DOS

Me levanté mucho antes que ellos. Provisto de una silla plegadiza, una taza de té, mucho pan y la radio portátil, me instalé en el jardincito a cumplir inconsecuentes funciones de recepción. Era una mañana turbadora: díscolas púas de luz glauca se aglomeraban dos metros por encima del río, y enancadas en olores de estiércol se lanzaban contra la cerca para chisporrotear en las buganvillas y las anémonas hijas del cuidado de Clarisa. El río, como mármol fluido; el aire, reticente. El poema está triste porque quiere ser tuyo y no puede, tuve que haber pensado. Un par de moscas recorría la hinchazón del olor a basura que llegaba desde el puerto de carga. Nunca ese olor había sido tan intenso.

Como los garabatos del láser no eran expresivos, PROLONGARÍA EL GOBIERNO FRANCÉS EL ESTADO DE EXCEPCIÓN - HERMANO DEL TERCER MUNDO, NO TE DEJES EMBAUCAR: EL SEXO ESTÁ DENTRO DE TU CEREBRO - HOY, 17HS., ESTADIO GOULART, FESTIVAL A BENEFICIO DE LAS VÍCTIMAS MALGACHES, encendí la radio dispuesto a soportar lo que me tiraran. Oí sobre la vida del padre De las Casas y algo sobre cárceles de alta seguridad; y ya volvía a dormirme cuando una evangélica canción de Campomanes me sacudió con clarinetes en picado. La voz, plástica, persuasiva, le hablaba a un amigo que aterido por la desilusión se había enganchado en la heroína; aunque no le vendiera un mundo espléndido, al fin lo persuadía de que una tarde de lluvia era mejor que la muerte; entonces podía colocar la frase crucial; para que a través de una cortina de tinta / tu brazo vuelva al otoño de las uvas, pintoresca aleación de dos versos de Neruda. Lo que a mí me entusiasmó fue el habitual mensaje matutino; pródigo en palabras de corcho, esperamos, proa, soltura, estaba sin embargo grabado, y no recientemente.

Serían las ocho y cuarto nada más cuando un Ford Electra verde chirimoya frenó junto a la cerca y la hojaldrada Joya Denoel bajó envuelta en un halo de perfume. Me preguntó si podía pasar y le contesté que la gente estaba durmiendo. Los bracitos apoyados en el portón, aceptó un vaso de agua, sonrió en varios lenguajes iniciáticos y se interesó por la comodidad de nuestro huésped. Está bien, le dije; no necesita nada. Y después se hizo el silencio. Me di cuenta de que no la había traído la hipocresía, tampoco la tarea de espiar, sino una orden generada por las crispaciones que empezaban a arreciar en las alturas. Pero el vacío mismo la despidió. Maniobrando entre polvaredas, el Electra dio marcha atrás y se alejó detrás de un camión triturador materializado quizá por el hedor del aire. Hice un corte de manga. Al volverme vi a Lotario parado en la galería: resoplando, denodado, relucía desde el pelo gris hasta los zapatos como un vendedor de seguros huido de la caverna de Platón.

—Buenos días –dijo, y esperó que me acercase–. No huele muy bien la mañana.

—Quién le dice que no sea un síntoma.

—¿Síntoma? –se tocó la barriga, como si le doliera el bazo–. ¿Y esa muchacha siempre viene a estas horas?

—Bueno, de vez en cuando controla un poco.

—Hoy, ves, me gustó menos que ayer. Anda una barbaridad de pintadita.

—Vino a preguntar si usted estaba cómodo, Lotario. A lo mejor hasta lo vio. ¿Hace mucho que está ahí?

—¿Yo? Sí, pero no creo que me haya visto. Yo muchas veces no existo, y menos de mañana.

Clarisa había aparecido, el pelo atado en la nuca, la cara pecosa plena, y como se había apoyado en el hombro del viejo supuse que podríamos desayunar en paz. Pudimos. Después hubo que trabajar. Pero fraguamos incluso una especie de plan: al mediodía yo volvería a reunirme con Lotario, a la noche cenaríamos los tres juntos en el Recinto.

Hubo un momento del viaje, no sé bien cuál, en que Clarisa me acarició la mano aferrada al volante y yo pensé que estaba dejándome algo entre los dedos, cercanía, titubeos, para que lo administrara no como un capital sino como las raciones de comida que debe recibir un gato. Pero enseguida se retrajo, y fue entonces, esa mañana, creo, cuando empecé a aprender de veras que el amor es apenas un placer de estar al lado, sin opciones, sin posición relativa, sin tácticas de corrección, con muy poco descanso. Ahora bien: el amor, claro, es muchas otras cosas. Inspírate en la llama, dijo Rilke, o escribió.

—Menos mal que no me hice ilusiones –dijo Clarisa de pronto, y se puso anteojos negros–. Siempre tuvo algo de vegetal, de canto rodado. No digo que tuviera que asombrarse como si hubiese visto la zarza ardiente, pero es que ni se dio cuenta. Nada.

Le toqué la mejilla. Retiré la mano. La verdadera compasión siempre es superflua o amanerada.

—A mí, esos pendientes, me da la impresión de que los tuviste puestos siempre. Tienen algo natural; digo…

—Sos tan comprensivo. Un día vas a desaparecer vos también, Lino. Por la otra punta del escenario, pero vas a desaparecer –se quitó los anteojos para frotarse los párpados. Entre la cabeza gacha y el dorso tenso de la mano se desplegaba una ecuación muy triste–. Es mi padre, ¿entendés?

—¿Y vos? ¿Entendés? Dímelo, nena. Dímelo. Dímelo. Dímelo.

—Basta, Lino.

—Dímelo.

Basta –bajó la ventanilla y volvió a sujetarse el pelo–. Nos persigue un suave olor a basura, ¿lo notaste?

—Son inminencias, ya te dije.

—No. Es negligencia. Y no de mi departamento, sino de los ingenieros. No sé qué les pasa con la depuradora.

La dejé en la plaza Lamarque. Se alejó caminando rápido, la cartera bailoteando contra la cintura y la cabeza erguida, adelantada, como si con cada paso intentara descartar pasajeras versiones de sí misma. Yo me fui al taller a sopletear carrocerías.

A la salida volví a la plaza Lamarque decidido a olisquear la atmósfera. Era una atmósfera de nuevo fragante, feble en los arriates de tulipanes, dominante en los cristales refractarios de los bancos, adornada por un velo de música de acordeones que sobrevolaba el gentío deportivo. No bien me dejé absorber, la pasta de cuerpos onduló en un cortés peristaltismo; y ya estaba incluido cuando me sacudió un escalofrío, como si en cualquier momento algo pudiera mutilar el aire. Me descubrí en el centro de la plaza. A la sombra del tilo, la adivina de rostro báltico le tiraba las cartas a una altiva paraguaya o cochabambina, mientras el ajedrecista de la pipa esperaba vanamente un rival. En un arrebato no del todo incalculado me ofrecí. Dieciocho jugadas le bastaron para hacer puré mi torpe defensa Nimzo-india, de modo que al fin pudimos pasar a otras cuestiones.

—¿Quiere una sillita plegable? –ofreció el hombre.

—Jefe, no pienso regalarle diez dólares más. Usted juega demasiado.

—Se lo he dicho por amabilidad, simplemente –los ojos activos seguían siendo los mismos, plomizos y pequeños, pero o yo no había prestado atención o al hombre se le había poblado la nariz de verrugas–. Para mí sería un tormento estar de pie tanto rato. No sólo se trata de los sabañones… ¿Usted cree que los masajes en los pies son eficaces?

—¿Cómo sabe que soy masajista?

—Oh, no lo sabía –me escudriñó con una sigilosa satisfacción. Parecía bastante sagaz para lo gordos que tenía los muslos, como si de la corpulencia extrajese no energía sino ociosas deducciones–. En todo caso no es mi masajista. Debo confesarle –con una mano reacomodaba las piezas sobre el tablero, mientras con la otra golpeaba la pipa fría en una pata del banquito– que tengo más confianza en el naturismo. Un té de salvia, cúrcuma y milenrama me ha curado la dispepsia. El ajo me previene contra los resfriados.

—¿Y con los sabañones qué piensa hacer?

—Quedarme sentado. En pantuflas, de ser posible.

La ocasión, aprecié, no era tan mala.

—Así nunca va a poder averiguar nada –dije.

—Si no quiere jugar al ajedrez, ¿qué se le ofrece amigo? –con una sonrisa empezó a cargar la pipa.

—El otro día, cuando hablé con usted, se extrañaba de que Campomanes no apareciera en público. Hoy escuché el mensaje matinal y estaba grabado.

—Hoy ya no estoy extrañado –descansaba la mirada en mi cuerpo, a la altura del esternón.

—¿Se dio por vencido?

—No, qué va. A Campomanes, amigo, alguien le ha cavado la fosa. Dicen, y yo creo que es verdad.

—¿Nada más?

—Por hoy, nada más. No se vaya sin pagarme, se lo ruego.

Diez dólares eran dinero grueso por una información tan escuálida. Cargado con un ramillete de remordimientos, no me quedó sino decir Hasta pronto y apurar el paso hasta el Banco Thielemans, único lugar donde podía cambiar el cheque que Calduch me había dado el día anterior. Dos cosas ocurrieron entonces. Primero, me obligaron a someterme a una oprobiosa revisación física, análisis de orina incluido, antes de entregarme el dinero en efectivo. Por esa época campeaba en Lorelei una incesante preocupación por la salud, tanto más obscena si se considera que, en proporción directa a los controles, ristras de enfermedades ignoradas por los manuales de patología se propagaban bajo las medidas de asepsia como ríos de agua corrosiva. Pero si los controles eran de rutina, yo sabía que la saña de hacerme desnudar, de acribillarme durante media hora con focos y sondas y scanners a cambio de un trámite bancario, sólo era parte de la tarea de joderles la vida a los colaboradores furtivos. Segundo, ya en la calle, frente al tablero digital de valores, comprobé una vez más que la gaya coraza de Lorelei no la protegía de los mordiscos sorpresivos de la inflación, y que mi dinero, desde el día en que me lo habían ofrecido, valía un veinte por ciento menos. Valía cinco botellas de vino menos, o un cuarto de pantalón menos, o un libro de Turgueniev menos: esta deuda angustiosa, insaldable con la cúpula financiera del universo es la parte de mi época a la que menos sé habituarme.

En el camino de vuelta le dediqué una oración de gracias a la quietud del campo. Cuando la balsa se detuvo junto al embarcadero descubrí que el Opel Jabalí se negaba a arrancar. Después de empujarlo hasta el camino con dos campesinos silenciosos, frenético, harto de soltar insultos, me fui a casa a buscar herramientas, platinos, bujías y algún repuesto más. Sólo al volver los divisé. Cien metros al sur, entre heterogéneos, rotos pedazos de paisaje, Tristán y Lotario irradiaban bajo la copa de un sauce una blanda cualidad de estatuas hechizadas. No me sorprendió verlos juntos; eran dos notas iguales al margen de la mudez del río; y si parecían estar pescando, en realidad las carpas, que surgían del centro de la corriente buscando la luz, hacían piruetas de platino y volvían a zambullirse muy lejos de ellos, en otro mes, en otro cauce. No se me escapó que al verme se callaron de golpe. Tampoco me pregunté de qué estarían hablando. Caída entre la cicuta había una escopeta de dos caños, pero los patos seguían volando impávidos contra el cielo escrito por el láser: Una nación, la del trabajo esperanzado. Una patria, la de la canción.

—Joder, qué feas son las rimas no buscadas –dijo Tristán.

—Bueno, lo que dice tampoco es muy logrado –dijo Lotario.

—Mi bólido no quiere arrancar –dije yo.

—¿Tu auto? –con cierta violencia Lotario se secó el sudor de la nuca–. Eso hay que revisarlo enseguida.

Volvimos los tres al camino y empujamos el coche, esa máquina inmunda, hasta la playita donde estaban los palangres. Sin que nadie se lo rogara, Lotario se sacó la camisa, abrió el capot y metió los dedos entre los cables del sistema eléctrico. Los músculos magros, enérgicos, gastados, entraban en confianza con el motor como si la vida los hubiera adiestrado en rápidos juegos de relevo. Tristán, las botas mordiendo el barro, se ocupaba de las líneas.

—Veo que hay ansias de carne –le dije, y levanté la escopeta.

—No es un arma muy precisa –me contestó en voz baja, el rostro pálido vuelto hacia el río–. No la usaremos, Lino. Por eso y porque a don Lotario no le gusta molestar a los animales.

Miré al viejo. Estaba cautivado por el motor del Opel.

—A vos tampoco te vi nunca cazando –dije.

—Es que yo siempre llego tarde; pero no te creas que no soy despiadado. En cambio, don Lotario es un franciscano. Como tú.

—Para mí que son los platinos –dijo Lotario sin erguirse. La voz había sonado como un eco de cisterna.

—Yo soy respetuoso –dije.

—Pues eso es lo que le toca las narices a Clarisa. No tiene sentido, Lino. No tiene sentido –la nariz puntiaguda tiraba de los demás rasgos y la cara de Tristán se desglosaba como en los sueños extremos de un cubista analítico. Parte de la cara, o del pelo grasoso, ya era el cabrilleo del río–. El aire no es puro. Ni siquiera aquí, en el campo. Nunca es puro.

—Se ve que vas mucho al Recinto.

—No, hombre, no se trata de la contaminación –seguía hablando a media voz, no quería perturbar la devota actividad del viejo–. Mira, el aire no es puro ni siquiera donde no hay focos infecciosos, ni siquiera donde no se oye por la noche el aullido de algún preso, ni siquiera donde no hay una historia que no para de crear derrotados.

—Ya quisiera yo vivir del otro lado de la historia –dije.

—Es igual. La gente siempre ocupa lugar, los animales también. Lo llenamos todo. El aire hierve de vibraciones, pensamientos, deseos, mala leche, voluntad… lo que se te ocurra, tú. El aire es una jungla de aspiradoras mentales. O surtidores. Y los únicos que lo saben son los paranoicos. Ellos saben que el aire está infestado.

Me clavó una mirada esquemática pero iluminada. Estaba recogiendo la línea y uno de los anzuelos traía un tritón. Lo devolvió el agua.

—Yo nunca fui un hombre de éxito, Tristán. Me gusta que me busquen. Un poco, por lo menos. Que me toquen, incluso.

