PRÓLOGO
MIRIAM CHIANI
En un itinerario narrativo que se inicia a mediados de la década del setenta y continúa demostrando su potencia con la reciente novela Balada (2011), El oído absoluto, publicada por primera vez en 1989, mantiene todavía hoy una posición central. Más que por su momentánea ubicación en una extensa y regular producción, por lo que recoge de lo producido, por los desvíos que le impone a ese material y por lo que de ella sigue insistiendo en los textos futuros. Es la novela que consolida y vuelve identificable una poética sostenida en una notable intersección con ensayos y artículos teórico críticos y sistematizada parcialmente en el libro Realmente fantástico y otros ensayos (2003); especie de texto/pivote que posibilita articular redes de lectura crítica, retrospectivas y prospectivas sobre toda la obra del autor. (1)
La poética de Marcelo Cohen constituye una respuesta compleja –en tanto descompone y amalgama estratos culturales diferentes (ciencia, filosofía, música, budismo o psicoanálisis) e integra elementos disímiles de la historia de las formas (modernismo, vanguardia, diálogos interartísticos contemporáneos)– a algunos de los problemas característicos de la narrativa argentina de la segunda mitad del siglo veinte: narrar ante la crisis del realismo y la demanda de memoria para la literatura después de la dictadura; sobrevivir a la presión de la homogeneización de los discursos, la operacionalización del lenguaje (efecto del imperativo de comunicabilidad en la sociedad de masas) y a las exigencias formales y estéticas de la industria cultural; enfrentar la progresiva invisibilidad y la devaluación de la literatura provocadas por la consolidación de una cultura audiovisual y de la información digitalizada; posicionarse ante la hipertrofia de la figura del escritor en tanto fuente del sentido, autoridad o “personalidad” y a la creciente desestabilización de la separación y autonomía de los campos artísticos. Cohen asume estas cuestiones interviniendo en las distintas polémicas que atravesaron los últimos veinte años de producción literaria y crítica. Discusiones sobre el realismo y sus distintas variantes; sobre la consistencia y legitimidad de la literatura, su especificidad, sus contornos, su valor, e incluso su posible agotamiento, en un contexto que percibe como bullicio cultural, hiperinflación de palabras, relatos, mensajes, ficciones ruidosas que aturden y que dominan. Contexto que, ya acusado en sus primeros ensayos sobre narrativa, termina de definir en el año 2006 con la expresión “Prosa de Estado”: una inflada doxa macerada en jergas de la política, la publicidad, la prensa y otros medios masivos de comunicación, que acota y falsifica tanto la percepción como el sueño y la memoria, y avanza sobre la literatura, asimilándola a sus principios. Convencido de que el lenguaje es a la vez la herramienta de control o de liberación más inmediata, la pregunta última que sostiene su poética es “cómo se puede hacer para hablar un lenguaje que nos represente mejor, que tenga contacto con la intimidad, con el deseo de libertad, con otros deseos que no sean los de dominio y destrucción”. (2) De ahí un proyecto que exige un tipo de representación adecuado al horizonte de experiencias actuales (en el orden del conocimiento y de la praxis vital) y que liga la rehabilitación del realismo, pero de una nueva especie, a la defensa de la autonomía –la defensa de una cierta especificidad de lo literario que no implica la afirmación autorreferencial (que la literatura se haga sólo de literatura), tampoco la negación del contacto con otros medios ni la desconexión total con la vida, sino la postulación de una diferencia siempre renovada, siempre ensayada, una y otra vez, frente a los otros lenguajes autoritarios y estridentes. De ahí también una escritura detenida en el trabajo artesanal sobre la palabra y la frase, con analogías, imágenes potentes, neologismos, excursos, tiempos muertos; tramas laxas que se demoran en un registro próximo al ensayo, la especulación político-sociológica o despuntan en iluminaciones poéticas y discursos enrarecidos (ya que es más por la extrañeza del lenguaje que se abren la conciencia y el mundo del escritor y del lector que por la inventiva argumental o la solidez de la anécdota); una escritura concebida como experiencia que, si bien se desarrolla por proliferación, por exceso, integrando en su expansión también el medio musical, pueda decir a la vez el silencio, se conecte con el ansia de descarga y de vacío.
