaldas a ella ante un tablero de ajedrez. Contra la pernera del pantalón de poplín descansaba una pizarra que ofrecía 100 dólares contra 10 al que lo venciese en un desafío. Los ojos verdosos quisieron tentarme. Le dije que yo jugaba mal.
—¿Cómo de mal, amigo? –hablaba como uno de esos franceses que perdieron algunas décadas distrayéndose en un pueblo andino–. Son nada menos que cien dólares.
—Usted se llevaría los diez, puede estar seguro. Pero además estoy esperando a mi novia.
—¿Su novia o su mujer? –el hombre miró por sobre el hombro. La adivina le estaba mostrando una carta al zambo–. Pero no, no conteste. He preguntado por preguntar.
—Oiga, ¿le pasa algo? –se me ocurrió decir.
El hombre me clavó los ojos activos, desiertos de toda emoción que no fuese una brutal expectativa.
—Me pregunto si usted habrá notado… Usted, que es residente forzoso.
—¿Qué me quiere decir?
—No se asuste. Lo comprendo y lo respeto, ¿eh? –se sacó la pipa de la boca–. ¿Ha notado que ayer Campomanes no dijo nada en público, ni hoy tampoco?
—¿Fulvio?
—¿Usted conoce algún otro Campomanes, amigo?
Había pocas razones para que el hombre me hubiese adivinado la aprensión, y sin embargo el tono era íntimo. Bochornosamente me quedé mudo. Como el zambo se había ido estuve a punto de sugerir que recurriéramos a la adivina, pero en eso Clarisa se asomó a la puerta de la Fundación, hizo visera con la mano, me distinguió por fin y vino a buscarme. El jugador de ajedrez me permitió partir con un movimiento de cabeza magnánimo, aunque en el fondo dilatorio. En cierto modo sonreía. Me hizo falta recorrer unas cuadras para recobrar la mano de Clarisa, y con esa mano la tranquilidad. Un rato después, sin darme cuenta, me había dejado llevar hasta el mercado Gasset, pero ni el olor sólido a tamales, a cebiche, a empanadas de hígado o de bacalao, a grasa de cordero y fritangas de friquitín conseguían ablandarme.
—Qué loco estás, Lino –dijo ella. Se había agachado a recoger una ciruela tirada por ahí y la estaba comiendo–. Una tarde de ocio y ya te pusiste duro como un bastón.
—¿Y vos qué sabés? –pateé lejos otra ciruela para que no hiciera más chanchadas–. ¿Todo el mundo tiene que poder disfrutar de un paseo? ¿Qué tengo que hacer? ¿Comprar chucherías? Para vos es fácil, ¿no? Tenés un horario, ¿no?
—Preguntáselo al I Ching, insoportable –dijo ella, y se acercó a un puesto de quesos.
—Tenemos poca plata –dije yo.
—Entonces vamos a comer algo barato, pero ahora mismo.
Buscamos una cafetería en la ribera, una aplicada réplica de algún lugar de Montparnasse. Ahí fervientes lunamieleros, collas mansos, viajantes en camiseta de rayón se mezclaban con adolescentes maquilladas para la caza nocturna. No bien nos trajeron las salchichas y la cerveza negra, a Clarisa se la tragó el estupor. Era habitual: masticaba con tesón, la cabeza entre los hombros altos, la frente pecosa atestada de alternativas, pero no más segura en general que una mariposa en un acuario a oscuras. De vuelta del planeta de mis metáforas, de golpe me apretó el vaso frío contra la mejilla.
—¿Te joroba que venga mi viejo?
La quiero tanto que cuando después de unas horas vuelvo a mirarle la cara, y de pronto me acuerdo, y ella espera, me domina una sorpresa que sólo con disciplina evita hacerse flaccidez. Le toqué los dedos. Ella echó la cabeza atrás y el tumulto de pelo anaranjado se desmenuzó en el crepúsculo de la ventana. (No es pelirroja, no exactamente: los rizos nacen castaños, se oscurecen más adelante y desde una línea de combate atrincherada o caótica empiezan a volverse hebras brillantes del color de la bauxita.) Vigilantes, anchos, los ojos de jerez y la boca densa, el labio de abajo grueso, adelantado, el de arriba severo, guardaban estratos de diversas juventudes, todas tersas en el intento de anular los años y el agravio. No le sonreían las comisuras sino el mentón, los redondos pómulos transparentes; y un tic que sin mostrarse iba del puente alto de la nariz a la base de las mejillas transportaba por la piel blandas categorías del desacato. Sacudí la cabeza.