Desde el coche llegaron un hermético rumor de llaves, una tos, un tarareo. Nada de eso le importaba a Tristán, o bien lo tenía muy previsto. Sin soltar el sedal se agachó a recoger una lata de cerveza, la colocó entre los muslos, tiró de la arandela con la mano libre y después de derramar la primera espuma se mandó a bodega varios tragos. No es un borracho grave; bebe únicamente para mantener el cerebro separado de los insoportables trabajos que se inflige. Creo que el hábito de flagelarse lo persigue, elegante y compulsivo, desde la época en que era al mismo tiempo uno de los publicitarios más caros de Europa y militante de base del Movimiento Independentista Mediterráneo. Fue él quien ideó, hace unos quince años, la propaganda de colonia masculina Orleans que presentaba a un verdugo frente a la hoguera donde estaba chamuscándose el cuerpo de Juana de Arco, el tipo lascivo y distante, vertiéndose en la nuca el contenido de un frasco, la doncella ávida, con las aletas de la nariz dilatadísimas, diciendo ¡Basta! Estoy cada vez más caliente; y los espasmos de culpa que sintió al verla en la tele, solo una noche en casa, fueron tan intensos que súbitamente lo impelieron no sólo al anarquismo cristiano, en realidad un viaje de regreso a la infancia, sino también al desempleo voluntario. Como había firmado con la agencia un contrato por veinte años, tuvo que indemnizar a los patrones y se quedó en la ruina. Habría podido enriquecerse de nuevo; pero el diseño de campañas políticas le acrecentó las fobias y, por entonces, encima, conoció a Sagrario, que en los brazos todavía esponjosos ya acusaba las marcas de una promesa de olvido radical. Pusieron juntos una florería. No me cabe duda de que las manos de Tristán, bárbaramente hábiles, les hubieran servido para subsistir de cualquier otra manera; pero la heroína los llevó sin escalas hasta un departamentito mugriento donde el desinterés crecía como un yuyo del Edén, y ahí, esqueléticos, flotantes, tal vez enamorados, los funcionarios de la Secretaría de Indefinición Social los pescaron para depositarlos en una clínica de Lorelei. Se rehabilitaron pronto. Sagrario se volvió afable, estricta, vigilante, laboriosa como el que tiene una deuda con una zona enigmática de su voluntad. Tristán, en cambio, nunca quiso abandonar su anarquismo, ni la fe hosca de cristiano primitivo. Por eso bebe: para soportar sus propios remolinos, para detener mejor la abstemia música de Campomanes.

Me pasó la lata. Era cerveza negra, espesa y acompañadora.

—Los paranoicos saben que la saturación del aire los pone en peligro, que les coarta la libertad, te fijas –dijo, y le dio un tironcito a la línea–. Son listísimos.

—Sí, ¿pero sabés cómo se pierde el tiempo cuando uno tiene que protegerse continuamente de un complot?

—No vas al fondo, muchacho. Si un paranoico se inventa un complot contra él, es para darle una forma a ese mogollón de agresividad que hay en el aire y poder moverse con coherencia –miraba el agua como si debiera administrar un perdón a los peces–. Por eso yo creo que debemos fomentar la paranoia entre los bobos, los incautos, los desprotegidos y los inocentes.

—Los bobos son libres de antemano.

—Eso debería pensarlo yo, no tú. Yo, que soy aristocrático. Volviéndose paranoicos serán más libres. Al menos tendrán delante una realidad más real. Ahora, que con los animales es fácil, empiezas a disparar y los asustas. Pero para la gente hay que inventar complots, difundir información falsa.

—Campomanes no es un tipo crédulo.

Buscó cigarrillos en los vaqueros, pero no tenía.

—El problema con Campomanes no es que sea malvado. Es que es un idiota. Vete tú a saber si a lo mejor asustándolo no reacciona como un genio.

—De acuerdo –dije–. Proponeme un plan, una confabulación.

—No me vengas con hostias. Yo estoy aquí, pescando. Eso es lo que le he dicho a don Lotario.

—¿Por qué? –yo, al menos yo, estaba bastante cerca de conseguir la buscada suspensión involuntaria de la incredulidad: el bálsamo poético inglés–. ¿Él, qué te ofreció? ¿Te propuso algo?

—Nada –le mintió Tristán al río.

—Esto ya está cocinado –gritó de repente el viejo. Se había incorporado, los pelos blancos del pecho sucios de polvo y grasa, el bigote sudado, y era de pronto un hombre poderoso–. A ver, Lino, probá.

Me senté al volante y giré la llave. Desde luego, el motor arrancó.

—Yo no lo hubiera hecho tan rápido –comenté.

—Es que para eso hay que llamarse Lotario –dijo Tristán. Le dio al hilo que tenía entre los dedos un tirón seco, casi eléctrico, y empezó a recoger. Uno de los anzuelos traía enganchado un lucio de un kilo y medio–. Éste sí. La Sagrario lo preparará para la cena –se quedó mirando los saltos del pescado en la palangana de plástico–. Hay que llamarse Lotario, joder.

—Y sí, pero fíjense lo que son las cosas –el viejo, con un trapo entre las manos, se endureció de pronto en una sonrisa acomplejada–. Si vamos a la verdad, yo no me llamo Lotario.

—Nadie se llama como le gustaría –dijo Tristán–. Pero para cambiar de nombre hay que cambiar de vida. Lotario no está mal. Viene a ser muy nibelungo.

—La boca se te haga a un lado –dijo Lotario–. Yo soy judío, hijo, ¿no entendés? Pero bueno, eso no importa.

—¿Y qué es lo que importa? –pregunté.

—Yo me llamaba León Wald. Pero hace una punta de años, cuando desembarqué después de la guerra, a un funcionario chambón se le ocurrió enchufarme el Lotario. ¿A quién le iba a llorar un inmigrante? Me quedé Lotario para siempre. Dos en uno, ¿no? Muchos en ninguno.

Tristán estaba interesado en comer algo, y al fin cruzamos al bar del Manaos. Me acuerdo bien de ese rato desgajado del día: la mandíbula ociosa de Tristán atacando el jamón, los ojos estrábicos desafiando al viejo a la tercera cerveza, los desacatos de los dos contra la disciplina del exilio. Cualquiera de ellos, sospechaba yo, habría podido explicar a Clarisa con un órgano menos endeble que el pensamiento. Pero no sentía celos. Eran distintos a mí; no estaban obligados al optimismo

Tristán empezaba a resbalarse en la silla de mimbre.

—Beba despacio, Lotario –dijo–. ¿Sabe usted lo que ha sudado hace un rato?

El viejo alzó los hombros y al mismo tiempo quiso reírse. Lerdos, obligados, los dos gestos se anularon en una temblorosa perplejidad.

—Por mí no te preocupes. No me puede pasar nada –con el bigote sucio de espuma, hablaba como repitiendo de memoria–. Yo, de enfermedad no voy a morirme… Cuando era chico me llevaron a ver a un sabio. Un sabio… allá, de los judíos, en Polonia. Era un sabio brujo, un tzadik, un individuo con barba que casi no soltaba prenda. Miraba, solamente, y hacía bien… porque, digo yo…

Por un momento no dijo nada. Quedó suspendido entre la reminiscencia y el hipo.

—Porque la mirada es el solaz del hombre –dijo Tristán misteriosamente.

—¿De veras? –no pareció que Lotario lo hubiese oído. Miraba las migas de la mesa–. Bueno, la cuestión es que ese tzadik vivía en la montaña, en una cueva, no sé, yo de la infancia no me acuerdo mucho. De lo que sí me acuerdo bien es de que me embrujó el cuerpo. Me embrujó al revés. Ja, ¿y eso cómo se entiende? Bueno, me dijo que yo no iba a tener problemas de salud, que no me iba a enfermar nunca… Claro, gripe sí, tonterías, pero una enfermedad seria, nunca. Me cerró el cuerpo, el sabio ese. Y resulta que ahora hasta tengo reuma, como todos los viejos, pero no me hace daño. ¡Ja! No me hace nada –con grandes prevenciones sorbió un poco de cerveza y, como si fuese tarde, dejó violentamente la jarra en la mesa–. Lo que me hace mal, ¿quieren que se los diga? Lo que me revienta el hígado son las canciones de ese perdulario que acá es la gran estrella. Sí, sí, yo las oí varias veces en los bares, allá donde vivo, y en la tele. Pero con la tele es sencillo, uno apaga y chau… Acá… madre mía. Parece que están en el aire, como las bacterias. Y este olor a basura. Qué epidemia, ¿no?

Cuando le dije que la mayoría de la gente adoraba las canciones de Fulvio me desautorizó partiendo el aire con un manotazo. Estaba blando y congestionado, como un guardia insurrecto que no encuentra al tirano, y la carótida le latía al compás aleatorio de la canción, palabras en el muro, calendario fiel, que supuraba el estéreo de Schumajer. Tristán ya no podía entender nada; laxo en la silla de mimbre, empezaba a resbalar en los charcos del sueño. Yo, prematuro como soy, iba configurando mis primeras panorámicas del viejo. Algo más para meditar tendría esa tarde, mientras paseáramos por el Recinto, y un suplemento a la noche, cuando recordara que poco antes de salir de casa, al asomarme a ver si estaba listo, lo había sorprendido echándole llave a su valija, peor aún, colocándola bajo la cama detrás de una pulcra hilera de zapatos, con el miedo de quien esconde la mano cortada a un enemigo o un autorretrato que denuncia brutalmente el paso del tiempo.

Pero en aquel momento eso fue todo. Nos habíamos duchado, nos habíamos vestido con esmero. A las cuatro y media el Opel Jabalí, de nuevo con bronquitis, dejaba atrás el desvío del aeropuerto. Bajo un candente cielo zarco remendado de noticias, al rato avistamos el ikebana habitacional del Recinto. A la altura del kilómetro 2, donde la carretera se transforma en la avenida Andrés Bello, se vio a la derecha un globo terráqueo que desde el techo de una casa amurallada transmitía fugaces telefotos de los cinco continentes.

—Ahí vive Campomanes –dije.

En las pantallas incrustadas en los mapas destellaban imágenes de un petrolero partido en dos, de un cura disparándole a la primera ministra de Francia, de un chino recibiendo no sé qué premio, pero de la actividad del cantor no se adivinaba nada. Lotario, erguido, apoyaba las dos manos en el parabrisas.

—¿Ahí vive? –preguntó–. ¿Y si no es en coche cómo se llega?

—En autobús. En lancha. Al fondo hay un embarcadero. ¿Le gustaría venir?

Pude contar los segundos del silencio.

—No, no. Preguntaba, nomás.

Más adelante las veredas empezaban a oscurecerse de un gentío prisionero en lentas manifestaciones sin consignas. Las palmeras, cargadas de dátiles todavía rojos, querían fugarse a la estratósfera, seducidas por el prestigio de la elevación. Abajo todo tenía doble peso: los neones compitiendo con el solazo, los inconcebibles colores de los toldos, las servilletas sucias de ketchup que arrastraba la brisa, las banderas sedosas en los tenderetes del Frente Malgache de Liberación y el Ejército Renovador Siciliano, los maniquíes emperifollados tras el brillo de los escaparates, las jaurías de vendedores de máscaras camerunesas, amuletos haitianos, paraguas de Hong Kong, patos parlantes de Hong Kong, sombreros de paja, polaroids, garrapiñada, cebiche, piñas y aguacates y papayas, pelotas, baleros, minicadenas portátiles, cazalla, guitarras, berimbaus. Un tráfico lerdo ronroneaba entre olas de calor. Giré hacia el norte para atravesar el río por el Puente del Desarrollo. Del otro lado, una doble marea de niños vestidos de pioneros, algunos desgastando ya el pañuelo de Cáritas con una barba impune, nos atacó por los flancos como un ejército enano de milenaristas. Subí la ventanilla. Querían vendemos postales con imágenes de la fauna ibérica y varias naricitas moqueaban contra el parabrisas.

—Están descalzos –dijo Lotario.

—En la Fundación Thielemans dicen que el presupuesto no alcanza para todo el uniforme. A fin de cuentas acá nadie tira latas en la calle.

—Pero están descalzos.

Toqué la bocina varias veces. La marejada caqui se abrió con un chillido. No bien terminé de doblar por la avenida del Mercado Gasset, una madeja de humo del color del vinagre, y detrás un fogonazo blanco, nos cerraron preventivamente el paso. Un Mehari eléctrico había chocado contra un BMW Santos Óleos que, por la matrícula dorada, debía llevar gente del Consejo Asesor. Dos sajones trajeados discutían con una mujercita de camiseta fucsia en el centro de una rueda de menesterosos. Los insultos en ruso y en inglés se maceraban en un murmullo quechua, imposible decir si de conversaciones o de música, sin tapar el zumbido de las pulseras anticólera. Se expandía un olor a goma quemada, a plátanos podridos, que atravesaba el parabrisas como si fuese un atributo de la luz. No íbamos a poder avanzar mucho. Dejé el coche en la playa de estacionamiento del Mercado. Para que bajara, a Lotario tuve casi que empujarlo.

Envarado en un espasmo de incomprensión, estuvo un rato caminando en trance, la nariz agrietada como un viejo tapón de sidra, los ojos llenos de hosquedad. Yo sabía que el único remedio era suministrar más irrealidad; por la calle Villalobos, a través de un torbellino de vendedores, lo obligué a seguirme hasta el shopping center Chevalier. En la primera planta, frente a la Casa de los Diez Mil Cinturones, se llevó por delante a una familia de rastafaris que ocupaba casi todo el pasillo. Un chico esquelético soltó un grito; Lotario le había pisado los pies, y el padre lo habría vengado de no frenarlo la pulsera anticólera. De algún modo ganamos el ascensor.

En el décimo piso del shopping center estaba el Fiodor’s, una cafetería de alfombras mullidas cuyo rasgo más memorable era una terraza circular de muros bajos y almenados. Desde allí Lotario vio por primera vez, la única por otra parte, el categórico panorama del Recinto: el mar clemente rociado de velas, el albayalde del río entre la proliferación de hoteles, el complejo Las Magnolias perforando la nitidez del aire, al borde de la playa la faja de vegetación como una boa manchada de arándanos, el tumulto pulseando con la intemperie, con las fantasías del orden y los ropajes de la verdad.

—Caracho… Qué amontonamiento –le oí decir–. ¿Y todo esto lo hizo el individuo ese con la música?

—En cierto modo. Lo hizo con la plata que ganó con la música.

—Ah, claro –se apoyó en una almena, el cuerpo doblado como un signo de inclusión–. Justo al revés, ¿no? Llenar todo, ocupar el espacio en vez de ir eliminando… impurezas. Qué botarate.

Como aún no podía entenderlo, creí que el golpe lo había mareado. Porque yo estaba convencido, si bien de mala gana, de que los deseos de Fulvio Silvio Campomanes se habían cumplido bien: según sugerían las muecas silenciosas de cientos de recién llegados, Lorelei superaba sin esfuerzo los sueños más audaces. Jactanciosamente huérfana de historia, de obstáculos y de futuro, era el castillo robótico al alcance de los siervos de la gleba, la más perversa ilusión de la mente liberal. Siempre tuve miedo de que el cerebro me acabara por calcar el circuito de psicosis oculto en el Recinto Latino, y me pregunto si esta novela saturada de palabras no será apenas un síntoma tardío. Porque hoy Lorelei ha periclitado, podría decirse y es cierto, pero a todos nos tocó en su día un ganglio o una válvula. No obstante, sé que a algunos les trastornaba órganos más visibles que a otros. Lo sé. Y es que yo vi. Vi muchachos con gorras de béisbol mordiéndose los puños hasta la sangre antes de subir al avión que los llevaría de vuelta a Guatemala o Senegal; vi abuelas besando las baldosas del bulevar Bolívar para llevarse en los labios la mugre feliz del Recinto; vi chicos arrancando afiches o pedazos, no para acumular más recuerdos sino por envidia de los que vendrían después; vi el llanto de hombres recatados que no soportaban la idea de no volver aquí nunca más; vi el frenético desaliento de las partidas, contingentes de lunamieleros coreando canciones de Fulvio, la sudorosa mecánica del agradecimiento. Para el visitante, Lorelei era hasta no hace mucho un eterno sábado de verano. Clarisa dice que me gusta nadar en las hipérboles; pero yo vi, y por eso aún procuro tener antídotos a mano.

