DESPUÉS
Polvo de media mañana, sin sombra, sin tonalidades, notaba en el aire de la habitación cuando me desperté, como polvo de preguntas en un área de ignorancia. Entraba mucho sol por las rendijas del postigo; no me dolía la cabeza ni la lucidez me impedía incorporarme. En el lugar de Clarisa era el vacío, sin embargo, y con la sospecha de que el día iba a ser trajinado estuve mirando la caoba carcomida del armario que nos regalaron los Laverty, los libros de poesía sobre la piel de cordero, el picaporte, una araña. Aferré ese picaporte no bien tuve la ropa encima, sin embargo, y salí al desayuno. Clarisa estaba en la galería, mordiéndose la punta de un mechón, de pie junto a la mesa limpia, desierta. Lotario no.
—¿Viste? –me dijo.
—No. ¿Qué?
—No está la valija. Dejó la cama impecable. Se fue, Lino. Como si no hubiera estado nunca.
A la búsqueda que iniciamos enseguida algo la frenaba desde la médula y, por larga y sufrida que haya sido, nunca llegó a ganar más rapidez que una peregrinación a un santuario sepultado por la lava.
—Vamos con el coche –dijo Clarisa–. Por la orilla ya anduve y no hay ni rastros, y desde hace una hora no pasa ninguna lancha. Dios mío, ese adoquín es capaz de haberse enterrado vivo.
Le miré los hombros lánguidos, la frente afligida, pero conseguí mantener el pico cerrado. La verdad, mucho no tenía que decir. Era la primera vez que la oía decir Dios y tardé un rato en comprender que se estaba preparando para medirse con Tristán en una arena de límites no euclidianos. Sentados en el Opel Jabalí que con indiferencia había arrancado expulsando medio caño de escape, cruzamos el río en la balsa. Aguerridas patotas de turistas, unas alucinadas y temerosas, otras dispuestas a la injusticia, circulaban por los pasillos del supermercado Manaos proveyéndose de todo lo que pudieran requerir improbables planes de rebeldía. La decepción que se les veía en las caras era la de haberse quedado sin el lubricante clima que, tras los recitales de Fulvio, hacía menos oprobiosa la cacería sexual. Schumajer, el heráldico Schumajer, no había podido resistirlos; dejando a su mujer en la caja, se había refugiado en el bar. Nos dijo que sí, que muy temprano Lotario había estado tomando un café y algunos coñacs, que incluso había querido pagar una vuelta para unas parejitas, que habían especulado sobre la sucesión de Campomanes y después Lotario había partido, él era demasiado discreto para preguntarle adónde, muy apresurado y cargando una maleta. A la salida, camino al coche, Tristán se nos cruzó sin querer, con la estólida altivez de los borrachos curtidos.
—No he dormido y no pienso dormir –dijo–. Aprovecho el silencio, la confusión me alimenta. Hay que estar alerta.
—Lotario se hizo humo, Tristán –le dije–. Cuando nos despertamos había desaparecido.
—Y claro que ha desaparecido –macilento y radiante, oscilaba de debilidad verdadera–. Si lo sabré yo, que lo he saludado.
Clarisa lo miró, con una mirada que empujaba, para colocarlo decididamente en otro bando.
—¿Tomó el autobús o la lancha?
—Se fue andando, como si quisiera perderse en las lomas.
—Mentira. Vos lo hubieras parado.
—¿Yo? –Tristán dio un paso al costado, como para resguardarse de una gotera. Se estaba babeando mucho–. Yo no me meto en la vida del prójimo. Quienes teníais que cuidarlo erais vosotros.
—Que te zurzan –masticó Clarisa, y se fue para el coche.
No era posible creerle; tampoco era posible descartar la versión. De modo que estuvimos desviándonos de la carretera por caminos que llevaban a distintos recodos del río, por ripiosas curvas entre establos, entre plantíos o hayedos y cabañas o cobertizos, para acabar topando siempre con la vigorosa inexpresividad de la naturaleza. Una hora después de ese sinsentido, en el hall del aeropuerto, por los pasillos del control de aduanas, una nebulosa de viajeros comprimidos entre la desolación y el ansia acabó por arrinconarnos contra un quiosco de golosinas. Por encima de las pelambres oteé el musculoso mural sobre el trabajo en el Cuzco, los colores resbalaban hacia la opacidad como rubores de muchachas abandonadas. Un jubileo de postración atacaba el apuro de los guías, gente irascible ponía sitio a los mostradores de las líneas aéreas y una mujer de acento sajón repetía por los altavoces un comunicado hipnótico: “Un corazón puede albergar muchas ilusiones pero no basta para desplegar toda la historia. Son menester la alegría, la fe y la voluntad para construir el escenario del desarrollo armónico. El Consejo Asesor de Lorelei y Sarima Benatar ruegan a los visitantes que gocen y se cultiven como si en cada uno ardiera la llama de Fulvio Silvio Campomanes”.
Venciendo los manoseos dimos unas vueltas y al final desistimos. Miré la cara derrotada de Clarisa procurando que el amor me concediera ideas. La agarré del codo, finalmente; la llevé hasta el coche. A la entrada del Recinto, bajo la elegancia de las palmeras de la avenida Andrés Bello, una empastada curiosidad dirigía el deambular de los playeros. Más adelante proliferaban crespones negros, tarimas con oradores, decaimiento acicateado por consignas escépticas, mientras unos guardias nunca vistos, irrepetiblemente corteses, vestidos con pantalones cortos y sandalias, intentaban desviar a los revoltosos hacia la zona del mar. Dejé el coche cerca del velódromo. Había, a unos metros, montado con estacas sobre un arriate, una especie de toldo bajo el cual un individuo de grandes ojos azules, pastor probablemente de alguna iglesia, evacuaba consultas de carácter espiritual, según decía el cartelito. La cola era larga, no excesiva, aunque lo que más me llamó la atención fueron los perros, setters, dobermans, terriers, caniches, que en una embobada promiscuidad se paseaban olisqueando a todo el mundo. No ladraban; también ellos, sueltos de repente, parecían pensar qué iban a hacer con la flamante desprotección. Más adelante había gente orando ante un obelisco chiquito, indiferente a las invectivas de otros que pasaban en camiones con palos y pancartas bastante contradictorias: Fulvio vive, pero también Basta de engaños. Las banderas latinoamericanas tocadas de negro, los colones y bolívares y moctezumas y cides campeadores de papier maché apilados a la entrada del velódromo indicaban que habría un funeral a cielo abierto. Caminamos hasta la cervecería Ipacarahí, el lugar en donde habíamos puesto las roídas esperanzas. Pero el jardín era un desierto de césped sólo habitado por el siseo de las mangueras. En una esquina, junto a la cerca blanca, un grupo de negros alimentaba con muebles hachados una hoguerita de asar salchichas. Tenían varios electrodomésticos amontonados, no pocas radios entre ellos, pero música no se oía ni encontramos a Lotario. No nos quedó más remedio que deshacer camino y agachar la cabeza, una vez más, en la Oficina de Circulación.
Pintada, sí, pero biliosa y con más arrugas súbitas que las que su área de piel podía soportar, la pequeña Joya Denoel estaba contemplando una palmera bonsai no muy mal conseguida. Cuando golpeteamos el mostrador salió a gatas del enfrascamiento. Clarisa no estaba para perder tiempo.
—Mirá, Joya. Mi padre se fue de casa y no podemos encontrarlo. Se llevó sus cosas.
—¿Su padre? –medio sorprendida, Joya recompuso la hojaldrada complexión. Atajó la hebilla que estaba por caérsele del pelo–. No creía que pudieran no hallarse ustedes al corriente. Lo único que yo sé es que tomó el Boeing de Aerosur a las nueve cincuenta.
Clarisa se mordió una uña.
—¿Adónde iba ese avión? –dijo después de unos segundos con una voz rencorosa.
—Oh, es un itinerario muy largo que incluye Kingston, Dakar, Iquitos, creo que la Isla de Pascua y llega hasta Manila.
—Tristán dijo que lo vio internarse en la lomas.
Joya recuperó pasajeramente la sonrisa de raso.
—¡Señorita Wald! Usted ya debería saber que Larrañaga se pasa el día bebiendo. A mí la prudencia siempre me ha aconsejado no confiar en los alcohólicos. ¿Usted qué opina?
—Francamente, Joya…
—Bien, como quiera –Joya giró y de una gaveta junto a la pantalla del ordenador sacó un sobre blanco–. Su padre, señorita Wald, me pidió que le entregase esto. Lo encontré por casualidad en el aeropuerto, mientras estaba escribiendo el mensaje.
Apenas Clarisa abrió el sobre vimos que el mensaje se leía de una sola mirada. “Clarisa y Lino, hijos queridos”, decía. “Mucha gente aquí anda diciendo que Campomanes se suicidó con barbitúricos. Si ésa es la verdad, el gesto habla bien del individuo. Y si es la verdad, se darán cuenta de que en cierto modo Lotario Wald triunfó. Aparte de esto, les pido mil perdones. No piensen que me escapé. Es que después de anoche tengo vergüenza. Ustedes van a saber perdonarme. Crean que los quiero muchísimo. Cuídense. Besos. Lotario”.
Dándole un golpecito al mostrador, Clarisa se despidió de varias épocas y salió a la calle con el sobre en una mano y la hoja en la otra. En la vereda dejó que la brisa se los llevara y de pie bajo el sol, con el pelo en la cara, se quedó paralizada de rabia. Pasaron chicos invitándola a un trago de cerveza. Una mochila la rozó. Así de impenetrable, pensé, no me necesitaba, y por eso entré a conversar un rato más con Joya.
—¿Señor Borusso? –musitó la agregada.
El aire azul olía a acaroína y desodorante ambiental. Me pregunté qué iban a hacer mis emociones con esa enemiga mustia.
—Quiero saber si es cierto que Campomanes se suicidó, Joya. ¿Hago mal en decírtelo?
Las manos primero, como aferrando un trapecio, después el exquisito espinazo, el cuerpecito de Joya se despegó del asiento giratorio para apoyarse en el mostrador. Me miró la frente.
—Desgraciadamente es cierto.
—¿Y por qué lo esconden?
—¿En qué se basa para decir que lo esconden?
—Cierto clima de holocausto, digamos.
—Usted, señor Borusso, no es el más indicado para hablar de lo que se esconde. Últimamente no observa mucho lo que ocurre a su alrededor –echó un vistazo desinteresado a la pantalla del IBM. Letras del color de las mimosas constituían listas de patronímicos y topónimos–. Pero, bien: el Consejo Asesor ha acordado establecer el canon de que Fulvio murió de una intoxicación y de que es muy difícil negar que pueda tratarse de un asesinato. Es una medida acertada, ¿no cree usted? Sólo convencerá a las tres cuartas partes de los admiradores, pero de este modo podemos seguir adelante con la obra. No se puede permitir que caigan banderas tan necesarias.
