TRES

A la mañana siguiente entre esos dos se armó una nueva trifulca, y fui yo el que empezó a preguntarse a qué había venido Lotario al fin y al cabo. Me había quedado en la cama con la sola compañía de la radio, pero la información mundial no había logrado absorberme; no al menos como para impedirme advertir que los espacios musicales rezumaban neutralidad, una infecciosa masa de melodías de cine y guitarras hawaianas, como si una histeria de ausencia se hubiese apoderado de los pinchadiscos; y sin duda no tanto como para permitirme ignorar los gritos que resonaban en la galería.

Daba la impresión de que Lotario había preparado el café muy flojo y Clarisa no quería perdonárselo. Después ella despotricó contra el supermercado Manaos, adonde él había ido como un tarado a comprar magdalenas cuando en casa solíamos arreglarnos tan bien con el pan del día anterior. Después le dijo que se abrigase, que no le interesaba verlo morir de reuma. Él, con una voz patibularia, le contestó que era indestructible, que antes iba a estirar la pata de hartazgo que de cualquier enfermedad, porque muchos años atrás un hombre sabio de Europa, un curandero, le había sellado el organismo. Hubo una tos forzada y amarga, y Clarisa dijo: Un curandero de Europa. Sos increíble. De vos se sabe tan poco que podés vender todas las fábulas que se te antoje; es como si le hubieran pasado a otro, a un personaje secundario de la Biblia. Me apresuré a vestirme para introducir moderación.

Mientras bebía obsequiosamente el café con leche, que parecía agua de charco, dejé que Lotario me midiera a sus anchas. El sol reverberaba en el mantel de hule, en las manchas de mermelada, en la incansable cucharita de Clarisa.

—Y decime, muchacho –me preguntó por fin el viejo–. ¿Nunca se les ha pasado por la cabeza tener un bebé?

La carcajada de Clarisa me cerró la boca. Momentáneamente.

—Yo no le veo nada de gracioso –dije–. A mí…

—A mí me lo podría preguntar este sexista –gruñó ella.

—Como yo lo veo –dijo Lotario–, ustedes son los dos hijos míos. Y ya que a vos te esgunfia todo lo que hablo…

—Lo que me saca de las casillas es lo que no hablás. Así que ahora te gustaría tener nietos. ¿Nunca te dijeron que a los nietos también hay que ganárselos? Además, las esfinges no juegan con niños.

Lotario se pasó la mano por el mentón; de la barba apenas crecida brotó un siseo de pasto seco.

—Yo sólo preguntaba por saber algo de ustedes.

—¿A sí? Pues eso también vas a tener que ganártelo –Clarisa se levantó. Se puso el bolso en bandolera y un beso violento me mojó la mejilla–. Bueno, señores, vuelvo a las siete. Y esta noche cocino yo.

Se alejó hacia el camino con la soltura de quien, en un ardid de independencia, logra que el cielo resbale y se fuga por un boquete. No era la primera vez que me asombraba esa especie de camaradería con el paisaje, y hubiera querido contárselo a Lotario. Pero en lugar de mirarla a ella, me di cuenta, el viejo miraba un pretexto.

—No hay nada que hacerle –rezongó–. Siempre me puso nervioso.

—Me parece que es recíproco, Lotario.

Hizo un ruidito con los labios, como si le doliese una muela.

—Es una lástima. Ni ella tiene paciencia, ni yo sé cómo hacer para concentrarme cuando estamos juntos. Me bandeo para to-dos lados.

Lo dejé fumando mientras despejaba la mesa. Transporté todo a la cocina, pasé un trapo por el hule, guardé los tarros en la alacena, puse la vajilla en la pileta, vertí detergente en el estropajo, las manos me chapotearon en la espuma, escurrieron, se secaron serenamente con un trapo. Las vaharadas fétidas que el viento traía de vez en cuando me sugirieron que llevase la basura al gran cubo plástico del camino. Hice la excursión, siempre molesta y, cuando estaba por depositar la bolsa, un par de operarios torvos se materializó y por poco me arrebata no sólo los desperdicios sino los brazos, si no los retiro con agilidad.

—Calma, muchachos –dije–. Por el momento es mía.

—No la puede dejar ahí. El camión no pasa más. Nos la llevamos nosotros. Aquí cerca tenemos una carretilla. Está avisado. Si la próxima vez que lo haga lo ve un inspector, le va a poner cincuenta dólares de multa.

—Es basura, nada más.

—Son órdenes, jefe. Órdenes provisionales.

Se fueron para el lado del bosque, echando miradas puntiagudas hacia el fondo de la casa, y yo regresé a lo mío con la idea de tener una urgente charla de trabajo con el ajedrecista de la plaza Lamarque. Encontré a Lotario sentado con las manos en las rodillas, los ojos menguantes entre los párpados gruesos, mirando el campo como lo había dejado quince minutos atrás. Un aliscafo pasó por el río y dos oleadas oblicuas lamieron los juncos. Una martineta alzó vuelo para cruzar en diagonal el slogan que el láser acababa de imprimir en el cielo: NO GUARDE SU DINERO EN LA BILLETERA. NO COBRE MAÑANA EL CHEQUE QUE LE ENTREGAN HOY. EL MONSTRUO DE LA INFLACIÓN SE ALIMENTA DE SU PASIVIDAD. FEDERACIÓN IBEROAMERICANA DEL CONSUMIDOR. Abajo, mucho más cerca, Rory Laverty y Tristán salieron de la casa de Dora y empezaron a acercarse. La silla de Lotario crujió. Sólo entonces comprendí que todo ese tiempo, a su soporífero modo, había estado alerta.

Rory llegó primero. Si nunca había sido muy cortés, desde que las pulseras anticólera le habían dado cierta prosperidad, desde que se cortaba el pelo y usaba cinturón, estaba adquiriendo una llamativa soltura para no saludar. En tres zancadas cruzó el jardincito.

—Ya habréis oído las noticias, ¿eh? –se sentó en el césped y encendió un porro.

—¿Por qué, señor? –dijo Lotario.

—¿No sabéis nada?

—Muy buenos días tengan ustedes –la mandíbula equina caída sobre el pecho, Tristán traía el rostro enjuto y perplejo de un milagrero despegado de la cruz. Se sentó al lado de Rory y del anorak lamentable extrajo una petaquita de aguardiente. Incómodo, yo me senté en los escalones del porche. Creo no haber dicho que, si no fui exactamente un alcohólico, el frenesí que una vez, hace no muchos años culminó llevándome a probar en dos días todos los licores que había al alcance en los supermercados de Berlín, me dejó el páncreas muy desvalido. Nunca bebo a la mañana–. ¿Un trago, Lino? ¿Lotario?

El viejo negó con la cabeza. Yo encendí un cigarrillo.

—No sé cuáles son esas noticias –dije.

—Pero si el láser lo ha escrito un par de veces.

—¿Y usted, Lotario, qué estuvo mirando? –le busqué la mirada, y él se encogió de hombros.

—Fulvio ha suspendido el recital del dos de mayo –Tristán sorbió un poco de orujo–, tengo la impresión de que estamos entrando en una zona muy rara.

—¿Lo suspendió él?

—No, hombre, él se ha derretido. O está en una nevera, vete a saber. Pero no es eso lo que importa… –creo que nunca lo había visto tan jovial–. Lo que importa es que se está multiplicando la paranoia. El aire se ha cargado de sospechas y la gente empieza a defenderse.

—¿De qué? –preguntó Lotario.

—Los del Consejo Asesor han escrito un… comunicado –dijo Rory–. Dicen que este mes tocará la banda sinfónica del Recinto y Campomanes volverá cuando esté resta… blecido.

—Dicen que volverá “a tomar contacto con su público hermano”. Eso dicen. Salud.

—Pero entonces se puede armar la gorda –dije yo.

—¿Tú crees? –dijo Tristán–. Suponiendo que Campomanes pase a retiro, no es tan difícil fabricar una figura nueva. A mí me parece que tal vez sea más importante extraer una enseñanza.

—¿De qué enseñanza me hablás? –dije–. Yo estoy hasta acá. Quiero presente. Una dosis de presente.

Rory le ofreció el porro a Lotario.

—No, gracias, señor –el viejo abandonó la silla y fue a apoyarse contra uno de los pilares del porche–. Perdonen la ignorancia, ¿pero tanto escándalo por un recital suspendido?

—Vea, Lotario –dije–, hace más de cinco años que todos los dos y los quince de cada mes, indefectiblemente, Campomanes da unos conciertos monstruosos en el velódromo y el Recinto se paraliza. Son días sagrados. Muchos se pasan años esperándolos, se compran ropa especial. La mayoría de la gente sabe que no va a poder volver nunca a Lorelei.

—Ayer decías que el problema no es Campomanes.

—Para ellos sí. Están convencidos de que el viaje se lo paga él, quieren verlo. Como no alcanzan las entradas, se instalan pantallas en todas las avenidas.

—Y sin embargo no lo tocan –dijo Tristán–. Están allí como en misa de gallo, y hay quien se arrodilla. Pero si crece la paranoia algo empezará a trastocarse.

—Pues hoy por la mañana el clima ya no era muy cristiano –dijo Rory–. Veis, lo… interesante… habría sido vender sticks… Emm… palos, cachoporras. En las taquillas de Las Magnolias unos muchachones tenían acorralado a un repartidor de entradas y le estaban zurrando… Buen cielo… No lo podréis creer. Apareció un coche y se bajó Bruder… no el ministro austríaco, pero Emilio Bruder, aquel que ganó el Nobel de la Paz… Estaba borracho como una cuba, y la tomaron con él. Hubieseis visto las trompadas.

—¿Le pegaron a Bruder? –me entusiasmé.

—No tiene importancia, zopenco –dijo Tristán–. Lo que tendríamos que averiguar es dónde está la madre del cordero. Si Fulvio ha caído en desgracia o qué coño. El Julio, ese que trabaja en la Aduana, dice que el Puerto de Carga está clausurado porque encontraron un cargamento de armas japonesas.

—No me convence –dije.

—Ni a mí –dijo Tristán–. Pero una compañera de colegio de Begonia es hija de un guardia de la villa de Fulvio y la niña va por ahí diciendo que al padre no lo dejan volver a casa. Que está internado en un sanatorio.

—Hablando de tu hija –lo interrumpí.

Escuálida en su vestido amarillo, Begonia había entrado al jardín con el paso rápido de quien se ha dejado birlar el tiempo.

—Dice mamá que han llamado los de Sargazos –recitó sin acercarse mucho–. Tienes que ir esta tarde a conducir un ómnibus de excursión.

Cumplido el recado, empezó a retroceder. Tristán tapó la botella y se la guardó en el bolsillo del anorak.

—Espera, espera que voy contigo. Oye, ¿no has vuelto a ver a la hija del guardia?

—Sí –suspiró Begonia. El esfuerzo de contener lágrimas le había torcido una ceja–. Dice que a Fulvio Silvio lo han matado.

—¿Cómo que lo mataron? –Lotario dio un paso adelante con tal ímpetu que casi rueda por la escalera. La voz volvió a sonar como un timbal–. ¿Cómo que lo mataron?

—Bien –dijo Rory–, estamos empezando a alucinar.

—En todo caso, Lotario –dije yo–, no se perdería gran cosa.

—Mira, hija –dijo Tristán–, a mí también me parece que algunos están desvariando. Tranquilízate, eh. ¡Hala!, vamos.

Sola como un pequeño abeto en una esquina del césped, Begonia se apretaba una mano contra la otra. Un soplido apartó el flequillo negro y la frente cerril, lisa como sólo es la frente de los chicos, se frunció un poco de impotencia.

—¿Por qué os burláis de mí? Él era más bueno que todos vosotros.

Tuve ganas de consolarla, pero sabía que me hubiera rechazado a empujones. Los bronquios de Lotario, por lo demás, habían empezado a emitir en una frecuencia desconocida, como una radio pirata tomada por una banda de toxicómanos. Recordé la mueca con que la noche anterior había hablado de Campomanes. Me volví para estudiarlo: intentaba camuflar no sé qué anhelo con una mediocre capa de distancia.

—Ya es bastante que el rumor circule –dije; y fue al oírme la voz cuando comprobé que estaba perplejo. Si Campomanes caía, pocos iban a tener autoridad para mantenernos varados en Lorelei; pero en caso de que el horizonte repentino fuese la navegación, yo no tenía preparado el casco ni, para terminar con esta odiosa metáfora, la menor idea de cómo se confeccionaba una hoja de ruta.

—Para la cabeza de uno la noticia es brutal –dijo Tristán.

—Tú vigila tu cabeza –dijo Rory, que trabajosamente había logrado levantarse–. MeI… Yo creo que tendríamos que prepararnos.

—¿Prepararse? –Lotario parecía habitado no por dos hombres distintos sino por una asamblea.

—Bueno –dije–, si de verdad se arma la gorda, a lo mejor podríamos organizar una denuncia. No creo que de otra manera alguien se vaya a acordar…

Rory me untó la cara con una mirada distraída. En ese momento, antes de que hablara, y lo digo sin rencor, sólo por fidelidad a las secuencias de la vida, me convencí de que un día llegaríamos a necesitarlo menos que hasta entonces.

—Pues lo que yo estoy pensando es que iré a comprar tela negra, crepé o algo así, y me pondré a hacer crespones. Me los quitarán de las manos, ¿OK?

—Como sos ecologista –dije–, podrías ocuparte también de fabricar las coronas. ¿Pero y si tomáramos la Columna y mandáramos un comunicado con el láser?

—¡Fabuloso! –dijo Lotario.

Los demás, abruptamente retraídos, me miraron como un par de hombres de Neanderthal hubiera podido mirar un eclipse. Y hacían bien. Todos sabíamos que los jardines de la felicidad de Lorelei, por insustanciales, eran inatacables. De caerse alguna vez se caerían solos, sin despedir crujidos ni dejar escombros, y lo único que verdaderamente nos cabía a nosotros era regar, silbando con disimulo, los brotes de futuras versiones menos aparatosas, poco aptas para la decoración del mundo. A nosotros, fanfarrones taciturnos, lo único que nos pertenecía era el camafeo de la imaginación: esperar y esperar, como dijo mi tatarabuelo Shelley, hasta que la esperanza creara, de su propio naufragio, la cosa contemplada. Entretanto podíamos gritar un poco. En realidad, nos apreciábamos un tanto exageradamente. Pero no era que nos considerásemos más adecuados o más vivos. Sabíamos que en el mundo había montones como nosotros: tipos mayormente sin apuro. Tampoco hoy, mientras escribo, tenemos apuro, y no lo vamos a tener cuando termine la espera. Clarisa, Tristán, Flora y yo, otros que no me han cabido en la novela y seguramente Lotario, nunca nos creímos una sola promesa que no naciera de la intimidad. Mientras la vida demuele, algo oculto insiste en su trabajo de formación, como si el vector obtuso del destino se desplegara rumbo a un empate fatal. Este empate entre la corrosión y la alborada es la muerte, el rostro que no conviene olvidar. Pero no es el rostro de una derrota, sino de un empate: la aspiración de un deseo menos prepotente, de un estar no sólo más ecuánime, sino también más duradero.