El oído absoluto es el primer texto en la narrativa de Cohen que concentra gran parte de estas cuestiones. Exhibe un dispositivo metapoético que se volverá común en adelante (escenas de marcada autorreflexividad continúan en Hombres amables, La solución parcial o Donde Yo no estaba) y que aquí especialmente va, por una parte, a expandir postulaciones teórico-críticas previas sobre las deficiencias del realismo y, por otra, a prefigurar los intercambios entre música y literatura, abordados luego en algunos artículos. Ensambla, superpone líneas dispersas en textos anteriores (sociedades carcelarias, coercitivas; el discurso de la conciencia amenazada, ya desplegados en El buitre en invierno, en Insomnio, y en El sitio de Kelany) para armar un nueva y definida constelación genérica (que llama después “sociología fantástica”) con la que pasará a reconocerse un sello Cohen. Afianza, para no abandonar, una tendencia de su narrativa que se adelanta a lo que años después la crítica identificará como desplazamiento significativo y general en la literatura argentina a partir de la década de los noventa: el viraje en el interés desde la historia y la interpretación sobre el pasado reciente característico de los años ochenta hacia el presente, pero a través de modos de representación alejados de los procedimientos realistas, hipótesis del fantasy o tipos sesgados o laterales de la ciencia ficción contemporánea. Escrituras “desdiferenciadoras” llamó Josefina Ludmer a las que establecen fusiones y combinaciones múltiples entre formas, estilos, categorías que tradicionalmente se oponían; (3) y ya desde mediados de los ochenta Cohen establece una operación desdiferenciadora básica: la confianza en el carácter representativo-crítico de la literatura y el intento por capturar el presente son reelaborados en la propuesta de un realismo “incierto” o “inseguro” con el que quiere neutralizar la distinción entre el realismo y el fantástico; corroer ambas legalidades genéricas para demostrar cómo podría funcionar la literatura más allá de las polaridades que son frustrantes en tanto moldes/clausuras/mitos, obturantes de la posibilidad de que algo nuevo surja en el proceso de contar. Con esta propuesta, Cohen no sólo va descartando el realismo tradicional, lo real maravilloso, la literatura de denuncia, sino otros formatos, como novelas históricas o variantes del testimonio que giran en torno a la derrota, las figuras de fracasados o perdedores, o que hacen de un estado de memoria, en duelo o melancólica, el eje de lo literario. Los rasgos del realismo inseguro de Cohen, que anulan polaridades y destierran las tramas fuertemente cohesionadas de un texto-máquina orientado hacia la consecución del final y la confiscación total de la narración al pasado reciente, deben parte de su peculiaridad al vocabulario científico de las teorías del caos, según la versión de Ilya Prigogine. (4)
Sobre la base de esta noción de realismo es que Cohen comienza a presentar hipótesis sobre el presente narradas en clave de ficción anticipadora de carácter distópico. (5) El contacto con algunos narradores que ha leído, comentado o traducido, como Vonnegut, Ballard, Pynchon o Burroughs, de la llamada Nueva Ola –la tendencia que se dio en los sesenta en Inglaterra y Estados Unidos, con la que se confiere a la ciencia ficción un contenido filosófico y humanístico, se comienza a prestar mayor atención a las cualidades formales de esta modalidad narrativa y se hace de ella una suerte de neo-surrealismo–, confirma que, en líneas generales, Cohen continúa y reformula la tradición de los futuristas argentinos, es decir, la conexión más directa con la ciencia ficción especulativa que subordina la tecnología y la imaginación científica para focalizar su interés en problemas humanos y sociales, y cuyos propios autores prefieren subrayar el carácter más bien fantástico de sus narraciones desdeñando el rótulo de ciencia ficción. Pero además del uso restringido de la ciencia y la tecnología (en el caso de El oído absoluto sólo un espacio massmediatizado que sofoca la naturaleza con rayos, proyecciones, holografías, sonidos electrónicos, robots), otros aportes de la Nueva Ola se reconocen a partir de esta novela en gran parte de sus textos: importan también el interés por un futuro próximo, el despliegue de la descripción, la contigüidad entre espacio de las superficies y espacio interior (entre paisaje y conciencia), el desarrollo de imaginarios de amenaza y peligro, climas de complots conspirativos, construcciones delirantes y persecutorias y el consecuente desdibujamiento de los límites de la ciencia ficción, de la línea que separa a ésta del realismo. Ya que este tipo de ciencia ficción vinculada a la ficción paranoica daría cuenta de las coacciones que sufre el sujeto en la sociedad contemporánea, producto del proceso histórico del desplazamiento del Estado de soberanía moderno a las sociedades de control; más que ofrecernos imágenes del futuro, se trata de desfamiliarizar y reestructurar la experiencia que tenemos de nuestro propio presente. Cohen, a partir de esta novela, trabaja el género operando sólo una leve distorsión hiperbólica de distintas tendencias que evocan los rasgos definidos en las distintas teorizaciones sobre el “capitalismo tardío”, la “sociedad posindustrial”, la “sociedad del espectáculo”, “de control”, “transparente” o “de los massmedia”, pero reformuladas en algunos textos en relación con las consecuencias del neoliberalismo y la globalización reafirmadas, en nuestro país, a partir de los años noventa. En esta focalización sobre procesos contemporáneos no dejan de filtrarse sin embargo microhistorias, situaciones o discursos referidos al período dictatorial (tanto al accionar represivo del Estado argentino como a los ideales o actos de resistencia de los vencidos).