—¿Y si algunos nos dedicáramos a difundir la verdad?
Pobre Joya: parecía una flor silvestre después de un feroz proceso de fumigación.
—¿Cuál es la verdad? Sólo le aceptaré una respuesta muy completa, señor Borusso.
—Qué sincera.
—¿Y por qué voy a fingir? –dijo ella tranquilamente–. Fulvio y la señorita Benatar discutían mucho en los últimos tiempos, eso es notorio. Del Puerto de Carga han estado partiendo centenares de containers. Hay proyectos industriales que se han visto desnaturalizados. A esta servidora le han enseñado un diamante cuyo origen no quiso conocer. Hay individuos que han cobrado comisiones. Cuando el Consejo empezó a debatir estas cuestiones, me figuro que a Fulvio se le habrá derrumbado el mundo en pedazos. Pero no crea que es cierto eso de los barbitúricos. Una mucama me dijo que se asfixió con una bolsa de plástico.
—Así que ése era el asunto.
—Ése, señor Borusso. Por suerte contamos con la estructura para frenar la infección. En cierto modo él ha muerto como un mártir, ¿verdad? Para avisarnos.
Estaba verdaderamente dolorida. Más que una acróbata piramidal, estuve a punto de conceder, era una cortesana de corazón fervoroso, y no le había importado mantenerse en los salones periféricos del palacio si desde allí podía vislumbrar todas las tardes la peluca del rey.
—Pero le recomiendo que no se haga ilusiones –dijo no obstante, infalible–. Creo prever que la situación de los residentes forzosos no variará en lo inmediato.
—¿Y Gaitán Reynosa? –disimulé.
—Mi jefe está muy deprimido.
Mientras procuraba imaginarme el perímetro de una depresión de ese cacho de carne, Clarisa volvió para arrastrarme silenciosa, porfiadamente hasta el coche. El coche no arrancó. Entre el descalabro de la rectitud de Lorelei, en el aire indigente y promiscuo y quizá prometedor, caminamos hasta la parada del autobús como en otras épocas, pero sin anhelos, aislados por la campana neumática de la ausencia de Lotario.
De las tres o cuatro llamadas que en la semana siguiente le hicimos a Raquel Ostrech apenas tengo un recuerdo de la sala de teléfonos del Centro Comunicacional, empresarios centroamericanos crispados, bedeles estupefactos de tristeza, gritos en siciliano, en aymará, en yoruba, y de Clarisa en una cabina con la cabeza inclinada, el auricular oculto bajo el pelo rojo, pateando el suelo de vez en cuando como quien ha perdido un barco que zarpó no a la hora justa ni cinco minutos antes sino la víspera del día anunciado. Solía apoyarse en mi hombro, después, y resumirme los diversos grados de ignorancia de la madre, su falta de sentido de la injusticia. No había allá noticias ni en el aeropuerto, ni en el Departamento Central de Policía, ni en los diarios ni en los registros del Comisariado de Inmigraciones del Cono Sur. El administrador de la ínclita fabriquita de plásticos de San Nicolás, un tipo teatral y obsequioso al modo de ciertos rioplatenses, me taladró los tímpanos con el informe de que el señor Wald, poderes incluidos, había dejado todo en orden unos meses atrás, ya había escrito dos cartas de asunto empresarial sin remitente, y hacía girar un talón mensual de equis monto a la señora Raquel y otro a una cuenta de Nueva York cuyos datos, yo debía comprenderlo, no le estaba permitido facilitarme. Como Raquel no se interesó por sonsacar a ese hombre, como Clarisa sólo utilizó el auricular para insultarlo, la penúltima huella de Lotario se disipó en el viento de los satélites repetidores de ondas.
La desvencijada carreta, adornémoslo así, que en esos días llevaba a Clarisa de un sueño desierto al trabajo, del trabajo a sus dibujos de ciudades submarinas, estuvo por perder las ruedas en el galope de una impotencia desmesurada. Como no se atrevía a decepcionarse del todo con Lotario optó, no sin puntos de apoyo, por echarle a Tristán la culpa de haberlo dejado irse así. Era más que nada una distancia, una reducción de sus conflictos con el espaciotiempo a la escala del entripado vecinal, pero tan bien supo corresponderla Tristán que entre los dos crearon un efecto dramático. Después ella se compró más pendientes, con plumas de tucán, con cristal de roca. Después se cortó el pelo a lo varón. La frente pecosa lisa como ónix rosado, la nariz afilada, se fue aplacando en un esfuerzo elegíaco por no doblar la espalda y, al atardecer, cuando regaba los jazmines, el cuello desnudo acababa por entenderse con los pendientes en fugaces armonías sin porvenir.
Por entonces los Laverty aceptaron el ocaso de las pulseras anticólera y se dispusieron a invertir los beneficios en un criadero de aves. Fue poco antes de que se separaran, sobre todo a causa de la consagración definitiva de Rory a los pollos y las anfetaminas, y de que Ralph y su madre se fueran a vivir con Dora. El caso es que una mañana llegaron con el regalo de tres batarazas y un gallito trigueño para quienes este novelista, puede el lector creerlo o no, improvisó un corral de malla y bloques de cemento en el potrero que hay detrás de la casa. Tan malo era el gallito ese, tan dañino cuando atacaba con pico y espolones cada vez que entrábamos a retirar los huevos, que Clarisa se acostumbró a patearlo de más, desearle la muerte a voz en cuello e imaginárselo hecho sopa. Alrededor del gallinero, entre llantas y baldes viejos, crecía la desidia, y en esa desidia un día el gallito se perdió de pronto. Para Clarisa tanta desaparición seguida no podía ser menos que un morbo del tiempo inducido por ella: de modo que, enhiesta en un sillón, mirando las transiciones del río, se puso a buscar motivos interiores. Varias noches seguidas me despertó desorbitada, asegurando que el gallito la llamaba en sueños; y a mí el miedo había empezado a devastarme cuando al volver una tarde del taller Arequipa, buscando un inflador para la bicicleta de Ralph, la patada que le di a una palangana enorme me volvió en un cacareo agónico. Levanté la palangana: esmirriado, en las diez de últimas, el gallito estiró el cuello comprensivo como si retornara de un viaje a la fuente miserable de la prepotencia. A partir de ese día siempre lo tuvimos suelto en el jardín y Clarisa cerró uno de sus pesados libros de balances. Por mí, quiero dejar claro, podría continuar eternamente. Yo nunca voy a pedirle que sea de otra forma. La quiero porque es Clarisa, y porque todavía me emociona pensar con qué desinterés me dio desde el principio un bosque entero de amor. Variadas ciencias, desde la física hasta la psicología, sostienen que el desinterés no existe, que sólo hay una suma de necesidad y deseo. Pero yo sé que sobre la línea de flotación del cálculo natural algunos mezquinan el amor, otros defienden aceptablemente su economía sentimental y otros más, como Clarisa, viven con muchos miedos distintos menos el de entregarse. Por otra parte, cómo voy a exigirle que sea distinta, si desde que la visitó Lotario la acompañan no sólo la ausencia sino también la realidad. Sólo para los muy bravos la realidad no es indigerible; y esto bien lo sé yo, que conocí la muerte de mi madre por una carta demorada y todavía hoy me sorprendo de la eficacia con que eludí el dolor.
Fuera de nosotros, entre los biombos del discurrir actual, la muerte de Campomanes había desatado una neurastenia de orfandad. Los turistas andaban como perros en un carnaval de muerte, un cargamento sucediendo a otro tras los veinte días de rigor con un insólito desdén por las distracciones. En la explanada del Complejo Las Magnolias, frente a los destellos acaramelados de los cristales, corros tupidos cantaban al atardecer canciones sencillas que sonaban como melopeas. Los partidos de fútbol en la playa se volvieron violentos. Pero eso no se prolongó demasiado. Gente humilde sobre todo, la mayoría de los visitantes efectivos o potenciales de Lorelei, sabe adaptarse a los delitos de la historia, y de esta versatilidad el Consejo Asesor obtuvo el crédito para idear nuevas falacias. Hubo un lapso de forcejeo entre un grupo de gobiernos latinoamericanos y las Naciones Unidas; intrincados vectores de Publicidad trataron de capitalizar el archivo de imágenes de Fulvio Silvio. Pero el mundo necesita una perla, aunque sea falsa, para nutrir sus berretines de perfección y los buenos restauradores son los intuitivos, los que aprendieron en el taller. Por eso las líneas maestras quedaron en manos de Sarima Banatar, a quien con chorros de información no sé quién apoyó durante más de medio año. Con ingentes compromisos se inició en Lorelei un proceso que ahora, mientras escribo, parece haber cristalizado. Es un perpetuo anticlímax. Sobre una provincia menos anhelada que antes pero no menos excitante, los viajeros contemplan devotamente el abnegado imperio de Sarima, la viuda evangélica, digna como un lapacho, maduro producto de la taxidermia del show business. A mí, como decía mi padre, menefrega.
A tono con la metamorfosis espiritual el láser de la Columna Fraterna, que a veces cae en largas apatías, suele escribir en el azur noticias siempre semejantes y consignas más sensuales. CINCO BANCOS AFGANOS ACUERDAN REFINANCIAR LA DEUDA EXTERIOR VATICANA - EL TRABAJO DE LOS PUEBLOS TIENE LA FRAGANCIA DEL HELIOTROPO, mientras por el río ya casi no navegan aliscafos sino, mayormente, bergantines con velas de estampado vivo, en su conjunto bajo el nombre de Armada Invencible. Muchos de los autobuses de línea fueron reemplazados por carruajes colectivos y los robotitos folklóricos de la carretera, que habían empezado a oxidarse, saludan desde flamantes cubículos de cristal skylight. El menos inane de estos cambios de apariencia es la encarnación del sucesor de Campomanes en la persona de Armando Divito, un portorriqueño de Pittsburgh que canta con ritmo de dínamo y despilfarra una simpatía mentolada. Bajito, elástico, de ojos claros, piel tostada, tirabuzones negros, camisas pastel y chaquetas satinadas, Divito es el descubrimiento mediante el cual Sarima operó el viraje de la religión del entusiasmo a la ironía deportiva. Ella lo consagró en el festival de nuevos valores que conmemoraba el medio año de la muerte del Benefactor (“Ronco de humildad”, era el título de la canción, que arrancaba con los versos En el teatro del derroche / y el amor de utilería / bajo el neón yo camino / enterrando mi niñez), y ella lo hizo protagonizar el film La voz que venció a la traición, basado en la vida de Fulvio. Lo he visto, claro; todos los días lo pasan en Las Magnolias en sesión continua. Es una historia insípida pero tocante, con peripecias que van desde el inicio precoz y la inquina del primer crítico hasta la consustanciación con el público en una apoteosis melódico-amorosa; Campomanes aparece como una suerte de Tchaikovsky posindustrial. En el medio hay muchos paisajes de Lorelei, escenas documentales de la construcción del Recinto, sexo recatado y algún conflicto entre las multinacionales leoninas y los impulsos libertarios del cantante. Divito, que no se chupa el dedo, acopla bien su físico de tapón a la melancolía fundamental del héroe, e interpreta tanto canciones clásicas como otras de su propio repertorio, incluidas Sangre, un elogio de la menstruación entendida como fertilidad, y Cerebros nuevos, un llamado a la juventud, si bien solapado, para que abandone la nostalgia en beneficio de una inteligencia más práctica. Flotando en este caldo, la película presenta un mensaje: alguien mató a Campomanes porque el mundo encierra mucha vileza todavía; y nunca descubriremos al asesino porque el mundo todavía encierra mucha vileza. Después de verla me convencí de que el suicidio de Campomanes, precisamente por el furor con que querían obliterarlo, debía haber sido un acto de cierta grandeza. Pronto se verá que me equivoqué en varios puntos.