Lo siento, lector, pero es lo que yo pienso. Lotario no se lo imaginaba.

—¿Y ahora por qué se callan? –dijo al fin–. ¿Ahora resulta que no van a hacer nada?

—Cuando más hablan es cuando están en el bar del supermercado y nosotros queremos mirar la tele –dijo Begonia, y procedió a retirarse.

En los labios cortados de Tristán despuntó una sonrisa como una baba.

—Don Lotario, déjese de puñetas y acompáñeme a mi casa. Le prometo que el río está hirviendo de carpas.

El viejo y yo acordamos encontrarnos a la nochecita. Mientras se alejaban por el camino tomé una decisión: entré en la casa y haciendo acopio de desfachatez metí la napia, es un decir, detrás del biombo que ocultaba la cama. Había reunido un buen espectro de gestos pasajeros y barruntaba que bajo el paraguas de desorientación que el viejo solía llevar abierto persistía, apropiadamente seco, un diseño no del todo vago. De modo que levanté el borde de la colcha, saqué a la luz la valija negra con iniciales, la abrí y me puse a hurgar entre la ropa. Aunque a duras penas se adivinara la coherencia, lo que encontré no llegó a descolocarme. Además de una biografía de Beethoven escrita por cierto Scott, de una Historia de la ejecución musical, había entre la ropa una linterna, un par de guantes de cuero, una soga, una libreta con varias canciones de Campomanes mal copiadas, un cuchillo de caza con mango de hueso, una navaja sevillana y una caja de aluminio que contenía una jeringa hipodérmica, un frasco de éter o alcohol y un paquete de algodón. A un segundo frasco, con mecanismo de spray, le faltaba la etiqueta. Quité la tapa, me rocié el dedo y el dedo se me endureció, primero dolorido, enseguida insensible, como si lo hubieran pisado sobre una piedra helada. Una vez que volví a acomodar todo, la ironía se me hizo aserrín en los pulmones. Poco después el corazón me daba tumbos: no porque aquel equipo fuese irrisorio, no por el misterioso desquicio que Lotario intentaba perpetrar, ni siquiera por los equívocos de una visita ahora vacía de la ternura del desinterés, sino porque, de todas las anomalías o las criaturas que el viejo podía encerrar, ninguna entraba en el repertorio que me había confiado Clarisa. Ese hombre no se llamaba Lotario sino León, aseguraba haber nacido en ningún lado, lo único que le gustaba era la música, no había venido a visitar a la hija sino quién sabía a qué. Pero la gama del recuerdo de Clarisa, demasiado categórica, todavía era peor que todo eso: era una tergiversación.

Tenía que irme al trabajo. Previamente metí las de andar consultando el I Ching. En un alarde de sagacidad, el libro me benefició con el hexagrama Sung, el Conflicto, donde el cielo y el agua mantienen rencillas incesantes y el dictamen, entre otras cosas, advierte: “Ir hasta el fin trae desventura”. Después de todo, intenté calmarme, no teníamos por qué comprender a un hombre de sesenta y pico de años: la vida era una semana, siete décadas de jueves a domingo, y ni Clarisa ni yo conocíamos la experiencia del sábado a la tarde. Alisé la colcha y salí.

En el embarcadero, entre aparejos y forrajes para los campesinos, me encontré con las jocundas caderas de Dora. Había tenido turno de noche, las ojeras le brillaban como níquel y no paraba de mover las manos. El moretón del hombro izquierdo se lo había hecho, con un jarrón de bronce, una gitana histérica porque se le estaban pudriendo los gladiolos que había traído para Fulvio. A la hora del desayuno, me contó Dora, el comedor del hotel Perón parecía una barraca de deportados.

—Los hubieras visto, po. Tristes, apocados, los hombres sin afeitar, las mujeres apucheradas. Y las habitaciones llenas de esas cajas con caracolas incrustadas que cuando las abres tocan canciones de Campomanes. Tú sabes que daba una pena tremenda, ah.

Acababa de llegar un aliscafo. Como si un artero peristaltismo los hubiera expulsado del Recinto, cientos de turistas se habían abrazado a las excursiones campestres improvisadas por los animadores culturales. No bien colocaron la pasarela, una balumba de caribeños con ponchos raídos y filmadoras de video, muchos luciendo los flamantes dientes de oro que les proporcionara la Ayuda Médica de Lorelei, me empujó hasta el borde del agua. La lancha empezó a alejarse con un desparramo de espuma y en la cubierta siguieron vibrando los altavoces: Cuando te falten las fuerzas / cuando no muerdan tus dientes, / cuando hasta el aire que aspires / te azote trágicamente. Me despedí de Dora y fui a buscar el coche.

Era uno de esos días en que, por un oscuro eslabonamiento, las embarazadas se agrupan para someterse a mis manos hechiceras. Masajeé más de una docena con pasable aplicación, no lo niego, pero la atmósfera de martirio y desplazamiento era tan áspera que muy terapéutico no creo haber sido. Hacia las cinco de la tarde, mientras bebía una limonada en el bar del hotel, crepitaron los altavoces. Hermanos visitantes –comunicó una voz robusta–, entretanto se despejan los rumores producidos por la desazón, el Consejo Asesor de Lorelei les propone que no cierren los corazones al vivo llamado de las cosas. Las gentes de a pie con nada contamos que sea más tangible que el presente. Gocemos de él para que al futuro le crezcan alas. Observé que nadie se lo tomaba mal. Mayormente, no se lo tomaba. Y, sin embargo, al salir, en una rotonda del bulevar Vespucio, divisé una cerulenta masa interracial de individuos, encadenados unos a otros en el centro de un gran círculo de coches en llamas. Si algunos exigían a grito pelado que les contasen la verdad, otros no podían expresarse porque entre los dientes sostenían fotos coloreadas de Fulvio Silvio. Los atrevidos del Consejo Asesor que, decididos a parlamentar, se apearon de un modesto Morris Bambi recibieron varios kilos de gargajos. En otras esquinas también había barricadas. El levantamiento, emocionante a su modo, era parcial, y no impedía que viscosas filas de playeros, que estaban al fin en su derecho, siguieran deambulando por las veredas con parasoles y colchonetas. Un paseo por Las Magnolias me demostró que la concurrencia era igual de tupida que siempre. Pero sobre las espaldas bronceadas y las bocas secas, sobre las muchachas en patines y los maniquíes eléctricos de los escaparates se había vertido un cósmico hervor de indiferencia, de modo que todo era ligeramente luctuoso, como un prolongado fragmento de música atonal, y no se sabía si las eternas vacaciones terminarían en el llanto o la depravación.

Yo quería volver a mi casa. Como último expediente, llevado por un espurio sentido de la simetría, pasé por la plaza Lamarque para ver si el ajedrecista de la pipa tenía algún dato que proporcionarme. El hombre no estaba. En el lugar de su banquito había un hueco que los metabolismos del gentío no alcanzaban a llenar, por mucho que la adivina, cada vez más veloz, se afanase en pronosticar diversas conquistas a un grupo de adolescentes movedizos. Aunque en la caja se acumulaban billetes de cinco dólares, sin la ociosa protección del ajedrecista la mujer parecía terriblemente débil. Requeridos por los malvas de la tarde, al fin los adolescentes se fueron. En un aniquilador borbotón de canciones, la adivina y yo nos quedamos solos. Di un paso adelante.

—¿Qué busca? –me preguntó. Tenía una perentoria voz de saxo soprano.

—Quería jugar al ajedrez con su primo.

—Usted no tiene manos de jugador –hurañamente envolvió el mazo de tarot en un pañuelo–. Mi primo tampoco. Usa demasiado la nariz.

—¿Vendrá más tarde?

—¿No acabo de decírselo? –un poco estrábicos, los ojos de la mujer se resignaron a comunicarme lo que a mi juicio era su deber. Sólo comprendí después de haber aceptado que, además, me desdeñaban–. Vaya con Dios, joven.

Puede que no se lo haya agradecido, pero tampoco estaba seguro de que fuese adecuado. Veinte minutos después, al volante de mi Opel Jabalí, dejaba atrás los coloides de la avenida Andrés Bello, la mansión de Fulvio, el desvío del aeropuerto, y rumbeaba hacia el sur por el flemático asfalto de la carretera. Entre los robots patrióticos pasaron el mojón del kilómetro diez y el del kilómetro catorce. A babor se ahondaba un cielo de cinabrio; a estribor, por sobre los manzanos de las lomas, se movían unos cúmulos de base recta e hinchazón voluptuosa. Al llegar al desvío de la balsa sentí el tirón de las tardes de hogar; pero no era inexacto que a alguien le tocaba asumir el desabrido rol de antena parabólica de lo oculto, y sin aminorar seguí de largo.

Al sur del desvío de la balsa la carretera se alejaba definitivamente del río y, ceñida por las colinas cada vez más altas, corría entre tierra labrada, almacenes de aparejos, establos y casitas de líneas anodinas. Sobre los aledaños del Puerto de Carga, se había instaurado una leyenda de industriosidad banal y secreto mercantil que, si bien barata, volvía insípida de antemano la excursión más ilusionada. Nadie que lo conociera había reunido la curiosidad suficiente como para ir a refutarla. Y es que en realidad la región no resultaba interesante: del sepia al pardo oscuro, las lomas empezaban a acumular sombra de atardecer, mientras la vegetación raleaba, carcomida por un humo albuminoso, mugriento, que de tan hediondo me obligó a subir la ventanilla. Diez, quince kilómetros se extinguieron bajo el siseo de las ruedas. La reverencia de un olmo seco me indicó que se había levantado viento. La luz de yeso, cruzada por telones de hollín, adquirió una cualidad de ventosa sobre el parabrisas, y una serie de no menos de veinte baches estuvo por destrozar la calamitosa suspensión del Opel. A la salida del último sentí los estertores de un amortiguador. Como doscientos metros al frente se divisaban construcciones, estacioné en el arcén, puse las balizas y continué a pie.

Un cartel enorme que decía zona portuaria inauguraba un pueblo de barracas de ladrillo gris, galpones de uralita, cintas transportadoras y desiertas naves de cinc acanalado. Todos eran paralelepípedos, todos apaisados, menos los incomprensibles cilindros de hormigón que por algunos callejones laterales asomaban como centinelas gangrenados de frío. Porque, escatológicamente, hacía frío; no para morirse, pero mucho más que en cualquier otro lugar de Lorelei, como si un dispositivo atmosférico de defensa procurase mitigar, con una sensación aguda, la náusea que producía el atroz olor a basura.

Por las puertas entreabiertas de algunos depósitos, en la fuga de los pasadizos, se veía trajinar a escasas, furtivas siluetas de guardapolvo negro, no tanto operarios como ex convictos de una condena geométrica. Donde terminaba la calzada central, perpendicular, había una altísima cerca de alambre varias veces reforzado; el portón de malla y acero tubular estaba trabado con un cerrojo de mecanismo más bien arcano. No había ningún cartel, pero del otro lado se veían los muelles, las dársenas, la lóbrega disciplina de las grúas, los barcos y las hileras de silos pintados de rojo. Y se veía también que en la playa de carga muchos hombres se afanaban, pocos con ropa de trabajo, la mayoría con traje de funcionario, entre innumerables containers abiertos que recibían el peso del atardecer como, tuve el pálpito, podridos recordatorios de una deuda impagable.

El viento, que soplaba hacia el mar, me alejaba los ecos de las conversaciones. Además necesitaba perspectiva. Retrocedí hasta dar con una calle lateral larga y por ahí hacia la izquierda, es decir hacia el este, desemboqué en un sendero que desde un depósito de bidones subía a la primera colina. Pastos bravos, ajadas matas de retama me flanquearon hasta la cumbre. Y arriba tuve la visión.

En semicírculo al pie de la colina, de sudeste a noroeste bordeando el mar, bajo gruesas nubes de franela, el imperio de la basura se extendía como un hosco facsímil de la vida interior de Lorelei. A la izquierda, sobre un área de tres kilómetros cuadrados, las células ya cubiertas del vertedero se interrumpían al borde de trincheras listas para recibir. Alguna flota de camiones había depositado su carga sobre un terreno firme y varias mototraíllas trataban de empujar hacia los canales una especie de cuscús verdinegro. En un canal semiocupado, una compactadora presionaba asmáticamente lo que le ponían adelante: hojas exteriores de acelgas o puerros, bifes medio masticados, kleenex ricos en esperma, algodón, cáscara o carozos de aguacate, porexpán, restos terminales de paté de oca, pañales, botulímicas latas de peras en almíbar, vida demasiado detallada para que yo la discerniese. Después venía, como el sueño abortado de una siesta del barón Thielemans, el esqueleto inconcluso de la planta incineradora. Después la instalación de compostaje, completa desde el puente-grúa y el silo de almacenamiento hasta la banda transportadora, el área de fermentación y los bloques de compost refinado. Y a la derecha, cerca de los barcos fondeados, la dispersión de containers, fétidos y abiertos los más, entre un ajetreo de jeeps del Consejo Asesor. Yo sabía que el compost era valioso; también me imaginaba que, si servía para enriquecer la tierra, probablemente tuviera un lugar simbólico en el romanticismo de Campomanes. Aunque Clarisa la ignorara, además, alguna razón debía tener Thielemans para no acabar la planta incineradora y postergar la de reciclaje. Y sin embargo algo me impedía articular el conjunto, como si toda Lorelei cubriese estratos de desperdicios y a la verdad sólo pudiera llegarse clavando una sonda en el centro de la algarabía. Ahí abajo sólo había diligentes, infinitas colonias de bacterias cumpliendo sus labores de fermentación. El olor de los containers, cada vez más asqueroso, crecía en ancas del vaho de petróleo estancado y mariscos que exhalaban los diques.

De repente dejé de pensar. Ése, justamente, debía ser el objetivo del tipo que apareció por el sendero y, llamándome la atención con todos los ruidos a su alcance, vino a ponerme contra el esternón el caño de una ametralladora. Llevaba traje marrón, camisa celeste, anteojos oscuros y zapatillas de tenis. Dio un paso atrás sin dejar de apuntarme y se quitó los anteojos.

—Te vas a acordar de que has estado aquí –dijo.

Tenía ojos azules y pelo largo, muy rubio. Era alto y de piel tostada, quizás con lámpara: un elfo de los salones de belleza. Hasta la voz era mórbida.

—¿Y usted quién es?

—Aquí está escrito –señaló la chapa de acrílico que tenía prendida en la solapa. Steves, decía. Ni un gesto.

—Ya me voy –dije mirando la ametralladora.

—No, no. Yo te echo, que es muy diferente. ¿De acuerdo, mariquita?

—De acuerdo –moví el cuerpo buscando que Steves me franqueara el paso, pero seguía plantado, la culata de la ametralladora contra el hígado, las piernas bien abiertas.

—¿Qué estabas fisgoneando?

—Nada. Vine a ver por qué hay tanto olor.