—En una época –dijo Lotario abstraído, y movió despacio la cabeza– yo creía que la verdad era esto. Lo macizo, los edificios, el tráfico. Y eso también –señaló las noticias escritas en el cielo–. Eso también, sabés. En una época.

No tardé en llevármelo a otra parte. En el puente Akutekeri, bajo el resplandor de caramelo que efundían Las Magnolias, trató de interesarse por las ofertas de cultura que circulaban por las marquesinas. En ese momento estaban por empezar una demostración de juegos psicoanalíticos de ordenador y una película de espionaje del ciclo de Rita Beardsley. Y sin embargo, desde la periferia del entusiasmo, la ausencia de Campomanes acosaba la tarde depositando coágulos de tedio. En los últimos tres días ni siquiera había dado la cara Sarima Benatar, la compañera de todos los ideales del cantor. Iba creciendo la inmaterialidad.

Lo importante era evitar que Lotario se petrificara. Buscando un lugar tranquilo recordé que le gustaba la música, y a fuerza de aliento lo hice llegar hasta la cervecería Ipacarahí, un parque de césped esmeralda alrededor de un pequeño palacio más o menos colonial. Tuvimos que esquivar la multitud que desde la avenida María Félix avanzaba hacia el velódromo, pero valió la pena. No sólo eran las sombrillas castañas, el perfume de jacintos, el contorno de los bungalows y las acacias a lo lejos, sino la mesa que encontramos junto a la glorieta. Porque en la glorieta, joviales en la luz alcalina, tres hombres y una mujer vestidos de blanco, con sólo breves publicidades de televisores Thielemans en los puños, estaban afinando sus instrumentos de cuerda.

Pedimos dos jarras de Urquell. Con un ademán voluntarioso, el chelista esgrimó el arco y los cuatro alumbraron al unísono unos compases de preámbulo. El tema que enseguida iniciaron la viola y el violonchelo viboreó por el césped, contestado por los violines con una especie de arisca responsabilidad. El público, insolado, se agitó en vaivenes de correspondencia. Era sobre todo gente de vuelta de la playa, matrimonios, indios ñacos con paletas, solterones con gorras de béisbol, chicas en viaje de fin de curso. Una parejita en ropa de tenis se manoseaba al amparo de un laurel. Todo ingresaba sin coerciones en la cúpula instaurada por la música, pero el lugar de privilegio lo tenía la beatífica sonrisa de Lotario. Era una sonrisa ligera, acuosa, heroica como un sombrero de rocío conservado durante una temporada en el desierto, y si no parecía del todo espontánea era porque un esfuerzo de atención la roía desde el entrecejo.

—Haydn –murmuró, con la jarra en la mano.

—¿Ah, sí? –miré la cartulina que había debajo del servilletero. Era el cuarteto Opus 76, y a la inefable manera de Lorelei sólo estaba programado el primer movimiento–. Yo habría jurado que era algo más moderno.

—¡Shh! –dijo Lotario.

Cerró los ojos. No dejó de mover suavemente los labios hasta que los equívocos del allegro se disiparon y el acorde final lo autorizó a romper el pacto.

—Y claro que es moderno –sonrió–. Por lo menos es casi romántico, muy adelantado para su época. Por algo Beethoven siempre le tuvo envidia a Haydn, o miedo, vaya uno a saber. Este cuarteto es de una serie que escribió… creo que en el mil setecientos noventa y pico, para un conde. Erdödy, se llamaba el conde. Música por encargo. Y, sí, pero qué importa. Él ya había experimentado –lentamente se pasó una servilleta por el bigote y parpadeó, quizás avergonzado–. Para mí fue el primero en hacer cuatro movimientos distintos pero… integrados. Así se dice: integrados. Un cuarteto como una casa que tiene cuatro habitaciones diferentes pero de todos modos es una casa, donde uno puede vivir sin marearse… Ahora, en esa época le importaba más la armonía, por eso te suena distinto a lo que conocerás de él, las sinfonías. Que no lo toquen todo es una fantochada, te das cuenta. Salís del dormitorio para ir al comedor y te caés en un barranco.

—A lo mejor ésa fue la idea del que diseñó el programa –dije.

—Porque el segundo movimiento es maravilloso –siguió él–. Vos sabés, en mil setecientos noventa y pico en Viena todo el mundo andaba muerto de miedo porque se iba acercando Napoleón. Habían movilizado a la milicia… Este cuarteto se llama Emperador, pero dicen que no fue Haydn el que le puso ese nombre. Lo que él quería era que el segundo movimiento quedase como un himno, para oponérselo a los franceses contra la Marsellesa. Y mirá si sobrevivió. Al final los alemanes se lo robaron a los austríacos y usaron la música para el Deutches über Alles. Aunque a lo mejor el mismo Haydn se lo robó a alguien.

En la glorieta, el cuarteto se había retirado para hacerle espacio a un pianista con cabeza de setter. Quizá porque Lotario me impedía contestarle, de golpe recordé algo. Recordé que un día, muchos meses atrás, Clarisa había aparecido en casa con un pianito a pilas que había encontrado en el Recinto. Durante unas semanas se había dedicado a hostilizar las noches tocando unos estudios que a cada nota parecían descolgarse del sonido eléctrico por un oxidado sistema de roldanas; pero sobre todo tocando mal, tanto que, con alguna atención, yo había descubierto que las notas mordidas, las arritmias, no eran fruto de una incompetencia trascendental sino de un plan borroso, deliberado sin embargo, para conseguir que alguien le cortara las manos. Esa sola sospecha había bastado para que yo no hiciera comentarios ni preguntas; pero además me había negado a ser verdugo, y al fin ella sola, desalentada y triunfal, le había regalado el pianito a Begonia con la discreción con que se regala un cuadro que a uno, solamente a uno mismo, le trae mala suerte.

En el cielo del oeste el azul se abría en alvéolos dorados. El láser, SUICÍDANSE EN ANKARA DOCE CONTRABANISTAS DE RESIDUOS RADIACTIVOS, persistía en sus románticos actos de conocimiento. Mientras, según leí en el programa, el pianista vibraba con los desarrollos de un impromptu de Schubert. Lotario, no supe por qué, se dio permiso para hablar.

—Es el primero de los Opus 90 –me había agarrado del codo–. Está en do menor, pero si prestás atención vas a ver que después cambia a tonos mayores. Eso… eso es el lirismo, Lino. Un paso sereno pero bien dado, sin adjetivos ni floripondios. ¿Vos no creés que el sentimiento es una cuestión de matemáticas?

Para mí era imposible contestar esa pregunta en un estado, digamos así, de momentánea parálisis lírica. Pues las olas son tan artificiales como el bostezo de un dios, me dije atropelladamente para afianzarme en algo; y por alguna razón, sin duda porque se estaba hablando de variaciones de la fe, me acordé de lo que Tristán me había dicho una tarde: “Quién sabe, tú”, y no había bebido, “quizá lo único capaz de librarnos de este amasijo sería un dios”. Yo le había contestado que ya teníamos demasiados dioses, y afortunadamente había logrado crisparlo. “Tenemos ídolos”, había dicho él entonces, “pero los ritos están vacíos. Vienes a Lorelei, tocas algo, te lo compras y ya está. Yo te hablo de un dios no encarnado. Cada cual tendría que joderse e imaginarlo. Un dios impotente, inocuo. Un dios de música”. El sermón había sido molesto pero ahora, memorizándolo, hasta mi agnosticismo titubeante quería darle la razón. Un conjunto de dioses invisibles, sin santuario, sólo accesibles desde la intemperie, habría sido un retroceso pero también una cura. Al menos en el reino de Campomanes. ¿A eso quería llegar Lotario, la eminencia mediocre?

—Yo, Lotario –bajé la voz porque un indio me miraba mal–, no sabía que a usted la música le gustara tanto. Clarisa nunca me lo contó.

Me pidió un cigarrillo. Entre el humo tornasolado los ojos se le achicaron, sitiados por las arrugas.

—No me gusta tanto. Es lo único que me gusta. Pero creo que Clarisa no lo sabe.

—¿Cómo, lo único?

—Sí, lo único. Yo conozco gente que dice “A mí la música me vuelve loco”. Pero a mí no, fijate vos. A mí la música me vuelve… La música existe en la cabeza de uno aunque nadie la esté tocando, aunque se pierda el papel donde la escribieron, aunque se quemen todos los instrumentos del mundo. La música está siempre. Es un montón de fragmentos y la memoria los junta. Entonces, cuando los junta, también está uno. ¿Eso es volverse loco? –se mordió los pelos más largos del bigote–. Te estoy hablando de música, no de payasadas.

—Claro, claro –alcancé a contestar–. Oiga, ¿quiere que le preste mi walkman? En casa hay cintas.

—Gracias, hijo, pero no me hace falta. Yo, sin música no estoy nunca. Para algo me aprendí sinfonías enteras de memoria.

El indio estiró la pierna y me golpeó la pantorrilla. En el mismo instante Lotario se puso el cigarrillo en los labios, como si el contraste final del impromptu le hubiese consumido la voz, mientras el pianista se desplomaba sobre el teclado. Hubo aplausos y chiflidos. Una serpentina con los colores de Italia voló sobre la glorieta.

Los tres impromptus restantes tuvieron que esperar. De pronto, escoltada por una murmurante comitiva del Consejo Asesor, una mujer de piel oleosa y turbulento pelo dorado había irrumpido en el jardín, alta en el vestido de tafeta azul, los ojos al cobijo de grandes lentes negros.

—¿Y esa quién es?

—¿Cómo, Lotario? ¿Nunca la vio en las revistas? Sarima Benatar, la novia de Campomanes.

No fue una visita cortés. Acordonada por nerviosos físicos nucleares y ex ministros de varias cosas entre los cuales menudeaban los guardaespaldas, Sarima instaló en una mesa la narcotizada sonrisa de firmar autógrafos, acarició a los niños, le dio la mano al pianista y, desnudando unas ojeras como higos maduros, aceptó al fin un micrófono con el anagrama de la cervecería.

—Hola, gente –dijo una voz doméstica y tabacal–. Bien, no crean ustedes que pienso interrumpir este concierto estupendo. No, desde luego que no. He venido simplemente de paseo, y para traerles mi cariño y el de Fulvio Silvio, que estos días se encuentra un poquitín engripado y los echa muchísimo de menos –se detuvo y miró a los costados. El cordón humano frenaba sin tensiones el mecánico embate de la gente–. Porque ya saben ustedes: ésta, la del cariño, la de la espontaneidad, es la costumbre que nosotros mejor cultivamos –algunos aplaudieron, sólo algunos–. Bien, gente queridísima… Bien, esto era todo lo que les quería decir. Ya saben que yo no hablo tan bien como Fulvio Silvio. De modo que lo dejaremos aquí. Sean felices. ¡Y viva la música!

Así de drástico fue el discurso. Después de repartir una veintena de fotos, se fue a recorrer las calles como una Lady Macbeth harta del encierro en una alcoba llena de cámaras. Aunque la estela que desde el vestido se alargaba hasta la gente hirviese de insatisfacción, a mí la escena me pareció extremadamente promisoria. Pero si sentí ganas de explicárselo a Lotario, por simple simpatía, para que nos conociera más, tuve que enfrentarme con una diestra maniobra de deserción. El pianista había reanudado su trabajo y el viejo, la jarra en los labios, lo reverenciaba como si fuera un heraldo del país del aplomo. Cuando la pieza terminó, de nuevo me agarró el brazo. En realidad estaba a punto de triturármelo y, aunque yo lo veía volver de un viaje por analogías incomprensibles, de pronto me di cuenta de que Lotario sabía. En cierto modo sabía.

—Lino, vas a tener que reconocerme una cosa –los ojos parecían islas de barro a la deriva–. Clarisa no está contenta en este lugar. Más bien está para el diablo.

Por mucho que en el fondo lo esperase, el ataque me descolocó. Ese hombre obnubilado, exangüe hacía un rato en los atrios de la música, quería llenar de invitados su purgatorio individual.

—Si usted lo dice.

—No te enojes, muchacho –me soltó el brazo–. No sé. Me parece que vos sos más escurridizo, más despabilado. Ella es débil.

—Mire, Lotario, juntos estamos bien. Y la puerta del Paraíso está clausurada. Clarisa y yo nos queremos.

Con una sonrisa derrotada dejó la jarra en la mesa.

—Te aseguro, muchacho, que a Clarisa no la conozco menos que a la madre. Vos podrás no creerme, pero date cuenta de que es mi hija. Para un padre, una hija es un libro abierto.

El taburete del pianista había pasado a ocuparlo una muchacha de túnica plateada, fina y frágil como una antena de radio. También había un violonchelista japonés. La cartulina informaba que iban a tocar una sonata de Bach.

—¿Y a usted no le habrán cambiado el libro por un resumen? –dije–. A lo mejor se saltó varios capítulos.

—Epa, hijo. No estamos jugando al tute.

—Puede ser que no. Y puede ser que usted tenga razón: Lorelei no es una ganga.

Bastó que empezaran a tocar para que el viejo volviera a retraerse. Sobrevinieron temas y contratemas, saltos, efectos que yo no sé describir pero reverberaban en los sombreros de paja de dos marineros borrachos. Probablemente era cierto: había una matemática de los sentimientos; y por eso yo, que apenas sabía resolver una ecuación de primer grado, no encontraba, y menos contra el fondo de esa sonata, una forma de transmitirle qué había sido para mí descubrir a Clarisa. ¿Funeral jubiloso de la comunicación? ¿Solsticio de la suficiencia? Nada era muy preciso. Había, sobre todo, recuerdos que en esa época yo no habría sabido contar, y en esos recuerdos me entretuve, pensando que a lo mejor se reflejaban en la sonata.