—¿Vamos un rato a la playa?
—La playa sigue sin ser mi gran capricho. Dale, Lino, contestame.
—Vos sabés que no me puede molestar. No lo conozco, y supongo que serán unos días nomás. Si algo estoy, es contento. Es tu padre, ¿no? –lo había dicho sin hipocresía, aunque también sin fanatismo. Y sin embargo no tenía la menor idea de lo que ella intentaba pedirme–. La que no se muere de alegría sos vos.
Se encogió de hombros. Por debajo del algodón negro del vestido yo le adivinaba el torso largo, intenso, curiosamente más grande de lo que sugería la ropa.
—Puede ser –dijo tocándose los aros–. Es. En fin, ahora me voy a comprar. ¿Vamos?
Dije que no, y se fue sola avisando que volvería en una hora. Después de la tercera cerveza la mente se me llenó de cortinados que debí apartar con trabajo para que el drama de la cafetería se impusiera. Bajo una soporífera esponja la música de Fulvio, sei emotiva Maribel / come un frizzante piamontesco / come un romanzo di Galdós, los camareros engominados eludían racimos de muchachas rubias, plomizas, tostadas, tímidas o sediciosas. Humos de pimiento frito se alzaban detrás de la barra. Al lado de mi mesa un individuo canoso con guayabera y medallones enarboló una croqueta a mi salud. Consideré la huida. Pero entonces, como si en el pergamino de olores hubiera asomado otra cosa, declaración remota o criptograma, sucedió lo que durante todo el día yo había estado esperando. En una tangente del griterío, ayudado quizás por una chica descalza que meditaba, el tiempo aceitoso de melodías hizo crac y se rasgó. Sin moverme de la mesa me deslicé por la fisura. Pensé: Estoy esperando a Clarisa, esto se termina enseguida. Me saqué los lentes para ver peor, me froté los ojos para nublarlos. Hubo un trasvase de caudales, o bien la gente se extravió en un barranco. Yo fabricaba un silencio. Me hice punto. Me borré. En veinte minutos, tal vez menos, aparecería Clarisa, el Opel nos llevaría fuera del Recinto, alrededor de la casa estaría el campo empedernido y las luces al margen de la noche; sobre la cama habría un techo sin nada más que vigas y, entre las sábanas, nosotros apretados. Al día siguiente volveríamos al Recinto, a trabajar solamente, y lo mismo al otro; de vez en cuando Clarisa se escaparía a las montañas de la inercia, pero me bastaría no investigar para recuperarla. Habría sido una lástima que la visita de Lotario Wald estropease el conjunto. Volví a ponerme los lentes. Clarisa había llegado con unos gravosos pendientes de jade falso en las orejas y otros, grandes aros de carey, en un sobrecito de plástico. Cuando terminamos de admirarlos fuimos rápido hasta el coche.
Arriba de los bares más alejados estaba anocheciendo en toda la gama del púrpura. Poco después del cartel de ingreso, cuando el asfalto empezaba a alejarse del río, sobre la primera de las lomas, entre las casonas para jubilados, se recortó la villa de Fulvio Silvio Campomanes. Intenté no pensar nada. Clarisa, que había querido manejar, apretaba el acelerador con una saña sólo mitigada por la artrosis del Opel.