—Caray. Eres muy educado, ¿no? Debes haber sido buen alumno. No dices “Estaba paseando” o mierditas por el estilo –esperó que le contestara pero, como se comprende, yo no tenía nada que decir. Solamente tenía miedo–. ¿No sabías que no se puede andar fisgoneando por esta zona?

—…

—Habla, culo partido.

—No, Steves, no hay ningún cartel.

—¿Cómo te llamas?

—Borusso.

—Por ahí no se puede pasar, Borusso –salvo los mechones rubios que agitaba el viento, nada de Steves se movía–. Como no hay carteles, a mí y a unos cuantos más nos han encargado comunicarlo. Dime, Borusso, ¿por qué te interesa tanto saber de dónde viene el mal olor?

—¿A vos no te interesa?

La mitad del labio superior de Steves pareció sonreír.

—Escucha, Borusso, a partir de este momento sólo podrás hacer una pregunta más. Piénsala bien, y trátame de usted.

—¿Qué quiere que piense?

Me dio una patada en el tobillo. No dolió demasiado.

—¡Piensa, putón verbenero!

—¿Va a dejarme pasar?

—¿Cómo has venido?

—En coche. Está en la carretera, a doscientos metros.

—Tienes suerte –Steves sacó un pañuelo y sin hacer ruido se sonó la nariz–. Tienes suerte. Claro que te dejaré pasar. Pero antes voy a hacerte algo, Borusso.

—Le dije que ya me iba.

—Algo para que recuerdes siempre que ciertos sitios están prohibidos, haya o no carteles. ¿De acuerdo?

No contesté. Steves tiró el pañuelo, aunque no era de papel.

—¿De acuerdo, gallina? Bien, no contestes –me empujó con el caño de la ametralladora–. Túmbate en el suelo. Túmbate, digo.

Me acosté de lado. Había bastantes piedras y se me clavaban en las costillas y la cadera. Empecé a sentir más frío.

—Así no, culo partido. Boca arriba. Boca arriba.

Me puse boca arriba. Creo que descubrí que el cielo se había despejado, pero el torso de Steves, la ametralladora y el pelo rubio me taparon la visión. Una astilla se me clavó en la corva y me moví a la izquierda.

—No te muevas, gallina –gritó Steves escupiéndome. Había sacado algo del bolsillo y lo tenía en la mano. Me puso un pie en el estómago–. Abre los brazos. En cruz, gallina.

Obedecí. Steves se afianzó con un pie sobre cada uno de mis hombros y empezó a doblarse en dos. Vi bajar la cara lisa. Vi que lo que tenía en la mano era un tubo de metal parecido a una linterna de médico. Me lo aplicó en la ceja derecha y un chorro tibio me inundó el ojo, no sangre ni llanto sino una supuración sin color, algo de lo desconocido que yo podía llevar dentro. Después no vi nada más. Debo haberme retorcido. Steves me apretaba la punta del tubo contra el entrecejo; lo que yo sentía era que dos ganchos me habían atravesado los globos oculares y, desde un punto malsano del cerebro, tiraban hacia adentro para hacerlos converger. Plomo fundido en los confines del cráneo; un espasmo de café hirviendo que por el espinazo bajaba en un segundo al coxis. Duraba muy poco esa descarga, pero fueron cinco veces, quizá siete u ocho. Steves hablaba y hablaba. Sólo con las ganas de vomitar me di cuenta de que estaba sacudiéndome como un epiléptico.

Steves guardó el tubito y me dio una patada en la cintura.

—¿Has entendido? –dijo–. ¿Has entendido que ni a los residentes forzosos ni a ningún maricón le corresponde averiguar lo que pasa por aquí? Esto que te he hecho, Borusso, para mí es muy fácil repetirlo. Y te diré una cosa: no ha sido casualidad. Sabemos quién eres.

Quise incorporarme y la cabeza se me pulverizó. Cuando al fin recuperé el dominio, qué otra palabra usar, de los brazos y las piernas, cuando la luz volvió a tener consistencia y el olor a ser repugnante, Steves se había ido. Llegar hasta el coche fue penoso pero no torturante. Aunque las piernas me flaquearon, por la carretera volví a sentirme un poco entero. Guardé las balizas y me senté al volante. Me sequé la baba con un kleenex. Encontré en la guantera un caramelo de menta y el sabor ocupó juiciosamente su territorio en la lengua, se adentró en el paladar. Del dolor no quedaba otro rastro que una costra entre las cejas, la náusea menguante y el miedo que, supuse, iba a acompañarme muchas noches de mi vida. Decidí no contarle nada a Clarisa. No había hecho averiguaciones, no había visto ni un ínfimo resplandor. Estrellarme contra Steves y el tubito apenas había servido para constatar una verdad grosera.

La puta que los parió, pensé.

Me temblaba el pie en el pedal del embrague. Poner el motor en marcha me costó tanto que casi se agota la batería.

La reputísima madre que los parió.

Estaba llegando a la balsa cuando por el capot del Opel empezó a salir humo de aceite, o de gasolina, no sé. Me molestó poco seguir caminando. Lo único que quería era llegar a mi casa y sumergirme en el limitado trastorno que me esperaba. Tal vez para eso había servido la visita de Lotario; después de haberlo deseado tanto tiempo, Lorelei se estaba resquebrajando y a mí, lector, me importaba un comino.

En el jardín, bajo una luz rosada, el viejo y Ralph Laverty intentaban que un gato negro aparejado con tiras de cuero arrastrara por el césped una carretilla hecha con piezas de meccano. En las baldosas de la galería, apoyada contra la pared, la radio propagaba a media voz los versos briosos de Oberón Gutiérrez, un poeta amigo de Campomanes y de mitificar los mitos araucanos. En los rincones perfumados se demoraban las libélulas, pero a mí me seguían temblando las piernas y, voy a decirlo de una vez, tenía la sensación de haberme ensuciado los calzoncillos.

Pasando rápido saludé a Lotario, entré a la casa, le grité hola a Clarisa, me metí en el baño, me desnudé, lavé lo que tenía que lavar. Después, sentado en el borde de la bañera, estuve mirándome los muslos, las costillas y una parte de la cara que a un metro y medio, en el espejo percudido, iba virando del cetrino al gris de una foto mal expuesta. Era un gris avergonzado: puede que el agua caliente de la ducha lo haya amoratado, pero ni siquiera el último chorro frío lo erradicó del todo. No quise ponerme colonia. El miedo, había descubierto esa tarde, persiste desapegado de los olores que lo visten y no termina de pegarse nunca.

Un rato después, sin embargo, cuando fui a la cocina y vi la espalda de Clarisa, el olvido empezó a repetir sus inundaciones niveladoras, sus sedantes estafas. Eres la tierra y sus deseos, pensé, y me bastó besarle la mejilla, quedarme un momento ahí, en ese olor a leve cansancio y a cilantro, para llenarme de consuelo. Ella también me besó. Distraídamente quiso saber qué me había pasado en la ceja. Nada, dije, un golpe pintando un coche; y ella: Bueno. Con los enormes aros colgando sobre las hornallas, tenía la expresión contrariada de una romana judía que no llega a alternar con los patricios. Estaba preparando una paella. Había freído los menudos de pollo y las costillas de cerdo y rehogado el arroz, y se aprestaba a verter una cantidad de agua exorbitante. Le frené la mano; y aunque ella me dijera Pedante insufrible, debe quedar escrito que esa paella la salvé yo.

—¿Sabés qué se rumorea, Lino? –dijo, y se quitó el delantal–. Que alguien de la familia Thielemans vendió bajo cuerda tres millones de toneladas de basura reciclable. Campomanes se enteró y está shockeado.

—Es una cifra un poco fuerte.

—Y que el compost que iba a ser para las cooperativas panameñas lo compró el rey de Holanda. Y que en muchos containers hay un abono natural que les habría servido a los campesinos de acá. Y que en otros containers, entre el compost, hay diamantes. Y que en el departamento de ingeniería genética de la Fundación, en vez de producir verduras vitaminizadas, están fabricando unas vaquitas enanas que dan doscientos litros de leche por día y caben diez en nueve metros cuadrados.

—Qué lo parió. Cuántas cosas se saben de golpe.

—Ojalá ya se hubiera ido –dijo ella a media voz–. Y encima es mi padre.

Nos quedamos mirando la paella, los borborigmos amarillos en la superficie acuosa. De golpe Clarisa me rodeó la cintura y me apretó mucho el cuerpo. Sentí la mejilla hirviendo contra el cuello, no supe si de ansia o de abatimiento, y la electricidad del tic como si fuese mío. Una vez, recordé que me había contado ella, a los diez años se había disfrazado de andaluza para unos carnavales; estaba por salir con Raquel cuando Lotario abrió la puerta y al verla quedó atascado en el vano. “Quién sos”, le preguntó, y aunque ella le contestara “Clarisa”, él no se movía. “No, no digo eso. Digo quién sos”, había insistido; y aún después, desde el pasillo o el ascensor, lo había oído gritar de nuevo “Quién sos”. Se me ocurrió que yo tampoco sabía. Ella me acarició el pelo.

—¿Me vas a tratar bien, Lino? ¿Me vas a cuidar?

—Claro –dije yo, que siempre ignoraba si sería capaz–. Mirá qué pregunta.

—Todo esto va a durar un buen rato todavía.

—¿Qué cosa?

—Todo esto –apartándose, se sacudió el pelo con las dos manos. Tenía el mismo color que el fuego de la hornalla–. Todo.

Cuando volví al jardín, Ralph Laverty, con el gato en brazos, me ordenó que me sentara porque quería hacerme una pregunta. Apenas terminé de acomodarme ya se la había olvidado, era obvio, y movía las patas del gato haciendo tiempo.

—¿Has perseverado? –dijo al fin, después de inflar los carrillos.

—Claro, por eso tengo estos músculos. Mirá.

—Pues yo también –dijo él, y miró un momento a Lotario–. Por eso soy rubio.

—Y Lotario también –dije yo–. Por eso es viejo. Es el que más persevera de todos.

Eso lo desconcertó mucho. Con un maullido, el gato cayó encorvando el lomo. Ralph agarró su carretilla de meccano.

—Mi padre –dijo– tiene treinta y ocho lunares.

—Mirá vos –dijo Lotario sorprendentemente–. Mi hija tiene ciento diecisiete.

—¡Carajo! –gritó Ralph–. ¿Eso es más que los de mi padre?

—Muchísimos más.

—Pues qué asco.

—A mí me gustan mucho –dije yo.

Pasó una uña por la pintura del meccano.

—Adiós –dijo–. Me voy a cenar.

No bien se perdió por el recodo del camino, una terrible soledad empezó a llenar la penumbra; de modo que Lotario y yo entramos en movimiento. Mientras él regaba las plantas de la cerca, saqué la mesa a la galería, puse el mantel de hule, los vasos, los platos y los cubiertos y encendí el farol de gas que colgaba de una de las vigas. Estaba colocando la radio sobre un cajón de cerveza cuando Lotario, de un escondite tras el biombo, manifestó cuatro botellas de clarete del Véneto. Descorchó una y me sirvió un vaso.

—Tomá, muchacho. Andá probando.

—Lotario, acá hay demasiado.

—Vamos, tomá –me dijo. Él ya había estado bebiendo, lo suficiente para tener los lagrimales blancos, y las aletas de la maciza nariz se le dilataban buscando aire–. Estamos en familia, muchacho.

Para ser una familia teníamos una recia inclinación a la parábola. Cuando Clarisa trajo la paella, después del brindis sin dedicatoria, el único atributo personal remanente en nuestro triángulo fue la intimidad con la dulzura de la noche: vahos del río humeando entre las casas, polillas enloquecidas contra la camisa del farol parecían definirnos por contraste o contigüidad y, si alguna esperanza había en Clarisa al borde de transformarse en odio, había decidido cauterizarla, quizá demasiado pronto, escapando hacia adelante. Tanto ella como Lotario querían arrancar de cuajo un árbol descomunal; pero tanta fuerza habían insumido, y tan incalculada, que rotas las correas, el árbol seguía en su sitio y ellos andaban sin saberlo en medio de un viaje sin cargamento. Y sin embargo la paella estaba riquísima, también la ensalada, y al rato la segunda botella de clarete se había vaciado, básicamente en el buche del viejo.

—Tenés muy buena mano, hija –le oímos decir, un tanto ahogado.

—Gracias, muchas gracias. No sabés cómo necesitaba una palabra de aliento.

—¿Y ahora qué bicho te picó?

Clarisa desvió los ojos hacia la luz de la casa de Dora. Se quitó el aro derecho y lo puso sobre la servilleta.

—¿De veras estaba buena?

—Pero claro. Mezclar sabores es un arte, pienso yo. Un arte menor…

—Bueno, no la embarrés más.

—A lo mejor le salió bien por lo que está pasando –intercedí–. No es moco de pavo. En el bulevar Vespucio esta tarde había como doscientos tipos encadenados.

—¿Tantos presos?

—No, Lotario, se habían encadenado ellos mismos. En protesta.

Le ofrecí un cigarrillo y le di fuego. Más que fumarlo, empezó a comérselo.

—En la Fundación –dijo Clarisa– hay dos bedeles que por primera vez tenían entradas para un concierto de Fulvio. Hoy estaban desencajados, se llevaron a los hijos y armaron una fogata con papeles de canasto frente a la oficina de mi jefe. Uno es dominicano… Gritaba. El pueblo quiere saber. Vino la Asistencia Médica y entre cuatro enfermeros se lo llevaron al hospital.

—¿Y si prendiéramos la radio? –Lotario tenía los ojos como moras machucadas.

Noticias no iban a dar, si es que las noticias existen, pero entendí que tampoco le interesaba a él escucharlas. Se paró junto al cajón de cerveza y estuvo girando el sintonizador hasta que encontró música. Alcanzado por un desenfreno de escalas de piano, vaciló un instante a contraluz antes de caer en la silla con la satisfacción de un rey vencedor pero gotoso. Clarisa, resoplando, le sirvió una porción de flan.

—¿Qué pasa? ¿No les gusta Mozart?

Me pareció que las condiciones eran adecuadas para liar un porro. Como detrás del piano había cargado la orquesta, como la noche estaba grávida de sí misma y la charla encallada, el proceso, por decirlo del modo criminal que merecían los cabeceos de Clarisa, fue objeto de atento examen.

—¿Y eso qué es? –Lotario había abierto la tercera botella y lavaba con clarete los restos de flan que le manchaban el bigote–. ¿Marihuana?

—Haschís –dijo Clarisa.

Mojé la banda engomada, cerré el cilindro y se lo pasé a ella para que lo encendiera.

—Bueno, por fin me ha llegado la hora de probar –dijo Lotario.

—Estás delirando –Clarisa soltó el humo por la nariz.

Sin decir nada, más por piedad que por deseo de provocar, después de dar dos o tres pitadas le pasé el porro a Lotario. Un movimiento del concierto había terminado y otro, entre espirales, subía hacia el desvarío de los mosquitos. El viejo se puso el porro entre los labios y al aspirar no tosió.