Unos dos años antes de que Lotario existiese en mi película privada, yo gastaba un atardecer mirando el río cuando Flora Laverty se concretó en la luz con toda la intensidad al alcance de una irlandesa vegetariana. Como siempre en Lorelei, el clima era una diabólica síntesis de tibiezas; yo había estado todo el día oficiando de soldador en un taller de muebles metálicos y ahora, en el Manaos, aceptaba la soledad con la prudencia de quien acaba de superar una embolia. Desprendiéndose de la madre, Ralph se acercó a decirme que esa tarde había llegado una mujer. Flora me contó que había visto a la mujer bajar del aliscafo con un baúl y dos bolsos, y con una carretilla la había ayudado a llevar todo hasta la casa vacía que estaba detrás de la de Dora. La mujer, una mujer joven, dijo, casi no había hablado en el camino, imposible saber si por timidez, orgullo, desconfianza o porque recientemente había tenido un grande, feo disgusto. Ralph acotó que era muy muy vieja, como mi madre y como tú, y admito que pensé en hombros respirables, en una voz aromática para abrazar, provisiones que por los alrededores no sobraban. Yo vivía entonces en un chalecito caro e infecto junto al río, doscientos metros al sur de la casa de Tristán; acababa de sepultar en el Recinto un affaire que sólo había servido para devolverme el insulso sabor de la libertad y, por muy femeninos que me imaginara a los sauces, los detestaba porque no sabían hablar, porque no tenían manos. Así que a la tarde siguiente volví al Manaos. Me gusta pensar que tuve suerte. Quizás alertada por Tristán, Clarisa Wald fue a presentarse a sus vecinos. Venía de Mallorca, pero hablaba como yo. Aunque era pelirroja daba la impresión de sufrir un frío eterno, pero no como esa gente que lleva el frío dentro sino como si, pese a sí misma, supiese convocar el frío de los lugares que atravesaba para conocerlo de cerca y mantenerlo a raya. Pechos altos, pantorrillas gruesas, torso alargado, caminaba a pasos irregulares, no inseguros. Y aunque tenía la voz ronca y tenue, como el que pasó la vida en los trenes vendiendo algo anacrónico, la arrogancia de la nuca, la persistencia suave de un tic sobre el labio parecían herramientas ingeniosas para rechazar la piedad. Cuando me dio la mano sospeché que era desconfiada; pero también la desconfianza le pertenecía francamente, como a un ave migratoria le pertenece el impulso de viajar. Contó pocas cosas. La habían destinado a un puesto de cajera en el autoservicio del shopping center Chevalier y eso, estoy seguro, me sublevó. Como se fue casi enseguida, más ganas me quedaron de volver a verla. Inabordable, palabra sumamente adiposa, no era la que yo le hubiese aplicado. Tampoco era arisca. Clarisa era más bien hipotética, incluido el sombrerito de promesa que llevan las hipótesis más intrincadas. Una tarde la vi al borde del agua, sentada al lado de Tristán, los dos en silencio con los codos hincados en la arena, y me pareció que compartían no sólo una confusión endémica sino el deseo de habituarse al miedo porque ya habían huido todo lo posible. Yo tenía que hacer algo. Y lo que hice fue averiguar cuándo le daban día franco, y presentarme en su casa entrada la mañana. Dora me advirtió que la había visto alejarse hacia el bosque. Con el corazón descontrolado, de todas maneras entré, porque acá nadie cierra la puerta con llave. La luz, una luz de leche agria, debe haberme ofuscado, y mi fenomenal intuición me llevó a dejar un mensaje de esos raros. Sobre una mesa arrimada a la pared del norte, bajo la ventana, encontré el dibujo en tinta, a medio hacer, del perfil de una ciudad. Había flacos campanarios inclinados, puentecitos ondulantes, escaleras oprimentes, un desértico clima de espera en las casas sugeridas. Era una ciudad submarina, casi un garabato hecho con velocidad y ternura. Embobado por la vanidad, agarré el Rotring y al lado de una muralla dibujé un ágave, la única planta que sé reproducir. Después me fui. El resultado de la operación no fue esperanzador: todo lo que supe de Clarisa esa tarde fue que entró al bar del Manaos como al comedor de un manicomio, y que la mano de sostener el whisky le temblaba mucho. Me sonrió, sin embargo, si bien nerviosa, sin abrir la boca, por lo cual interpreté que me había perdonado. Dos días más tarde esperé que tomara el autobús para meterme de nuevo en su casa. La ciudad submarina se había extendido en suburbios atormentados, pero yo, sin arredrarme, incluí unas cuantas medusas con ojos de personas antes de irme a trabajar. Uno es obstinado a veces más allá de las penumbras del sentido; el deseo lo convierte en un émbolo. No fui capaz de notar el retraimiento de Clarisa hasta que Ralph Laverty vino a contarme algo sólo evidente para la ecuanimidad de un pibe: esa mujer estaba muerta de pánico. Paulatinamente se me colaron en el cuerpo cierto horror, cierta vergüenza. Al día siguiente ya era carne de desvelo. No vi otra alternativa que esperarla a la salida del trabajo. La gente empujaba; los paquetes encintados, las cuplas y poleas de la diversión empujaban. No me pareció que ella se asombrara cuando me vio, pero tampoco se detuvo, convencida como debía estar de que si en mí había algo atractivo bien podía manifestarse a la carrera. Y si ahora me gustaría hablar de las tribulaciones metódicas que me impidieron tocarle el brazo, sólo voy a dejar constancia de lo que el lector difícilmente se imaginaría. Esto, quiero decir: ella estaba alterada. Le expliqué que el autor de los agregados a la ciudad submarina –y se comprenderá lo feos que estaban empezando a resultarme– había sido yo. “Ah”, dijo ella con una mirada de vaso vacío. “Ah, o sea que fue una broma.” Por un instante se había paralizado, pero ahora caminaba cada vez más rápido; estaba por dejar bien atrás su propio esqueleto. “¿Y para eso arruinás los dibujos de la gente?”. Cuando pasábamos frente a una ferretería ladeó el cuerpo, como si tuviese miedo de que el escaparate estallara. De pronto se detuvo, con una sonrisa ausente me midió desde los pies hasta el pelo, me dio la espalda y siguió caminando. Yo le pedía disculpas, escribía el compendio de mi sentido del humor en el caos de la avenida María Félix: una escena triste y paradigmática excepto porque a mí, compréndalo el que se atreva, me guiaba cierta honradez, y a ella le cerraba el paso una soledad colosal. En una esquina, me advirtió, la estaba esperando una amiga, una muchacha llamada Celeste que había conocido en el avión. La vimos de lejos. Quise imaginármelas juntas, cada una de un lado de una mesa y la tetera entre las dos tazas. Eso no borraba la soledad. “Bueno, ahora andate”, dijo ella de todos modos. “No me sigas más.” Nunca volví a sentirme más bizco que en ese momento; todavía hoy reconozco la baldosa donde me quedé clavado. No hay límite para la melancolía humana, dice un poema, y yo podría haberme pasado no sólo el atardecer repitiendo el verso, sino todo el mes y el mes siguiente. Pero dos noches después, al llegar a mi casa, la luz de la luna me señaló el sobre que alguien había dejado bajo una piedra en el antepecho de la ventana. La carta decía: De ahora en adelante únicamente voy a dibujar desiertos. A los desiertos, claro, no hace falta dibujarlos, y nadie puede agregarles nada. Las medusas eran simpáticas, pero ahora están hechas pedazos con toda la ciudad. Como están rotas, ya no tengo por qué enojarme. Que la falta de firma fuese una invitación a contestar no alcanzaba para librarme de los titubeos; porque yo necesitaba enamorarme, sí, pero por ceder a la costumbre de la acción ya había arruinado una oportunidad. De modo que descarté el papel. Hasta la madrugada estuve ideando la retórica menos urgente posible, la capaz de visitar el oído de una mujer colérica como visita la boca el recuerdo de un sabor. Al fin grabé, en una cinta, diez minutos de descripción de lo que se veía desde la puerta de mi casa, seguidos de mi sucinto postulado sobre las tres únicas actitudes que le caben al hombre frente a las mujeres: el complejo, el cinismo, la jovial aceptación de la ignorancia: “Aunque lo nieguen los pedantes, / con claridad dice la Biblia / que Salomón se hizo sabio / conversando con sus reinas”, agregué antes de despedirme; y muy temprano, como el I Ching parecía sugerir, dejé el casete junto a la puerta de Clarisa. También dejé una violeta, y tal vez gracias a la flor me premiaron el insomnio. En una populosa encrucijada de realidades precarias, sudando bajo la máscara de soldar, si pude soportar el curso del día fue por la esperanza de tener respuesta. En el Manaos nadie atinó a decirme dónde estaba la pelirroja. Sobre el antepecho de mi ventana, sin embargo, me esperaba el casete. Visto que en las semanas que duró el tráfico de confesiones siempre usamos la misma cinta, como si el diálogo fuese además una solicitud de olvido, cabría avisar que casi todo lo que sigue ahora es una estilización. Una estilización concienzuda, no obstante, porque yo tengo muy buena memoria.

La grabación de Clarisa, la primera, entonces, decía así: “Qué raro: iba a quejarme de que hablar con un aparato es un engorro, pero me estoy dando cuenta de que no, de que a lo mejor es facilísimo. También estuve por quedarme callada, y no para vengarme sino porque no sabía qué decir. Pero entonces me atacaron las moscas. ¿Sabés qué son las moscas, Lino? Son unas moscas minúsculas que me atraviesan las sienes y en vez de jaqueca traen pensamiento, rollos de pensamiento. Hace un rato vinieron. De golpe me encontré con la cabeza repleta de frases, no podía parar, se me revolvía el cerebro y tendría que haberme acostado. Pero no me acosté porque al mismo tiempo hacía mucho que no sentía esto, que no me atacaban las moscas cubiertas de frases… Es que cuando no hay frases una cree que no piensa en nada, así que hoy, después de mucho tiempo, fue como si volviera a pensar. Digamos que vos tenés la culpa. Te lo agradezco. Lino, te lo agradezco… Uf, anteayer, hace tres días, no sabés cómo te detestaba. Eras un clavo, un alacrán. Hoy no. Aunque te conozco igual de poco, me parece que me devolviste las moscas. Y las frases. Pero anteayer eras un alacrán… Acusar es una porquería… Pero como ahora puedo pensar, te voy a explicar por qué me dio miedo lo que hiciste, y no solamente rabia. Bueno, no sé si podré explicártelo… Voy a prender un cigarrillo… No, voy a hacer otra cosa. Te voy a leer algo que no soy exactamente yo, sino la ficha que me hicieron redactar en la Oficina de Circulación. Es como un refrito de mí, pero pienso que al fin y al cabo no me desfigura mucho. Te la leo: Clarisa Wald. 31 años. Nacida en Gualeguaychú. Hija de Lotario Wald, fabricante de hules y plásticos, y de Raquel Ostrech, secretaria ejecutiva. Estudios primarios en la ciudad natal. Secundarios, en Monte Grande. Siguió hasta el tercer curso la carrera de Arquitectura en la Universidad Federal del Río de la Plata. Durante una asamblea estudiantil fue detenida y, bajo acusación de promiscuidad y actividad subversiva, condenada a seis meses de cárcel. Tras haber cumplido la pena fue condenada a muerte, mediante anuncio personal, por las Milicias Patrióticas Pampa Grande (MPPG). Emigró a Arequipa, más tarde a Guayaquil, Nueva Jersey y Toronto, sin obtener permiso de residencia ni cédula universitaria. Asilada por familiares, en Barranquilla pudo desempeñarse en diversos empleos temporarios. Fue arrestada bajo acusación (que alegó falsa) de ebriedad. La intervención del Comisario de las Naciones Unidas para la Emigración le valió el traslado a Palermo y enseguida a Nueva Canaán. Cumplió dos años de trabajo en un asentamiento de colonos pero rechazó acceder al plazo de cinco que le hubiese valido la residencia vitalicia. La Oficina de Cercano Oriente para la Indefinición Social aceptó enviarla a Brighton. Trabajó como camarera en diversos establecimientos y como administrativa en la clínica Postgate. Contrajo matrimonio con Gérard Birsto, oftalmólogo, natural de Niza. Tras dos años de convivencia en esta ciudad, los cónyuges iniciaron trámites de divorcio, que fue concedido. La infrascrita declara no recordar fechas exactas; pero sugiere que, a los efectos de conocerlas, se recurra a las sucesivas fichas de residencia. Divorciada de Birsto, obtuvo un empleo de maquetadora en la revista Marseille Libre. Diferencias con parte del plantel, que elevó en su contra un cargo de malicia emotiva, la condujeron a presentar la renuncia. Fue contratada por Plus Jet Plus International para dirigir la venta domiciliaria de detergentes en el área de Palma de Mallorca. Dados los problemas surgidos con vecinos del edificio en donde residía (compartiendo su apartamento con compañeros de trabajo), repetidas veces la infrascrita fue instada por la policía mallorquina a formalizar el pedido de residencia vitalicia. La pérdida de cuatro segmentos informativos por parte de la Delegación Mediterránea del Comisariado de las Naciones Unidas para la Emigración, no obstante, acabaría obstaculizando el trámite. Entretanto, fue citada por la Delegación Balear de la Oficina Europea para la Indefinición Social. A las conversaciones que se iniciaron entonces debe su traslado a Lorelei. Mmm… Bueno, Lino, hasta aquí el papel… Feo estilo, ¿no es cierto? En realidad es repulsivo. Pero no por las palabras sino por la sumisión. No sé por qué lo redacté así. O sí: sé que a medida que les iba haciendo caso y escribía en el idioma “neutro y claro, lo más descriptivo y económico posible” que exigen esos formularios rosas de la Oficina de Circulación, el miedo a contrariarlos se me iba convirtiendo primero en obsecuencia y al final en una especie de morbosidad… Como si quisiera ser mi peor enemiga, como si fuera… Qué hábil puede llegar a ser una para escracharse… Aunque después de todo, esos datos ellos ya los tenían y… Yo no habría sabido qué ocultarles, no podía ser irónica: ésa es la verdad. En cierto modo me retraté muy fielmente. Pero ahora, ahora me da miedo contarte que si lo escribí de esa forma fue por miedo. Porque al fin y al cabo, ¿vos quién sos? A lo mejor esta confianza sólo te la tengo en un momento, sólo ahora, mientras no te veo y las palabras se obligan unas a otras a avanzar a los pisotones. Pero la confianza… en fin, está. Y en honor a ella puedo contarte más cosas. Puedo contarte, por ejemplo, que sí estaba borracha cuando en Barranquilla me metieron presa; pero bueno, ¿no?, si hoy medio mundo es borracho. Además, también en otros lugares me emborraché, y no pasó nada. Y además, me di cuenta, si una no se pasa la vida borracha no es porque cultive la sobriedad o la salud, sino porque se va volviendo insensible. Con las cosas que vi. Vi cuatrocientas doce mujeres más o menos como yo, y yo incluida, haciendo instrucción militar en Nueva Canaán… Vi cincuenta italianos del norte presos en una celdita de seis por seis en la Oficina de Indefinición Social de Toronto. Vi cómo dos libaneses le robaban el pasaporte a un boliviano y se peleaban por el botín a patadas. Vi misiles cayendo sobre un mercado de pueblo, gases vomitivos cayendo sobre esos barrios espontáneos que los indefinidos levantan al costado de algunas ciudades, paquetes de ojos de contrabando cayendo desde un helicóptero sobre la azotea de la clínica oftalmológica donde trabajaba mi marido Birsto. Bueno, de ese Birsto… Yo me había encariñado con sus hijos, dos, pero cuando nos divorciamos nunca más me los dejó ver… Estaba ofendido. El ofendimiento es muy difícil de curar. No sé para qué algunos se ofenden, si cuesta tanta energía, y desofenderse cuesta tanto más… Y lo de los vecinos del edificio de Palma, eso no sé si es importante, quizá sí, por culpa de ellos terminaron echándome… No sé… Pero es que además estoy hablando hasta por los codos. Pero aunque la mano se me haya cansado de sostener este aparatito, me la miro y veo que es una mano más conforme que hace un rato. Y eso que estoy rompiendo una regla interior… Mirá, cuando me dijeron que me iban a mandar a este lugar, más que rabia sentí temor, porque decían que en Lorelei la vida era llana, y yo me había acostumbrado a los desniveles. Es una forma de decir… Nunca pude quedarme demasiado en donde quería, y de los lugares que una odia siempre hay alguien que le impide salir… Por dónde iba… Entonces, esta vez, para controlar el odio decidí que iba a orientarme bien, a no exigirme esfuerzos, a ver si así… Como acá ni siquiera sé dónde está el este, me he comprado una brújula. Y, para no permitirme excesos, tengo una pesa de cien gramos. Cien gramos es el peso máximo de las acciones que pienso imponerme cada día. Hoy, ya ves, me propasé. Acabo de hablar como dos kilos de frases. Así que, Lino, chau por hoy.”