Su sociología fantástica, por otra parte, no tensa los rasgos clásicos de la contrautopía hasta el extremo apocalíptico, o el desastre. Las sociedades inventadas por Cohen, con su lógica iterativa, uniforme, adormecedora, represiva, son escenarios donde, por fidelidad al modelo del movimiento caótico, caben también la disonancia, la inestabilidad, las líneas de fuga; contextos que, signados por la extenuación de la experiencia, permiten la irrupción de acontecimientos que la restituyen o resguardan como posibilidad que roza lo fantástico para esos ámbitos (acontecimientos humildes –la percepción luminosa y rallentada de una flor nacida de una baldosa rota, o el racconto ebrio de una vida que suspende una noche del tiempo–, cuya íntima naturaleza y su sentido quedan a medias revelados: ocultos, inaccesibles, innominados). El oído absoluto narra una fisura de esta especie: el resquebrajamiento menor, momentáneo, parcial, de un proyecto utópico que, en su felicidad ilusoria, encierra el terror. En Lorelei, una ciudad-isla, creada y regida por el multimillonario cantor costarricense Fulvio Silvio Campomanes, Cohen exhibe extremados y banalizados los rasgos clásicos de la ciudad utópica –isla de ambigua ubicación geográfica, modelo alternativo que procura la felicidad y el bienestar general, en el que se destacan como problemas el crecimiento y control de la población, la cantidad de habitantes y los espacios a ellos asignados, y en el que se imponen rígidos sistemas de regulación social para el logro de sus objetivos– para producir su completa inversión en una contrautopía, caracterizada por la contaminación ambiental y cultural, por una basura material y simbólica que afecta los sentidos, entumece sensaciones, pensamientos, y produce una homogeneización ideológico/imaginaria. La perturbadora ubicuidad y constancia de la música de su líder político/espiritual, fácil, previsible, despojada de marcas nacionales, reasegura “un tiempo aceitoso” (la sensación de que todos los días son iguales) obligando a fabricar silencios o a cerrarle el paso con argucias –un toldo de hule en la playa, un tapón en los oídos, un esfuerzo de la imaginación que logra quedar prendida, por momentos, de alguna impresión pasajera y así quebrar la uniformidad. “Cuando publiqué El oído absoluto –dice Cohen– me preguntaron quién era el cantante, y yo dije que era como la línea media entre Julio Iglesias y Serrat, un punto equidistante”. (6) Línea media entre ambos cantantes que, más allá de las posibles identificaciones, apunta al escenario mundial de ultraconcentración del capital, de especulación financiera, del reino de la mercancía y de la hibridez masificante; a una trama cultural integrada por grandes medios de comunicación, intelectuales, artistas, corporaciones y políticos funcionales al sistema, en la que la estrategia de expansión de las multinacionales discográficas provocó el impacto continental de la música latina. La novela, con este uniforme producto de mercado, característico del momento de su producción, satiriza el fenómeno de la política espectáculo. (7) Y lo hace escenificando una antipolítica de la voz que se consuma en una oralidad pública efectuada en canto; éste es el lazo social que ritualmente asegura el poder. Lorelei –“huérfana de historia, de obstáculos y de futuro, […] castillo robótico al alcance de los siervos de la gleba, la más perversa ilusión de la mente liberal” (p. 84)– muestra índices de totalitarismo en el hecho de que la voz se constituye en vehículo máximo de performatividad social, sello de la comunidad y reconocimiento de su eficacia simbólica. Los fenómenos de totalitarismo dependen abrumadoramente de la voz, que no suplementa sino que suplanta la autoridad de la letra: una voz ilimitada y administrada como fuente y palanca de violencia. Es la voz y su