Como nueva publicidad de Lorelei, la película no dio tanto resultado: tengo la sospecha de que el mundo ya dispone del germen de una nueva atracción, y el esplendor que este lugar conserva en su prólogo de la decadencia proviene, sobre todo, de que nueve décimas partes del mundo siguen sin saber exactamente dónde está.
Quizá no haga falta agregar, pero lo agrego de todos modos, que nuestra situación legal no pinta más auspiciosa. Entre los decretos del Consejo Asesor y las monsergas del Comisariado de la Unesco para la Indefinición Social nos fabricaron una ristra de vísperas, como si en la condena a vivir en Lorelei alguien hubiese abierto un agujero con un taladro burocrático. Nadie, y nadie es notoriamente Gaitán Reynosa, asegura que el plazo de residencia forzosa no se haya acortado, pero irnos tampoco es pan comido. La decena de petitorios que redacté un día tiene que volver de su viaje internacional con sellos de diversas ciudades, y sospecho que el proceso se seguirá topando con grandes grumos de desidia. Los escribí yo solo, esos petitorios, sin consultar a Clarisa, porque francamente no se me ocurre adónde podríamos regresar. Apenas intenté imaginarme otra vez en la licuadora inmigratoria del siglo, en ese continuo noticiero donde Lorelei es un deseo para millones de desempleados o esclavos del crédito bancario, me di cuenta de que la visita de Lotario había dejado algo más que inconclusiones. No porque en cierto modo él hubiera eliminado a Campomanes, no porque nos hubiera corregido el concepto de memoria, sino porque había demostrado que la incomodidad es un buen punto de partida para alejarse del torneo de los ademanes. Por ejemplo: si en vez de respirar con autoridad el aire que le toca, poluido o fluorizado, uno acepta que está sintiendo mucha picazón y estornuda, las vértebras se tuercen, la cabeza protubera, como un viejo Máuser el cuerpo retrocede de golpe, y los elementos del paisaje cambian de disposición: aparecen peligrosas o llamativas tangentes. Una tangente conduce a un arbusto de recuerdos ingratos pero valiosos, otra a la palabra que faltaba, que siempre esconde otra palabra que faltaba, que esconde el ancla del tiempo; y así sucesivamente. Para mí, todavía hoy, el viejo permanece como un la bemol de trombón estirándose en la medialuz, y estoy seguro de que algo alumbra. Pero aunque escuche mucha música con mi walkman, dudo que valga la pena ir en busca de ese fuelle original de los sonidos que Lotario añoraba. A mí no me tienta el acabado total. La confusión que nace de que una flor de alfalfa sólo sea una flor de alfalfa, no un símbolo de otra cosa, de vez en cuando me serena. Yo creo que nadie se sostiene bien sobre una sola idea. Y en el fondo la música no me importa tanto.
Y como siempre pensé que andamos necesitados de cosas concretas, me alegró que dos meses después de que Lotario se borrase recibiéramos una carta de Raquel Ostrech. La alegría me iba a durar poco. Pero, en fin: era casi de noche; Clarisa estaba en su mesita pasando acuarela sobre una nevada, obsesiva aldea montañesa de tiralíneas, cuando Ralph Laverty vino a entregar el sobre a cambio de los caramelos que Flora suele escatimarle. Le dimos caramelos. Se fue. Y Clarisa leyó sin la ansiedad de otras veces. Al revés que otras veces, además, me enseñó la carta, y si ahora puedo reproducirla es porque más tarde ella incluso iba a regalármela para que la usara, escasamente convencida de mi decisión real de escribir una novela. La carta decía así:
Querida Clarisa: te asombrarás si te digo que me ha costado un triunfo redactar estas líneas, pero lo cierto es que estos meses he vivido con una permanente angustia, y no son inventos de señora hipocondríaca. Hoy, por fin, conseguí reunir la presencia de ánimo suficiente para sentarme a la máquina. Te pido mil perdones, y te prometo que a partir de ahora la correspondencia volverá a regularizarse.
Por lo que me concierne, lo de tu padre no hace falta comentarlo demasiado. Lisa y llanamente ha sido una regresión a la infancia, una chiquilinada brutal. Mi idea del amor es que nunca, nunca, puede recuperarse el rapto de dulce inocencia que un día nos llevó a incorporar a otro a nuestra vida. Con los años y la madurez, la exaltación se transforma en conocimiento y comprensión. La condición para evitar el esclerosamiento del matrimonio es que las frustraciones personales no se proyecten en la casa, que cada uno tenga su independencia y su aliciente vocacional. De acuerdo con tal postulado diseñé mi actividad, y no me quejo de cómo me ha ido. Tu padre, más que independiente, siempre fue una pantalla de sí mismo. Cuántas veces lo hemos conversado nosotras, ¿no? Siempre me pregunté si esos silencios suyos eran los de un ser que pensaba constantemente o los de una verdadera nulidad, pero me bastaba saberlo bueno y protector. A qué negarlo: en el fondo soy una mujer frágil, excesivamente sensible. Sin embargo, que desapareciera sin mediar una mísera línea, que hasta hace tres días no me mandara una postal, que me dejara de recuerdo la fría concesión de un cheque mensual (que yo no necesito, gracias a Dios), me produjo una decepción tremenda, hija.
Pero puedes estar tranquila: no me derrumbé. Con todo, a los sesenta y tres años una empieza a acusar los disgustos. He tenido que visitar al cardiólogo, que me prohibió la sal y el café. Dos días por semana vienen a tomarme la presión. Tengo un poco de taquicardia. Mi psicoterapeuta, el doctor Broddob, dice que este síntoma desaparecerá cuando yo acepte de una vez por todas que no soy omnipotente. El doctor Broddob se asustó bastante cuando le conté que ciertas noches soñaba que me cortaba la mitad del cuello con un cuchillo de cocina, y, resumiendo mucho, a fuerza de discutir llegamos a la conclusión de que yo le había prestado parte de mi identidad a tu padre. No sé exactamente qué quiere decir el doctor Broddob cuando habla de la flotación del deseo, pero me alivió enormemente que me sugiriese que, aparte del trabajo, puede haber otras canalizaciones. Porque, y esto me lleva a la buena noticia que quería darte, yo siempre había tenido ganas de escribir una novela. Y he empezado, hija, he empezado.
La trama incluye un viaje, y aunque al principio se me había ocurrido un barco por el Amazonas, me decidí por una nave interplanetaria que se dirige a Plutón. Los pasajeros son muchos, pero sólo importa la protagonista, Mirtha, una mujer de cuarenta años, bastante atractiva, que está contratada para supervisar la construcción de la primera universidad terráqueo-plutoniana. En el trayecto, que dura doce días, conoce a Lars. (Ella es divorciada.) Lars dice que es ingeniero agrónomo especializado en cultivos plutonianos, pero en realidad es un agente del gobierno mundial de la Tierra, que secretamente cuida la seguridad de los colonos y de las mismas comunidades indígenas plutonianas, todos muy amenazados por la proliferación de piratas espaciales. Los piratas, esto me gusta mucho, tienen parche en el ojo y patas de palo, ¡igual que antes! Bueno, entre Mirtha y Lars hay un flechazo. Se enamoran perdidamente, y al llegar a Plutón se acuestan juntos, pero él debe volver a la Tierra (a ella le da una excusa) y en algún momento lo matan, y los piratas difunden el rumor de que la asesina fue una prostituta. Por supuesto que es mentira, pero Mirtha no lo sabe, sólo sospecha que no puede ser así, y ahora estoy empezando a escribir el capítulo de la investigación que ella lleva a cabo, hasta descubrir la verdad y reencontrarse con el amor en un nivel superior.
Estoy, te juro, entusiasmadísima. Poco me importa la opinión estética de Broddob, porque lo único que los terapeutas advierten en las novelas es el reverso de las mentes que las han creado. Tampoco quiero ser una nueva Georges Sand. Broddob sugiere a veces que quizá la literatura me esté salvando del suicidio. No sé. La verdad, no sé. Pero es un hombre inteligente y tiene el oído muy fino. Como vos, la hija por quien me siento comprendida a la distancia.
Puedes estar tranquila: ni un solo día la tristeza me ha impedido cumplir con mis obligaciones laborales. Tampoco he dejado de discutir con mi jefe, el juez Manzetti, las informaciones que publicó la prensa en relación con Lorelei y el asesinato de Campomanes. Me ha sorprendido, valga la redundancia, la enorme sorpresa de la gente alrededor de este acontecimiento sombrío. He vuelto a sentirme sola con mi lucidez. Porque yo pienso que si algo abunda en el mundo son los psicópatas, y Campomanes es simplemente uno más en la lista de víctimas ilustres. ¿No mataron a Lincoln? ¿No asesinaron a Gandhi, a Kennedy? De acuerdo con que Campomanes era otra cosa, pero el mundo es absurdo. Qué lugar tan poco habitable, ¿no? En fin. Espero que dentro de un par de años me toquen los veinte días vitales en Lorelei y pueda ir a visitarte y conocer a tu compañero aprovechando el viaje gratis. Entonces cambiaremos ideas más ampliamente.
Escríbeme.