Bien: si debo ser honrado, a la tortuosa manera en que es honrada la literatura, creo que la grabación no terminaba tan de golpe. Pero no recuerdo más. Y por otra parte, si debo ser honrado, lo cierto es que tener la culpa de que aquella mujer huraña se hubiese abierto a la lasitud enigmáticamente, como puede abrirse solo un candado que alguien dejó caer en la arena, me sacudió de orgullo. Procuré dominarlo, convertirlo en satisfacción maleable, pero como suele ocurrir en estos casos se me transformó en amor. De todos modos, no sólo fue por egoísmo que a la mañana siguiente le contesté grabando la ficha que Joya me había rechazado, esa exhibición de fanfarronería que el lector ya conoce; según iba a darme cuenta más tarde, con el primer trueque habíamos desatado una formidable insurrección. Bajo el cielo roturado por las noticias del mundo, bajo la cúpula del desamparo y el reflejo condicionado de la hipocresía, entre esquirlas de canciones que apretaban a los amantes en duros repertorios de gestos, nosotros habíamos encontrado una gimnasia capaz de sacarle lustre a la mente, y tenaces partículas de audacia confesional, sentimentales, cierto, pero no poco intrépidas, empezaron a delimitar el aire como un campo magnético o un dosel para la regeneración. Fue una época gloriosa. A veces, cuando a la hora en que se seca el rocío yo caminaba por la orilla transportando lo que había grabado la noche anterior, me daba por pensar que los brillos del río, la vaporosa vida de las coles en la tierra, me llevaban soliviantado en una leal demostración de empatía. A lo lejos, el láser de la Columna Fraterna imprimía en el cielo cambios de gabinetes; por las noches el Recinto segregaba su sudor escarlata. Era lo de menos. En el campo, entre mi casa y la de Clarisa, una guirnalda de intimidades se columpiaba en la austeridad del aire. Si nos encontrábamos en el Manaos era por casualidad, porque los mensajes los entregaba cada uno como entrega las cartas el cartero, con una furtiva elegancia. Aunque en general eran fragmentos de biografía, instantáneas donde se agrandaba el paisaje y el protagonista humano estaba sentado al margen, a veces el contenido no pasaba de ser música, y a veces eran chismes o anécdotas del día. Sentado en una silla de mimbre, mirando por la ventana los recursos que empleaba el río para conocerse a sí mismo, yo detectaba las transformaciones en la voz de Clarisa tratando de encontrar un método para mi entusiasmo, algo como la expresiva parquedad de un curandero. Ignoro qué imaginaría ella de mí. En la travesía, que se iba haciendo larga, el tono se le había vuelto menos vacilante, más leve y más airoso, como la llama de una vela que se concentra en la vertical cuando se aquietan las relentes.

Un día, por fin, encontré en la cinta unos párrafos inclinados, erráticos, que guardaban los motivos de la desconfianza. Decían lo siguiente: “Vos, Lino, sos una persona buena, pienso yo. Pero a veces me pareces demasiado bueno y, como demasiado bueno no es nadie, de repente dejás de gustarme. Pero resulta que otras veces sos bueno a secas, que es cuando se tiene algo de malo, y entonces contarte cosas vuelve a ponerme contenta… Esa mañana que te metiste en mi casa, cuando al volver vi el ágave que se había agregado al dibujo de la ciudad, lo primero que pensé fue que lo había hecho yo y no me acordaba. Comprenderás que me di un susto espantoso. Pero peor fue el susto cuando se me ocurrió que quizás alguien lo había dibujado a propósito, para empujarme a creer que de verdad la cabeza se me estaba embarullando… No me atreví a preguntarles a los vecinos si habían visto entrar gente. Yo no podía tener confianza en nadie, Lino, y no podía porque estoy segura de que los que me mandaron a Lorelei quieren que tampoco confíe en mí misma… En realidad no sé cuánto saben de mí en Indefinición Social. Lo más probable es que no sepan nada importante, ellos apenas tienen datos y opiniones. Pero el sello que me pusieron en el pasaporte, un sello rojo y ovalado como una ciruela, dice en el centro EPI, que significa Estructura Psíquica Inestable, y aunque para mucha gente sólo sea un rótulo, para ellos es una fórmula con fondo, y a mí me pareció que estaban queriendo destrozarme… Sabés, Lino, yo nunca vi bien. No es que sea miope, al contrario, todo me entra por los ojos consistente, definido… Pero después resulta que en algún punto de la mirada hay una equivocación, y termino por darme cuenta de que las cosas no son como me creo, o sea, más bien es un trastorno de comprensión… Las pirámides de mandarinas en los mercados, por ejemplo: yo estudié física en el colegio, sé que las de abajo forman la base y por un fenómeno que puede formalizarse sostienen a las de arriba, hasta la última, la que está sola. Y sin embargo me cuesta convencerme, en el fondo, de que no es al revés. Lo que yo veo es que la mandarina de la punta tiene una fuerza descomunal, se la transmite a las vecinas y todas juntas empujan hacia abajo, empujan tanto, con una saña tan terrible pero tan controlada que si les diera la gana podrían romper el cajón, el suelo, los cimientos, la tierra. Porque la gravedad es una cosa y la voluntad otra… Yo veía la voluntad en todo… En la ventana de un tren, ahí donde para la gente hay un rectángulo que recorre el campo dejando atrás postes de teléfono, para mí había una persecución de postes desbocados, fra, fra, que entraban corriendo como locos por el borde de la ventana y por el otro se iban sin mirar a los costados. Si me bajaba en una estación, que los postes se hubieran quedado quietos de golpe me parecía lógico por lo cansados que debían estar… Eran inversiones sencillas, ya ves, pero lamentablemente siempre me agarraban desprevenida, mucho más cuando yo estaba en juego. Entonces se convertía en una cuestión de dominio. Los objetos… Los objetos decidían sobre mí; todavía lo hacen, a veces. Una sensación, a lo mejor: que en vez de beber el café, me invade, no, mejor me infiltra un hilo caliente; que una naranja no se está dejando masticar, sino que me acidifica, ¿puedo decirlo así? Y muchas veces, muchas veces, que el día es un segmento claro, único, detenido, siempre el mismo lugar de paso, una zona del redondel oscuro por donde yo voy empujando algo sin parar… Exagero, seguramente, y vos estarás pensando que exagero mucho… Pero lo que puedo asegurarte es que con los años y las expulsiones y los sellos que se acumulaban en los distintos pasaportes, el mundo se empezó a mover con más habilidad y más rapidez que yo, y a mí me daba mucho trabajo embocar el cuerpo en el hueco de una puerta… No podés imaginarte cómo envidié siempre a mi madre. Yo veía cómo empuñaba ella la energía, y atravesaba sin doblarse todas las tacañerías del mundo. Dije envidia, pero en realidad era admiración. Y creo que lo que tengo de aceptable lo copié de ella, una especie de sentido práctico que sigue insistiendo en el fondo de cualquier miedo que me paralice, y la obsesión de seguir adelante, que es más resistente que los ladrillos con que está hecha la locura. Claro que mi madre siempre tuvo disciplina, ganas, distinción, y además de inteligencia una mirada penetrante… Esto de la mirada penetrante es una virtud, pienso yo, porque penetrar las cosas es una forma de dejarlas clavadas, en cierto sentido inmóviles, y las composiciones de lugar que una se hace son más permanentes… Preguntas, por supuesto, no me faltaron nunca. Pero a mi viejo no valía la pena recurrir, él vivía para el comercio y… no digamos la abulia, pero algo parecido. ¿Por qué será que no conseguí parecerme más a ella? ¿Por qué para mi vista todo es una desorganización inacabable? La cuestión es que este trastorno me costó caro… En Marsella, al principio, cuando estaba casada, tenía más tiempo libre que en otros tiempos, algo más, y entonces me pasaba mucho rato con los ojos cerrados… Me pregunto qué pasa con el mundo, a qué estado va a parar cuando una cierra los ojos… Pero después tuve que volver a abrirlos y… No, mejor te cuento esto: en Mallorca, en el edificio donde vivía, un edificio fino porque la vivienda la pagaban los de la empresa de detergentes, a algunos vecinos les molestaba que yo compartiera el apartamento con dos hombres. Además venía gente de visita, había música, botellas, así que cada vez que asaltaban a alguien en el ascensor empezaban las miradas alevosas. Un día una mujer, una de esas profesionales impetuosas, me paró en la entrada y me dijo… no sé qué borbotón de veneno me soltó. Dijo que me iban a denunciar por alboroto. Yo la mandé a hacerse un enema; con lo cual, se caía de maduro, lo único que conseguí fue que los de la Definición Social empezaran a vigilarme. No sabés qué mal rollo, Lino. Yo estaba cansada de que de todas partes me empujaran… Palma me gustaba… Había conocido una gente que iba a poner una obra de teatro y me había conchabado de extra. Ir a verlos ensayar, visitar simplemente los camarines era una delicia. La obra iba a estar quince días en cartel. La tarde antes de la segunda función yo había tenido que ir a contestar un interrogatorio escrito, el ciento y piquésimo, y prometer que conseguiría una copia de mi acta de divorcio. Además de eso, seguía dirigiendo seis equipos de ocho vendedores de detergente puerta a puerta, la mayoría desocupados incapaces de vender limonada en el Sahara. Y fui a actuar de todas maneras, no sólo por el compromiso sino porque llegar al teatro me exaltaba. La obra, El castillo de Barbazul, era una versión libre de la ópera de Bartok. Te la voy a contar… Transcurre en una sala bastante tenebrosa donde hay siete puertas cerradas con llave. Es la sala principal del castillo de Barbazul, un hombre enormemente poderoso, y se supone que el castillo es un símbolo del alma de él, algo inexpugnable y lóbrego. Judith, que acaba de casarse con este sujeto, empieza a hincharlo con que abra todas las puertas para que entre luz en la sala. Al principio, claro, él dice que no, no y no, pero ella se emperra tanto que al final el otro cede… Es un resumen muy condensado, pero… Bueno, la primera puerta da a la cámara de torturas, la segunda a la sala de armas, la tercera al tesoro. El mismo Barbazul, que por alguna razón empieza a entusiasmarse, le da permiso a Judith para que abra la cuarta, que da al hermosísimo jardín secreto del castillo, y la quinta, desde donde se ven los dominios del dueño, que son casi infinitos. A estas alturas ella está enferma de curiosidad y, por mucho que él le advierta que no conviene, le exige que abra las dos puertas restantes. Y la imbécil, como todas las mujeres, se cava la fosa. Porque la sexta puerta se abre a un lago de lágrimas, enigmático, desesperante, y por la séptima… zas… entran tres fantasmas que son las mujeres anteriores de Barbazul, todas asesinadas por él, y terminan llevándose a Judith al otro mundo… En fin, una historia deprimente… Para hacerla un poco menos brutal, al director se le había ocurrido incorporar unos toques. Todo lo que había del otro lado de las puertas, por ejemplo, hablaba: las armas, los instrumentos de tortura, las riquezas, el lago de lágrimas. Y las tres mujeres fantasmas también, claro. Una de esas mujeres era yo. Me tocaba avanzar con un brazo extendido, con la palma de la mano hacia arriba, y decir: “Te estábamos esperando, Judith. Sabíamos que no tardarías… ¿Por qué dudas? Ven, no temas aburrirte. Allí se conversa mucho…”. Y Judith se daba cuenta de que era imposible resistirse. Así se aprende lo peligroso que es revolver el alma de un hombre… Bueno, no sé bien qué pasó… Como solamente tenía que aparecer al final de la obra, yo llegaba al teatro más tarde que los demás, me encontraba con las otras dos fantasmas, me vestía y salía a escena. La noche de la cuarta función, todo el tiempo, en la calle, en el vestíbulo, en los pasillos, entre las bambalinas, tuve la sensación de que estaba completamente sola, sola con este tic que a veces me arruga un poco la nariz. Te juro que no tengo ningún antecedente clínico… Pero de repente me olvidé lo que tenía que decir… No… No es que me olvidara las palabras: me había olvidado de que tenía que hablar. Cuando se abrió la séptima puerta me quedé dura, como si se me hubiera estampado el público contra la cara, dura y muda hasta que algo me recordó que esa mujer que tenía enfrente se llamaba Judith… Estaban todos que soltaban chispas, no sabían cómo hacer para soplarme, y al final Judith decidió seguir como si nada. Le tocaba sentir horror, hacer gestos de angustia. Y entonces fue cuando yo pegué un grito, creo, y le dije: “¡Eh! ¿Qué te pasa?”. Lo arreglaron no sé cómo, pero en realidad… vieras qué catástrofe. Lo peor… Voy a hacértela cortita. Lo peor fue que había un inspector de Indefinición Social vigilándome. Me citaron al día siguiente. Me dieron a elegir, a rajatabla, entre una temporada en una de esas clínicas que tienen en el Lago de Garda, con un crédito de seis mil dólares a pagar en diez años, o venir a Lorelei. Hasta que me repusiese, aclararon. Claro, yo sé que los que deciden cuándo voy a estar repuesta son ellos. Y me parece que nunca voy a estar mucho mejor que ahora. Por eso cuando encontré el ágave y después las medusas en mi dibujo, se me subió el corazón a la boca; porque, o de verdad me había vuelto esquizofrénica, o alguien quería hacérmelo creer para joderme la vida… Yo, Lino, ya te lo dije, nunca vi bien. Pero no soy un aparato estropeado… Bueno, esto era lo que necesitaba contarte. Me hiciste una broma antipática. Pero ahora… ¿te parece que cambiemos de tema?”.