—Esto te destroza la laringe, che –dijo soltando una bocanada, y enseguida volvió a chupar. Se dio una palmada en la nuca–. Pero hace efecto acá atrás, qué curioso, como un eco.

Agarrándole la muñeca Clarisa le arrebató el porro de entre los dedos. Él, resignado, se puso a esperar que le tocara de nuevo, el mentón caído sobre el pecho como un cura que en mitad de la siesta, en un sofá incómodo, prepara la mente para que la visite la Palabra. Pero entonces estiró la mano, se hizo con el pendiente que Clarisa había dejado sobre la servilleta y mientras lo sopesaba con los ojos entornados la noche se desbocó como un giróscopo.

—¿A ustedes no les gusta Mozart? –dijo.

—Eso ya lo preguntaste –Clarisa había palidecido. Me pasó el porro sin mirarme–. Hay que ser muy cretino para que no te guste Mozart.

—Sí, sí, claro… A veces parece frívolo, ¿no? Pero es porque componía con tal iluminación tonal que los conflictos de temas nunca suenan trágicos, no porque escribiera música simple. Era como si buscar la resolución de un entrevero lo hiciese saltar. Y para escribir esa música sufriendo como sufrió, el hombre tuvo que ser un saltarín fenomenal. Habrá sido un acróbata, Mozart. Una ranita –volvió a aceptar el porro que yo le había pasado y retuvo el humo con una ebria autoridad. De pronto alzó las cejas–. ¿Y cuando escuchan a Mozart no piensan que a ese Campomanes hay que matarlo? Estoy hablando en serio.

—Por supuesto, viejo –de nuevo Clarisa le sacó el porro de la mano, y esta vez lo apagó–. ¿Quieren café?

Dulcemente, como si quisiese sacudirse un poco de arena de la espalda, Lotario se echó a reír tapándose la boca con una mano. Frenó la risa con un trago de vino.

—Hablo en serio –repitió–. Ustedes no porque son unos cagones… Bueno, no se enojen. Ustedes… digamos… están empezando. En cambio yo… Hay pocas oportunidades de coronar bien una vida.

—Limpiate el mentón –dijo Clarisa–, te vas a manchar la camisa.

Hubo un largo silencio de capitulación. Los tres firmábamos un protocolo de mansedumbre y un rumor de río, huyendo de las noticias del láser, llegaba a apartarnos del curso de la noche y sus reiteraciones. Clarisa no iba a preparar el café. Había apoyado los codos en la mesa y desde las pestañas hasta las vértebras que marcaban el vestido era un plan de operaciones absorto en su propio equilibrio. Solamente esperaba, llameaba como el fuego frío a ras del agua.

—Vaya a saber lo que será de Fulvio a estas horas –dije yo.

—La boca se te haga a un lado –dijo Lotario.

—¿No lo querías ver muerto? –preguntó Clarisa en voz baja.

—Ah, sí –sorprendido, Lotario examinó el pendiente como si fuese algo imprevisto, un órgano excedente encontrado durante una disección. Se lo puso en el ojo como un monóculo, dejó escapar una risita, se tocó los pelos blancos del pecho. Le costaba despegar la lengua del paladar–. Vos, Clarisa…

—Yo, ¿qué? ¿Todo tenés que dejarlo a medias?

—¿Desde cuándo usás aros? –la mano súbitamente abierta, Lotario soltó el pendiente como si lo hubiesen descubierto robándolo.

Usted, lector, acaso haya estado esperando este momento y comprenderá que el corazón se me subiera al gañote. Sin embargo Clarisa había sonreído, y la sonrisa era negligente y altiva.

—Me hice los agujeros el día que llegó tu telegrama. Fue lo primero que decidí. ¿Qué opinás?

—¿Yo? Nada. ¿Qué voy a opinar?

—Sos de lo que no hay. Años y años, ¿me oís?, años y años me jorobaste prohibiéndome llevar cosas colgadas de la oreja. ¿Te acordás o no?

Como vértices de una constelación autónoma, los dos levantaron los vasos al mismo tiempo. El vino bajó por la garganta de Clarisa sobresaltando los músculos del cuello y una gota morada resbaló por la mandíbula. La radio exhalaba un misterioso Kyrie.

—Sí, me acuerdo –dijo Lotario–. De eso me acuerdo.

—Decías que era antihigiénico. Qué estupidez.

—Sí, pero no era por eso.

—No, claro, no era por eso. ¿Y por qué cuerno era?

Con un movimiento pesado, Lotario sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente. Entonces empezó a contar.

—Hace una punta de años –dijo con el monótono sonido de un ventilador en una sala de billares–, cuando terminó la guerra, yo viví un tiempo en Lisboa.

—¿Viviste en Lisboa? Nunca me lo habías dicho. ¿Y de dónde habías llegado?

—No sé. No importa. Me había pasado la guerra escondido o viajando. Por todas partes había nazis o italianos, era peliagudo moverse. Yo había estado en Budapest, en Ginebra, en Marsella. Después fui a parar a Tánger, siempre me andaba escapando. De lo que había alrededor, el paisaje o el cielo, no podía ver nada porque tenía que encontrar a los que iban a ayudarme.

—Pero vos habías nacido en Cracovia –Clarisa le sacudió el brazo–. ¿Cómo hiciste para salir? No me engañes más. ¿Vos no tuviste infancia?

Lotario apretó los dedos alrededor del vaso hasta que se le pusieron blancos. Una altísima nota de soprano le desvió por un instante la cabeza.

—Sí, claro. Pero eso no tiene importancia.

—No, claro.

—Bueno, pero yo… No es que no pueda acordarme. Es que un día decidí olvidarme de todo. Raro, ¿no? Y bueno… Me corté la memoria con una tijera, porque lo más grande de mi vida me había pasado de golpe y lo que había vivido antes ocupaba demasiado lugar; era un estorbo, una amenaza… Entonces, para conservar lo más grande, agarré la tijera y… Desde ese día hay cosas que no volví a recordar nunca más.

—No digas tonterías. Eso no se puede hacer.

—¿Ah, no? A lo mejor tenés razón –dogmático, Lotario alzó el vaso y nos contempló a través de diez centímetros de clarete–. Pero lo único que yo puedo contarte es esta historia… Lo único. ¿No saben? A fines del cuarenta y cinco o el cuarenta y seis Europa era una sola tumba. En Lisboa las cosas no andaban sobre rieles, gobernaban los fascistas, pero al menos no había pasado la destrucción y algunos podían salvarse. Un judío de apellido Brie, un hombre muy viajado y sin anteojeras, que se había dado cuenta a tiempo de lo que cocinaban los nazis, tenía instalada una óptica entre el barrio Alto y la Alfama, cerca de la estación del Rossio… Oliveira, se llamaba la calle: rúa da Oliveira. Yo era de una familia que había sabido ser acomodada, allá en Cracovia, y como de padre era huérfano, mi abuelo, que también era óptico y decía que un hijo único debía tener las manos prácticas, me había enseñado a pulir lentes… Y mi abuelo, el padre de mi madre, fue el que decidió mandarme a Ginebra antes de que la guerra estallara… Me dieron también una carta. Entre el pantalón y el calzoncillo, todos los viajes, toda la guerra, esa carta la conservé siempre, y con más razón la seguí conservando cuando dejé de tener noticias de mi madre; porque me imaginaba que José Brie, el amigo de mi abuelo, iba a ser algún día mi familia de repuesto. Creo que era eso lo que me imaginaba. Mi abuelo siempre había dicho que para él José Brie era un hermano.

Hizo una pausa para tomar aliento. Como la tercera botella se estaba terminando, muy despacio empecé a hundir el tirabuzón en el corcho de la última. De Clarisa sólo veía ahora el perfil al sesgo. Sobre la frente, el viento movía unos rizos encendidos, pero la nariz, el mentón, los labios entreabiertos, estaban quietos de desvelo.

—Así que por eso fui a parar a Lisboa –murmuró Lotario, y las palabras parecían gotas cayendo de un odre agujereado–. Porque estaba José Brie y porque alguien, en Ginebra o en Cefalú, me había dicho que ahí iba a poder embarcarme para América.

—¿Y de tu madre qué fue? –Clarisa apretó contra el pecho los brazos cruzados.

—Mi madre… ¡Eh! –Lotario se irguió en la silla. Bajo los bigotes destelló un par de dientes amarillentos y en una jubilosa sucesión de descensos un dedo, como si quisiera independizarse, se estiró hacia la radio con la dura versatilidad de un metrónomo–. Ésa es la cuarta de Brahms… Es la sinfonía más bonita de él. Mi menor, qué curioso, él decía que era una tonalidad épica, pero yo la veo majestuosa… Para Mozart la más majestuosa era mi bemol mayor… Pero, claro: majestuoso, épico, brillante, lúgubre… Son limosnas para los que hablamos con palabras. La música no es una bandeja para servir emociones. No es sólo una bandeja.

—Papá –dijo Clarisa.

—Querés que siga, ¿no? –el dedo se refugió en el puño como un caracol–. Y bueno, que a Brahms se lo trague la noche. Así que…

—José Brie –dije yo.

—Sí, eso, así que fui a ver a José Brie, un hombre con peluquín y moño a cuadros, eso que algunos llaman pajarita. Un judío aristocrático, flaquísimo, canoso y con patillas, que decía que su oficio era inmortal porque había sido el oficio de Spinoza. Ínfulas que tiene la gente, porque él no era pulidor… Yo sí; él era dueño de una óptica. Pero gran persona, de todos modos. Leyó la carta de mi abuelo, no lagrimeó, me tomó de ayudante. Yo tenía veinte o veintiún años, tal vez un poco más, era fuerte, estaba demacrado, desnutrido pero era fuerte. Iba de un lado para otro, pulía lentes, atendía el negocio, hacía diligencias: de todo un poco. Porque la cuestión era esperar que me consiguiesen un lugar en un barco. Mi familia siempre había querido que fuese al Río de la Plata, ahí había parientes, primos… Y José Brie, que era un individuo de relaciones, se iba a ocupar de conseguirme el pasaje, aunque para eso había que esperar porque de Marsella, Génova o El Havre todos los barcos zarpaban repletos… Entonces estuve esperando un año, y todavía iba a pasar más tiempo; pero ojito, no se crean que me tiraba a la retranca. No, ni vivía desesperado ni nada de eso. Yo trabajaba, conversaba con la gente lo poco que podía, no iba a dejar que la tristeza me comiese. Y si al principio vivía en la casa de José Brie, después, con los ahorritos de mi sueldo, me había alquilado un cuarto en una casa de huéspedes de la calle Santana. Era extraña la situación. A mí me había tocado mucha fajina, mucho viaje y escondite, siempre de paso entre idiomas desconocidos y sin saber cómo iba a terminar la cosa, además solo. Era lógico que me sintiera un poco aturdido… Veía las cosas siempre desde la vereda de enfrente, convencido de que era el único muchacho sin nadie en el mundo, un tipo de ningún lugar, sin cartas que le llegaran, con la cabeza ocupada por la esperanza de un barco. Y sin embargo… no les voy a decir que era un cascabel… pero francamente a veces Lisboa me parecía un paraíso. No sé cómo estará hoy en día, pero era una ciudad que lastimaba los ojos, y no por mala entraña como otras, sino por el peso de la luz, la pintura blanca, la ligereza del estuario ese que parecía el mar, y porque la gente no tenía apuro y uno caminaba, qué increíble, como si el aire lo llevara en brazos. Era doble el sol, en Lisboa: había uno pálido sobre el Tajo, desvaído, delicado y otro celeste en los adoquines de las calles. A lo mejor por eso yo paseaba tanto: para resolver el problema de los dos soles. Aunque en realidad paseaba horas y horas para no sentirme solo con José Brie y los empleados, para salir de una vez de la vereda de enfrente. Paseaba a pie y también paseaba en tranvía, me gustaba correr y treparme cuando ya habían empezado a moverse, cosas de chico… Y en un tranvía fue donde la conocí a Eugenia Leiva: en un tranvía.

Varias veces, pesadamente, asintió con la cabeza, el rostro galvanizado en una sonrisa de mostrar muchos dientes. No sé qué había esperado que respondiesen las sombras, pero ni Clarisa ni yo dijimos nada que alterara a los grillos. De modo que la sonrisa se contrajo un poco, la cabeza receló de la luz del farol y las manos doblaron una servilleta.