teatro lo que se aísla como rasgo esencial del dictador, una puesta en escena y una coreografía de la voz, más allá del significado. Es ella la que hace la ley. El exceso oral propio del totalitarismo se agudiza aquí en el canto: ese canto banal y melifluo de Campomanes –en el que no hay nada que entender– es una perversión, una inversión del valor histórico de la viva voz como medio de administración de la justicia y de la legislación parlamentaria; de la ley como consecuencia o presuposición de la discusión oral o del ritual vocal. Canciones de música ligera, sedante, de mundos tonales no sorpresivos, con repiques y soniquetes que celebran el triunfo de lo conocido y uniforme; música conservadora que asegura armonía y repetición y que tiene como entorno, además, el bullicio infernal de fragmentos musicales funcionales que en comercios, bares, calles, prometen oasis que lindan con los instructores sonoros del totalitarismo risueño y blando, “la felicidad del ruido”: el canto bobo de Campomanes es lo que mantiene a Lorelei en estado de emergencia. Pues la isla parece un campo de concentración de refugiados, un puro, absoluto e insuperado espacio biopolítico, fundado en la lógica del estado de excepción. Si recibe y obnubila, permitiendo su ingreso sólo una vez en la vida a visitantes de distintos países –que bien pueden representar la condición general contemporánea del emigrado, en constante cruce de fronteras–, concentra también individuos de dudosa procedencia, “indefinidos sociales”, inadaptados, con un pasado de descontrol de variado tipo: hippies, drogadictos, comprometidos políticos o proclives al arte, que encarnan la generación perdida, los jóvenes de los setenta; son los sujetos fronterizos, improductivos, los que “no tienen apuro”, “los trabajadores furtivos”; no los que cruzan sino los que viven en la frontera, al margen, en situación liminar o de insularismo forzoso: Lino, el narrador; Clarisa, su compañera; y sus amigos, Tristán y Rory Laverty, a quienes se procura reeducar a la fuerza, no pueden salir de Lorelei y están sometidos al control de sus instituciones y agentes. Si El oído absoluto expone un disciplinamiento sonoro que se nutre de la conexión afectivo-corporal –es decir, el carácter narcótico represivo de la música en tanto agente de la maquinaria de poder–, en forma paralela da cuenta de las fuerzas desiguales de una música genuina, indócil al sometimiento y liberadora: es así terreno, arena de lucha donde se juega un gran agón musical con la entrada vertiginosa de la música clásica y donde más abiertamente la escritura de Cohen expresa su deseo de música. Siguiendo el curso completo de su narrativa puede leerse allí, inscripta, una historia con la música; desde la presencia, en sus primeros textos, de imágenes de deseo que prefiguran una alianza entre artes –personajes escritores que mantienen relaciones especulares/identificatorias con cantantes y músicos, y/o personajes músicos impedidos de tocar (músicos mancos, viejos, temblorosos); o apelaciones ficcionales a escritores que hicieron contacto con la música (Wilde, Felisberto Hernández)– hasta la maquínica vertiginosa del encuentro constante, del dejarse contagiar por la música, incorporando variables de sus movimientos, de sus diferentes territorios genéricos para hacer de la literatura un compuesto que se mueve, que se agita con los ritmos que la invaden: el rock en El país de la dama eléctrica, la música clásica y de nuevo el rock en Insomnio, el tango en Inolvidables veladas, la música experimental en Hombres amables, el tango y la cumbia en Impureza. Pero El oído absoluto es la novela donde esta historia se confiesa, donde la música, además de funcionar como material narrativo, adopta carácter modélico: es una aspiración para la letra y una pantalla desde la que se habla de literatura.