Pasamos el desvío del aeropuerto. Cada medio kilómetro, iluminados por particulares fuegos fatuos, los robotitos destinados a entibiar el alma del viajero nos saludaban con sonrisas geométricas. No son grotescos, sólo un tanto huecos. Son robots, es claro; de un lado el colla, el baturro, el carioca, el charro, el gaucho; del otro las esposas, todos engalanados como Fulvio había dispuesto y más resistentes que el granito. En el kilómetro catorce, por el desvío que lleva a nuestra casa, doblamos hacia la balsa. Cruzamos el río y en la otra orilla Clarisa quiso quedarse un rato. Es el espectro, el imperioso espectro, me dije.
Estuvo unos minutos sentada en el tronco doblado de un sauce. Miraba el paisaje oscurecido como quien estudia el coeficiente ambiguo de una criatura que todavía no habla bien. Sentí las dos manos en el hombro.
—¿A qué cuerno vendrá? –preguntó con la voz ronca.
—¿Tu padre?
—Sí, Lino, mi padre, quién va a ser.
—No sé. No sé. Si yo tuviera una hija me gustaría verla de vez en cuando. Por lo menos cada diez años.
—Negador más grande que vos no conozco –obstinada en el río, la mirada se le iba anegando de negrura–. ¿Qué será? ¿Una especie de festejo por la jubilación?
—A lo mejor. En todo caso es lógico. Podrías darte cuenta de que es lógico, ¿no? ¿Cuántos años tiene?
—No me grites.
—¿Sesenta y pico? Y bueno, debe haberle perdido el miedo a muchas cosas, incluso a acordarse de lo que pasó con vos.
Me retiró las manos del hombro.
—Conmigo nunca pasó nada. Eso es lo que pasó: nada. Yo esperaba a veces que estuviera encerrado en un ropero, espiándome, y dejaba de hacer cualquier cosa y de repente, zas, abría. Pero no había nadie escondido. No tenemos nada que arreglar. Debe ser otra cosa.
—¿Qué otra cosa?
No contestó. Yo sabía que desde chica Clarisa había invertido meditadas dosis de energía en arrinconar a Lotario en la inexistencia, acaso con la colaboración de él. Como tributo a la impunidad del escritor, puedo elegir una de las pocas memorias, que ella me había confiado y, me parece, recordé en aquel momento. Es así: a los quince años, cuando iba a fiestas, Clarisa se divertía únicamente hasta que se acercaba la hora en que pasaban a buscarla. Porque el encargado de pasar era Lotario, no la madre, y a ella le daba vergüenza ese hombre inexpresivo, pusilánime, entendido en cortesía pero no en conversación ni en buenos nudos de corbata. Y como por eso evitaba llevar en coche a las amigas, por lo general volvían los dos solos. Pero entonces era peor: al fin comprendía que no era la irrupción de un padre incompetente lo que la irritaba, sino los silencios terribles que se hacían entre la neutralidad de Lotario y la rabia de ella. Lotario era próspero, sin embargo: tenía una fábrica de plásticos en algún lugar a cien kilómetros de la familia, claro, para poder viajar y esfumarse a gusto, había dicho Clarisa, no porque lo llamara el adulterio sino porque así nadie lo obligaba a reconocer que no tenía nada que decir, nada, menos que una bolsa de papel sin pan, sin migas, sin papel; y si algo empeoraba sus silencios, no era la avaricia. A Raquel Ostrech de Wald, insustituible secretaria de un juez, alguna vez hasta de un ministro de Justicia, la acosaban demasiados libros, demasiadas cenas para que pudiera entusiasmarse con el matriarcado. Y sin embargo había sido ella la que más tarde, durante toda la ausencia de Clarisa, larga ya de más de una década, había ido a visitarla un par de veces, primero a Nueva Canaán, después a Dorrongáustegui, y ella también la que le había conservado una imagen de familia, aunque más no fuese como inspirador dato de archivo.