Un fuerte beso de Raquel
No soy un novelista del siglo XVIII ni un solapado ególatra del siglo XX. Me abstengo de acompañar al lector en el juicio de esta carta. Sólo voy a sugerir que, a la vista de lo que llevo contado, me parece un documento invalorable. Y algo aún más radical debió pensar Clarisa, porque después de leerla me la pasó, con una media invitación triste de madonna de Leonardo, y siguió coloreando la aldea nevada como si quisiese iluminar el diagrama del aislamiento terminal. Transcurridos un rato y probables, copiosas asociaciones defensivas, se levantó de la silla y me agarró las manos.
—Quiero irme de acá, Lino. Por favor. Hagamos todo lo que se pueda hacer, arrastrémonos ante Reynosa, regalémosle pieles a Joya. Lo que sea, pero intentemos irnos. Divito acaba de empezar y yo ya estoy podrida.
—Joya es insobornable, vos sabés –le contesté–. Y no se trata de rogar.
—¿Y de qué se trata?
—No sé. El mes que viene tenemos sesión con los asistentes sociales. Flora dice que en los últimos tiempos están más indolentes.
Como si pensara que de los ritos nacían las mejores ideas, a la noche siguiente me propuso que fuéramos a tomar un whisky al bar del Manaos. A eso de las once cruzamos en la balsa. Era luna nueva, y el bramido del motor se aplacaba en la quietud de los sauces como un anacrónico llamado a la acción. Subiendo la cuesta divisamos el supermercado desierto e iluminado por dentro, una gran pecera nutricia seduciendo a la soledad; pero en el bar estaban Flora, Tristán, Dora y Sagrario, los chicos miraban una película de amor y aventuras íntegramente filmada en el metro de Munich, y no nos hizo falta conversar de grandes cosas para comprender que cuando uno ha perdido la chance de la tranquilidad completa, y rugosos anticlinales descomponen la lisura, una pequeña espera colectiva crea al menos hermosas formas del resentimiento. Porque el bienestar, lectores, es otra cosa. El bienestar es una reserva natural ilusoria; allí se pasean ciervos que siempre echan a correr cuando uno se acerca desarmado.
—Esto es lo nuestro –me dijo Tristán tres semanas después, cuando ya hacía un tiempo que íbamos al bar casi todas las noches–. El perfeccionamiento de la paranoia. Una alerta permanente por si acaso. Estar más vivo que los vivos.
—Basta –le contesté–. Yo quiero pruebas. Pruebas de algo.
Me bostezó en la cara.
—Pues a lo mejor tienen suerte. He visto que en el cajón de Schumajer hay una carta para vosotros.
El sobre que Schumajer manifestó contenía una foto casi pelada, la que describí más o menos al principio de esta novela. Afinado aunque no magro, como un entero vestigio de avatares deplorables, Lotario aparece sentado en un sillón de mimbre. Por más que la sombra de una casa le cruce el cuerpo, los ojos de barro seco transmiten una terca complacencia. Viste pantalón de pana azul y camisa a cuadros. Quizá porque en un rincón hay una sierra eléctrica, la escena tiene una cualidad de vida austera; pero los colores no son francos, y después de estudiarlo un rato el clima serrano empieza a difuminarse, y uno corre el riesgo de caer en mesmerismos de oquedad. Para vencer el mareo es útil consultar el dorso, donde una mano sensible reprodujo con bolígrafo una frase que, después me contarían, escribió Tolstoi a los ochenta años: “¡Qué cosa más bella no tener que esconderse!”, dice. A lo cual Lotario, de cuño propio, agregó: “Los quiero y me acuerdo mucho de ustedes. Hasta siempre, y no se pongan objetivos”. Pensé, pero no lo dije, que ese viejo era un especialista, que no por casualidad había sobrevivido a varias hecatombes.
—¿Y esto dónde cuerno será? –preguntó Clarisa.
También a mí me hubiera gustado saber la dirección. Para vengarme, nada más: para escribirle. Y sin embargo, recordando la tarde de música de cámara en la cervecería, llegué a la conclusión de que escatimarle un relato prolijo de nuestra historia, la de Clarisa y mía, digo, había sido no sólo avaricia sino también estupidez. Una de las primeras obligaciones éticas es ser generoso con el consuelo; porque todos somos rehenes de la muerte en libertad condicional, y el tiempo no nos sobra, menos aún a los viejos, para conocer lo que puede darnos un poco de paz.
De modo que al día siguiente compré una cinta con el cuarteto en do menor de Beethoven, el opus 131, y mientras pensaba en ese sordo avinagrado, tiránico, que alguien había acusado de oso sin amaestrar, procuré descubrir qué significaban las conexiones temáticas entre el primer movimiento y el séptimo; qué iluminaba el diálogo entre el vértigo de las escalas en re mayor y la primera fuga en do. Me volví puro dinamismo; una carnosa inercia natural me llenó el cuerpo de bellotas de tiempo. Salido de mí, acabé dormitando en la silla: lo radiante se comunicó con lo radiante, pero de golpe me dio miedo no volver a hablar nunca más. Clarisa andaba paseándose alrededor; esperaba. Cuando me arrebató el walkman yo ya estaba seguro de que para nosotros nunca habría un lugar propio de esos que se conocen en los atlas. Ella empezó a escuchar enfrascada, los ojos bajos, las manos apretadas contra las sienes, acariciando los pendientes, y así siguió escuchando hasta que el sol se puso, como si a medida que el río se doraba algo la empujase a través de porosos paneles de verdad.
—Es música, Lino –dijo al fin, y trataba de reírse. Apretando los auriculares, tenía la expresión triunfal o ciega del que acaba de caminar sobre ascuas con un pájaro intacto en las manos–. Muy linda, sí, pero nada más que música. Para ir más allá de esto habría que hacer otra cosa, algo que no se pueda tocar. Pero eso que lo piense otro: a mí la música, si querés que sea franca, me importa bastante poco.
El corolario de esta novela no será proverbial. No porque Lotario haya dicho lo que dijo, hoy nos pasamos largas horas en trance sinfónico. Escuchamos música de cuando en cuando, algunas veces con más emoción que antes, y muchas otras dejamos un disco por la mitad como hace todo el mundo. Pero a Clarisa, después de aquella tarde, la complacencia todavía la siguió esquivando. Empezó a fumar un paquete diario de puritos, la voz y el entrecejo se le volvieron lúgubres, y vanamente intentaba juguetear con el pelo que había vuelto a cortarse al cero. Al borde del reconocimiento, dormía sin embargo en un cerco, arañando la sábana porque en la nuca desnuda, entre los omóplatos de hacha, los fantasmas de Eugenia Leiva, de Barbazul, de la familia Wald, del panteón de la música y de la muchacha que ella había sido a los quince se le estacionaban como malcriados gatos de Angora.
Por esas inminencias andábamos cuando un mediodía la fui a buscar a la salida del trabajo. El barón Thielemans, precavido, se había desvinculado de la debacle de Lorelei volviendo a bautizar su fundación con el nombre de Alfonso el Sabio. Si bien los jefes de Clarisa trabajaban en un proyecto exorbitante, un zepelín de cristal con autómatas que representarían cuadros de la historia de América, el edificio se había deteriorado muy rápido, los ventanales de la fachada parecían bocas con piorrea, y el escenario general de la plaza Lamarque se adecuaba admirablemente a la rapacidad de los turistas.
Aunque sólo por un rato, me alegró reencontrar al ajedrecista de la pipa. Apenas por un rato: el hombre seguía sosteniendo con pachorra los ajetreos de su prima industriosa, la tiradora de Tarot; pero algo le había desactivado los ojos, ya no de plomo sino de lata, bajo esa especie de pijama los muslos se habían encogido y en el plano pálido de la cara los mofletes colgaban como retazos de ropa que ningún viento acudiría a hinchar. Ya no era ajedrecista, además; un tablerito apoyado en un cajón sostenía una baraja española. Sin decir otra cosa me invitó a jugar al siete y medio.
—No gracias –dije por costumbre–. Pero igual celebro verlo. Creí que lo habíamos perdido.
—He pasado una temporada difícil –abrió un pastillero para ofrecerme pedacitos de regaliz y miró severamente a los costados–. En relación con la muerte de Campomanes.
Por costumbre toqué la baraja. Una mano débil me apartó la mano.
—En mi opinión, el suicidio lo dignificó un poco –dije.
El hombre mordió la pipa con tal fuerza que pareció sonreír.
—Esa leve cicatriz que usted lleva en el ceño y ni siquiera su mujer nota –musitó la voz grave–, también la llevo yo.
—No se la veo –dije rápidamente.
—Mi prima me presta a veces un poco de maquillaje –se quitó la pipa de los labios y escupió–. Pero la tengo. Es que… en fin.
—Oiga, no se sienta obligado.
Me tocó la rodilla.
—No vaya a pensar mal, amigo. Yo también fui al Puerto de Carga. Sólo que, para mi calvario, después seguí hacia otro lado. Vi algunas escenas.
—Fue con una bolsa de plástico, no con barbitúricos –dije acercando el torso.
La adivina se había levantado para pedir cambio de cincuenta dólares. Misteriosamente el hombre pudo proveerla, pero ella tardaba en dejarnos solos. La despachó con un pellizco en la mejilla.
—Yo diría que no fue, ¿me entiende? O sea: no fue en un solo momento –siguió después–. No sé qué nombre darle al hecho. En el puerto, amigo, el cantante estaba verdaderamente indignado. Me imagino que también tenía una tuerca floja. Pero no se sentía culpable.
Acepté la silla plegadiza. A mis espaldas alguien tocaba el acordeón y otros bailaban arrastrando enconadamente los pies.
—No en un solo momento –dije–. ¿Y eso cómo se calcula?
—Al amanecer se presentó en el vertedero –dijo él–. No le diré que como un juez, pero con… una furia autoritaria. Hundía las manos en la basura prensada. Después fue corriendo hasta los muelles. Lo que yo vi, personalmente, fue el destello de un diamante, y que Campomanes escupía. Pero usted me perdonará si no le aseguro que haya amenazado a alguien, porque entonces dos de esos tipos armados que hay por ahí lo inmovilizaron y lo metieron en una furgoneta. Le diría que ese movimiento, para un curioso como yo, fue la perdición –me revisó los ojos planos–. En cambio su amigo, ese muy delgado… Entiendo que a él no le ocurrió nada.
—¿Estaba ahí? –encendí un cigarrillo para calmarme–. Bueno, los borrachos suelen tener suerte.
—También debe haberla tenido su suegro.
—¿Lotario? –se me escapó la risa–. Vamos…
—¿Por qué? –se sorprendió–. Oiga usted, empiezo a pensar que nos estamos malentendiendo. Aquel amanecer había por ahí, qué le diré, alrededor de trescientos curiosos. Era como un anfiteatro. Con vítores, amigo.