—¡Ja! Ustedes no saben quién era Eugenia Leiva. Y qué van a saber. Pero no importa, tampoco en esa época las tres cuartas partes de Lisboa lo sabían. Y sin embargo Eugenia Leiva era actriz, actriz de teatro. Y no del todo una doña nadie, no, al menos yo la conocía, y encima de dos formas. Porque una tarde de domingo me había metido en una sala más bien de mala muerte a ver una obrita que se llamaba El rapto de Abigail, donde ella representaba a la hija pizpireta de una señora bien; y porque para ganarse un poco mejor la vida, Eugenia se fotografiaba para reclames de jabón… Jabón Alandro, todavía me acuerdo… Yo tenía veintiún añitos… En el reclame, a la muchacha se le veían los hombros, filosos como prismas, y un pelo azabache, largo, enrulado, y una mirada de despertarse de la siesta, negra también pero cortante y embobada. Cuando la vi en el tranvía me agarró un julepe, una emoción que ni les cuento, porque aunque yo fuese joven y quisiese ser audaz, qué podía decirle, si encima ella iba de pie en la otra punta del coche. Sin embargo, vean, hice de tripas corazón. A fuerza de codazos conseguí acercarme y le pregunté si era ella, la que yo pensaba que era. Me pareció que me miraba con miedo. No era estirada: estaba dudando. Algo de portugués ya había aprendido, aunque pronunciaba mal, me patinaban las erres y una que otra vocal, así que hubo silencio… Pero aunque dudara, me di cuenta ipso facto, yo con mi mención la había halagado. Que cómo la conocía, me preguntó. Yo le conté que había visto El rapto de Abigail. La obra no era una cumbre de la imaginación… Un hombre que frecuenta una casa honorable seduce a la hija del matrimonio, Abigail, y la convence de escaparse con él; porque es romántico escaparse. Después, cuando tiene a la chica en el campo, el tipo, que es un crápula, lo que hace es pedir rescate. Pero entre que llega el dinero la chica, que no se chupa el dedo y tan cautivada por el sujeto no estaba, lo seduce ella a él, poco a poco pero… fatalmente. Y el tipo se arrepiente del secuestro, y jura que va a pedir la mano de ella, y ella actúa y le hace el caldo gordo. Pero al final lo entrega. Y ésa es la venganza… Bueno: entonces, en el tranvía, con Eugenia Leiva yo fui sincero, le dije que la obra no valía gran cosa. Pero le dije también que en mi opinión ella la había salvado, y que era un admirador y quería saludarla. No se dan idea… Estaba duro como si me hubiera tragado una escoba. Ella era muy pálida, como de nácar, pero por la mejilla le desfilaban colores, muy rápido, de incógnito, y en los ojos se le notaba una fiereza mezclada con miedo. Tenía cejas negras también, muy muy gruesas, y era el único ser humano que tengo conocido que podía mover la punta de la nariz, porque lo que husmeaba no eran olores. Iba con una casaquita negra una barbaridad de elegante, con hombreras y entallada en la cintura, una de esas faldas que se aprietan contra las pantorrillas y medias con raya, y con los tacos era apenas un poco menos alta que yo. Al bajarse no me pidió que no la siguiera, únicamente mantenía la distancia, y a veces la mirada se le desviaba al cielo, a los tejados, porque en Lisboa los edificios tienen arriba tejas rojas. Bueno… Yo, de qué quieren que le hablara… Tenía viajes en los hombros, cierto, pero era tímido y pajuerano… Ella era jovencita, un año más o un año menos que yo, no me acuerdo, bonita, medio rara… Aunque no estaba acostumbrada a que la reconocieran y yo le había tocado el amor propio, al mismo tiempo la veía boquear de miedo; y miraba a los costados. Así que para calmarla, chambón y todo, le conté lo poco de mi vida que sabía contar, de dónde era y esas cosas, y miren cómo cae a veces la perinola, que sin ser un Casanova al final la conquisté… Bah, es un modo de decir. Andábamos por el Alto, eran las siete de la tarde, de golpe ella me agarra el brazo, tenía guantes en las manos, y juntando coraje vuelve a preguntarme, como si no hubiese oído antes: ¿Cómo te llamas? ¿Me has dicho cómo te llamas? León, le contesté, porque en ese entonces yo todavía no era Lotario. Y entonces ella me dijo: Eres amable, León. Eres una buena persona. Tú puedes ayudarme. ¿Yo?, le dije, y enseguida se me subió el estómago a la nuez, porque cuando le pregunté en qué tenía que ayudarla, fíjense ustedes lo que me contó, la razón de que estuviera llena de aprensiones. Me contó que tenía un admirador secreto. Un individuo que no daba la cara. Desde hacía un tiempo, va y me cuenta, en la casa donde vivía se presentaban hombres, hombres normales, uno cada diez días más o menos, atildados pero, cómo decir… la propia cara del espanto. Eso. Aparecían con los dientes partidos o la nariz aplastada, con un ojo en compota, las cejas abiertas y hasta alguno con un brazo en cabestrillo… Increíble, ¿no? Pero así era… Llegaban achicados, tocaban el timbre y cuando ella abría hacían una presentación formal, nombre y apellido, etcétera. Para resumir: iban a rendirle pleitesía. Antes de que ella pudiera preguntarles algo, a toda velocidad empezaban a recitar frases que, se veía a lo lejos, habían aprendido de memoria. Eres, Eugenia, la estrella más fulgurante del firmamento del poder. Discreta, inigualada, virtuosa engendradora del calor y el conocimiento. No sé si soy exacto, pero no le estoy errando mucho… Eugenia: eres la virgen celeste, la matriz de esta ciudad, la lengua del valor… Y sobre el pucho los visitantes agregaban, porque ésa era la obligación, que los había enviado un caballero que la idolatraba anónimamente y extraía su fuerza del valor sobrenatural que ella le inspiraba. Ese caballero… en fin, tenía en la cabeza un corso a contramano… pero era sujeto de armas tomar, cachiporra y puño de hierro sobre todo, y parece que hasta con la mano desnuda se le apreciaba una trompada de gorila. La bestia elegía esos hombres, gente del montón, los paraba por la calle a alguna hora no muy transitada, y los forzaba a prometer que iban a darse una vuelta por la casa de la calle Marqués da Silva, donde estaba el estudito de Eugenia, a presentarle sus respetos, jurarle obsecuencia y transmitirle la devoción del desconocido… O sea, propio como los caballeros de la Edad Media… ¡Uy, mi madre!, pensaba yo, que era un inocente, a medida que iba oyendo… Y mientras tanto ella perdía el resuello y sin darse cuenta me clavaba los dedos en el brazo… Fue entonces, creo, que descubrí que se le torcía la punta de la nariz, como si la moviera con una cuerdita atada a la lengua… La cosa es que ya habían ido a visitarla seis lesionados: hombres de edad algunos, otros más bisoños, uno ingeniero, me acuerdo, otro maquinista de tren, otro… no sé… Y aseguraban que el tipo era un animal, no había manera de negarse al ridículo porque si no iban a reverenciarla los amenazaba con palizas peores, y no se les ocurría denunciarlo porque tarde o temprano los haría puré, y quiero ver yo al que se anima después de que le hayan roto los huesos… Bueno: ella, dura contra la pared. Los escuchaba, los despedía, les decía cuánto lo lamento, no era como para sentirse orgullosa, ¿no? … Cuando terminó de contarme, a mí se me habían paralizado las cuerdas vocales. Ella esperaba. Por eso desconfié cuando te acercaste, dijo después, y entonces me miró con una fiereza, con una nostalgia que cortaba, se dio cuenta de que me estaba torciendo el brazo, lo soltó. Pero ahora comprendo, dijo, que eres una persona simpática. Tú puedes ver claro, dijo, miras desde afuera, vienes de otra parte; tú también has tenido miedo, dijo. Y me seguía mirando. De acuerdo, dije entonces yo. Yo voy a ayudarte, cómo iba a decirle otra cosa, eh… Le di mi palabra. Y así quedó sellada esa especie de sociedad… No, no creo que la tuteara. Con el tiempo sí. Cuando seguimos saliendo… Bueno: José Brie se dio cuenta de que yo era todo un desbarajuste. Me habían salido alitas en los pies, como a Mercurio, y tenía la cabeza revuelta. Con razón: ya no se trataba únicamente de estar ahí esperando un barco. Yo era el compañero de Eugenia, su vigilante, me había surgido una misión. Claro que no era pánfilo, y aunque mucha experiencia de faldas no había tenido, enseguida caí en la cuenta de que me había enamorado.

El tiempo que se tomó para aspirar la humedad que subía del césped, la última vibración de la frase, se apoyaron como la sombra de una escalera contra una alta marea de metales y maderas. El allegro de la sinfonía se nos había acercado, y la entrada de unos trombones nos incluyó en una violenta inercia, como si con la música estuviera creciendo toda la masa de la noche. Traté de entender la reacción de Clarisa. Neciamente, sin embargo: ella tenía el meñique de la mano izquierda entre los labios, no comiéndose la uña sino obligándola a mantener con los dientes una rencilla prolongada. Por un buen rato se había separado del pensamiento. Lotario siguió:

—El principio, o mejor dicho el prólogo, como esas notas antes del tema que sirven de introducción en las sonatas, que están puestas para fomentar la impaciencia, el prólogo, digo, fueron apenas unos días. Ella tenía miedo… Yo disimulaba mi incompetencia… Cosa formal: paseábamos por Lisboa… Como ella trabajaba en el comercio de lencería de un pariente, y de noche actuaba en el teatro, nos encontrábamos al mediodía. Caminatas largas, nerviosas, con el sol de marzo, se acercaba la primavera. Yo, ya se sabe, nunca tuve mucha labia; y ella más que nada me medía, como si me tomara examen. Eran paseos hasta el Jardim da Estrela o al Parque de Eduardo Séptimo, volvíamos por la avenida Da Liberdade y yo me sentía en una jaula. Pero, bueno, fue un prólogo cortito. Un día me besó. Ella a mí, no quedaba otra alternativa. No saben el calor que sentí. Nos habíamos sentado en un banco a descansar. La situación venía espesa, ya habíamos dicho todo lo que se cuadraba y ella estaba arisca… Alrededor había gente con viandas… Lisboa está llena de oficinistas, no sé, o funcionarios, gente campechana, indolente, hacen bien, les gusta la calle. Entonces ella agarra y mira, se le arruga la nariz y se ríe, y yo, que no sabía cómo era el expediente para acariciarle la mano, de repente la tengo contra mí… No la mano… A ella la tengo contra mí: el pecho, la boca, el fular blanco con lunares negros y la camisa de batista… Tenía la piel pulida, ella, como una estatuita encerada… Cuando volví a mirarla se le habían despintado los labios… Me acuerdo que me sorprendí de lo rápido que uno aprendía a besar, yo no lo había hecho muchas veces, en mi época, donde me había criado… Y ella estaba, ¿cómo se dice? … Compungida. Muy sorprendente: compungida, con los ojos negros descolocados, meta parpadear. Está loca, creo que pensé… Uno tiene a veces esos ramalazos… Claro que un poco loca estaba, a lo mejor bastante, o en todo caso era una muchacha muy rara. Pero yo me lo decía por otro motivo: porque cuando uno está tan enamorado y no se atreve a demostrarlo, y lo único que hace es masticar, máxime si a la mujer esa la admira, que ella de golpe le devuelve el amor entero, que lo corresponda, ¿no?, lo deja pasmado. No lo puede creer… Así que los días siguientes anduve como si me hubieran dado un mamporro, y solamente de a poco me entró el hambre: sentirme como un tigre, ganas de comerme el mundo. Pero me entró, por supuesto: era impepinable. El amor es una vitamina… Por eso cuando una tarde me encontré con Eugenia a dos cuadras de la lencería, pongamos en el Arco de Graça, y me contó que la noche anterior se le había presentado otro enviado, un cincuentón empleado de… una firma de exportación… no sé… pero, bueno, padre de familia según había asegurado, y mostraba la mandíbula violeta, un ojo como un membrillo, un canino por la mitad, llorando el pobre hombre como un chiquilín, prendido de rodillas a la falda de ella, y ella me lo contó sudando, desalentada, diciendo que no aguantaba más, y me pidió que la ayudara. León, dijo, ayúdame, León. Cuando me pidió eso, yo dije: Sí. Más que pedirlo me lo estaba exigiendo. Ella o la vida, que para el caso eran lo mismo. Ella o la vida sabían que yo tenía que cumplir mi papel de varón y no podía negarme. Cómo me iba a negar a los veintiún años. Pero es que además… Ustedes no saben… Hoy todos nos hemos vuelto muy agnósticos, muy incrédulos; acá, yo mismo… Pero en esa época, no sé si para bien o para mal, algo guardaba en el corazón de lo que me había enseñado mi abuelo… En el corazón, para los judíos, está la sabiduría… Y entonces yo me llamaba León, y para los cabalistas el león era el animal despierto, atento, el que pone el corazón en lo que hace, porque la raíz de la palabra león, que en hebreo es labiá, es la misma que la de leb, el corazón… Y yo me dije, creo que debo haberme dicho, algo así como ¡Despierta, León!, porque en esa época cosas así me hinchaban el pecho… Hoy no… Uno ha vivido separaciones, negocios, muertes, cosas de todos los días, se ha acostumbrado. Uno ha leído el diario, ha visto los noticieros, se ha vuelto ateo… Es tan difícil creer en las palabras, y además mira alrededor y, la pucha, qué poco encuentra que se parezca a un dios, así que hace bien en no creer, qué va a hacer, ¿volverse loco? Pero, lo que les contaba: lo que es, es, y pensando esas cosas decidí ayudarla de veras, el pecho se me… insufló… y tuve una intuición. Venida del cielo, me cachendiez. Razoné: Ese individuo, Eugenia, le dije, te tiene miedo en el fondo; si tuviese que enfrentarte él mismo se achicaría. No, dijo ella. Ponele, dije yo, que le das una cita; que, considerando que sos su dueña, le ordenas que acuda; seguro que él va; se tiene que mostrar porque de eso se jacta, de servirte; y cuando se muestre, yo te juro, vas a ver que es un débil; entonces pasa una vergüenza tremenda y la cosa se termina para siempre. Hay que ponerlo contra las cuerdas, le dije… Bueno, con otras palabras se lo habré dicho, pero la idea era ésa… Ella era corajuda, no era el miedo lo que la frenaba… Y de todos modos, le dije, el día de la cita yo me escondo por ahí, en alguna parte, esperando el momento oportuno. Oportuno para qué, tendría que haberme preguntado. Pero me sentía flor de héroe… En fin, de alguna manera había que cortar la pesadilla, ¿no? Así que fuimos a ver al empleado ese de la firma de exportación, Alfonso no sé cuánto, y le pedimos que cuando la bestia apareciese a preguntarle si había cumplido, le diese la notita de Eugenia. Alfonso le dio el sobre. Y el asunto salió redondo, digamos… Ya van a ver. La cita era una tarde a las siete en la casa de ella, un estudio en un edificio de la calle… Caracho, la calle, no me acuerdo cómo miércoles se llamaba… Qué laguna…

Aunque adelantó el torso, Clarisa no se atrevió a tocarle el brazo, como si temiera que la noche pudiese detenerse y expulsarlo, o quizás peor, lo abandonara al costado, como a uno que viene corriendo el autobús y en los últimos metros, simplemente por pararse a tragar aire, lo pierde para siempre.

—No importa. Seguí, dale.

—¿Cómo que no importa?

—No importa –gritó casi Clarisa.