Por entonces no me sobraba material, y supongo que no recordé nada más. De los lagos de la ignorancia extraje una idea tranquilizadora: un padre venía a reconciliarse con su hija, tal vez a hacerse escuchar a tiempo. Era demasiado obvio, pero no me equivocaba. Acá, en esta mesa, tengo ahora una foto que Lotario nos mandó después de su visita desde un lugar inescrutable. Con camisa a cuadros y pantalón de pana, aparece en una silla de mimbre al costado de una casa de ladrillos; lo que se destaca sobre todo, además de una sierra eléctrica, es la sonrisa autoindulgente de él: satisfecha, digamos, y profundizada por alguna sombra. El hombre, como yo iba a saber no mucho después de aquella noche, no se parece por fuera a Clarisa, pero tampoco es lo que Clarisa había ido moldeando con distancia, suficiencia y malas plastilinas. Ahora que los tres días de combustión están muy atrás, también lo sabe ella; y acaso haya sido para quedar censado afuera del misterio que Lotario nos mandó la foto, una cosa plana pero elocuente.
—¿Ni un poco contenta te va a poner verlo? –decidí preguntar.
—No sé. Creo que se me va a pasar enseguida. Me lo imagino… Como si entrara a alguna parte por una puerta giratoria y en vez de meterse siguiera dando vueltas. Hasta gastarse. La poca alegría se me va a pasar apenas se le ocurra hablar.
—Pero si me dijiste que casi no habla.
Se levantó y fue hasta la orilla. Yo también tenía rabia, mucha más porque los dos sabíamos qué me preocupaba: que Lotario viniese armado de un ventilador emocional y alborotase la modesta, protectora, pirámide de silencios que era nuestro estar juntos. Viéndola ahí, oscura contra el mercurio del río, tuve miedo de que se desmenuzara. Aunque me acerqué con cuidado, no pude evitar que me diera un codazo en las costillas. Pero enseguida se aflojó, y entonces pude acariciarla un poco, y noté que temblaba.
—¿Te hice mal?
—No. No, qué raro. Fue como si me tocaras la sombra.
—¿Y los pendientes? ¿No me vas a contar por qué tanto apuro?
—Ah, es que fue él –dijo separándose– el que nunca quiso que me hicieran agujeros. Decía que era una salvajada.
Pensé: Una cabeza humana viene lenta desde el olvido. Atrás, entre las hayas, el aleteo de una lechuza obligó al paisaje a cohibirse y absorbió los rumores del río. Decidimos ir un rato al supermercado Manaos. Embobado por el zumbido del motor de la balsa, me puse a observar las tropelías del láser en el fondo del cielo. Sobre el tapicito lila que de noche impone a las constelaciones más confiadas, había escrito JUZGAN AL VIOLADOR DEL PRESIDENTE DE IRAK, para después regodearse en los dibujos de un grupo de ídolos de la canción, Evelyn Vanelli y Campomanes entre otros. Clarisa miraba los juncos como si fuesen lanzas de hierro.
—¿Te fijaste que desde hace dos días no se ve a Fulvio en directo? –dije por fin–. Algo debe haberle pasado.
La balsa chocó suavemente contra las gomas del embarcadero. Cuando apagué el motor, Clarisa ya había saltado.
—Tenés cada fantasía, Lino –dijo sin volverse.
Entre los riesgos que Clarisa se atrevía a asumir por entonces no figuraba la extinción de Fulvio Silvio Campomanes, no porque el espacio que fuese a quedar libre pudiera asustarla, sino porque dudaba de que detrás o debajo de Fulvio se ocultase un espacio; y como para ella la claustrofobia era algo más que una incidencia mental, prefería desconfiar de las alteraciones. En Lorelei, decía, las bambalinas estaban podridas, y las alteraciones apenas podían desembocar en una tranquilidad más alevosa todavía. Mientras repechábamos la barranca, no obstante, a mí me pareció que en el bar del Manaos había un cónclave de desvelados. La tomé por la cintura para ayudarla a cargar su incredulidad.
—Ves, están todos reunidos.
—No me empujes. Si estás apurado anda vos. Yo tengo mi ritmo.