No lo había dicho con entusiasmo. No lo divertía verme fumar ansiosamente; fumarme el cigarrillo y las horas que me había pasado durmiendo.
—¿Pero y usted?
—Yo… Lo que yo vi fue más singular, más reservado. Yo seguí la furgoneta, me prendieron en otro sitio. Me llevaron… Durante unos días oí, más no quiero decirle, que Campomanes discutía y discutía, después berreaba. Tengo la impresión de que al final empezó a vencerlo el cansancio –algo en el submundo de esas mejillas mal afeitadas se movía bruscamente, y no por descontrol sino por un cautivo deseo de expresarse. El hombre alzó una mano–. Pero alto ahí, voy a decirle lo que a usted lo intriga. Sí, Campomanes y yo estuvimos alojados… más o menos juntos. Curioso, ¿verdad? Existe gente que habría dado dinero… Pero no era edificante verlo en esa contingencia. Sé que durante un par de jornadas se empeñó en rechazar la comida. Y en una ocasión él, que tenía cierta libertad para moverse, entró a ofrecerme su cena. Estaba muy desmejorado –el ajedrecista echó una mirada por encima del hombro–. Pero intacto, ¿de acuerdo? Cuando le pregunté a qué venía aquel gesto, se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Y entonces, muy rápido, empezó a contarme una anécdota. Dijo que en su juventud temprana (así se expresó), había conocido en Costa Rica a un cantante de tabernas que manejaba como nadie la media voz, los fraseos, los silencios, todos los recovecos, dijo, de la expresión íntima y la seducción. Como mayorista de licores tenía un buen pasar, bastante gente lo idolatraba, y gracias a ello podía cantar por puro gusto. Era un portento aquel cantor, en resumen; pero parece que con el tiempo su propia voz, quizás a raíz de una desilusión, empezó a cautivarlo más y más. Este hechizo traía al individuo un gran desasosiego, un desasosiego evidente sobre todo cuando entonaba valsecillos, y no obstante el canto era para él como el oxígeno y no podía interrumpirlo. Sólo lograba serenarse con las buenas comidas, descubrió entonces; y como si cantar fuera un ansia secreta de crecimiento, cada día se atiborraba de guisos y fritangas, esto es lo fantástico, dijo Campomanes, poniendo en la deglución un aire de fatalidad gozosa. Campomanes, que lo admiraba, evitó su presencia por un tiempo. Cuando volvió a encontrarlo, el cantor ya era todo él una voluminosa bola de sebo, con una voz afinada, sí, y melodiosa, pero casi inaudible, como el gorjeo, así dijo, de un ruiseñor aplastado por muchos sacos de harina. Lo paradójico era que ese efecto no le impedía seguir gustando al público ni conquistar mujeres. Pero cualquiera que lo admirara de verdad habría intuido que ese artista, en su gula inagotable, pretendía quedarse mudo. Bien, otra vez Campomanes se alejó, y otra vez al tiempo volvió a encontrarlo. Había pasado un año y medio, tal vez dos. En su fuero interno lo daba por muerto. Pero, vaya sorpresa, dijo Campomanes: desde el colmo de la gordura el cantor se había precipitado a la escualidez de un palo de escoba. Un palo canoro, desde luego, que sustentaba con mucha agua la voz aceptablemente plena. Varias mujeres lo adoraban; pero cuando murió de consunción no fue en brazos de alguna de ellas; pues ya hacía rato, le contaron a Campomanes, que a ninguna podía corresponderle más que con versiones adornadas de temas de Agustín Lara. Algo de esto Campomanes lo supo de primera mano, porque para entonces se acostaba con una de las mujeres que más querían al otro. Y ella, me contó, fue la que le dijo: Lástima tanto esfuerzo; al final, de todos modos, no cantaba ni bien ni mal; cantaba más o menos, como medio mundo.
El ajedrecista inspiró por la nariz y estuvo un rato estudiándose los pulgares. El derecho era más corto que el otro. Yo me sometí a pedirle que siguiera.
—No hay más, amigo –dijo en voz baja–. Créame usted que luego de contarme aquello Campomanes se retiró con aire ausente, por cierto que llevándose intacta la bandeja con su cena. A la mañana siguiente, deduzco, lo trasladaron.
Era lamentable que yo hubiera esperado un instante de culminación. Estaba agitado, pero de los ojos del ajedrecista sólo podía aprender cortos itinerarios entre la impavidez y la zozobra.
—Usted se habrá preguntado qué le quiso sugerir –dije.
—Oh, nada. Entiéndalo, amigo: nada. Cada persona tiene una anécdota que contar. No sabemos si la ha elegido, si es una imposición o un regalo. Está solamente cada anécdota, y a mí me tocó escuchar la que contaba Campomanes –se pasó la mano por la mandíbula húmeda–. Pero ver, en realidad no vi nada, ¿me comprende? Porque… Mire, esto que acabo de transmitirle es un tributo de curioso a curioso. Por otra parte, qué quiere que le diga; a mí la música me deja frío. De ahora en más únicamente jugaremos a las cartas, si usted quiere. Ciertas condiciones que me impusieron allí me han dejado la salud muy minada. Me he restablecido bastante bien gracias a un régimen vegetariano a rajatabla… Cosas de mi prima… Pero para el ajedrez creo que perdí las facultades –me miró fijo, después pestañeó–. Su mujer ya debe estar al salir, ¿verdad?
Darle la mano habría sido un anticipo de nuevas preguntas, de modo que respetuosamente me fui. Al fin y al cabo las respuestas que me faltaban nunca iban a concentrarse en un esquema útil. Como las noticias que el láser pintaba en el cielo, como las canciones que excedían al autor, la muerte de Campomanes pertenecía a una verdad que en relación a nuestra vida de este lado de la historia giraba muy lejos, como un artefacto en órbita. Una migraña repentina me subía por los parietales. Igual que muchas veces desde el encuentro con Steves, tenía taquicardia. Algún día, a lo mejor, esa verdad poderosa iba a perderse en lo sideral y dejarnos solos acá abajo, libres de golpe con lo presente y lo minúsculo. Pero antes, por qué seguir engatusándome, habría que soportar mucho tiempo la compañía cruda del miedo.
No me asustó que desde atrás me agarraran del codo; muy rápido reconocí en los dedos la extraviada descarga de proselitismo. Cuando me di vuelta Tristán me estaba mirando con una cólera piadosa, bien abrigado en su anorak contra un fondo de carritos de pochoclo.
—Te he visto hablando con él, Lino –dijo, y estaba sobrio–. Incluso he oído algo. Ese hombre es un mentiroso.
—Alguna vez a mí me dio buenas pistas. Y las desaproveché.
—Tranquilo. No se puede estar en todas partes al mismo tiempo –se tocó la pelambre misteriosamente limpia–. Sobre lo que ese hombre dice no hay garantías, no sé si me explico.
—Bueno, la lengua también es un ojo –empecé a comprender que yo no estaba menos furioso que Tristán. Si hacía rato que quería acusarlo de algo, me venía bien descubrir esa costumbre nueva de cuidarme–. Y por lo menos él no se guarda lo poco que vio.
Tristán sacó un paquete de cigarrillos. Una rusa sonriente nos dio fuego.
—Te acepto que es un hombre valioso. Yo no pretendo descalificarlo –dijo él–. Pero vale justamente porque es un paranoico. Como lo ha pasado un poco mal se resarce inventando novelas completas.
—¿Vos nunca tenés miedo, Tristán?
Tiró el cigarrillo al suelo y la avidez de apagarlo le hizo vibrar todo el cuerpo.
—Precisamente –dijo–. Con eso hay que contar. Con esa cosa vulgar que nace de hechos contantes y sonantes. El miedo es feo de confesar. Es algo real y degradado.
—¿Por qué no nos avisaste que Lotario se estaba yendo?
En el entrecejo arrugado le nació una mueca que los ojos, quizá porque querían conciliar, no aceptaron.
—Vamos, Lino, no me vengas con juicios. Hay otras cosas que nos conciernen a los dos. A mí también me pillaron los especialistas esos en el puerto. ¿Qué opinas?
Aunque la incomodidad me impedía pensar, volvía a comprender que no eran las explicaciones mutuas lo que iba a darnos alguna clase de fortaleza.
—Supongo que me compraré una navaja. Venderé mi piel muy cara.
—Creo que yo no –dijo él, y se quedó un momento callado–. ¿Se lo has contado a Clarisa?
—Todavía no –dije. Ya no me quedaba cigarrillo.
Tristán se irguió un poco sobre su contextura endeble como para estudiar si la plaza ofrecía un escondite. De pronto, entonces, pareció que empezaba a replegarse y yo sentí que el movimiento me abarcaba. Si hubiera sacado una botella me habría emborrachado con él sin abandonar mi baldosa.
—Bien, ya lo ves –dijo–. No sé por qué, Lino, pero tú no eres el único que necesita protegerla.
Aunque los dos habíamos pensado siempre que hablar con pocas prevenciones no nos convenía, sentí que el resultado no era costoso para nuestra reciedumbre. En realidad era un descubrimiento, por mucho que no fuéramos a aprovecharlo, y ahí nos quedamos, fumando un rato más, separados del mediodía por un teloncito de vergüenza, de asombro y de sublevación.
—Tú ibas a buscarla a ella, ¿no? –dijo al fin Tristán.
Me dio una palmada en el hombro. Yo le di otra, vacilé, le di una más y me alejé.
Era casi la una y veinte y Clarisa no había salido. Decidí cruzar hasta la Fundación. No fue extraño que cuando un bedel de gorra a cuadros me dijo que la señorita Wald se había ido antes de las doce el corazón me diera un vuelco: miré la plaza, los nimbos de humedad sobre el tumulto, la malla contrahecha de marquesinas, señales de tráfico, carteles deslucidos por la indiferencia, y me desalentó comprender que en esa pulpa tibia iba a tener que buscar a Clarisa.