La noche que escuché esa cinta, me imagino, el río debe haberme visto más lívido que una de las difuntas de Barbazul. Y no sólo por remordimiento, sino porque tuve miedo de que, después de la confesión, una desconfianza más obstinada, más anónima, viniese a dislocar para siempre la costumbre de los mensajes. Además, acababa de aprender que no era imposible reproducir rigurosamente el sistema de señales de una vida sin ser redundante. La medianoche fue escrutadora; la madrugada, áspera. A la mañana, no obstante, el I Ching me regaló el hexagrama Lin, el Acercamiento; pusilánime como soy, ni el consejo de un amigo incorruptible me habría alentado tanto. Volví a grabar la cinta. Fui todo lo medido que pude. Lo que yo sentía ahora por esa mujer era un respeto conmovedor, y la alegría de haberla encontrado sin propósito, sólo porque los dos andábamos por la misma fisura en el tiempo. Le conté, creo recordar que le conté, la cualidad doctoral, dogmática o saludable que tenían para mí las líneas blancas de una carretera cuando, a los dieciocho años, despoblado de expectativas y de infancia mítica, me montaba en una bicicleta de carrera y con la cabeza baja pedaleaba como un dopado tratando de invocar a la destrucción, buscando una manera, pienso, de que la velocidad me transportara más allá del asiento de taxista que la casualidad y la familia me habían deparado. Era en todo caso, y no quiero exhibirme ante los lectores, una anécdota que me ayudó a explicarle, fuera de la alucinación de los conceptos, por qué en sus temores yo encontraba una delicada sensatez. Y aunque me habría gustado añadir un poema, trenzaron sus cabellos en esteras / cohabitan entre sí, comprendí que a ella no tenía por qué parecerle un poema optimista. Esa noche, como si hubiese oído lo que yo no había dicho, Clarisa pasó por el Manaos y me preguntó si quería ir con ella al Recinto. Fuimos. Era la primera vez que estábamos juntos de noche en esa pesadilla urbanística de la plenitud. Desde Las Magnolias hasta el Parque de Atracciones Guanajato cortamos camino por la playa. Enormes medusas varadas en la orilla brillaban como estrellas recién nacidas; sobre los pinos, sobre las dunas, sobre la música de sacarina de los bares de madera, los faroles de gas difundían una salada medialuz de inminencia. Yo había llegado a conocer tanto la voz de Clarisa que tocarle los hombros fue mi introducción a la paradoja: eran insustanciales pero olían a sésamo, o a sésamo me olieron las manos después de tocarlos. Puede que estuviera escrito: la visita a la sala de espejos magnéticos del parque me dio náuseas, y ella tuvo que llevarme a casa hecho una piltrafa. Pero fue a su casa adonde me llevó. Del amor que hicimos a la mañana siguiente sólo recuerdo una turbulencia de pelo como el lacre, el amanecer del color de una enagua, las frases cortas, y que más tarde ella se quedó pensativa. Yo sabía que no siempre eras bizco, dijo, pero es que ahora no sos más. El lector no debe inferir que me había corregido: pasa que cuando estoy feliz se me enderezan los ojos. Y tal vez sí me hubiese curado en algún sentido: en la calentura de los cuerpos enlazados hay una eternidad que a cada cosa vuelve a inventarla, la eleva y en un instante la anula. No contesté nada. El amor, la correspondencia de la entrega, nos vuelve extraordinariamente pobres: buscamos decir palabras como minerales no incluidos en los catálogos, y terminamos cayendo en la despensa no muy surtida donde esperan siempre, nunca, todo, antes, te quiero. Con el tiempo nos fuimos a vivir juntos. Tengo de esa época no un rollo de recuerdos sino una serie de esbozos. Clarisa con las dos manos planas contra el vidrio de una ventana, el pelo liso hacia atrás por la fuerza de varias hebillas, repitiendo muchas veces que tiene que hacer algo, que el tiempo se le escapa; Clarisa jugando a las cartas con Celeste sobre un mantel rojo, rascándose una picadura de mosquito en el brazo derecho; Clarisa ojerosa a la salida del trabajo en el autoservicio; yo peleándome con Gaitán Reynosa, estropeando la posibilidad de que le tomen a Clarisa un examen de aptitud; la mano de Clarisa, rucia en la madrugada, dormida sobre mi hombro, y el torso fresco contra mi espalda; Gaitán Reynosa, no sé cuánto después, saludándome desde el volante de un coche, anunciando que quizá tenga algo para Clarisa; Clarisa enganchando una lombriz en el anzuelo de un palangre de Tristán; Clarisa diciéndole a Tristán, un día de nubes de estaño, que desde que está conmigo le escribe mucho menos a su madre. En una época nos aflojaron la limosna de un permiso provisional de venta callejera y, con un poco de inconsciencia y la destreza mercantil de Rory Laverty, fabricamos unos muñecos más o menos standard que servían para hacer vudú. La gente podía comprar algo que se parecía al marido, el padre, la madre competitiva, el comerciante tacaño de la esquina, el jefe de personal, el latifundista, la amiga que le había robado el novio y así de seguido. Los muñecos iban acompañados de una aséptica bolsita de plástico con varios alfileres supuestamente bendecidos en el corazón emblemático de Haití. Vendimos más de lo que esperábamos; pero la campaña se clausuró de golpe cuando el segundo cliente vino, incómodo y ansioso, a agradecernos la eficacia del procedimiento. Dos muertos en la corriente de novecientos muñecos vendidos eran una considerable invitación a salir de la casa de la magia por la puerta del fondo. De modo que nos entregamos a buscar para Clarisa un empleo más arraigado en las apariencias. Ella todavía buscaba un hacer quieto y sólido como una mesa. Pero aunque comprendiera que estaba harta de esgrimir la voluntad, de oponer resistencia, yo no podía alentarla a que se abandonara a la vida ciega: nunca supe cómo se hace eso. Yo, lector, soy un guerrero, la encarnación de la pasión útil. Entonces, no sé si decirlo así, empecé a convertirme en discípulo de Clarisa. Como la posición me servía no sólo para ablandarme sino también para observarla, supe que lo que dibujaba en la mesa junto a la ventana, perfiles de bosques, de barrios, de conjuntos de azoteas u horizontes, eran estados mentales, paisajes del sentimiento por reemplazo. Me sentí todavía más cerca de ella: si alguien no lo ha comprendido, puedo aclarar ahora que también mis choques con los altibajos del tiempo eran cuestión más de ciclotimia que de topografía. Bien; el amor no es un progreso. Hubo desquicios, guerras de distracción y susurros. Y en eso nos contaron que en la Fundación Thielemans andaban pidiendo gente para el proyecto de una planta tratadora de residuos cerca del Puerto de Carga. Necesitaban delineantes, y uno de los que contrataron, no sin interponer una retahíla de pruebas psicológicas, fue Clarisa. Con el tiempo, para conceder a la repetición los privilegios que se merece, seguimos viviendo juntos. Lo desconocido, leí una vez, es el refugio hacia el que nos precipitamos: hubo vacíos, también desencuentros. Pero no dimos al odio que nos fomentaba Campomanes la oportunidad de unirnos más que la alegría de pasar las noches uno al lado del otro. Arañarle polvito de felicidad a la felicidad canónica de Lorelei era la gimnasia contra la locura que estábamos practicando, cuando llegó el telegrama de Lotario.

Ahora, entonces, mientras un rastrillo de corcheas barría el césped de la cervecería Ipacarahí, yo volvía a estudiar a Lotario e intentaba descubrir qué lo había traído a un lugar donde, sin duda él no lo ignoraba, no iba a facilitar el descanso de nadie, menos todavía el suyo. Lotario, entretanto, había sacado del bolsillo un pañuelo de papel; después de secarse la frente se lo había apretado contra los labios y así estaba, amordazado de sí, hurtándose al mundo en un pantano de azoramiento mientras el allegro de la sonata, la Número 1 en sol mayor, decía el programa, se acercaba al final con una llovizna de frases descendentes. (1)

Del último acorde que el piano y el violonchelo regalaron a la tarde sólo quedó flotando una nota profunda, duradera como un vaho de eucaliptus. Lotario hizo un bollo con el kleenex y lo tiró al cenicero.

—Matemáticas –dijo, y me miró–. ¿Ves cómo un hombre espiritual puede escribir emociones en el aire? Todo con relaciones numéricas. Qué lo parió, este Bach. Ahora, que el japonés este tiene unos dedos de mago.

—Sí –contesté–. Tocan muy bien.

—Tocan que es una maravilla, muchacho. Palabra de honor –paseó la mirada por los turistas somnolientos–. ¿Y vos qué te quedaste pensando?

—Dígame, Lotario, ¿por qué en tantos años nunca viajó a ver a Clarisa?

Como si un esfuerzo de estibar ideas le hubiera castigado los riñones, se pasó la mano por la espalda. La silla, además, era demasiado chica para él.

—De las relaciones públicas siempre se ha ocupado su madre.

—Por lo que yo sé, Clarisa no se toma a la madre como una delegada. La admira muchísimo.

—Sí –me retrucó enseguida–. Porque es inteligente y hace muchas cosas. Porque es sensata, porque es comprensiva. Raquel es una personalidad… sabés, para un hombre de mi edad es un papelón admitir que nunca se llevó bien con su hija. Punto y aparte. ¿Estamos?

Me pareció que no era eso lo que habría querido decirme y, por más que a menudo tengo la intuición miope, me obstiné en sonsacarlo. Si Lotario era un alma opaca, la opacidad que lo revestía no era de la especie descrita en los recuerdos de Clarisa; para mí tenía una irritante cualidad de azogue, y de pronto no pude perdonárselo. Debo haber estirado mucho el cuello.

—Usted me aseguró que la conoce a fondo. Que la lee como un libro.

—Vos deberías saber que conocerse no siempre sirve para llevarse bien –a punto de agregar algo, giró violentamente la cabeza como quien oye estallar un planeta–. Sí, bueno, sí. Yo soy un vago, un indolente. Un negligente. Sí. Pero ella, decime, ¿qué hace acá, en esta payasada de lugar? ¿Por qué vegeta acá? Yo no digo que vuelva a casa, tan ingenuo no soy…

—¿Quién le dijo que existen lugares para vegetar?

Echó el cuerpo atrás con tal fuerza que la silla dejó escapar un crujido. Y sin embargo apenas había suspirado.

—¿Vos tenés familia, Lino?

—En una época tuve –me pareció insoportable que se me hubiera acabado la cerveza–. Partidos de dominó los domingos a la tarde, juicios por las malas calificaciones. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Es necesario tener una familia?

—No, muchacho. Tampoco hace falta guardar tanto remordimiento.

Lo había dicho sonriendo, y yo debía entender que no sería fácil conseguir que peleara.

—Mis padres murieron hace tiempo –dije–. Una hermana mía, supongo, vive en Sidney. Yo no conozco el remordimiento. Mi familia es Clarisa.

Pasó un rato. Muy a lo lejos, más allá de las lomas, donde el cielo decaía en hilos glaucos, revoloteaban nerviosamente unas gaviotas.

—¿Ustedes cómo se conocieron? –me preguntó de golpe.

Aunque tal vez fuera sólo un alarde de astucia, la pregunta me volvió repentinamente dócil. Yo nunca había tenido la oportunidad de contarle la historia a alguien y, si bien un suegro no era el lugar adecuado para atesorar mis debilidades, sentí que podía prodigarme porque le estaba haciendo un favor. Intenté, sobre todo, explicarle qué clase de desconciertos habíamos reunido; las vacilaciones, el miedo de Clarisa, la expresión contusa que traía cuando llegó, las amenazas. Le conté cómo más tarde habíamos aprendido a zafarnos de los cepos de Lorelei. Si no abundé fue por pudor. Y aunque Clarisa me haya acusado de bocón, siempre lamenté no haber hablado más; porque sé que a Lotario, hoy en día, nuestra historia le estaría sirviendo de consuelo.

Me pidió un cigarrillo. Al revés que a otros viejos, el tabaco lo despejaba.

—Ahora me doy cuenta –se sobresaltó, y no sacudía la ceniza–. Ahora entiendo por qué dice ella que no está acá porque quiere.

—¿Ve? Más o menos ésa es la cuestión.

—Pero entonces –la piel del cuello ajada y palpitante, los ojos de azufre polvoriento, parecía un autómata trabado en un ademán de ataque–, ese Campomanes es un crápula.

—No sé si el principal, Lotario.

—Cómo que no –gritó él–. Es un crápula. Un gángster…

Un vendaval de música le tapó la boca. Sin que lo notáramos, los miembros del cuarteto habían vuelto a ocupar la glorieta y, acompañados de un clarinetista cerulento, estaban derramando lirismo sobre la modorra del público. Miré el reloj. Eran las siete y media. Por mucha pena que me diese levantarme, nuestra charla había vuelto a impacientar al indio y Clarisa nos esperaba a las ocho.

—Lotario, tenemos que irnos.

—¿Ya? Es un quinteto de Brahms. Es muy sereno, muy hermoso.

La espalda encorvada, las piernas sin embargo ágiles, acabó por seguirme hasta la calle. Es un decir: de la calle no había mucho a la vista. No bien cruzamos el portal nos atrapó una muchedumbre que ondulaba como una gigantesca colonia de mejillones. Aunque parecía adherida al asfalto, en realidad avanzaba trabajosamente, derrotada por las labores de un día de playa, hacia las entradas del velódromo. Iba a deslumbrarse con la quinta velada de boxeo femenino organizada por la Asociación Latina de la Mujer, uno de los muchos grupos feministas que por razones estratégicas había decidido aprovechar los barnizados ideales de Campomanes. La prueba de que la maniobra les había valido una popularidad terrible eran los codazos que ahora menudeaban frente a las taquillas, limitados sólo hasta cierto punto por el zumbido de las pulseras anticólera. Empujé para abrir un canal mientras procuraba no perder a Lotario de vista. Al fin lo agarré del brazo. De no ser por el jadeo real que se le escapaba por la boca, uno habría sentido la tentación de tomarlo por un querubín disfrazado de geronte. Me preguntó qué pasaba. Cuando le contesté que había boxeo entre mujeres chasqueó la lengua y apretó el paso. Dos docenas de negras vestidas de majorettes se abalanzaron sobre una camioneta que debía transportar a las boxeadoras. El gentío se abrió en ramas espesas, veloces volutas corporales se condensaron en los resquicios, un guardia sopló un silbato y, entre el ruidoso desconcierto de los humos de nafta, también de chorizos asados, conseguimos escabullirnos. La caminata hasta la plaza Lamarque fue una travesía por un campo de batalla contra la desolación. Al oeste, detrás de las dunas, un enorme sol moribundo salpicaba de azafrán los confines del cielo. Y aunque con los primeros neones Lorelei se ofreciera al anochecer límpida y estrepitosa como siempre, había en los bares un vago aire de desplazamiento, como si la gente se sintiera parte de un experimento óptico o no acertara a sobrellevar la incertidumbre. La breve incursión de Sarima Benatar no había contribuido a aliviar los corazones; y en la zona de los canales, donde yo siempre había palpado el deleite de las posibilidades inabarcables, ahora veía flotar una avergonzada anorexia: sin la presencia del ídolo, las cosas de Lorelei apenas tocaban el felpudo de la realidad. Y para colmo había un olor levemente nauseabundo.

Dejamos atrás Las Magnolias. Tomamos por Viracocha. Entre negocio y negocio las estrechas fajas de pared estaban forradas de afiches con una mujer en vestido de noche y un sujeto con cara de especialista en desestabilización de gobiernos o magnate de sardinas en conserva. Era la publicidad de la última novela de Marión Cohen, Almas vivas, una nueva denuncia de los vínculos fatales, mundiales, entre educación infantil, espionaje electrónico y muerte de los códigos de la pareja. El asunto, desde cualquier punto de vista, no me incumbía; y sin embargo no pude reprimir una puteada, juzgue el lector como quiera, cuando pasé frente a la librería repleta donde Cohen iba a firmar ejemplares. Algunos metros después Lotario me tiró de la manga.