Hacerle caso no me benefició. Un poco más adelante, entre corrales y casas dispersas, el supermercado dormía su ensueño de verduras congeladas. En el bar, que el tailorista Schumajer mantenía abierto hasta medianoche, me desilusionó el silencio letárgico, vagamente hospitalario, aunque muy fastidiado por la película de ratones mutantes que los chicos, Begonia, su hermanito Bombo, el rubio Ralph y las mellizas de Schumajer miraban en la pantalla. Eran los hijos de nuestros amigos, siempre atónitos ante el mundo de desenlaces precisos que les ofrecía la tele, y nuestros amigos los acompañaban desde variadas regiones del desahucio. Cobijado en la cerveza, Tristán atajaba dulcemente la impaciencia de su mujer Sagrario. Estaba Dora, camarera del hotel Perón, una ex sindicalista de piel reluciente y tremendas caderas. Estaban Flora y Rory Laverty, flacos, vegetarianos, incluso astutos, él melenudo y ella leve, mimetizados en la visión de un mundo de cetáceos libres, de energías naturales en torno de algún negocito rendidor. Estaban todos los que podían estar y no les perdoné que no hubieran presentido nada. Pedí un whisky.
—La noche se mueve –dije.
—¿En qué sentido? –preguntó Flora Laverty.
—Quiere decir que está esperando acontecimientos… –dijo Tristán. En vez de mirarla a Flora me miraba a mí, y con una sonrisa no del todo compasiva–. Sabés, Lino, te tengo controlado. Hoy mismo te he visto.
—¿Dónde?
—¿Qué más da? –la nariz larga y fina husmeó el aire como una pluma mística–. El caso es que te seguí.
—Lo seguimos –dijo Sagrario.
—El Recinto te contrae, Lino –completó Tristán.
—Como si te sacaran desnudo a pasear por… una nube de lejía. Pero fíjate lo que te digo, acabarás por descubrir algo. Es una pena que no tengas ninguna fe.
Rory Laverty barajó penosamente su castellano.
—¿Qué acontecimientos hablas?
—No le hagas caso –Clarisa, que acababa de entrar, se estaba empeñando en birlarme el vaso de whisky–. Se piensa que tienen secuestrado a Fulvio, o que le dio un ataque de algo.
—Pues sería de lo más interesante, oye –dijo Dora, y como siempre la voz tímida y gruesa nos consoló. Era una voz que en seis años de cárcel no había pedido apoyo al rencor ni a la impaciencia; una voz segura, si me explico–. Pero no creo que sea cierto, porque en el hotel se hubiera comentado.
—¿Y a ti te parece que si hubiese un descalabro lo anunciarían? –dijo Tristán, y me puso en el hombro una mano pesada, sudorosa de contención–. Este hombre… ve más lejos.
—Di lo que ves –pidió Flora.
—No puede –dijo Tristán–. Y si pudiera decirlo, no lo usaría para hacer dinero.
—Hacete hervir –dije yo–. Lo que está claro es que Fulvio no dio ni siquiera el paseo de la mañana.
—Ah, ¿de veras? –Rory Laverty hacía vertiginosos cálculos.
—Pues eso…
—Da lo mismo –dijo Clarisa–. No había caras asustadas. No había la menor inquietud. Nadie dejó de ir a la playa. Los comercios venden. Y si pasara algo, sí que lo anunciarían por los altavoces. Esta gente no son estrategas. Son cínicos. ¿O ustedes no se avivan nunca?
Tristán movió la cabeza como intimándome a esperar un tiempo y la noche no trajo más recompensas que una partida o dos de dados. Eso hacíamos para apaciguarnos cuando algún indicio sugería que el espeso revoque de Lorelei empezaba a resquebrajarse. Porque, si teníamos un plan, no constaba de acciones ni denuncias ni propaganda, sino de la esmerada destreza de esperar. Sabíamos que no por impugnar la realidad de algo se anula la felicidad que a otro le produce enigmáticamente; pero también sabíamos que, por vías disimuladas, nosotros duraríamos más que la felicidad que Lorelei podía sintetizar.