Lotario, el padre de Clarisa, que llega a la isla con el propósito de asesinar a Campomanes y liberar el mundo de la escoria musical, representa el paranoico “con potencia movilizadora” sin el rostro amenazante de la locura –el paranoico como bienhechor universal, inventor o descubridor que justifica sus acciones con sus méritos, su misión, su procedencia secreta. Frente a una escucha masiva de tipo consumista, basada en la distracción, la “pereza” o la “complicidad”, y que para algunos supone la tortura, la figura de Lotario encarna también un nivel especial de la escucha: el amateur entendido, el oyente que conjuga la pasión por la música con un gran conocimiento sobre ella; una forma de escuchar acompañada de continua reflexión sobre un selecto programa musical que va proponiendo la novela y que puede leerse como el programa de un ideal narrativo, traspuesto en música. A través de las observaciones que va haciendo Lotario mientras escucha música clásica, Cohen coloca a la música en la cima de las artes. Pero esa exaltación no sirve sólo a la simple oposición buena/mala música; el agón que despliega la novela se realiza con precisas y determinadas elecciones de obras, formas musicales y músicos. Si los nombres de los músicos elegidos por Cohen se reordenan según un criterio cronológico, se obtiene una línea que comienza por Bach, sigue por Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms, y termina en Sibelius; es decir, que se inicia en el barroco, pasa por el clasicismo, el romanticismo y alcanza un exponente de música contemporánea. Aunque representan distintos momentos de la historia musical, todos son músicos que de distinta manera explotaron la forma sonata, desarrollaron el contrapunto, y también, según los casos, la improvisación, la indeterminación y la tensión entre el fragmento y la totalidad. Con las obras que descubren a Lotario, para sorpresa de Lino, lejos de un hombre silencioso, parco o inexpresivo, como un ser locuaz, especialmente estimulado por la escucha musical, El oído absoluto desarrolla una microhistoria de la sonata, el “molde” estructural más importante en toda la producción musical clásica. La elección de la sonata resalta el enfrentamiento entre la voz “de raso húmedo”, “de jarabe”, y la música pura, instrumental, sin canto, sin voz. Asumiendo la deficiencia de la palabra para hacerlo, Lotario traduce, habla la sonata para Lino y Clarisa, “la verdadera música” que “viborea”, “sube”, construye “una cúpula” protectora, una “casa” y produce una sonrisa “beatífica”, o de “asombro” en Lotario; aquella que, a diferencia del canto de Campomanes –sustentado, como la isla, en una alegría y un orden falsos que escatiman la sorpresa–, efectúa un “paseo larguísimo por la disolución… por la muerte” y su desarrollo y desenlace no pueden preverse. Si bien Bach, Beethoven, Schubert y Sibelius no son los únicos músicos mencionados en la novela, sobresalen en ella porque, por el ejercicio de la improvisación y las particulares relaciones que cada uno establece entre ésta y la composición, o por las tensiones entre contraste y continuidad, entre fragmento y totalidad, entre caos y orden, remiten a los principios que rigen la poética narrativa de Cohen.
El oído absoluto se publica después de “Como si empezáramos de nuevo. Apuntes para un realismo inseguro”, donde Cohen ya exponía críticas al realismo, concebía la narración según las paradojas propias de las “estructuras disipativas” de Prigogine, y afirmaba que “también el acto de narrar es lo que va sucediendo […] es lo que pasa”, que la meta y la solidez de la trama –economía y eficacia de un texto-máquina, de un producto tecnomercantil lanzado a la conquista del público– son fatales para la narración. La meta que, como en otra parte dirá, el jazz abandona para detenerse en el proceso, en la atención al presente de lo que se está dando, llevando a un extremo lo que la buena música, de cualquier época que sea, conlleva en sí como posibilidad más o menos desarrollada. En este sentido, podría decirse que Cohen imprime una torsión jazzística a la música clásica, la arrastra hacia estados contemporáneos de la música o subraya en ella sus primicias, innovaciones o “modernidad”. Esto es lo que al menos sugiere El oído absoluto, donde no se registra ninguna incidencia explícita del jazz: sólo una mención indirecta –“varios casetes de música negra” (p. 51)– que lo ubica, sin embargo, entre las pocas pertenencias que se lleva Lino a la isla. Además de que la buena música crea expectativas pero atenta contra toda previsibilidad y se fragua en la experiencia de la posibilidad del fin, ya por su origen, ya por su inestable configuración con deslices