—Estoy gagá… –con una mano que no le pertenecía del todo, Lotario alzó el vaso hasta los labios. La boca sorbió muy poco vino, menos de un trago, y el torso se estremeció en poliedros independientes, como si el alcohol lo hubiese dividido técnicamente y en cada sector desatado un breve sismo–. No me acuerdo de la calle… Y sin embargo del estudio sí… Un estudio, o un departamentito… Una buhardilla… Era chico, una salita y un cuarto nada más, con paredes color crema, pocos muebles, cortinas de encaje y también un jarrón. Había uno de esos sillones vieneses que se hamacan, un balancín, eh, y atrás de la puerta del dormitorio me escondí yo con varios objetos contundentes y un cuchillo de cocina que te la debo. El carnicero León Wald, ¡ja! No sabíamos si la bestia iba a presentarse o no, con los colifas no se sabe nunca, pero en eso, siete y diez, suena la campanita, yo me coloco detrás de la puerta del dormitorio para mirar por la rendija, Eugenia tiembla como un papelito y abre… Lo que viene ahora lo tengo un poco borroso… Era un tipo alto como la Torre Eiffel, de traje beige impecable, pelo corto a lo cepillo, una piel reluciente, cada dedo de la mano grueso como un pedazo de manguera, y en la cara cuadrada unos labios finitos, una boca como un tajo, y ojos de vaca. Las manos las guardó enseguida en los bolsillos y agachaba la cabeza, se volvió como encorvado. Eugenia, dura como un lápiz, a todo esto no paraba de mirarlo… Con la boca abierta… Daba la impresión de que lo conocía… Lo hizo entrar, cerró la puerta. El tipo olía tanto a perfume que daba náuseas, y eso que era colonia de primera. A mí los nervios me habían aumentado porque noté que entre ellos había una familiaridad… De lo que hablaron no me acuerdo una sola palabra. Ella, me figuro, le habrá preguntado qué pretendía con aquel asunto. Me figuro. A punto fijo, lo único que sé es que el orangután se fue volviendo corderito. Como yo había previsto, ella lo dominó enseguida, y con una habilidad muy notable, como hacen los boxeadores, lo fue guiando hasta ponerlo de espaldas a la puerta del dormitorio. Yo veía la nuca del tipo, la marca de la navaja al borde del pelo, unos pozos en la piel, las cuerdas de un músculo, las gotitas. Pero aunque midiera como veinte centímetros más que yo algo lo iba doblando y, cuanto más se inclinaba, con más fuerza se le escapaba una especie de gemido finito. El individuo era fronterizo; y estaba más del otro lado que de este. Y lo que ocurrió fue muy extraño, porque de tan dominadora que se sentía Eugenia empezó a soltarse. Por encima de la hombrera beige del tipo la vi sentarse en el balancín, compuesta, la espalda derecha, las piernas cruzadas, la cabeza alta. Sonreía, incluso; una sonrisa formal. Me acuerdo que le preguntó al hombrón si no le daba vergüenza lo que hacía. Él debió decirle que no porque la idolatraba. Ella le gritó que lo odiaba, que quién se creía que era, más o menos eso, y entonces el monstruo, créanme, primero se puso de rodillas y después… se prosternó… como los musulmanes mirando a La Meca, pero mirándola a ella: ese tipo que había hecho papilla a seis hombres. Y ella no movía una ceja, de vez en cuando chasqueaba la lengua. La escena, fíjense, tenía algo pegajoso; yo era joven, tiernito, no entendía ni lo que estaba sintiendo, máxime cuando el bruto se puso a llorar. Lloró un rato… Un rato… Después estiró la mano, con la palma hacia arriba. Eugenia apoyó los pies en el suelo y corrió el sillón hacia atrás. Lo que él quería era tocarle el ruedo del vestido, y lloraba… como si le hubieran arrancado un dedo. O dos… Y bueno, la segunda vez que intentó acercársele, ahí mismo salgo yo de mi puesto, arremeto como un tigre, ¡ja!, y sin dar muchas vueltas le parto una botella en la cabeza, una botella de licor vacía… Me acuerdo que me quedó la mitad en la mano y de esa mitad colgaba la etiqueta entera… El tipo cayó boca abajo como un maniquí… Pero lo difícil fue con Eugenia. Porque entonces, de repente, aunque ella no me lo explicó enseguida, entendí que todo ese rato había estado actuando. Fingiendo, eh. Pero la serenidad le había costado un ojo de la cara, y cuando pudo soltarse casi se me desmaya ahí mismo, al lado del otro. Le di un vaso de agua, se echó a llorar, unos sollozos cortos, casi un hipo, después se repuso. Y acto seguido se levanta del sillón, me abraza escondiendo la cara, estaba tan pálida, tan caliente de sudor, y dijo: Llévame contigo, León, llévame de aquí, no quiero volver nunca más… ¿Pero con éste qué hacemos?, le debí preguntar yo… Bueno: resulta que éste, el tipo, era un agente de bolsa, un individuo que nadaba en plata, un prestamista poderoso que de vez en cuando hacía negocios con el tío de Eugenia, el dueño de la lencería. Teodoro Molero, se llamaba, y ella lo había visto llegar a la tienda un par de veces en un Morris negro… Mientras, ella seguía insistiendo: Llévame, llévame; y ahora gritaba. Y yo me puse a pensar adónde, hasta que ella me empezó a golpear la cara con los puños, unos puñitos así, como pimpollos y después hizo un par de valijas, metió cosas y me dijo: Ya estoy, ¿vamos o no? Antes, es lógico, arrastramos al tipo hasta el rellano. Lo dejamos al borde de la escalera. Respetable como pintaba ser, cuando se despertase iba a irse solito; pero incluso si lo descubrían desmayado, a él no le convenía que se armase revuelo… Así que me la llevé… Eh, hijos, qué caras de velorio… ¿De veras quieren que siga?

Lo primero que pensé fue que a pesar del alcohol, a despecho de la voz fluctuante y contusa, de las redecitas de sangre que mediaban entre la obstinación de sus retinas y los desplazamientos del mundo, Lotario no andaba escaso de astucia. Había meditado más de una vez la manera en que contaría la historia cuando le diesen la oportunidad, había encontrado una despensa de oxígeno abandonado en una estación benévola, y ahora respiraba con modestia, porque de Clarisa estaba obteniendo lo que quería: no tanto palabras o preguntas como un tenue sentimiento.

—Claro, lo que tendría que explicarles… Pero, con la mano en el corazón, de ese aspecto no sé gran cosa… Digo, quién era ella nunca lo supe realmente. Lo necesario, nada más. Y comprender qué es lo necesario es cosa de cada uno… –velozmente, como quien descifra una serie de señales de tráfico, registró los indicios más cercanos del movimiento de la noche, el aleteo de las polillas, el rumor del farol de gas, la sombra de las buganvillas en la cerca, la compacta veta del río, y con esa provisión, insatisfecho y resignado, se adentró trabajosamente en la memoria–. Se llamaba Eugenia Carlota Colvin Leiva… Para reírse, ¿no? El padre era un anticuario del sur de Inglaterra, la madre una pintora portuguesa, malicio que no muy talentosa si uno piensa que había terminado dedicándose al espectáculo… Aunque es cierto que el mundo no estaba para exposiciones… Se habían divorciado, los padres, y como la pintora, que a veces vivía en Basilea y a veces en Chicago, tenía fama de casquivana, Eugenia había ido a parar a la casa de esos parientes que tenían un comercio de lencería en Lisboa… Ella y una hermana un año menor… Recibían dinero. Cada muerte de obispo, cierto, pero dinero bastante fuerte, y Eugenia lo desdeñaba… Por orgullo trabajaba en la tienda y por orgullo posaba para propagandas de jabón o de otras cosas: mientras iba progresando en el teatro cultivaba la independencia. Tengo entendido que la hermana era una muchacha bastante asentada; Eugenia, en cambio, era polvorita. No digo que la volviese loca la bohemia… Únicamente que se jactaba de ser liberal… Y sin embargo se pasaba mucho tiempo sola… No sé si le gustaba, había hecho un intento de vivir con la madre en Basilea, y la cosa había salido mal porque había de por medio un amante. De la madre, el amante. Así que la habían despachado de vuelta a Portugal, y así vivía… Le pasaban esas cosas, acontecimientos… enigmáticos. Y estaba sola. Hasta que me conoció a mí, dijo. Imagínense. A mí, un piojo resucitado, un caído del catre sin pasado, sin familia, que vivía puliendo lentes y haciendo recados mientras esperaba un pasaje en barco para el Río de la Plata. Para nosotros el Río de la Plata era, mentalmente digamos, más o menos como Marte. Le conté, no les quepa duda, que un día yo me iba a ir, y se lo conté lo más rápido posible porque de la cuestión no quería hablar mucho… Comprensible, ¿no? Después vendría el drama, pero en el primer momento ella no me llevó mucho el apunte. Era autoritaria. Delicada y autoritaria, movediza y a veces taciturna. Abismal, era a veces. Me convenció de dejar a Teodoro Molero tirado en el rellano, con una herida en la cabeza, y llevármela a mi cuarto de pensión. ¿Por qué lo hizo? Y bueno, supongo que el amor es muy convincente, el amor de otro por uno, digo, y yo estaba muy enamorado, no trataba de esconderlo. Guardo, además, alguna foto de Lisboa donde se me ve trajeado, con sombrero, y les juro que pinta no me faltaba, a pesar de esta nariz de usurero; y a lo mejor el entusiasmo me volvía un poco poeta. Pero creo que lo fundamental era otra cosa… Otra cosa: ella era una muchacha rara, y lo sabía; y también sabía que conmigo podía mostrar el alma sin que yo reculara… Al contrario, yo le pedía que me mostrara el alma. Porque esa alma era un festín… Así que se instaló en mi cuartito de la calle Santana… Y entonces empezaron los mejores días de mi vida. Es una audacia decir los mejores, ¿no? Y qué raro es pensar en una persona y volver a ser como esa persona lo veía a uno en otra época; volver a ser como uno se le entregaba, no descuartizado, no repartido en todos los hombres distintos que uno puede llegar a ser, sino… un extracto… una destilación. Cara a cara con la mujer que a uno lo quiere no hay escapatoria: uno está encerrado en una sola versión y no puede dar un paso al costado o hacer un gesto nuevo sin defraudar. Pero lo más extraño de todo es que en esa jaula uno se siente como pez en el agua. Uno retoza. Porque, francamente, para mí en el amor hay, había, algo sagrado. Si ella me daba la mano, entonces, no había diferencia entre León Wald y el más grande de los sabios, el portador de buen nombre. Porque el portador de buen nombre era yo… Bueno… José Brie trató de alertarme de que no me lo tomara tan en serio… A la larga cedió, se hizo cómplice. Adusto y socarrón como era el hombre, me llenaba de trabajo para mantenerme en movimiento, pero… Y además estaba un empleado, un cuarentón flaco y patizambo siempre vestido de negro, Godofredo Nunes. Ese Nunes era una persona muy simpática, de la raza de los que inventan los chistes, yo siempre me pregunté quién inventará los chistes… Godofredo Nunes inventaba muchos, se reía brutalmente, pero al mismo tiempo era la eficacia en persona, y servicial, y cortés… Y, qué curioso, sólo un libro leía en su vida, y eran los poemas de Horacio… Que yo no los leí nunca… Godofredo Nunes me alentaba: él era mi confesor, no dejes que se marchite la rosa del amor, decía… Ni falta que… Yo no iba a dejar… Bueno: los dos, Eugenia en la lencería, yo en la óptica de la Rúa Santana, trabajábamos pensando nada más que en los mediodías y las noches. Los mediodías eran para el sol húmedo de la ciudad, para pasear por el Chiado o tomar café. Eugenia usaba un sombrero negro con un tul sobre la cara, y lo primero que yo veía de ella en cada encuentro eran los labios pintados detrás del tul. Las noches tardaban mucho en llegar. Las noches empezaban a existir con retraso… Porque Eugenia se había metido a trabajar en una obrita nueva, una comedia barata que un poeta medio tocado de la sesera había escrito especialmente para ella. Hacía de esposa de Barbazul, no sé si la quinta o la sexta, y según mi parecer…

Como si aceptara de antemano una derrota honrosa a manos de la música, Clarisa lo interrumpió en voz baja, demasiado líquida para que la alarma pudiera arraigarse. Lastimada, se levantó para bajar el volumen de la radio y al volver a sentarse rascó un poco de pintura de la pata de la mesa.

—¿Cómo era la obra esa? –dijo.

—Uh, casi no me acuerdo.

—No me mientas.

—¿Y por qué va a mentirte? –dije yo. Ella giró bruscamente la cabeza y entre cordajes de pelo pareció rogarme, no lúcida pero tampoco débil, que le acercara un argumento más.

—Palabra que no… –dijo Lotario, y se pasó un dedo por la boca–. Era una comedia… Barbazul había matado media docena de mujeres. Eugenia representaba la sagacidad, la seducción. Al final ganaba. No tenía fuerza, pero tenía fuerza, ¿captás?

—Sí –dijo Clarisa–. ¿Pero aparecían los espectros?

—¿Qué espectros? –la mitad de la frase de Lotario se acomodó en el fastidio; el final quedó cimbreando, suavemente entristecido.

—Los de las mujeres asesinadas.

—Ah, no. ¿Te creés que tenían presupuesto para pagar extras, en el sucucho aquél? Gracias que no les faltaba público los fines de semana. La gente iba para ver a Eugenia, que, a propósito, aparecía con un vestido de satén rojo como una granada, con un escote muy atrevido. Era… era preciosa, como de sal, en los hombros. Y más abajo… más abajo… un sueño de sangre. ¿Y a vos qué te pasa?

—Nada –dijo Clarisa–. Quiero que termines. Por favor.

La frente estriada, los ojos brillantes, Lotario la miró un momento, agradecido de que ella se lo hubiera pedido así, como si con la última palabra lo hubiese librado de un largo cautiverio entre pesadas alternativas.

—Un sueño de sangre… Bah, cosas que digo yo. La verdad es que la obra era una tontería –dijo–. Ella mataba a Barbazul de un susto. Pero como él, al revés que a las otras, la había querido de verdad, al final se iba al Cielo: no había sido tan fiero como lo pintaban… Una pavada, ¿no? Lo que a mí me importaba era que la función terminaba a las diez y media. A partir de ahí venía la noche; y la noche era nuestra. Después de cenar en alguna fonda íbamos a mi cuartito. Cuando llegábamos… Bueno, en la intimidad… ella se reía… Me llamaba Barbarrubia, chistes ¿no?, para curarme la vergüenza… En fin, de esas cosas es mejor no hablar porque no se acierta, y además al ventilarlas se estropean. Lo que una vez se dijo en la oscuridad nunca vuelve a sonar igual… Sin embargo puedo contarles que estaba la ventana. Era algo extraordinario. Cuando pienso en Eugenia, y únicamente yo sé cuánto pienso, la veo siempre contra la ventana. Era una ventana de quinto piso, bastante alta para la Lisboa de esa época, y daba a una terraza, a los tejados y, de la mitad para arriba, al cielo, todo un poco esfumado atrás de la cortina de hilo. Ese rectángulo más alto que ancho era el mundo. Siempre después de medianoche, así me encapricho en recordarlo, Eugenia se levantaba de la cama con una combinación celeste que le transmitía a los brazos un brillo… el brillo de esos huesos que a la noche, en la distancia, titilan en el campo. No era muy alta, menos alta parecía por estar descalza y por el pelo retinto que suelto del todo le llegaba a la mitad de la espalda. Blanca ella, negro el pelo, azulada la combinación, al borde de la ventana entreabierta parecía… Parecía una figura flotando en un lago iluminado desde abajo. Yo me quedaba en la cama, apoyado en el rincón, entre el cabezal y el empapelado de flores verdes; a mi izquierda estaban el armario, la puerta del bañito, una mesa redonda, y al frente Eugenia con el pelo suelto y la penumbra violeta de la noche en la ventana. Por ahí pasaba el mundo y sus vaivenes. Porque ella actuaba para mí. No actuaba, digo mal: contaba todo lo que se le ocurría, inventos, sueños, cosas que había recogido. A veces era estrafalario, el Mar Caspio cubierto de fuego y una manada de caballos galopando hacia la orilla sin poder alcanzarla, otras veces eran trampas de la imaginación. Los diálogos entre Gengis Kan y Marco Polo, el romance prohibido entre un comerciante chino y una princesa camboyana, Leda y el Cisne, Ulises y la hechicera Circe, la vida de un fabricante de cerveza de Babilonia y la vida de un buscador de oro en Alaska, Lanzarote y Ginebra, Frankenstein, la primera mujer en la Luna y hasta la forma y el color de los continentes de la Tierra vistos por esa mujer desde el espacio, la charla entre dos prostitutas antes de que a una la finiquitara Jack el Destripador… Eugenia hacía todos los papeles, noche tras noche, y el resplandor violáceo desaparecía, a los murmullos de la madrugada se los tragaba el calor y en la ventana se dibujaba el escenario que ella había elegido… Pero ojo, no estoy diciendo que yo me lo imaginara, al escenario. Digo que aparecía ahí… Tangible, ¿eh? Yo veía, nadie me puede convencer de lo contrario, la pepita de oro en la mano embarrada del minero zarrapastroso. Veía los metales labrados en los brazos del sillón de Gengis Kan, las costuras en el vestido de percal de la prostituta que iba a morir, los ladrillos mohosos del muro de la taberna, y olía el perfume a levadura en el caldero de la cerveza. El perfume a levadura, el gorgoteo del menjunje fermentado, saltaban del rectángulo y llenaban el cuartito. Me tocaban el cuerpo. Eugenia… los conjuraba. Se movía de un borde a otro de la ventana, se doblaba en dos y volvía a erguirse transformada, iba recitando, la combinación relampagueaba en el cuadrado, los brazos lustrosos de sudor se volvían leves, y en las piernas desnudas y en esa voz de oboe que tenía se apagaba el barrullo del mundo para hacerles sitio a Margarita Gautier, Dorian Grey y Lady Macbeth… Y, ojo, no se crean que a cambio me pedía que yo le contara otros cuentos. Yo no tenía esa capacidad… No la tuve nunca… A ella le bastaba verme… traspuesto… y convencido, quieto frente a la función, para darse por bien pagada: aseguraba que lo que me permitía ver las historias en la ventana era el amor y no la persuasión de la actriz… Yo no sé dónde había aprendido tantas cosas, pero no me cabe duda de que no era una curiosidad desinteresada: las había aprendido nada más que para representarlas… Después, con los labios lívidos, la combinación empapada, volvía a la cama y apretada contra mí me preguntaba si había estado bien. Y si yo le besaba la mano entonces era como besársela a media humanidad… Pero los labios de ella… quemaban más después de esas historias. Uh, si me habrá… Un día hizo de Lilit, la primera mujer de la historia, anterior a Eva, claro, que no figura en el Génesis porque Dios, que la había creado junto con Adán, se puso furioso porque ella lo insultó… Y otra vez me contó la vida de Maelzel, el inventor embustero que paseaba por el mundo a un autómata jugador de ajedrez, que en realidad era hueco y tenía un enano adentro. Ella me dijo que fue Maelzel el que le regaló a Beethoven la trompetita de sordo para oír mejor… ¿O eso lo leí yo mismo? ¿Lo habré leído…?