Al día siguiente Clarisa y yo fuimos a la Oficina de Circulación. Era obligatorio notificar que por unos días habría un visitante en casa: país de origen, nombre y apellido, parentesco, expectativas, necesidades, tendencias personales, señas físicas, edad, observaciones, la chancha y los veinte. La Oficina de Circulación era, es, un gran cubo de cristales turquesa claro. Está a quinientos metros del aeropuerto. Dentro, en un diagrama de pasillos y oficinitas, el imperio de la normativa se extiende como un cerebro de cuarzo salpicado de plantas tropicales. El que ejerce de comisario general es un ex productor discográfico, sensible tartufo siempre encorbatado, de nombre Gaitán Reynosa; la agregada o secretaria es una morena bajita, jugosa, perspicaz, muy fumadora y muy ambivalente: Joya Denoel. Nos recibió ella, sentada en un sillón giratorio que le permitía dividirse entre nuestro esgunfio y los datos que iba ingresando en el ordenador.
—Estoy obligada a felicitarla, señorita Wald –comentó con una voz de siroco–. No todos los días un residente recibe un familiar cercano.
—Le podés decir a Reynosa que no se preocupe por investigar –dijo Clarisa. Detesta a Joya, entre otras cosas, porque no nos tutea y porque a mí me trata con mayor, digamos, protocolo.
—No la comprendo.
De cierto parlante oculto entre las fresias de una maceta brotó, o estaba brotando siempre, una canción camuflada: …no me gusta el hombre solo / ni la mujer rencorosa; / no trueco el amor por piedades, / ni la ley de la piel por eso / que algunos llaman moral.
—El padre de Clarisa es un simple comerciante –intervine–. Un hombre tranquilo, prudente, distraído incluso, que para colmo acaba de jubilarse.
—No alcanzo a ver adónde apuntan ustedes, señor Borusso. Por lo demás, preferiría que el diálogo se limitara a nosotras dos.
Por mucho que Clarisa me cele, el entripado que mantengo con esta mujercita viene de lejísimos. Cuando hace unos cuatro años llegué a Lorelei, no pasaron los días reglamentarios de aclimatación antes de que un mensajero embutido en un traje aséptico me trajera al hotel un papelito donde me urgían a comparecer en la Oficina de Circulación. Después de consagrar cuarenta segundos a la bienvenida, la crocante agregada Joya Denoel me explicó que era costumbre del Consejo Asesor suplicar a todo recién llegado que redactara una breve ficha a modo de retrato personal. Aunque el estilo y el corte del documento quedaban librados al juicio del interesado, dijo, su obligación era prevenirme que la ficha se cotejaría con las ya enviadas por los respectivos Departamentos de Residencia de varias ciudades donde yo había vivido. Hidratado por los efectos de esa mirada de café con leche, volví a la pensión y escribí un papel que todavía tengo a mano. Dice así:
Adelino Borusso Privodic. Intenta paliar el daño que le hicieron los padres haciéndose llamar Lino, a secas. De ellos, los padres, sabe que el hombre era calabrés y la mujer friulana, y que sólo compartían un idioma melodioso y artificialmente homogéneo dado a luz por un poeta toscano del siglo trece. Incluido en este marco familiar, dentro del cual crecía también una hermana, de pequeño se trasladó a Maldonado, en la costa sudamericana del Atlántico, y más tarde a Bahía Blanca, balcón de la Patagonia. Lo más relevante de su etapa formativa fue el paso por un colegio de los llamados industriales, de donde se alzó con la nostalgia de las letras y unos cuantos saberes prácticos (sabe, por ejemplo, levantar un muro a plomada o embaldosar un cuarto de baño). La fea experiencia del abuelo materno en Etiopía durante una guerra mundial, conocida por cíclicos relatos, lo moldeó para siempre en el odio a las historias de soldados; su experiencia propia en el militarismo antropófago lo persuadió de abandonar el hogar, porque además se negaba a suceder al padre en un pegajoso asiento de chofer de taxi. Fue albañil en Valparaíso y vendedor de heladeras en Caracas. A partir de los veinticinco años el descubrimiento de la poesía lo salvó