hacia el aniquilamiento, otras cualidades generales se subrayan de la música en los dichos de Lotario. Con ellas se desarrolla una ontología de la música, basada en elementos tanto de la teoría del ethos clásica griega, que ahonda en los efectos de los distintos ritmos e instrumentos sobre el espíritu, como del idealismo del siglo diecinueve que la erige en máximo modelo de realización artística porque es capaz de transformar los cálculos matemáticos del entendimiento abstracto en intuiciones sensibles de lo inefable. Según Lotario, la música es el arte menos material y conquistador. Y, sin embargo, el más firme y persistente; es íntima, interior, mental, pero excede los designios subjetivos del artista. Se alía a la naturaleza humana a través del carácter, pues el temperamento es como un cúmulo de acordes. Pero si cuela todas las pasiones, las emociones expresadas en matices infinitos, siempre lo hace en abstracto; es por ello la forma sola, sin la sustancia, como un mundo de puros espíritus sin materia. Es el arte más libre porque no está sujeto al impulso mimético. Compone, da cohesión a fragmentos dispersos que surgen en la mente del compositor en forma desorganizada. Y si bien no imita, su lenguaje es el que más posibilidades tiene de acercarse a lo real. “Sé que se habla mucho de realismo, dice Lotario. Pérez entró al bar a tomar un café: realismo. Marta era una muchacha ciega que vivía en la calle tal y cual: realismo. ¡Paparruchadas! El verdadero realismo es la música, lo demás son datos. Realismo es que una obra, pongamos una muy conocida, Las cuatro estaciones, cambie con cada grupo que la interpreta, con cada persona que la escucha” (p. 190). La música es realista entonces porque realiza cada vez de nuevo; imita el acto de devenir real, y no a lo real una vez advenido; es una sugerencia de real, ofrece la primicia del misterio vinculado a la existencia; un ejemplo de real que existe bajo su propia autoridad, independientemente de todo origen o razón de ser: su motor es “un fuelle invisible”, “el borde seguro del silencio”. Éstas y otras hipérboles similares aparecen diseminadas en los discursos de Lotario. Pero, ¿qué dice de sí la propia música según sus incidencias en la trama de la novela, qué es lo que provoca, desencadena en los hechos y en la misma modulación del relato? Por la música y tras la facundia de Lotario, fragmentos del pasado se organizan, se exhuman recuerdos que instalan hiatos; largos pasajes demoran el retorno a la situación que los genera; relajan en extremo la anécdota, desestabilizando las jerarquías y el progreso de sus hilos. Breves reflexiones finales conectan nuevamente la música con el pasado, más que como estímulo o mediación del recuerdo, como directa insurgencia presente, restitución de lo sumergido, de lo que se perdió. Por otra parte, después de la primera explosión de la memoria, desatada por Bach, un comentario ficcional, a pie de página, ironiza sobre las exigencias de una lectura realista de la novela. (8)
La insistencia en la forma sonata y en los cuartetos de Beethoven; la conexión entre experiencia musical/amor/emergencia de la memoria involuntaria y la asimilación de la estructura musical a la memoria conducen El oído absoluto hacia Proust. Como en Proust, se diseña aquí una ontología de la obra musical, de alcance metafísico, donde la música desempeña una función anunciadora de lo que es el arte y de su relación con el espíritu y el mundo. Una raigambre de tipo idealista –que en Proust tiene como directos ascendientes a Schopenhauer y Kant– permea también las argumentaciones de Lotario. Esta ontología de la música se conecta en Proust, como en Cohen, con la puesta en crisis de la ideología y los procedimientos del realismo. Cohen, a través de una composición de tipo contrapuntística –por el continuo pasaje del presente al pasado, la alternancia de las historias que avanzan simultáneamente, en paralelo, y el cambio de una voz a otra– y de los comentarios de tono irónico humorístico, acotados precisamente ante la emergencia de la memoria, vuelve a desafiar las rigideces del realismo en torno a un verosímil afincado en la solidez y teleología de la trama. (9) Finalmente, otro posible paralelo: en Proust la función metaartística de la música, que ha revelado la verdad del arte, permite al héroe emprender la creación de su propia obra literaria. En El oído absoluto la música tiene una función similar. Por una parte, permite a Lotario ordenar su vida existencialmente, y una noche recrearla, dando origen a un relato desorbitado cuyo valor lo exime de cualquier confrontación con una verdad externa. Por otra parte, la música, antropomorfizada en él –que quiso ser, convertirse