La voz se le fue apagando de preocupación como una declinante línea de frontera entre la neutralidad de la noche y los desasosiegos del olvido. Después se echó a toser. Aunque Clarisa no se alarmara, yo temí que los sacudones le desencajaran el espinazo. Sin embargo el ataque cedió, y una sonrisa precaria, congestionada, y dos dedos que se movían en el aire indicaron que Lotario estaba pidiendo algo.

—¿No vas a hacer otro de esos cigarrillos con droga? –me preguntó. Tuvo que notarme la falta de fe, porque de golpe volvió a desflecarse en una tos reseca y amoratado desde las sienes hasta la nuez me clavó en la silla de una mirada–. Vamos, muchacho, no seas bobo, una pavadita de ésas no puede hacer más daño que una vida inútil –como el aire era viscoso tenía que abrir desaforadamente la boca, y desde el pecho las palabras subían acompañadas de ruidos de limadura–. Hacé otro, que la noche está en pañales.

—La noche sí, vos no –dijo Clarisa–. ¿Qué pretendés?

—A veces no te entiendo, hija –farfulló Lotario–. Se acabó el vino, caracho.

Sin decir nada Clarisa se puso de pie, entró a la casa y volvió con una botella de ginebra y tres copitas. Lotario sirvió mientras yo liaba el porro. De reojo miré a Clarisa y vi que se frotaba la nariz y que los párpados y las esquinas de los ojos, tensos, empeñados en estudiar al viejo, se le abultaban un poco en minúsculas arrugas de acecho, de cálculo, de duda.

—Salud –la oí decir, y alzó la copa–. Por Eugenia Leiva.

—Por la ventana del mundo –carraspeó Lotario.

—Ahora ya podés liquidarte en paz.

—¿Liquidarme? ¿Por una copa de más? –los ojos de Lotario parecían círculos de amianto–. Yo soy un roble, hija. Yo, cuando era chico, fui a ver a un hombre sabio, un tzadik, y él me dijo que de enfermedad no iba a morirme nunca.

—Me pareció entender que de tu infancia te habías olvidado.

—Bueno, pero del sabio no. Del sabio no me olvidé.

Fumamos un rato en silencio, blandamente atropellados por el humo del porro y el olor a basura que la brisa traía en vahos sorpresivos. Por un instante creí figurarme al Lotario Wald que aún era León, un desterrado en la luz álgida de los muelles de Lisboa: el plexo pleno, las mejillas lisas, la estupefacta violencia de abrazar a la muchacha medio desnuda que, porque el amor le rebasaba el cuerpo, se le ofrecía en el delirio de una ventana. Habría dado un par de años de mi vida por espiarlos, no tanto por envidia de los amantes, y sé que los amantes siempre me perturban, como por descubrir la clase de herencia que de ese rito había recibido Clarisa. Pero la fantasía se me atascaba. Yo también había bebido, por mal que me hiciera, y por la colcha metálica del río, alborotando la noche, tardíos aliscafos navegaban con las cubiertas repletas de luces y turistas. Al noroeste, mitigando el vigor de las estrellas, la cúpula de la Columna Fraterna brillaba como un gran zafiro intransigente; el láser continuaba su labor de simplificación, EN EL JARDÍN DEL DESARROLLO LA FANTASÍA REGARÁ LA TIERRA DE LA TÉCNICA - RECOLÉCTANSE 1000 MILLONES DE DÓLARES PARA EL SIDARIO DE LOS ÁNGELES, y más allá de las lomas los neones del Recinto propagaban su canónico esplendor. No habíamos olvidado lo que se estaba incubando en esa distancia; y aunque Lotario nos hubiese persuadido de que era en los aledaños del huracán y no en el ojo donde las cosas se volvían transparentes, yo presentía que su historia, la de Lorelei y la nuestra iban a confluir en un carnaval de techos arrancados.

Clarisa se había hundido en la silla. Lotario la miraba con una especie de curiosidad aprensiva.

—Esta droga… atempera, ¿no? –jadeó–. Bueno, no sé.

—Pero vos me estás poniendo nerviosa –dijo Clarisa–. ¿Vas a seguir?

—Sí, por supuesto –Lotario lamió las gotas del borde de la copita y estuvo un rato mirando el vidrio, los ojos mecánicos y lerdos como anticuados detectores–. Esas noches en la ventana… Quiero decir, alguna de esas noches habrá pasado algo trascendental: que a mí se me abriera una puerta aquí adentro, entre las costillas, y le contara historias del pueblo donde había nacido, cerca de Cracovia, del hombre sabio que me selló el organismo, de mi madre y mis abuelos, del colegio adonde había ido… Porque quién no fue a un colegio, al fin y al cabo. ¿Quién no? Ahora no lo sé, pero en ese momento sí que lo sabía, y estoy seguro de que a Eugenia se lo conté. Ella, entonces, se convirtió en la tesorera de mis recuerdos… Como si hubiese hecho falta algo más para que la quisiera… y, puede que sí: en Eugenia Leiva se quedó mi infancia… Pero ya les digo: para quererla como la quería, a mí me bastaba verla mover la punta de la nariz… Si se lo conté no fue para que nos entendiéramos, sino porque nos entendíamos. En el amor el entendimiento está antes que cualquier otra cosa, en la cabeza y en las manos… Y en el corazón… Todo el resto se hace; es un proceso simple, posterior. El entendimiento es una sacudida, verse a uno mismo entero en alguien que está enfrente; pero no verse la cara sino la médula, lo decisivo, lo que no se rompe ni se gasta, lo que uno tiene de milagro. Entonces los amantes se muerden, se husmean, se amasan, se aprietan, siempre están con fiebre buscando en el otro eso que cada uno creyó ver… Y separarse les arruina el alma… Porque nadie se resigna a que esté lejos ese nudo de su vida empotrado en otro cuerpo… El entendimiento no se da mucho, no… Por eso, y porque el pasado lo teníamos repartido por otros lugares, porque nos costaba comprender dónde estábamos parados, todas las noches corríamos con desesperación a encerrarnos en nuestro cuartito. De la gente sólo nos interesaban a mí José Brie, José Brie con el peluquín y las comidas frugales, que a veces me recordaba que su obligación era despacharme en barco al Río de la Plata, y a Eugenia los parientes de la lencería, que la tenían por un caso perdido, y sobre todo esa hermana que nunca llegó a presentarme. Esa hermana, Margarita, un año menor que ella, era la única que la escuchaba hablar de mí. Horas y horas, a veces, la escuchaba, según ella… A mí se me hacía difícil concebir que alguien pudiera cansarse cuando a Eugenia se le daba por contar lo que le había pasado, fuese lo que fuese; pero también sabía que yo no era un tema tan absorbente como para que la pobre hermana se quedara boquiabierta. Eugenia me aseguró que si Margarita la escuchaba era porque ella no ahorraba los detalles, y en el fondo porque la energía del amor circulaba y era hipnótica… De cualquier modo yo siempre me pregunté qué le diría… Qué le diría… En cierta forma, al final iba a enterarme… Pero esto… Ahora bien, hay algo que no tengo que guardarme. Eugenia Leiva no sólo era habladora, no sólo una serpentina… Algo le había pasado entre Lisboa y Basilea, o quizás entre un escenario y una propaganda de jabón… A veces, yo no sabía por qué, hablaba de la muerte; y entonces era peliagudo pararla… Decía que todo duraba un parpadeo, la vida misma era muy corta, tan corta que costaba soportar la idea; por eso una vez ella había querido apurar el expediente y la habían encontrado sentada en las baldosas del baño, con una navaja en la falda y las muñecas tajeadas… Para mí, imagínense, a los veinte años la vida era un panorama inmenso, grandes esperanzas no me cabían pero tampoco pensaba en los límites: el tiempo, el paso del tiempo, no constaba entre mis preocupaciones. Pero aunque ella no explicara mucho aquello del suicidio, yo le daba crédito y, peor aún, me daba cuenta de que en el pensamiento de ella la vida era minúscula, una muesca, una rayita; porque cuando hablaba de la muerte se le agrandaban las orejas, la nariz se le amansaba y al rato era un lío enorme recordarle qué había pasado una hora antes… La pucha si era rara… Esas amnesias… Una vez, de vuelta del teatro, se encaprichó en llevar a casa un oso de paño, sin un ojo, que encontramos en la calle. Lo dejó al lado de la cama y nos dormimos. Como dos horas después se despertó, ella, y en la oscuridad vio el único ojo del oso, y pegó un grito espeluznante… No les miento… Y en el momento en que me desperté me pidió que sacara el oso a la calle, y como yo me negué volvió a gritar, creo que no lo hizo a propósito, el grito le subió a la boca, así nomás, y la jarra de agua que teníamos sobre la mesa se hizo añicos… A la mañana siguiente ella no se acordaba de nada… Pero dos días, no sé si dos, unos días después, también de madrugada, me desperté y no estaba en la cama. La encontré sentada en al baño, la espalda contra la pared, resollando asustada porque se había olvidado de lo que decía en una parte de la obra, las palabras de la mujer de Barbazul. Entonces empezó a tener pesadillas… Soñaba que corría por Lisboa, alguien le ponía el pie y la frente se le abría contra el cordón de la vereda. Aunque lo peor, claro, fue cuando soñó que, al entrar maquillada y vestida a un escenario donde tenía que actuar, en el momento en que le daban el pie se quedaba muda porque no tenía la menor idea de qué obra estaban representando; pero no era la obra lo que había cambiado: la que había cambiado era ella. Cuando me contaba esas cosas…

Clarisa le tocó el brazo. Antes de hablar se mordió el labio y sacudió la cabeza. El pelo, húmedo del aire del río, destelló como un ramo vivo de flores de salvia.

—¿Pero cómo no tenía idea? ¿Qué le había pasado?

—Nada le había pasado. Era un sueño, ya te dije –aunque le acariciara la mano, Lotario estaba en otra parte. Si regresó, si pudo vencer el fastidio, fue para obligarse a dilucidar cómo había llegado a ese instante de peligro–. ¿En qué pensás, Clarisa?

—En nada –dijo ella–. En los sueños.

—Claro –dijo Lotario, y echó la cabeza atrás como para que retrocediera el pensamiento–. Te repito, era un sueño… Y se despertó llorando. Así que cuando dijo que por unos meses no quería actuar más, que de todos modos no tenía contrato, a mí no me quedó otra que agachar la cabeza. En el teatro casi la ahorcan, los parientes no entendían, la única que la apoyó fue la hermana… Y entonces empezó una época en que Eugenia no representaba sus papeles para nadie más que para mí. Era en mi cuartito, en la ventana, pero para León Wald bien podría haber sido la Scala de Milán… Yo tocaba el techo de puro orgullo… Lástima que mucho no durara. Al poco tiempo empezó a insistir con que la perseguían. Pasos detrás de ella por una vereda, una pierna con pantalón desapareciendo en una esquina si se daba vuelta, la cara de bestia de Molero asomando por arriba de un diario abierto, un vislumbre por la vidriera de la lencería. Yo no estaba muy seguro de que fuese cierto, no porque la considerara mentirosa sino porque sospechaba que la imaginación es una herramienta muy manuable, pero no me hubiera atrevido a desautorizarla; ella se volvía cada vez más inestable… Hasta que una noche me convencieron los hechos… Me convencieron los hechos, qué chambón es uno para decir ciertas cosas… No sé qué mes sería, pero calor seguía haciendo. Eugenia, con una bata morada, se había parado junto a la ventana para contarme la historia de Lulú. Ella era Lulú, la mendiga que un burgués recoge en la calle para convertirla en obra maestra y acepta el juego de prostituirse porque es realista y porque lo quiere, y era también Schön, el benefactor, digamos, y costaba creerlo, porque también era el pintor Schwartz, que se derrite viéndola posar y es incapaz de pintarla… Ella era Lulú. “Levantaré la mano al firmamento y me pondré estrellas en el cuello”, decía; pero también los farabutes esos que quieren educarla, amoldarla, y en el fondo la aplastan, aparecían en la ventana desfilando como en una linterna mágica. Y tanto se había entusiasmado esa noche que no vio la figura enorme que de repente apareció atrás del cristal, más grande todavía al proyectarse en la cortina. Yo, que sí la había visto, me dije: Sonamos… No quería asustarla, claro, ella estaba tan posesionada; pero la figura no se iba, y por mosqueado que yo estuviera, creo, más podía el julepe; porque fíjense que seguía dudando cuando el tipo levantó la ventana y metió una pierna adentro. Puede que haya sido el ruido, a lo mejor el sacudón de la cortina: Eugenia lanzó un grito; yo salté de la cama. En ese mismo instante, con un patadón de caballo, alguien abrió la puerta. En la ventana hubo un crujido, el que se había colado golpeó la pared con una barra de hierro. Y de los dos que habían forzado la puerta, un hombre canoso y otro bigotudo, alguno, no me acuerdo cuál, empuñaba un revólver.

—¡No! –dijo Clarisa–. ¿Y ustedes en el medio?