paulatinamente de hacerse puré contra un farallón de angustia. De esa época datan las últimas cartas de su madre, profusas en acusaciones y amenazas. (Ella murió poco más tarde; el padre casi enseguida; la hermana, después de casarse, se hizo anónima en Sidney.) Se apropió de la tristeza teológica de César Vallejo y de las ardientes herejías de William Blake y, obtusamente, volvió a cruzar el Atlántico. Fue camionero clandestino en las Azores. Cuando en Oporto columbró que necesitaba un empleo con casa, se puso a estudiar electricidad y matemática, rindió exámenes y obtuvo un título de guardafaros. Trabajó de farero en Tánger, Rapallo, Santorini y San Feliú de Guixols. Aunque cambiaba con diligencia las bombillas Philips de 2.000 vatios y conocía el humor del mar por las arrugas, se negaba 1) a inscribirse en el Registro de Indefinidos Sociales; 2) a cumplir seis meses de servicio militar simbólico en Malta con las columnas mediterráneas de la OTAN; 3) a hacer declaración de renta en beneficio del Ministerio Mediterráneo de Hacienda; 4) a pagar los plazos de un crédito a las galerías Laffayette, de Lyon. A punto de ser injustamente acusado de fraude ante cierto tribunal, coligió que Lorelei, ámbito de anchísima permisividad, estaría dispuesta a cobijar su indisciplina en un contrato de residencia irrevocable por doce años. Ergo, helo aquí. Cuenta treinta y tres años. Mide 1,86 m. Se corta mal el pelo negro y los ojos claros le bizquean un poco, aunque los lentes disimulan el efecto. Ha declarado en aduanas, además de la ropa: una máquina de escribir Parkinson portátil; un radiomagnetófono Mercurio, portátil también, acompañado de varios casetes de música negra; un conjunto de libros de poesía.
Dejé el sobre en el buzón de la Oficina y al día siguiente me citaron de nuevo. Esgrimiendo la hoja entre dos deditos como si fuera un langostino podrido, Joya Denoel me miró con los ojos entornados. Dijo que si bien el temperamento de la idea de Lorelei era la tolerancia, a su jefe Gaitán Reynosa no le agradaba que le tocasen el culo. El exabrupto no me sobresaltó: desde el primer día había estado implícito en la mullida boca de Joya. Más tarde Reynosa, en su despacho oval bañado por sedantes luces azuladas, me convidó con puros y Calvados no sin antes advertir que, indefinido social como yo había llegado, más me valía no enervar la clara hospitalidad de Lorelei. Yo sabía que expulsarme era una medida que les menoscabaría la fama de benévolos, pero también quería vivir fuera del Recinto. Hice una ficha nueva, que no copio para no afear la anterior pieza literaria.
Creo que he demostrado lo irrisorios que eran los celos de Clarisa. Por un momento tuve la impresión de que ella también se estaba convenciendo. Me miró de reojo, miró los desmesurados tacos de los zapatos de Joya y golpeteó el mostrador con el índice. Fumar, como en todos los lugares públicos de Lorelei, estaba penado con 150 dólares de multa. Clarisa suspiró:
—Lo que estoy diciendo, Joya, es que podés ahorrarte el trabajo de pedir informes. Mi padre es más inofensivo que un oso de peluche.
—Por el amor de Dios, señorita Wald. ¿Debo ser yo quien le recuerde que está hablando de un anciano? En cuanto a nosotros, no se moleste; el trabajo más pesado lo hace el ordenador. Aquí tienen ustedes el permiso.
Volvimos a casa al mediodía, con casi dos horas blancas por delante antes de ir al yugo. Aunque Clarisa se desplomó en la cama, al acercarme vi que las pecas le titilaban como fósforos.
—Cómo me gustaría que me leyeras algo –dijo.
No suele hacer falta que me ruegue. Esta vez, supongamos, elegí un poema de Pound, un poema jovial que dice Vamos, cantos míos, expresemos nuestras más bajas pasiones, / expresemos nuestra envidia por el hombre con empleo permanente y ninguna preocupación por el futuro. Es corto, pero antes de que terminara Clarisa se había dormido sonriendo.
Era el 24 de abril. Dos días después Lotario Wald llegó a Lorelei y la realidad empezó a deshacerse en una ciega, pujante muchedumbre de piedritas.