en música; y parece, en la novela, música que llega, se escucha y desaparece, presencia de una ausencia que se realiza, “fugato”–, o interpretada, ejecutada en sus revelaciones –que fisuran, agrietan Lorelei, desgajando momentos, tiempos sustraídos a su uniforme y “canónica felicidad”– constituye el horizonte que posibilita la ficción de Lino sobre el absoluto auditivo, “una forma misteriosa de la memoria” (p. 200). (10) Si El oído absoluto deja leer cierta impronta de Proust, ésta resulta sin embargo levemente transfigurada por el contexto distópico: las cadenas asociativas, metafóricas, no funcionan ni organizan estructuras con dominantes, o con una fuerte interdependencia de sus constituyentes, capaz de generar sentido u orden; entre ellas se cuelan vértigos, vacíos, silencios irrecuperables; las líneas que desatan las impresiones son caóticas y plagadas de incertidumbre, andan a tientas, a oscuras, sin rumbo con respecto a sus sentidos, siempre sesgados, incompletos: “Una tangente conduce a un arbusto de recuerdos ingratos pero valiosos, otra a la palabra que faltaba, que siempre esconde otra palabra que faltaba, que esconde el ancla del tiempo; y así sucesivamente […] A mí no me tienta el acabado total” (p. 214). Un esfuerzo, además, un trajín, una lucha se le exige a la conciencia, subyugada por los lugares comunes, por el mapa cristalizado de tópicos contemporáneos: ésta, más que ser asaltada por un redescubrimiento inesperado, por un estímulo desencadenante de armónicos, debe estar a la expectativa, en alerta, a la espera de esas impresiones que dejan huella y son acontecimientos; o un soborno al azar, un complot de paranoicos son necesarios para que –en un mundo donde más que signos que decodificar hay doxa/simulacro que destruir– pueda cuajar un relato que es siempre una búsqueda de lo indefinido, lo indeterminado o lo desconocido; o un intento de contacto con lo real escamoteado. Lotario, la música, su relato o el de Lino –la novela– son la exhumación inestable, inconclusa, de fragmentos que, aunque alcanzan cierta cohesión, no se organizan en una totalidad acabada; arquitecturas temblorosas y difluentes, como movimientos de mareas entre los que se atisban ciudades ocultas por la aguas: “La catedral sumergida” de Debussy aparece sólo una vez mencionada por Lotario; pero ésta resuena en las aldeas sumergidas que dibuja Clarisa y en el “Monumento a Cualquier Cosa” que ella, Lino y sus amigos levantan como cerco de intimidad y muralla defensiva al infierno de Lorelei para el que ya no bastan los tapones en los oídos; ese pozo forrado de cemento y con agua, lleno de desechos que hacen un mundito, cambiante y sonoro por la acción del viento, al que se visita para meditar y reconciliarse “con lo hundido” (p. 238).
En El oído absoluto, la música clásica re/presenta, tanto a nivel colectivo como individual, lo ocluido resistente en Lorelei: un tiempo histórico de conflictos, de experiencias desvanecidas o imposibles, de ausencias, de muertes. Por otra parte, el “programa musical” de la novela y los comentarios de Lotario sobre los rasgos esenciales de la música, a la vez que ponen en abismo la técnica de composición de la novela, reactivan la alta concepción que el arte musical alcanzó en el siglo diecinueve y que llevó a las otras artes, en particular a la literatura, a redefinirse según sus principios “antirrepresentativos”. Con ese programa especial, donde se descubren algunos de los rasgos de las narraciones del “realismo incierto”; con esa ontología, atravesada de continuas equivalencias entre sonata, vida, recuerdo y relato en un juego de espejos entre composición musical y literaria, y con ese sujeto musical (Lotario) que repercutirá en la posterior escritura de Lino, volviéndose contrapunto en su narración “como un la bemol de trombón estirándose en la medialuz” (p. 214); la novela anticipa el gesto comparatista que más tarde Cohen expondrá en algunos de sus textos críticos.
La novela El oído absoluto fue publicada en Barcelona en 1989 por Muchnik Editores y reeditada por Norma en 1997 y 2006. Marcelo Cohen, además de escritor y crítico, es traductor. Ha dirigido la colección “Shakespeare por escritores”, una edición de las obras completas de Shakespeare traducidas por escritores iberoamericanos, y ha traducido más de cien libros, tanto de narrativa como de poesía. Si bien no es músico, ha hecho crítica de jazz en diversos medios nacionales y extranjeros, y participado en diferentes eventos en los que ha dado charlas sobre préstamos entre música y literatura. Sobre estos temas ha colaborado con numerosas notas y reseñas en las revistas Inrockuptibles y Jazz Magazine, y en el diario Clarín.