No empecé ni me detuve: fui haciendo. Pasé por el taller Arequipa, donde el prudente Calduch afloró de sus continuas fantasías de emigración para decirme que no, nadie había ido a preguntar por mí. Anduve por el paseo Magallanes, sobre aceras roídas por anticipos del olvido, entre delegaciones de comunidades agrarias que descubrían el gratificante mundo de las salchichas de viena con ketchup. Me metí en cafeterías y en salas de juegos mecánicos. Trastabillé en las coplas de un gitano que cantaba subido a una escalerita de metal. La inflexibilidad de un mundo que no se estiraba, que se iba quebrando en infinitos instantes no eslabonados, me engañó y en un inesperado arranque de elasticidad casi logra chuparme. Por fin el olor a canela y vainilla que exhalaba una pastelería me deprimió de verdad porque era el reconfortante olor de lo que no me interesaba alcanzar. Por la calle vi varias pelirrojas, pero incluso las que no resultaban ser teñidas parecían basquetbolistas, o tenían la nariz muy corta, o muy larga, o no tenían nariz. Pasé por Las Magnolias. En la explanada de acceso no menos de quinientos pares de ojos parpadeaban ante un hombre que comía hojitas de afeitar, y muchos menos aplaudían a una delgada muchacha en cuya túnica, como tatuajes depravados, titilaban chatísimas pantallitas de video con secuencias de amor paidófilo. Vinieron dos guardias y, en el momento en que cortésmente se la llevaban, una de las pantallas se hizo pedazos como un camafeo de porcelana. Sentí un escalofrío, como si me nevara sobre el vientre. Recorrí la playa, también, aunque supiera que mucho menos que otros era un buen lugar, y el espigón del puerto deportivo, y rincones de heladerías donde se acumulaba un olor a leche agria, y como a veces Clarisa iba a bailar entré a la discoteca Aconcagua. Con la cabeza hecha papel mojado decidí al fin volver a casa. Sabía que ella no iba a estar, y porque lo había sabido desde el principio no había vuelto antes, pero también porque necesitaba la violencia de buscarla.
De la pesadilla al ahogo dormí solo en un zigzag de taquicardia. Me desperté sin referencias, como en una cabina con el teléfono roto en las afueras de una ciudad evacuada. Acepté los razonamientos demacrados de Tristán y las deducciones de Flora Laverty; lamenté que Dora asegurase haberla visto en el bulevar Bolívar, porque eso era igual que nada. Volví de balde a la Fundación, donde tuve que sacarme de encima al untuoso bedel de gorra a cuadros, y después de comer un sándwich de queso en un bar de la zona de los canales me quedé dormido sobre el mostrador, entre un vendaval de trompetas mariachis y el callado olor picante que circundaba a una familia de bolivianos. A la tarde, mal que bien, di masajes y, aunque pregunté en dos o tres hoteles, ninguna otra cosa pude encontrar que la falta de Clarisa. A las siete y media llegué de nuevo a casa.
Para imponerle al tiempo alguna clase de escalafón enrosqué la manguera al grifo y me puse a regar las plantas, pero del romero se desprendía un olor tan ajeno que se me ocurrió que quizá mi casa no era mía. Podrida como estaba, además, la manguera perdía por varias grietas; de modo que cerré la llave y empecé a dar vueltas por el camino. Después volví. Le pregunté al I Ching si debía seguir buscando a Clarisa, no esa tarde sino en general, como principio. De la caída de las monedas fue naciendo el hexagrama Hsieh, la Liberación, que habla del tiempo en que se disipan las tensiones. “La liberación”, me murmuró el dictamen. “Es propicio el sudoeste. Si ya no queda nada adonde uno debiera ir, es propicio el regreso.” No quise seguir leyendo. Me costaba mucho interpretar. Yo ya había regresado, estaba yerto como una calera y hacia el sudoeste, entre gordas nubes de glucosa, una luz verde y plateada llovía en escamas sobre las copas de los sauces. De repente titiló una estrella en la cresta de una loma. Me di cuenta de que decretar con la voz de uno el instante en que se hace la tiniebla era una chambonada, porque la tiniebla llega en una cadena de modulaciones y la naturaleza nunca ha necesitado que le regalemos juicios. No sé bien cómo, me encontré pensando en barcos que zarpaban de los muelles de Lisboa, en una ventana de Lisboa que reverberaba de leyendas, en el oído que reconoce notas al vuelo, en el error, en el abandono, la voluntad, la ambición. Recapitular no sólo era un arte imposible fuera de la música sino un gesto hueco: ni siquiera la soledad que los dueños de Lorelei nos imponían lograba ocultar que por debajo de esa vestidura cada uno vivía aún más solo, que si yo me preguntaba dónde estaba Clarisa era sobre todo porque no sabía qué hacer sin ella. Tranquilízate, me dije. El amor es lo que ves: hoy se besa, mañana no se besa, pasado mañana es domingo y el lunes nadie sabe qué sucederá. Me sentí un gángster de la poesía. Como un veloz sacrilegio, el viento trajo retazos de una canción de Divito. Clarisa, murmuré apretando el libro. Pero la que apareció fue Joya.
El mismo primor, el raso de los hombros nutritivos fue lo que le vi enseguida, pero también una merma de la suficiencia, quizá porque no estaba maquillada y los pantalones ajustadísimos eran vaqueros remendados. La acompañaba uno solo de los dos doberman. Y confirmé que no era exactamente Joya, Joya Denoel, cuando sin decir nada se sentó en el suelo a dos metros de mi escalón. En el jadeo de la perra afloraba la crueldad genética.
—No le tema, señor Borusso –dijo Joya, y le palmeó el anca–. Siéntate, Cancán. Sé buena.
Se deslizaron pedazos de silencio. Y unos silbidos de benteveo.
—¿Alguna mala noticia? –pregunté.
—No lo creo. Ocurre que he decidido renunciar a mi puesto, señor Borusso, y aunque parezca una locura pensé que debía despedirme de ustedes –se le escapó una sonrisa exquisitamente triste–. Bien, eso es. He renunciado a mi puesto.
—Sos muy gentil, Joya. Claro que no sé qué decirte.
—No está obligado a hacer comentarios. Yo soy una persona que sabe leer los acontecimientos –las uñas nacaradas rascaron la nuca de la perra–. Y hay muertes que son grandes derrumbamientos, ¿verdad? No es una persona la que muere, es una época y una idea de la conducta.
—Pero tengo la impresión de que hay otros Campomanes.
Los ojitos de caramelo buscaron la forma de interrogarme.
—Esto es mentira, como tantas cosas que nos han contado en los últimos tiempos. Y quisiera pedirle que no me contradiga. Fulvio Silvio era un ser de otra dimensión. Estaba tocado por la gracia de la caridad, por eso con él era posible conciliar el orden y la alegría. Yo tuve la suerte de conocerlo de cerca. Había que verle la dulzura de la expresión… Divito es muy artificial. Es ordinario. Pero, en fin, han sucedido tantas cosas ásperas. Prefiero marcharme de Lorelei.
Empecé a sentirme destemplado. Me aumentaba la sospecha de que yo no tenía intuición, ni juicio, ni derechos. Metodológicamente, cabía la chance, estaba en la realidad humana como un excursionista en una zona guerrillera.
—Te deseo suerte, Joya.
—Bah, no sea protocolario. ¿Sabe a qué he venido?
—Si no me lo decís.
—Su suegro, señor Borusso, no es una persona perdida en el sentido técnico… Supongo que la cuestión le interesa –no me miró para tener respuesta–. Hoy nadie se pierde. Los comisarios de Inmigraciones y Circulación están bien conectados, y nuestra oficina accede a itinerarios muy complejos. Yo aquí no tengo deudas que pagar ni gente que me pida explicaciones. Me he preocupado por averiguar el paradero del señor Wald. Sólo porque estoy convencida de que ustedes son personas decentes. Algo me indica que debo borrar los datos del ordenador, pero antes me dirá usted si desea conocerlos.
—No –me apuré a contestar.
—¿Está seguro?
La traición no es una emanación del miedo. No es un “acto irracional”. No es una defensa ni un ataque histérico. Toda traición es un a priori, un suplemento al hecho de nacer y al ámbito del destino, cuya sola amplitud de movimientos consiste en elegir un objeto. Eso era lo que la ex agregada me estaba asestando a modo de enseñanza. De nuevo me negué a pensar.
—Gracias, pero no.
Se le encogieron las comisuras de la boca. Acarició el hocico de la perra y se dejó mordisquear la mano.
—Me llevo a Cancán conmigo –dijo–. Los dos eran demasiado lastre, pero a ella le he tomado cariño.
—A mí no me gustan los doberman –se miró la mano reluciente de saliva.
—Oh, no se preocupe. No es que a ella no se le pueda ocurrir hacerme daño, pero los dientes que tiene no son los suyos. Está operada –metió un dedito hasta tocar casi los últimos molares–. ¿Ve? Son de látex. A lo lejos silbó una lechuza. Estaba bastante oscuro.
—Esta tarde hay una gran revolución de las apariencias –dije.
—Señor Borusso, no sé por qué muchas veces me he sentido halagada por sus palabras. Y hoy más todavía –breve, fraternalmente, me apoyó una mano en la rodilla–. Escúcheme, yo parto esta noche. ¿Tendrá tiempo de consultar mi oferta con la señorita Wald?
—No sé qué va a pasar entre nosotros.
—Ah. De acuerdo, pues. Dejaremos a su suegro tranquilo donde está –se puso una mano en el pecho como si la estuvieran entrevistando–. Pero permítame decirle una cosa… No se sienta alicaído. La señorita Wald lo quiere mucho.
—¿Y te parece que yo a ella no la quiero?
Levantándose, Joya se puso a sacudirse el vaquero.
—De los hombres no sé tanto. Bien… Hasta siempre, señor Borusso.
Nos dimos un apretón de manos. La sustanciosa manito de Joya Denoel, crocante por fuera, blanda en el centro.
—Gracias de veras, Joya. Ojalá tus cosas hubieran salido mejor.
—Qué fastidioso es usted. Entiéndame, señor Borusso: si me marcho de aquí es porque me han ofrecido un trabajo mejor. En Vancouver, sabe.
Así se fue desvaneciendo para siempre la pequeña Joya Denoel, una revelación inversa contra el fondo del río, y en el escueto lugar que me dejó su buena voluntad empezó a instalarse la culpa. Yo ya sabía que no iba a arriesgarme a contarle a Clarisa lo que había hecho.
Sabía que ni siquiera podía envanecerme de haber preservado la última siesta de Lotario. Porque, sobre todo, sabía que haber evitado enredos sólo me beneficiaba indiscutiblemente a mí. Aparté el I Ching. Pensé si no tendría que esfumarme yo también. Entonces, claro, vi llegar a Clarisa.
Ni pálida ni magullada, se fue definiendo con los brazos cruzados y el bolso en bandolera, como una exploradora concebida por la espesura. Dejó el bolso en la galería, se sentó a mi lado y me pidió que la abrazara. El cuerpo le ardía de un calor palpable o al fin traía un aura concreta. Pero era el cuerpo de ella, los hombros, pecosos, la cadera baja, y por mucho que me sorprendiese más fuerte era la dicha, y en el aire vago estuvimos reconociéndonos como dos ovejas. Sentí que me besaba las muñecas, ahí donde las venas quieren mostrarse y uno a veces aplica un chorro de agua para enfriarse la sangre.