—Caminás demasiado rápido –se alisó los pantalones–. Mirá, yo tendría que hacer unas compras. ¿Y si vos fueras solo a recogerla a Clarisa?

Quedamos en encontrarnos quince minutos más tarde frente a la librería. Al rato yo me había apostado cerca del tilo central de la plaza Lamarque y estaba mirando cómo la matrona de cara báltica leía el tarot, velocísimamente, a una hueste de graduados de la Universidad Chicana de Sausalito, cada uno con el atuendo de su futura profesión. En cuanto al ajedrecista, ya no se preocupaba por reclutar contrincantes: aferrado a su pipa como al palo de un bergantín, oteaba cuerpos y luces a la caza de algún síntoma. Si ese hombre se dedicaba sobre todo a papar moscas, me acuerdo que razoné, no debía estar muy lejos del secreto de la inspiración. Me guiñó un ojo gris. Yo habría jurado que el día anterior no llevaba lentes.

—Ya sabe, jefe, que no voy a jugar.

—Ni yo voy a pedirle que me pinte el coche.

—¿Cuántas cosas más le contó de mí su intuición? –dije mirando el tablero. Había sólo seis piezas por bando, y al costado un cartel que informaba: partida Lasker-Carossian. Final torneo Washington DC juegan las negras y ganan.

—Oh, amigo, ninguna de las que no me interesan. Soy observador, no metido –se acarició pesadamente los muslos embutidos en una especie de pijama–. Pero usted ha notado, como yo, que este olor a basura se ha vuelto insistente.

—¿Y cómo lo tratan sus sabañones?

Me miró frunciendo los labios.

—Bastante mal. Es que hoy he estado paseando por los aledaños del Puerto de Carga. Por allí se ven cosas inquietantes.

—Yo no tengo mucho tiempo para pasear estos días.

—¿Porque está su suegro de visita, o porque tiene miedo?

Desde varios altavoces una canción de Campomanes, litúrgica y picante, asoló la plaza a un volumen inconcebible. A los pocos compases se interrumpió para dar paso a una interpretación caribeña de la sinfonía 40 de Mozart. En realidad, no podía asegurarse que no era la música lo que olía a podrido.

—Y usted, ¿tiene miedo?

—Le diré, amigo, que el esfumamiento de Campomanes no contribuye a la serenidad. Pero no, no es miedo. Para quien pueda ver, se trata sobre todo de impaciencia.

No sé por qué, puse un dedo sobre el alfil blanco. El hombre me hizo retirar la mano.

—Dígame qué puede ver usted –apreté.

—¿En qué trabaja su… compañera?

—En los planos de la planta de tratamiento de residuos.

Los ojitos plomizos miraron esquivamente a los dos lados, y después a mí.

—Bravo. Usted lo ha dicho, no yo. No yo, ¿de acuerdo? Al lado de donde están construyendo la planta, entre el puerto y el vertedero, hay una zona que acaban de cercar. A ojo de buen cubero, calculo que no hay allí menos de diez mil containers. Y, oiga usted: unos cuatrocientos están abiertos. He visto gente muy nerviosa.

—¿Y qué me quiere decir?

—No lo sé, amigo. Ya le he confesado que soy un mero observador. Pero, si me lo permite, vislumbro en usted una tendencia muy contenida a la curiosidad.

Miré hacia la Fundación Thielemans. El gentío alimentaba su vigor con el bochinche de los altavoces.

—Su esposa debe ganarse muy bien la vida –dije.

—Sí, sí. Saca muy buen dinero. Pero no es mi esposa, es mi prima –resoplando, empezó a guardar las piezas en una caja de galletitas–. Por cierto, usted mismo acaba de comprobarlo.

—¿El qué?

—Que la curiosidad no es malsana.

En ese momento apareció Clarisa y me arrastró por una diagonal de la plaza. Asfixiada por la gente, a los veinte metros se paró y, volviéndose, me dio un abrazo sin besarme, para no despintarse los labios. Echó una mirada al ajedrecista, empezó a mordisquearme la mano y siguió caminando.

—¿De qué estaban hablando?

—De la basura.

Me apretó la mano un poco más.

—¿Sabés que hay un lío espantoso porque la sección de la planta de compostaje que ya está instalada dejó de funcionar?

—No me extraña, si la hizo Thielemans –dije, y sin embargo ya no tenía fuerza para frenar un misterioso entusiasmo.

—¿Y mi viejo? –preguntó ella.

—Está haciendo compras. Nos espera frente a la librería de Viracocha.

—¿Lo dejaste solo? –se detuvo en seco.

—Sí, claro.

—Vos estás loco. Ése no hace compras nunca.

Aunque arrancó a la disparada, yo ya había tenido tiempo de admirarle la dedicación. No sé dónde se había cambiado, pero llevaba un vestido de hilo tan blanco que los hombros desnudos, siempre pálidos, difundían bajo la luz de gas una fosforescencia de nácar rosado. Tenía colorete suave en los pómulos, hibisco en los párpados y en las orejas enormes aros que, de no agitarse como plumas, habrían parecido de acero. Por un instante, entre la luz de fundición de las cafeterías, las piernas se me pusieron tensas, como si quisieran evitar encuentros con cualquier cosa que nos sobrepasara. Los hombros desnudos de Clarisa me dirigieron como bridas. Pero cuando llegamos a la librería, Lotario no estaba: no estaba en la puerta, ni entre las mesas, ni en ninguno de los bares cercanos, y la ausencia recrudecía en las olas de turistas que bloqueaban el tráfico. Clarisa estaba, sí: furiosa.

—Hay que ser marmota –me dijo; los ojos me traspasaban, el pelo vivía solo y los hombros se volvían planos en fuga fundidos en las propagandas de fernet, con las repetidas fotos de la sonrisa de Marión Cohen. Un hotentote en bermudas arrancaba de la pared jirones de propaganda. Yo pensé que la inutilidad tenía algunos límites.

—Calmate –dije–. No puede haberse perdido.

—Calmate vos, estúpido, ¿no ves que estás temblando? Puede haberse perdido de sobra. Acá tiene montones de oportunidades. Es lo que quería, y vos le diste el empujón. Y ahora… –me miró mordiéndose los labios. Estaba toda morada–. Mirá cómo te vestiste, encima.

Yo me había puesto un vaquero granate, una remera negra y zapatillas negras de básquet; es la clase de ropa que suelo usar, y nunca me había preguntado si desentonaba con algo. Pero, claro, la cuestión era otra. Agarré a Clarisa del codo y, como dicen, me puse en marcha. Tardó menos de diez pasos en soltarse y, si no me golpeó con la cartera, no fue porque recapacitara sino gracias a su obtuso sentido de la dignidad. Las aceras de Viracocha, podadas por hachazos de luz iridiscente, por olores de salmuera, vainilla, Ives Saint Laurent y sobacos mugrientos, se ahuecaban como hule con los embates de un deseo descontrolado. A tientas, tropezando, entramos en bazares de arte, en jugueterías, en bares con chicas de maquillaje sucio de jarabe de fresa; y al doblar por Zapata, más allá del sajón barbudo que tocaba Diamantes y carbón con un saxo de payaso, se nos vinieron encima los heridos.

Eran cien, ciento cincuenta. Tenían medias narices, párpados raídos, manos en carne viva o de color del azufre, bocas sin quijada, cráneos despellejados, mapas de musgo y limo en la piel de los hombros, socavones en la carne de los flancos, vendas húmedas, encías de tungsteno. Eran silenciosos, espasmódicos, tranquilos. Estaban saliendo del cine, de la eterna proyección de Sonrisas y lágrimas que se programaba para muchos como ellos, eran algunos de los pacientes de la Clínica Heredad para ex combatientes de las guerras químicas. Atrapada en el oscuro bamboleo, Clarisa sacudió un poco la cabeza. Creo que yo también; creo que todo el mundo sacude un poco la cabeza cuando ve a los heridos: es la manera de quitarse la idea de que entre eso y uno no hay distancia. Después, un minuto después, el mundo recuperó sus olores, quizás el desodorante del vestíbulo del cine. Triste, vacilante, Clarisa se apoyó en la pared. Había una orquestina de mujeres tocando habaneras.

—Te das cuenta de que no lo vamos a encontrar –me dijo entre dientes–. ¿Te das cuenta?

—En mi opinión tu padre no es un tipo muy corriente –se me ocurrió contestar.

—No pienso escucharte.

Hice lo que he aprendido a hacer en estos casos. Sacándome los lentes, empecé a limpiarlos con un pañuelo ad hoc.

—¿De veras creés que puede desaparecer?

—Vos no sabés nada, Lino –dijo ella mirando para otra parte–. No te das cuenta. Vivís en Babia. Peor: pensás tanto en cómo no ofender a los demás, que te olvidas de preguntarte qué se les pasa por la cabeza…

Etcétera. Ningún esbozo haría justicia a lo repugnante que se vuelve Clarisa cuando quiere destruir lo que cree que necesita. Esta vez, igual que otras, era una de esas arpías coloradas de la cabeza a los pies que pintaba el troglodita Munch. Yo me iba convirtiendo en un hombre-urna; en una voz deshuesada. Aunque el lector no lo crea.

—Pero la idiota soy yo –oí que decía–. Dejar juntos a un desorientado y un egoísta.

—¿Quién es el egoísta?

—Empezá a pensarlo, Lino.

—Esta tarde, Clarisa, estuve hablando con tu padre. Estoy seguro de que no se perdió a propósito.

—Qué sabrás vos de lo que la gente hace a propósito, si siempre te estás mirando desde afuera. ¿Sabes qué sos? Sos una persona entre comillas. Una cita de alguien. ¿Por qué no estás vos mismo, alguna vez?

De alguna manera habíamos seguido caminando y estábamos en la esquina de Cabeza de Vaca y la avenida Negrete. Del otro lado de la calzada, de una banda de motociclistas borrachos, luces halógenas encendían el hielo de la pista de patinaje. El semáforo nos frenó frente a la puerta de un teatro. Había gente haciendo cola para ver un espectáculo de magia; pero más gente había a un costado de la escalera, donde un ilusionista bajito, con cara de alabastro y un astroso smoking escarlata, intentaba robarle público a los profesionales que destellaban en la marquesina. Cuando nos acercamos a mirar, el hombre acababa de volver hacia afuera los dos bolsillos del pantalón y estaba mostrando que no podían ocultar nada. Volvió a hundirlos en sus huecos, pidió una moneda al público, se la guardó en el bolsillo derecho y la sacó por el izquierdo; la guardó de nuevo y del mismo bolsillo extrajo un mono de trapo con gorro de dormir. Abrió un tarro de lata azul, puso el mono adentro, lo bañó con vino tinto de una jarra, enroscó la tapa del tarro y con un ademán deferente propuso que alguien se atreviera a abrirlo. Cuando una muchacha quitó la tapa, por el borde del tarro asomó la cabeza de un mono tití tan vivo como el mago. El mago agarró al mono por el pellejo de la nuca, lo encerró en una caja de madera y usando una sierra eléctrica, entre los esssrrrr salivosos del público, con un chirrido estremecedor, la dividió escrupulosamente en dos. Entonces de cada parte de la caja salió un mono tití la mitad de grande que el anterior, y los dos juntos se pusieron a dar saltitos de ballet al compás de la música que ahora propagaba el mango de la sierra.

—¡Schubert! –dijo una voz por sobre el hombro de Clarisa.

—¡Viejo!

El público no escatimaba el aplauso. Altivo, el mago sólo hizo media reverencia, mientras una chica reclamaba dólares con el sombrero de copa. Lotario Wald, las manos en los bolsillos y una mata de vello blanco asomándole por la camisa, perpetraba en la luz opalina una exánime sonrisa de asombro.

La muerte y la doncella –dijo–. Es un misterio que ese hombre use un cuarteto en tono menor para hacer bailar a los monos. Eso que suena es el scherzo. Pero igual, pobres animales… La música más dramática de Schubert.

—Ellos no deben saberlo –dije.

—Qué fantasma sos –incólume, la rabia de Clarisa resistía el avance del alivio–. ¿Dónde cuerno te habías metido?

—¿Yo? Más de tres cuartos de hora estuve de jarrón en la librería esa.

—Tenés una noción un poco individual del tiempo.

—El tiempo no es igual para todo el mundo. A mí…

—A vos te resbala la mitad del mundo.

Con una mano grande y rústica Lotario se alisó el pelo: se podían ver las ansiosas capas de ideas aplastadas. Después extendió el brazo y muy despacio, como si no viera bien, acarició la mejilla de Clarisa.

—No. No, ustedes no… Estaba muy preocupado.

La piel de la mejilla respondió con un tic, como si de golpe la hubiese enfocado una linterna.

—Vamos a cenar –dijo Clarisa.

A mí me costaba hablar. Estaba lastimado, y la herida me iba a doler buena parte de la noche; no tanto porque me extrañaran los lanzazos de Clarisa, como porque esa noche me había dado en una articulación decisiva. Algo estaba empezando a averiarse, tuve la impresión, en esa habilidad para mantener la vertical que a fin de cuentas me condenaba a la ignorancia. Yo quería comprender, pero al mismo tiempo columbraba que alrededor nuestro, dentro nuestro también, estaba ocurriendo algo más grave que la desaparición de Campomanes, y para atraparlo habría querido arriesgar la entereza, la cordura, la memoria, los desolados arrabales de la estabilidad; pero no sabía cómo. Iba a tardar mucho en dar con una vía; quizás aún hoy esté durando la investigación.

Sin embargo Clarisa se había perdonado. Buscaba apoyo en mi hombro, y bajo el vestido de hilo el cuerpo iba perdiendo obstinación.

—Claro –dije–. Vamos a cenar. ¿Adónde?

—Al Guacamayo. Invita papá.

Lotario guiñó un ojo. Yo me tragué los comentarios. Porque en verdad el Guacamayo, en honor a la pasión de Fulvio Silvio por la síntesis, era un restaurante extrañamente pródigo en gobelinos, salsas agridulces y vinos pateros. Estaba al fondo de un terreno con acacias, en la misma calle Centenera donde se habían instalado los dos amplios burdeles de Lorelei, uno para hombres y otro para mujeres, y la clínica Trifonov para la cura de drogadictos. Afuera había olor a lejía y goma arábiga; adentro, tapices kurdos, y redes de pesca de la isla Margarita, analistas de mercado, viudas con mucho apósito y viajantes de comercio. Un camarero que parecía reducido por los jíbaros nos recomendó paté de pescado trumai, conejo a la jamaicana con huevos duros y un arroz con leche tailandés, lleno de dátiles, que era lo único que quitaba el hambre.

—Esto está pasado –dijo Clarisa cuando probó el conejo.