1. Los textos que preceden a El oído absoluto son: los libros de cuentos Lo que queda (1973), Los pájaros también se comen (1975), El instrumento más caro de la tierra (1981) y El buitre en invierno (1985); las novelas El país de la dama eléctrica (1984), Insomnio (1986) y El sitio de Kelany (1987). A partir de la de década de los noventa se suceden el conjunto de relatos de El fin de lo mismo (1992), las novelas El testamento de O´Jaral (1993), Inolvidables veladas (1995); las dos nouvelles de Hombres amables (1997), otros dos libros de relatos, Los acuáticos (2001) y La solución parcial (2003), y las novelas Donde Yo no estaba (2007), Impureza (2008), Casa de Ottro (2009), Balada (2012). Desde los años de exilio en España, donde se instala en 1975, Cohen desarrolla una importante y continua actividad como crítico. Ya en nuestro país, esta tarea se perfiló aun más definida, libre y constante en el espacio propio que constituyeron las publicaciones bajo su dirección –las revistas Milpalabras (2001-2003) y Otra parte (desde 2003)– y los ensayos breves reunidos en el libro Realmente fantástico y otros ensayos (2003).
2. Pedro Rey, “Contra la literatura avara. Entrevista a Marcelo Cohen”, en La Nación, Suplemento de Cultura, 20 de agosto de 2006. http://www.lanacion.com.ar/832801-contra-la-literatura-avara
3. Josefina Ludmer, “Territorios del presente En la isla urbana”, Pensamiento de los Confines, nº 15, 2004; pp. 103-110.
4. Ilya Prigogine, cuyas investigaciones se centran en la termodinámica, la ciencia de la energía, enfatiza la importancia de la dimensión temporal, la duración, en relación a sistemas abiertos, no simples o cerrados –aquellos alejados del equilibrio, es decir, conectados con el entorno con el que intercambian materia y energía y expuestos a la intervención de un elemento aleatorio, probabilístico. Es la teoría de las llamadas estructuras disipativas, no sólo aplicables a las reacciones químicas, sino a los ecosistemas o a la conducta humana.
5. Beatriz Sarlo, “Una patria, una canción (Sobre El oído absoluto de Marcelo Cohen)” [1990], en Escritos sobre literatura argentina, Buenos Aires, Siglo Veintiuno editores, 2007, pp. 387-390.
6. Marcelo Cohen, “Alumbramiento”, en Otra parte, n° 10, 2006-2007, pp. 58-61.
7. Beatriz Sarlo inaugura la lectura de la novela a partir de la noción de cultura massmediática y detecta un populismo cultural basado en la estética televisiva y el advertising: el político como comunicador, identificado con el pastor electrónico o la estrella pop que en nuestro país representó con perfección Carlos Menem (op. cit., p. 388). La idea de política espectáculo es planteada nuevamente por Fernando Reati para conectarla con la de “malos cantantes”, cuya producción musical es entendida como signo de la pérdida de lenguaje en tanto patrimonio común, identitario; una de las consecuencias de los procesos del neoliberalismo y globalización intensificados durante los gobiernos de Carlos Menem (Fernando Reati, Postales del porvenir. La literatura de anticipación en la Argentina neoliberal (1985-1999), Buenos Aires, Biblos, 2006).
8. Para estas cuestiones, véanse: Pablo Gianera, Formas frágiles. Improvisación, indeterminación y azar en la música, Buenos Aires, Sudamericana, 2011; y William Weber, La gran transformación en el gusto musical, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2011. Traducción de Silvia Villegas.
9. Por otra parte, en la misma estructura de la novela, con los tres capítulos centrales sin título y numerados, y el primero y el último sólo con designaciones temporales, puede identificarse una disposición de tipo sonatístico en cinco secciones o movimientos: introducción: “Antes”; exposición: “Uno”; desarrollo: “Dos”; reexposición: “Tres”; coda.
10. Véanse: Blas Matamoro, Por el camino de Proust, Barcelona, Anthropos, 1988; y Julio Moran, La música como develadora del sentido del arte en Marcel Proust, La Plata, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, UNLP, 1996.