—¿Qué te pasó, pelirroja?
Una risa de cansancio me golpeó la mejilla.
—No sé –se rascó el pelo como si rastrillara pasto para encontrar un anillo perdido–. Ayer tenía el Rotring en la mano y una escuadra en la otra; en el tablero había un plano a medio hacer, un plano de un baño público, y me vigilaba. En eso me pareció que me estaban empujando los dedos, que las cosas querían echarme porque a muchas preguntas yo no sabía qué contestar. El papel se iba alejando, Lino, creo que si hubiera podido me pegaba. Todas estas semanas, hasta ese momento, yo había creído que ya no tenía nada que preguntarme. Pero era un cuento. Quise apretar el Rotring y me dolieron los nudillos, y tuve que soltarlo. Se manchó la hoja, vieras qué desastre. Agarré el bolso, le dije a mi jefe que estaba mareada y me escapé a la calle. Muchos minutos después me di cuenta de que no tenía por qué caminar como si me persiguieran. Porque para mí el Recinto estaba vacío. Vacío, Lino, desierto, únicamente carteles y mesas con servilleteros. No sé por dónde anduve. La correa del bolso empezó a morderme el hombro y tuve que llevarlo en las manos, como un paquete. Y cuando sentí el cuero arrugándose, robándome el sudor, de repente estaba en el Fiodor’s, en las almenas, mirando el mar, y algo me apretó acá, las costillas… La que había estado respirando no era yo, era alguien prestado… Qué padre me tocó, Lino. Ni siquiera fue un padre. No dio órdenes, casi nunca me exigió nada, simplemente dio un paso al costado. Ahora manda fotos. Ni siquiera me va a dejar estar al lado de él cuando se muera. No conozco nada más fácil que confesar las propias lacras y seguir tan campante.
Encendí un cigarrillo y se lo puse entre los labios.
—Ya había dicho todo lo que tenía guardado –dije.
—¿Y eso qué importa? Al fin y al cabo yo tampoco sé de dón-de soy.
Por un rato el cigarrillo le fue entregando ceniza a la noche.
—Sabés –dije más tarde–, no me asusté para nada. Solamente me hacías falta.
—Me fui a dormir al O’Higgins; ahí tienen aire acondicionado. Quería acordarme de cómo es sentir frío de verdad, y pensé que si estaba sola y mi pregunta rebotaba toda la noche contra la pared al final iba a cansarse y no volvería nunca más, que perdería sentido. Y tal cual, Lino –me puso las manos alrededor del cuello para enseñarme los ojos–. A las cinco de la mañana la pregunta se cansó para siempre. Entonces me dormí y tuve un sueño. A ver si contándotelo…
—Yo no saco conclusiones de esas cosas.
—A veces sí –se abrigó más con mi brazo. Tenía el pelo tan corto que raspaba–. Al principio no era un sueño original… Yo estaba de viaje y llegaba a una ciudad desconocida y al mismo tiempo familiar… Había mucha actividad, era una ciudad con casas de barro o de piedra, todo el mundo estaba en la calle. Yo tenía un cansancio espantoso. Se me doblaban las piernas, llevaba una especie de bolso marinero. Al pasar por una casa veía la puerta abierta, y como me parecía que ahí no vivía nadie me quedaba. Alguien, una amiga, me advertía que iban a castigarme pero yo, sin hacerle caso, me metía en la cama. Al rato me despertaban los dueños. Era un matrimonio bien vestido, de otra ciudad. Ella llevaba un chaquetón de piel, y sabés quién era, era Eugenia Leiva, una mujer madura de pelo negro, me miraba con bondad, casi estaba a punto de pedirme algo, pero de golpe se volvía inflexible y se callaba cuando el marido decía que iban a denunciarme. Yo protestaba que no se puede tener una casa vacía con la puerta abierta y venir con exigencias, y entonces se conformaban con echarme. Como tenía la impresión de que nunca más iba a ver a esa mujer, y me daba un poco de pena, empezaba a explicarles que estaba enferma, que necesitaba dormir, echarme así no podían. Pero tenía la impresión de estar mintiendo, así que al final me iba con mi bolso a cuestas. En la calle comprendía que estaba enferma de veras, me sentaba en una plaza. La plaza era extraordinaria, rodeada de edificios color rosa, rústicos pero solemnes, con arcadas desparejas, con el suelo de lajas amarillas, casi relucientes, como enceradas, y el cielo era azulísimo, de esmalte. A mí me daba miedo no volver a ver nunca una plaza tan hermosa, pero de golpe esa mujer, no Eugenia sino la otra, mi amiga, me señalaba una calle diciendo que si lograba llegar a la primera esquina iba a ver algo mucho más fantástico, algo que hacía llorar de felicidad. La calle era muy empinada, casi vertical y, para colmo, de grava o de arena; por eso la única forma de subir era a cuatro patas. Y entonces, cuando empezaba a trepar porque quería llegar a ver la maravilla, el bolso se ponía a pesarme más que nunca y sentía un dolor terrible, y eran mis rodillas, Lino. Me daba cuenta de que todo el tiempo las había tenido lastimadas, que me estaban sangrando. Y quería seguir subiendo, pero el dolor no me dejaba.
La cabeza hundida en mi cuello, tomó aire como si quisiese continuar pero apenas soltó un suspiro. Se había quitado los pendientes y ahí esperaban ahora, brillando en el césped.
—¿Y la pregunta, Clarisa?
—Ya estaba contestada. Lotario vino, contó y se fue. La biografía de la gente es una hipótesis. Como un lugar, Lino; una convención. Pero cuando a alguien el invento le sirve, qué derecho tiene una a no aceptarlo.
Aflojé el brazo, le besé la boca y vi cómo el torso desencadenado se me apoyaba en los muslos buscando descanso. Después empezó a llorar.
Al principio fue un rumor, un tintineo subterráneo, un susurro de ruecas o el soliloquio de un agazapado, casi una risa incierta que venía no de la labor de los músculos sino de memorias anteriores, de cuerpos anteriores estibando sus memorias. Se dejaba sentir en los hoyuelos de la espalda, detrás de la cintura, secaba el sudor como una brisa, ponía un sobresalto en las venas del cuello, una discontinuidad en la línea de la clavícula. Pero el rumor se dividió como los brazos de un delta, anegó cartílagos, tendones, vasos, ligamentos, en una creciente carcomió las riberas de las islas que había creado, arrastrando herramientas y tablones y tejas y pilares y gatos y reptiles y aparejos y plantas flotantes, asimiló en turbulencias los muelles del pasado y los alimentos de la espera, los abandonó a las raíces, a la inhóspita curiosidad de peces ciegos y, con el cuerpo entero lavado de llanto, Clarisa llovió sobre sus propias fibras hasta que los dientes que mordían los labios cedieron, la boca se abrió y una tempestad de sollozos redobló las lágrimas. Lloraba con las corvas, con las lunas de las uñas, con la frente, con todos los metales de la piel, y yo sentía el llanto, empapándome la ropa, como una exigencia de restaurar el camino que llevaba hasta el día siguiente. Ovillada junto a la lumbre hostil de la verdad, junto al ruido de la locura, durante media hora lloró como si se le hubiera reventado el corazón. Yo no supe hacer otra cosa que estar callado. Después, cuando los sollozos se volvieron soplos y un silbido seco, inalterable, permaneció limpiando los pulmones, le acaricié la cabeza hasta que el sueño la venció. La llevé a la cama. Con muy poco nos basta, pensaba; solamente el sentimiento de dos cosas: la Tierra gira y las mujeres duermen.
Eran las once del día siguiente cuando la vi salir a la galería con el cuerpo lacio y los ojos como botoncitos de carey.
—¿Un café, pelirroja?
—Lino –dijo, y se puso en cuclillas al lado mío–. No me importa no irme. Estamos bien ahora, ¿no? Estamos juntos. Vos me recortás del mundo.
Si bien esa manera de vencer la impotencia, por el sortilegio de una frase, le preparó una calma a su medida en los dominios de Divito, nunca pudo eximirla de las excursiones a las aduanas del tiempo. Conozco bien esas huidas: una mañana se va para el Recinto con el bolso más pesado que otras veces, y yo tengo que moldearme un pedazo de vida que quepa entre paréntesis. Si algo me falta escucho música, que como dijo uno es la presencia de lo perdido. Para ella son, a lo mejor, diáfanas noches de Walpurgis, sabbats de la imaginación donde con alguien, pienso, debe reunirse; pero también una cura. No le pregunto nada. Aunque me quiera, no conseguiría no mentir y tampoco tiene una forma de decirme la verdad. Anda con sus postulados a cuestas como una biblioteca antojadiza y sólo puede ofrecerme el gesto palmario de volver. En realidad, está más allá de la mentira, como el padre estuvo más allá del albur de ser un individuo.
Entretanto, esa mañana, a mí me tocaba contar algo.
—Sabés, ayer a la tarde estuvo Joya –dije, y me levanté a buscar cigarrillos–. Se iba, se habrá ido, también ayer. A la noche. Le ofrecieron un trabajo en Vancouver.
—Mirá vos qué bien –dijo ella mordiendo una tostada–. ¿Pero, y qué? ¿Dejó saludos? ¿Algo memorable?
Encendí un cigarrillo y solté el humo. El zumbido de las moscas, el canto impalpable de los jilgueros, el ruido de las corrientes de aire en la casa, todo era tan gratuito, tan ingrávido que cualquier pensamiento mío parecía un bloque de hormigón. Había que consumar.
—No era tan mala como la pintábamos, me parece. De algún modo se reivindicó.
—No me digas. ¿Trajo caramelos?
—Creo que estaba enamorada de Campomanes.
—Ah, como tantas –dijo Clarisa.
Punto y coma, y pausa marginal para la imaginación, puede haberme sugerido la sonrisa. Se hizo un silencio que me cortó el resuello. Y me volvieron las palabras, bolas y gavillas de palabras indistintas, quebradizas, y entonces, entonces, me di cuenta de cuál era la bisagra del delirio de Lotario. La música podía ser la famosa sustancia inencontrable porque, como el zumbido de las moscas o los antojos del viento, no pagaba deudas. La música era la abstracción y el placer vano, algo que los culpables no tienen al alcance. Puede que, contra lo que se dice, cada cual tenga cierta libertad residual para decidirse culpable o inocente; pero el que se adhiere a la culpa debe saber que ya no podrá cantar antes de haber cumplido condena. Así, quiero decir, porque un día se ocultaron muchas cosas, empiezan a escribirse novelas como esta. Y se siguen, se siguen escribiendo.