Aunque no fuese exacto, todo sabía remotamente a aceite de máquina. Entretanto Lotario se había enjaulado en un silencio invulnerable, y Clarisa se agotaba en giros de cabeza para exhibir inútilmente sus aros descomunales. Si no logré aliarme con su desilusión, fue porque otra cosa estaba sucediendo: algo ocultos tras una mampara de cristal biselado, en una gran mesa oval, más de veinte miembros del Consejo Asesor simulaban mantener una cena de camaradería. Desde luego, ni Campomanes ni Benatar figuraban en el grupo. Pero hacían mucho ruido, no tanto porque discutieran sino por el esfuerzo de apuntalar las apariencias, y observando de lejos la doctoral borrachera de unos africanos togados, doctorales, me pareció que aún no tenían nada que ofrecerle a la expectación de la gente. Los más rubios del grupo delataban ojeras pardas; y en el abatimiento extenso, Gaitán Reynosa y Joya Denoel, más acostumbrados a poner la cara, se distinguían por la enhiesta cualidad de rufianes de salón. Fue ella la que nos divisó al fin; en un acto de acrobacia se arrimó a nuestra mesa.

—Buenas noches, y buen provecho –llovió la voz de peluche.

—¿Esto habrá que tomarlo como un acontecimiento? –dijo Clarisa.

—De ningún modo. El señor Reynosa ha ofrecido una recepción a algunos miembros del Consejo y, en medio de tanto protocolo, saludar a gente que una conoce más de cerca es como entrar en un oasis.

—Hay unos cuantos invitados que tienen una curda mormosa –dije yo–. ¿Beben para olvidar, Joya?

—Son gente sencilla, señor Borusso. Sindicalistas, los más.

—¿Y por eso los traen acá? –dijo Clarisa–. La comida es vomitiva.

—Depende de la amplitud del gusto –Joya se pasó las uñas lacadas por la base del cuello. Pensaba, a su manera, que era posible ganar tiempo–. Son especialidades regionales, después de todo. Lorelei ofrece lo que tiene, sin hipocresías ni pompa. ¿Qué opina usted, señor Wald?

—¿Yo? –con cierto sopor Lotario alzó las cejas–. Yo soy capaz de comerme un buitre crudo.

Joya sonrió.

—¿Es muy atrevido preguntarle dónde nació usted?

Lotario miró de reojo el ceño de Clarisa.

—A veces pienso que no nací nunca. ¿Por qué? ¿En la ficha qué puse?

—Oh, no tiene importancia. ¿Qué le ha parecido nuestro Recinto Latino?

—Y, no está mal, señorita. Para los jóvenes, claro. Yo he notado que hay mucho cachivache.

—Mi papá –dijo Clarisa– tiene cierta inclinación a lo mineral.

—Los minerales están en el centro de la memoria fantástica de Latinoamérica.

—Sí, Joya. Pero una cosa es El Dorado y otra el plomo de verdad.

—El señor Borusso parece muy silencioso –dijo Joya.

Era la primera vez que en la infusión de esa voz yo detectaba un diminuto sólido emposado.

—Me extraña que Campomanes no participe en una cena de camaradería con miembros del Consejo.

Por debajo de la mesa Clarisa me dio una patada en la canilla. Pero con retraso: Joya había apoyado todo el peso del cuerpo en la piernita derecha y jugueteaba con los abalorios del collar.

—Todo el mundo sabe que Fulvio Silvio se encuentra ligeramente…

—¿Deprimido?

—A mí me han hablado de neuralgia, señor Borusso –después de la enorme sonrisa, Joya resopló–. Bien, les deseo muy buenas noches.

La alfombra absorbió el repiqueteo de los tacos altísimos.

—Qué linda chica –dijo Lotario–. Lástima que sea tan paparula.

—Todo lo que tiene de importante está muy juntito –dijo Clarisa, y me miró–. Se puede tocar con tres dedos.

Por alguna razón Lotario se puso los lentes.

—Con el tiempo te has vuelto muy bocasucia, Clarisa.

—La misma frase –contestó Clarisa tocándose un pendiente– me dijiste cuando tenía quince años.

Mi deber era masillar algunas grietas.

—Les voy a proponer que brindemos –dije, medidamente–. Doy a lo sumo dos días para que esto explote. En Lorelei nadie sabe qué hacer.

—¿Y eso es bueno? –preguntó Lotario.

—Sos descorazonador, viejo –Clarisa plantó los codos en la mesa–. Si hubieses visto algo, te darías cuenta de que… Hoy se me ocurrió que era extraordinario. Están paradas las obras en la planta de tratamiento de residuos, y se rumorea que es porque en el Puerto descubrieron un cargamento de armas. Otros dicen que son diamantes.

—Está por nacer una verdad, Lotario.

—No es para tanto –dijo Clarisa–. Aunque sea cierto, aunque por cualquier razón Campomanes se hunda, con algo lo van a reemplazar. Nadie quiere perder la fantasía de venir a pulverizarse de felicidad. Además, yo no creo que el tipo sea un delincuente.

—¿Y si al final es un delincuente, a quién van a poner cuando se sepa? –me irrité–. ¿No viste la cara que tiene Sarima?

—Sí, hoy anduvo por la Fundación repartiendo fotos. Está hecha un escracho –Clarisa chasqueó la lengua–. A lo mejor hay algún trapo sucio. Pero en el próximo recital de Fulvio la gente se olvida de todo.

Lotario la estudió por sobre la montura de los lentes.

—Qué sangre de pato, hija. ¿Toda la vida vas a vivir conformándote?

En el punto donde el odio de Clarisa se cruzó con el mareo del viejo hubo una incandescencia de fósforo. Se me presentó, en el resplandor menguante, una ristra de imágenes: Lotario en una playa, todo el día bajo un toldo, porque no le gustaba el sol ni sabía nada; Lotario disculpándose con Clarisa porque se le habían velado veinte de las fotos de un cumpleaños; Lotario roncando en un sillón frente al televisor; Lotario contando un mal chiste mexicano con acento andaluz, y riéndose solo. Entre esas versiones arrugadas y el hombre que ahora le pedía la cuenta al camarero había una diferencia de poder que no era producto de los años; y por un instante el desdén de Clarisa tembló de inconsistencia. Pero Lotario pagó y enseguida salimos.

Por la calle Centenera, azorados por el susurro de las acacias, hombres en grupos y mujeres de a dos merodeaban las puertas entoldadas de los burdeles. De la clínica Trifonov llegaba una música de cumbia y algunos pacientes, a la espera de una cura no siempre alcanzada, compartían la impotencia general fumando sentados en el cordón de la vereda. En la esquina del bulevar Tenochtitlán había una heladería con mesas al aire libre, buen rincón para sentir la brisa de la playa. Vi de reojo que en el salón central, acodado en un mostrador, Marión Cohen seguía firmando libros; pero el lugar era muy amplio, y encontramos una mesa donde la medialuz olía a madreselvas. Lejos, en una pista, familias completas bailaban con bonetes de cotillón.

Pidieron whiskies y yo, que no debo beber mucho, jugo de melón. La inquietud de Clarisa era la de alguien que se acerca a los rápidos de un río en un bote con un solo remo. Y si algo había decidido, era empuñar el remo ese para apalear las rocas. En cambio Lotario estaba sereno: como un bonzo antes de arder.

—¿En qué pensás, viejo? –dijo ella.

—En los monos bailarines. Y en Schubert, también. Si el mago escuchara entero ese cuarteto, quizás podría inventar trucos fabulosos. Era un caso raro, Schubert: dejaba que la imaginación creara sus propias estructuras. Ese mago era el mejor que vi en mi vida, pero a los monitos los tenía demasiado enseñados. Clarisa hundió un dedo en el whisky para remover el hielo. Después se chupó la uña.

—Qué escondido te lo tenías.

—¿Qué cosa?

—Lo que sabés de música.

—Bah, pavadas. Soy un aprendiz.

—Pero te gusta dar clases.

Lotario soltó una risita apagada, los ojos como moras, el bigote triste.

—Puede ser –dijo–. Puede ser que a veces dé clases sin avivarme. Porque yo creo que todos tenemos algo de la materia de la música. La personalidad… El temperamento mismo está hecho de acordes. Cada acorde es un estado de ánimo, y uno unido a otro, como salchichas, forman el carácter de una persona. ¡Ja, salchichas! –se limpió los labios con la mano–. Pero un acorde no es una salchicha; es un conjunto armónico de notas. Do menor es do más mi bemol más sol, y por eso no puede definirse con un solo adjetivo. Y a mí me parece que con los sentimientos pasa lo mismo. No se siente una sola cosa a la vez, sino un acorde después de otro. Hoy siento pena más despecho más desconcierto. Mañana a la tarde indiferencia más fatiga más vergüenza. Pero pasado a la madrugada, de repente, me despierto con ansiedad más melancolía más resentimiento más exaltación, y entonces vivo en una disonancia –rápidamente alzó la copa y echó un trago–. Qué cosas, ¿no?

Clarisa pasaba los dedos por el borde de la mesa.

—¿Eso cuándo te lo inventaste? –preguntó.

—Uh, no creo que lo haya inventado. Con el tiempo se me fue ocurriendo solo –agitó dos dedos en el aire–. Es escuchando, escuchando mucho como se aprende. Uno se mete en una pieza de Debussy, pongamos un preludio, y si está concentrado empieza a tener una sensación como… como de sauna con paredes finitas… Una sensación como de haber vivido mucho tiempo sin documentos, sin cédula de identidad ni nada. Después, si lee, se entera de que esa falta de punto de apoyo la da la escala de tonos enteros que usaban los impresionistas, una escala sin culminación porque le falta la nota sensible. Lo… vaporoso –se restregó la nariz– …No, pero la música no imita. Más bien arma de un modo… leal, ¿no? Cuando uno se entera de que a veces los compositores no escriben las obras como uno las escucha, de que lo primero que Mahler escribió de la quinta sinfonía fue el tercer movimiento, o de que Haydn terminó los dos movimientos medios del Emperador y se quedó atascado muchos años, está obligado a aceptar, si es un individuo un poco noble, que son ellos los que entienden la verdad de la cuestión. Porque en la vida la baraja viene así, trastocada, sin telegrama de aviso… Y sin embargo el panorama general tiene… cohesión, ¿no es cierto? La pucha si tiene. Bueno, hay que poner paciencia y saliva. Pero si uno sabe parar la oreja… Yo he pensado… –agitó el vaso y el hielo hizo pequeños ruidos de afirmación– he pensado que sería lindo darle a la vida un rumbo como el de La noche transfigurada… A veces, digo… Porque hay un momento en que Schoenberg hace una modulación a tonos mayores y la cabeza de uno, que venía avanzando entre ratones ciegos, entre nubes de tinta, de golpe expulsa… una alarma… la expulsa y se libra de cualquier embotamiento.

Me pidió un cigarrillo y se afanó en encenderlo. De la cara de Clarisa empezó a alzarse hacia la noche una calma que me hubiera gustado aprender de memoria porque estaba a punto, me pareció, de vencer la inercia del pensamiento. Pero en el techo de la heladería se iluminó una pantalla; a las imágenes más o menos sangrientas de los combates femeninos las sucedieron otras de la actualidad mundial, y después del fundido en negro, contra el telón de una música despiadada, la efigie de Campomanes se dibujó entre consignas alentadoras. La gente no sabía si seguir bailando. A los pocos minutos, persuadida de haber marcado la noche, la imagen se desvaneció sin mover los labios.

Lotario echó los hombros hacia atrás. Decenas de arruguitas de rencor le jaspeaban la frente.

—Ese tipo… –la voz se había vuelto jactanciosa, aunque quizá por un exceso de cautela– lo que ha hecho es una tergiversación, el peor crimen que podía cometerse… Porque lo más extraordinario de la música es la levedad. La música no cobra. Sucede, pero se niega a invadir el espacio, al contrario de los edificios, las estatuas, incluso los libros. El placer que da la música te agarra desprevenido y no exige nada a cambio. Pero ése… ése mató el desinterés –con la cabeza señaló la pantalla apagada–. Si quieren que les sea franco, ese tipo y yo tenemos cuentas pendientes.

—¿Qué, lo conocés? –dijo Clarisa.

—No, hija, haceme el favor. Quiero decir que, aunque no lo haya oído mucho, siempre lo tuve entre ceja y ceja. Y ahora, con lo que sé, lo soporto todavía menos.

Clarisa terminó el whisky de un trago.

—¿Qué es lo que sabés?

—Cosas que te pasaron acá.

—No me digas. ¿Y desde cuándo te importo tanto?

Atrapado en el centro de una anomalía, Lotario no pudo responder. Clarisa se exasperó.

—Dale, viejo, hablá. ¿Toda la vida te vas a quedar callado? Decime si sabés algo. Decime por lo menos a qué viniste.

—Dame un poco de tiempo.

Un poco de tiempo –repitió ella en voz baja.

Lo repitió varias veces más, mientras magnéticas, filosas serpentinas de entusiasmo empezaban a cercarnos: un carrusel de familias desencajadas recorría las mesas al son de una tarantela. Era, para qué aclararlo, una versión grabada por Campomanes en homenaje a la inspiración adriática, y la gente, sin divertirse mucho, manos unidas a caderas ajenas, avanzaba en una sinusoide hacia el chillido primordial. Y sin embargo toda fragilidad estaba preservada. Porque de pronto Clarisa inclinó la cabeza y cerrando los labios apoyó la mejilla en la mano de Lotario. Y entonces, sin esfuerzo, como plantas a la deriva, los dos empezaron a perderse lejos de ahí, transidos por el fulgor tenue donde las palabras se despojan de rumbo y energía, cada vez más, cada vez más, hasta extinguirse en la gracia. A mí, lector, me habían dejado de seña. Pero nadie me desautorice si juro que no me importaba. En el toldo de la noche ellos habían abierto nuevas grietas, y para mí también había una promesa de estar a contrapelo del sentido: contemplarlos sin pestañear, sin moverme, hecho pupilas nada más, porque el instante era leve y el tiempo rumiaba en el destierro más allá del cielo púrpura y las estrellas empañadas.

1. La segura impugnación, por parte de muchos lectores, de la posibilidad de que alguien recuerde tal cantidad de historia –entre diez y veinte páginas– en el curso de una sonata de Bach, es motivo que justifica ciertas puntualizaciones. Con la anuencia del editor me permito, pues, aducir, en favor de la profesionalidad del señor Borusso (a quien he tenido el agrado de conocer personalmente), que la historia de la literatura ya ha conocido similares debates. En efecto: Joseph Conrad, en el prefacio de 1917 a su novela Lord Jim, replicó a quienes señalaban la inverosimilitud de que el relato de una vida, incluidos exhaustivos pormenores, pudiera llevarse a cabo en una sola noche. Conrad no se valió de la inmunidad de las leyes de la ficción; dijo, sarcásticamente, que había conocido marinos capaces de hablar seis horas seguidas. Pero, qué duda cabe, era una boutade. En cuanto al señor Borusso, autor o personaje, bien les valdría a los lectores intolerantes considerar: a) que el método empleado hasta aquí en su novela justifica el recurso al racconto o playback; b) que la aceptación de estas licencias debe ser parte de toda lectura placentera (¿y quién preferiría no haber oído la confesión de tan honesta historia de amor?); c) que el pensamiento, en última instancia, discurre más rápido que la escritura y ocupa menos espacio. (M. L. de P., correctora de pruebas.)*

* No se irrite el lector. La nota precedente, por supuesto, la escribí yo. Pero, ¿y qué? ¿No es justo que una novela incluya, de una vez por todas, la modesta fantasía del interlocutor atento?