Interesará saber que en otro sentido tuvimos bastante mala suerte. Algún cateto al servicio de Gaitán Reynosa debió haberme visto buscando a Clarisa y, cuando quince días más tarde recalaron en Lorelei los técnicos del Comisariado para la Indefinición Social, al psiquiatra que nos destinaron le bastó hojear nuestro expediente para preguntar ahí mismo si nos considerábamos una pareja equilibrada. Habíamos estado esperando en un lugar atroz, la Unidad Sanitaria del Banco Loayza, y los pequeños invernáculos con helechos que amenizaban el azulejado blanco no habían exasperado a Clarisa más que la foto de una enfermera muy mestiza que con un dedo en los labios demandaba silencio. En la sala de espera, entre varios colegas de enajenamiento, estaba también Tristán, dispuesto a firmar la paz después de tanto tiempo. Aunque el pacto se selló, qué otra cosa decir, con un apretón de manos, Clarisa seguía alterada cuando entramos a encararnos con el psiquiatra. Era un tipo vigoroso, joven, pelado, de ojos de vino blanco. Al parecer Joya lo había instruido bien; porque, además de plantear problemas generales de normalidad matrimonial, a los quince minutos se le dio por remover.
—La señora Wald ha cumplido 32 años y usted, señor Borusso, 34. ¿Nunca han acariciado la idea de tener hijos?
—¿Por qué lo pregunta? –dije yo.
—Como usted sabrá, el primer alumbramiento de una mujer mayor de 35 años entraña ciertos peligros.
—Oiga –dijo Clarisa–. ¿Por qué lo pregunta?
—Como ustedes gusten. Armando Divito, preocupado porque el bosque no le impida ver los árboles, consiguió no hace mucho que el Consejo Asesor de Lorelei y el Comisariado que represento crearan una oficina para la reintegración del indefinido social. Juiciosamente, el señor Divito opina que para los indefinidos no es muy saludable residir prolongadamente en un mismo lugar, ni siquiera si ese lugar es Lorelei. En el caso de ustedes, tengo entendido que el señor Borusso mantiene su contencioso con el Ministerio de Hacienda español. Pero esto no sería tan grave… El problema es que yo, guiándome por este expediente, me veo impedido de firmar el acta de recuperación psíquica de la señora Wald.
—Abrevie.
—Señora Wald, usted sabe que estas actitudes no la ayudan. Estoy poniendo toda la buena voluntad posible.
—Y yo le pido que abrevie.
—De acuerdo. Tratándose de una pareja con antigüedad de residencia verificable, y dado que cuentan ustedes con el apoyo del señor Reynosa, en caso de que decidieran tener dos o más hijos podrían solicitar con buenas perspectivas de éxito el traslado a algunas de las comunidades rurales que los técnicos de reintegración acaban de crear. Les garantizo que son lugares tranquilos, donde a cualquier edad se puede diversificar la formación personal.
Levantándose, fue hasta un surtidor de agua y llenó tres vasitos de papel parafinado. El suyo lo vació enseguida, y como nosotros no reaccionábamos atacó los nuestros.
—¿Y dónde están esas comunidades? –pregunté.
—En mi opinión la más promisoria es la de Fresno Klam, Nueva Zelanda. Pero además hay una en Patri Priwta, Zimbabwe; otra cerca de Vancouver; otra en Mount Thurber, Maine; otra en Dauksis, Lituania; y otra en Puerto Stanley, Islas Falkland. La de Nueva Palermo, en Túnez, no se ha inaugurado todavía.
Abandonamos la Unidad con un fajo de gráficos de temperatura vaginal y folletos sobre posiciones sexuales ventajosas para la fertilidad. Se los regalamos a Schumajer, los folletos. Este no es el lugar para decir si planeamos o no tener hijos; en cambio puedo confesar que hoy en día, conociendo el interés de Divito por despacharnos a otros pagos, vivir en Lorelei no nos disgusta tanto como antes.
Esta tarde, por ejemplo; esta tarde que para la novela es más tarde, muchas crecientes y menguantes de por medio. El sistema más pérfido urdido por Sarima Benatar para expandir sus climas mórbidos consiste en una red de repetidoras diminutas instaladas en cientos de árboles alejados del Recinto. Gracias al dispositivo, cada vez que en el Centro de Difusión de Las Magnolias ponen un disco de Divito, de Campomanes, de Evelyn Vanelli o de cualquier otro trovador, los acordes de la canción impregnan la naturaleza como chorros expulsados por un avión fumigador. Y esta tarde yo había vuelto del taller de Calduch, me limpiaba con solvente los rastros de pintura y estaba sopesando una propuesta de Flora Laverty (fabricar juntos, mediante fórmula que le cedió el ex marido, unas pulseras hilarantes que atenúen el progresivo tedio de los turistas), cuando desde la higuera del jardín de Dora un relente de versos de Divito me colocó un jab en los riñones. En el brío de tus muslos moriré agotado / indiferente al metrónomo nuclear, se posesionaba el tronco de la higuera y, como en otros tiempos, ni siquiera con tapones se podía rechazar el ataque. La diferencia es que ahora tenemos defensas más robustas.
Una de esas defensas es el Monumento a Cualquier Cosa, así lo llamo yo, que está hacia el sur, a cuarenta metros de la orilla del río, junto a los setos de un campito de eterno barbecho, y es la primera concreción en tres dimensiones de los fluctuantes estados mentales de Clarisa. A Tristán, que se había dejado hechizar por uno de los dibujos de aldeas sumergidas, se le ocurrió cavar en ese campito retirado un pozo de metro y medio de profundidad por tres de lado, y forrarlo de cemento. Después, ayudado por Clarisa, con pedazos de hierro y cascotes de hormigón fue disponiendo dentro una apretada dispersión de casas, callejones y pasadizos esquemáticos, cierto, pero veraces, y hasta unos cuantos ágaves y palmeras de alambre. Al final lo cubrieron todo de un agua que Begonia y Ralph se ocupan rigurosamente de mantener a nivel. Con el tiempo la superficie se fue llenando de hojas, palitos, chufas, bichos muertos, y al atardecer, cuando el sol oblicuo la jaspea de dorado, la aldea sumergida murmura, con el viento que arruga el agua, importantes balbuceos de transformación y permanencia. Nadie más que nosotros la visita; pero no sólo por eso el lugar es íntimo, sino porque la gratuidad de los planos deformados por el agua invita a meditar, y lo que se medita es: que el miedo puede hacernos sombríos o prudentes, pero no nos exonera de las pérdidas; y que pese a todo nos sometemos. En el Monumento a Cualquier Cosa la sinceridad es un pálido placer. No hay modo de engañarse mucho.
Entonces hacia allí me fugué esta tarde, huyendo de Divito, para reconciliarme con lo hundido mirando a través del agua los ladrillos que parecen casas, los alambres que parecen palmeras; y estaba enfrascado cuando llegaron Ralph Laverty y Begonia. La discusión que venían alargando los tenía congestionados. Con un empujón final, Begonia se sacó de encima al compañero y me lo endilgó.
—¿Tú meas en el mar? –me preguntó Ralph.
—Únicamente desde la escollera.
—Te avisé que iba a contestarte una gansada –le dijo Begonia, y dio un paso adelante–. Mira, Lino, hemos matado nueve. A garrotazos, eh.
Sacudió los bagres colgados del alambre que le colgaba del hombro. Las piernas separadas, el pelo enredado y el garrote descansando en tierra, parecía la miniatura de una cazadora pelágica. Más tarde, cuando volvíamos los tres por la orilla, encontramos a Tristán: sentado en la playita frente a la corriente parda, resistía la música de Divito con la misma naturalidad con que los tábanos ignoran los canelones del láser. Había montado su puesto de vigía, tres estacas y un nylon negro, y en el hábito de sostener el sedal, de rascarse de vez en cuando el pelo aplastado, se dormían muchos afanes irrisorios. Un bergantín a motor pasó repartiendo aromas de cremas humectantes. Sobre las olas se levantó una bandada de patos; la espuma pulverizó el crepúsculo y por un instante el tiempo asistió aliviado a sus propias exequias. La vida estalló en un susurro de cañas.
Incansable, Ralph Laverty me preguntó una vez más si había aprendido qué es la perseverancia. Poner emoción en lo que uno hace, le respondí.
—Qué tonto eres –le dijo Begonia a Ralph–. Nunca te contestan algo que te sirva.
—¿Y tú qué haces, Lino, por cierto? –dijo Tristán sin volver la cabeza.
—Yo pinto coches. Doy masajes. A lo mejor un día aprendo a pescar.
—Interesante. Siempre y cuando no te vayas a Nueva Zelanda. Porque has de tener en cuenta que el tiempo lo arregla todo –sacó el frasquito de orujo y le pegó dos chupadas–. Lo arregla todo, el tiempo.
—A veces escucho música.
No me dejó seguir.
—Campomanes, Divito y el copón divino –dijo–. El tiempo lo arregla todo. Lo jodido es que ahí está el problema, también. En el tiempo. A mí la música si quieres saberlo, no me dice nada.
Sé que fue injusto no calmarlo, pero yo había divisado a Clarisa. Avanzaba por la orilla a trancos largos, siempre como esquivando pozos, pero con la absorta lentitud del que no teme el acecho de viejas versiones de sí mismo. Encendidos por el ocaso, dos pendientes de madera se hamacaban a los lados del cuello como recuerdos en equilibrio. Y si tengo que ser franco, es gracias a esta clase de visiones que he podido terminar mi novela; porque la lentitud del paso de Clarisa me hizo comprender que tal vez no sean la elasticidad, la consistencia, las variantes del dominio y el escamoteo lo mejor de la vida, sino el presente más sustancial de innumerables momentos de aproximación.
—Ahí viene Clarisa –me oí decir–. Qué despacio camina.
—Te parece a ti, porque eres bizco –dijo Ralph.
—No –dijo Tristán–. Le parece a él porque siempre está de paso.
Le di la razón. Hace no mucho he descubierto que si quiero a Clarisa es porque sabe quedarse todo lo que haga falta en cada punto. Como una superación carnal de los pálpitos de Lotario, es una prueba de que no sólo la música (aunque también a veces la música) nos redime de la sospecha de no estar del todo. Clarisa no necesita derrochar asombro porque nunca enriqueció el patrimonio del miedo. Se mueve despacio, y asimila toda su historia en la fugacidad de cada paso. Soy, le dice al río; y a la tierra: Fluyo. Yo, en cambio, nunca acierto con lo justo. El silencio se me hace un ruido aterrador. El apuro me colma, me muerde los tobillos. Y cubro mi vergüenza con mensajes, como los novelistas de antes.
Lorelei, 1986-1989