—¿Cómo que no? –Lotario achicó los ojos–. Yo estaba ahí.

Clarisa se echó a reír. Era una risa sin distorsiones, casi una carcajada sincera.

—Sí, reíte –dijo Lotario–, pero nunca en mi vida pasé miedo semejante. Bueno, no voy a hacerla larga, y además enseguida nos enteramos. El caso, como dicen en las novelitas policiales, fue resuelto: el gigantón que había querido colarse por la ventana era Molero, el hombre canoso, el tío de Eugenia y el bigotudo un comisario amigo de él. Aunque al principio el tío, el dueño de la lencería, no hubiese dado importancia a las quejas que Eugenia le llevaba sobre Molero, aunque estuviese harto de verla desaparecer cada dos por tres, con el tiempo había empezado a notar que el tipo se estaba poniendo un tanto salvajón, que andaba siempre cabreado y le preguntaba demasiado por la sobrina. Entonces se le ocurrió que, prepotente como el sujeto solía ser, algún entripado tenía con ella y andaba con ganas de vengarse. Primero, a fuerza de seguirlo, descubrió que algunas noches merodeaba por nuestro edificio. Después le habrá pedido ayuda al comisario… La verdad… La verdad, no sabría decir exactamente cómo fue…

Con un gesto casi vandálico, como liquidando una fastidiosa operación de compra, Clarisa agarró el pendiente que Lotario había dejado en la mesa y se lo volvió a poner. Los ojos castaños no expresaban nada.

—Lógico, porque te lo estás inventando –dijo. Lotario alzó las cejas, puede que realmente sorprendido.

—¿Y eso tiene mucha importancia?

—No sé. Después de todo es tu vida.

—Entonces dejame que siga, eh, porque casi todo el resto es tan cierto como que me estoy tocando la cara… Es cierto que desde aquel momento habríamos podido querernos sin que nos estorbaran. Y es cierto que dos semanas después, nada más que dos semanas, un día, cuando llegué a la óptica, José Brie me recibió en su despacho con un sobre en la mano, y en el sobre estaba mi pasaje de barco.

—¿Y se fue de Lisboa? –dije yo. La frase, teatralmente según su condición, se escabulló por el rocío del jardín como un ratón nocturno.

—Fijate si me habré ido que acá tenés la prueba –torciendo no el cuello, sino todo el cuerpo, Lotario miró a Clarisa como si fuera una perfecta orquídea en el fondo de un cuadro defectuoso–. Aunque no fue sencillo, hijo, no fue sencillo. Punto a, yo estaba enamorado. Si algo había hecho falta para separarme del mundo, era el cuartito ese de la calle Santana donde una mujer con cuerpo de luna representaba cien historias para mí y después se dormía abrazándome. Eugenia era mi almanaque, mis pertenencias y mi barco, mi libro de balances… Era el diario que algunos escriben para vigilar la memoria. Punto b, no se me escapaba que ella también me quería con todo…

Algo, una punzada en los riñones o un asomo de lumbago, separó la cintura de Lotario del respaldo de la silla. Clarisa amagó levantarse pero él, traspasado por un ¡ay! silencioso, la detuvo con un gesto. Se pasó el pañuelo por los párpados, amarillos y ajados como pedacitos de papiro.

—Con todo… Con todo, yo conocía acá, en las mejillas, los mordiscos del amor… Y también sabía que ella no estaba en sus cabales, que si se quedaba sola con esos tíos un poco buenos, un poco zonzos, con una hermana que más que hermana parecía una aparición, sin nadie con quien desahogarse, la cabeza no iba a darle abasto para tanto barullo. Punto d… no, qué digo, punto c… Yo tenía veintidós años, veintitrés a lo mejor, era varón y arrogante, me embromaba pensar que un día iba a hacerse famosa y yo la iba a perder; porque había visto cómo la cortejaban a la salida del teatro: escritores de segunda, hombres de negocios, representantes… Bueno, esto es vergonzoso, pero es una verdad… Los jóvenes son inseguros, atrevidos, prepotentes, mezquinos… Ahora, que lo más importante era lo otro… Sin embargo el pasaje traía una fecha, once de octubre, supongamos, el barco existía en la realidad verdadera, con nombre y todo, se llamaba Mazzini, supongamos, y… Al revés que ahora, yo sentía el pasado muy cerca, tanto que me pesaba como una obligación, como el destino, y yo pensaba que si alguien de mi familia quedaba vivo, mi abuelo, mi madre, y más aún si habían muerto, lo estipulado había que cumplirlo porque gracias a ellos yo me había salvado del horno crematorio… Lo mismo pensaba José Brie, que no sólo era compadre de mi abuelo sino un sujeto de corazón galvanizado. No había escapatoria. No había… Solamente que Eugenia viajara conmigo… Es parte… En fin, lo de menos es el orden, aunque pienso que lo primero que hice fue decírselo: que me tenía que ir. Me acuerdo muy bien que ella no soltó una lágrima. De sopetón, en cambio, se le borraron todos los libretos. Muda, quiero decir, estuvo durante dos horas, durante dos días, con los ojos de carbón peleados con el resto de la cara, como si entre la mirada y el alma tuviera… Bueno, era una experiencia fea que Eugenia no hablase, eh, yo echaba en falta esa voz… Y se negaba a besarme… Únicamente de noche, cuando apagábamos la luz, me estrujaba la mano y así se dormía, saltando en sueños como si en una carreta la llevaran inconsciente por un camino de montaña… Hablé con José Brie, claro, le rogué, no saben cómo le rogué, que consiguiera un pasaje más. El hombre se puso pálido, calibraba los obstáculos, me acuerdo que se rascaba el bisoñé… Era el fin del verano, yo lo fusilaba a preguntas todos los días; hasta que una tarde me dio una palmada en la espalda, muy suave, muy circunspecto, como si tuviera la verdad pero no se atreviese todavía, y dijo: Algo se está haciendo, dijo. Puede que lo consigamos… Imagínense… Como un solo hombre me fui corriendo hasta la lencería. Eugenia no estaba, tuve que esperar hasta la noche… Pero cuando le expliqué que en una de ésas… Qué momento fulero: ni despegó los labios. A la tarde siguiente me dio un papel y se fue a caminar sola. Años después, cuando me llegó la noticia de que Eugenia había fallecido, yo rompí esa carta. Pero la había leído tantas veces que la sabía de memoria: en portugués, en castellano, yo creo que hasta en yiddish podría recitarla. “Cuando yo esperaba, decía la carta esa, recuerdo el lugar exacto donde estaba. En una ventana que miraba al oeste. El más áspero viento era bueno. Pero la inmortalidad satisfecha sería algo anormal. El aire no tiene residencia, ni oreja, ni puerta: es el huésped etéreo de una almohada sin casta, esencial invitado en la tenue posada de la vida. Percibir un objeto cuesta la exacta pérdida del objeto”. Todo esto, León, no lo he escrito yo. Son versos de otra mujer, versos de distintos poemas. Yo sólo los he unido. No sé por qué lo hice, pero sé que así tienen un significado. Juntos forman un monólogo, y son la fotografía de mi corazón ahora. Un día me gustaría recitar este monólogo pequeño en un escenario muy grande, pero con una sola luz alta y tenue. Ya sabes, mi amor, que no viajaré contigo. No quiero. No es bueno. No me odies ni me perdones. Yo haré las dos cosas. Tú recuérdame. Recuérdame, por favor… Así decía la carta… No vale la pena agregar nada, ¿no es cierto? Y yo… Yo le pedí que lo pensara hasta quedarme afónico, sin una gota de saliva… Se lo pedí tantas veces… Pero algo preveía ella, algo oscuro veía por delante y no hubo caso. No dio el brazo a torcer.

Hizo una pausa y acarició la botella de ginebra con miedo, con cautela, como si fuese un animal no del todo doméstico. A mí me habían empezado a doler las patadas de Steves y estaba tan emocionado que no habría podido adivinar qué le pasaba a Clarisa. En realidad, ignoraba por qué tenía los labios apretados, por qué seguía esperando. Pero así iba a ser casi toda la noche: si le hubiese estudiado las pupilas, habría podido descubrir cientos de breves, rapidísimas operaciones de discriminación y síntesis. Estaba llegando al momento extático en que no se reacciona. Pero Lotario siguió.

—Durante más de una semana –dijo de pronto–, me pidió que no nos viéramos. Vivía con la hermana. Dos días antes de que zarpara el barco dormimos juntos. No estaba más pálida que otras veces. Había vuelto a hablar e incluso se reía, pero era una risa atascada. O no… una risa de invierno… Los dientes como astillitas de hielo, tan distintos de los ojos afligidos… No fue al puerto a despedirme. Me pidió que le dejara un pañuelo, no una foto; ella no me regaló nada… A José Brie, ese hombre generoso, no volví a verlo nunca… Más tarde iba a enterarme de que se había muerto tranquilo, soltero y tranquilo, durmiendo. Me lo contó Godofredo Nunes, muchos años después; porque a Godofredo, ya más que sesentón, sí que me lo volví a cruzar… En resumen: a fines del cuarenta y siete, establezcamos más o menos esas fechas, desembarqué a orillas del Río de la Plata. Tenía un primo segundo en Carrasco, después de unos meses me fui a la casa de otro, en la otra orilla, o sobre el Paraná: Campana, creo. Pero esta parte de la historia, a ustedes… Miren, cuando uno tiene veinticinco años le sobra destreza para hacer cócteles con la pena y el entusiasmo, uno mezcla todo: los juramentos, el orgullo de salir adelante, las cosas nuevas que los ojos van devorando… Es cierto, uno está marcado; pero no se entera. La marca puede aflorar o no… En fin, después vinieron los años… José Brie me había dado más de media docena de cartas para sus paisanos, gente de Gualeguaychú, de Basavilbaso, de Concordia, gente gaucha, emprendedora… Aprendí oficios, hice muchos trabajos, cuando hizo falta estudiar matemáticas, estudié, contabilidad también, química, contracción no me faltó nunca. No era difícil prosperar en esa época, con algo de apoyo bastaba, y además yo tuve suerte… Así llegué a levantar una fabriquita de plásticos, que después se hizo más grande, ¿eh?… Conocí a tu madre, empecé a quererla… Y después, Clarisa, naciste vos, y cuando naciste, ahora lo veo, algo que en aquel momento no advertí del todo, me dio a entender que la vida quería regenerarme… Pero me faltó lucidez… La marca, ya les digo, puede o no aflorar; lástima que uno desvíe la vista… Bueno, yo no andaba a la deriva exactamente, pero tampoco me daba cuenta de que me habían construido sin ancla… Yo hacía una vida sin misterios: un trabajo y la satisfacción de habérmelo inventado, un álbum para las fotos de las vacaciones. Una vida, con el café con leche y el diario… A veces me sentía bastante más incrédulo que mis amigos, más amargo que Raquel, pero esa sensación no era más incómoda que una gripe, nada que no se pasara con un par de aspirinas y un vaso de agua… Cuando un día me enteré, por Godofredo Nunes, de que Eugenia se había muerto, únicamente le rogué a Dios que no fuera verdad que se había suicidado. El hombre tampoco lo sabía a ciencia cierta, o no quería hacerme daño… Más bien no lo sabía, ella había desaparecido de los teatros y él le había perdido el rastro… Suicidio, le había dicho uno, y otros que en un accidente… A los pocos días yo decidí cerrar ese cajón para siempre y rompí la carta. Todavía me veo sentado de perfil a un escritorio, de perfil a la ventana, y los pedacitos de papel ajado cayendo en el canasto sobre otros papeles. Nada de eso, quería pensar, era verdadero. ¿Sabés, Clarisa?, lo verdadero eras vos.

Por mucho que Clarisa quisiera hablar, me di cuenta de que sólo podía salirle espuma. Me pregunté por las características del paraje adonde habíamos llegado.

—Viejo –dijo ella con una voz polvorienta.

—Sí, ya sé. Me vas a preguntar por qué no te conté todo esto hace quince años, cuando ya tenías edad para entender pero todavía no era tarde.

—¿Tarde para qué? –preguntó ella. Curiosamente, sorbiendo un poco de ginebra sólo para mojarse los labios, fue a mí a quien miró–. Vos sos igual que éste –le dijo a Lotario–. Viven entre el antes y el después, y de lo que está en el medio se borran. Es tan complicado verlos… Mirá estos pendientes, papá. Me los compré hace una semana, nada más que porque vos venías; para vengarme. O, no sé, para que cambiara algo. Los agujeros me los hizo Tristán. No me dolió tanto, así que no fue una prueba. Ni siquiera fue una reivindicación. Fue tan absurdo como que no me los hayas hecho cuando nací, como que me los prohibieras cuando tenía quince años. Así que ahora me pregunto por qué tanta ceremonia. ¿Me querés decir por qué?

Los ojos de Lotario se movieron desde el fondo de la copita hasta el pelo de Clarisa.

—A Eugenia no le gustaba usar aros –dijo–. Le habían hecho agujeros, sí, pero a fuerza de no utilizarlos se le habían cerrado. Y no le molestaba, no vayas a creer. Al contrario: se enorgullecía. Decía que ya le pesaban bastante la imaginación y la cartera. Y a vos… Bueno, tu madre, que es una mujer práctica, no quiso contradecirme en eso. Y yo pensé… No sé. No sé qué habré pensado.

Si toda la historia había sido un comentario a este párrafo exiguo, ciertamente era un comentario prolijo. Sin embargo Clarisa no se movió. Ni siquiera el tic la delataba ahora, y me pareció que si sorbía aire por la nariz era para evitar el ronroneo que iba a terminar anulándola. Puede incluso que se sintiese lacia, o limpia, o vacía. Ahora sólo le cabía contar a ella misma una parte de su vida o iniciar un pleito contra los bedeles del azar.

—Un homenaje, ¿no? –dijo–. Pero cuando yo nací vos no sabías que ella se había muerto.

—No. No sabía.

—¿Entonces qué sos, viejo? ¿Un egoísta o un psicópata?

Lotario alzó una mano como si fuese a felicitarla por algo. Después la dejó caer en el muslo.

—Esperá. No te adelantes. Me falta contar una parte.

Sobre el final de esa frase que he cortado arbitrariamente, que no sólo olvidé sino que soy incapaz de reinventar, un destello desplazó de golpe la atención a otra esquina de la noche. Clamoroso, abrupto como la creación de un flash disparado desde el fondo del río, un aliscafo recamado de luces había atracado en el muelle para depositar tres o cuatro docenas de turistas en la oscuridad del campo. La lancha relumbraba entre las copas de los sauces y parecía que eran esos relámpagos lo que empujaba a varios pasajeros por el camino de tierra. Los vi avanzar. Se acercaban vociferando. Unos cuantos husmearon en el jardín de la casa de Dora. Estridentes y tocados con gorritos de papel, siguieron repechando el camino hasta tambalearse contra nuestra cerca como súcubos de un Walpurgis de cotillón. A mí no me gustaba que me usaran la casa de placebo. Alguien pidió silencio y elogió los jazmines con una voz amarga y escatológica. Lejos, en las tinieblas, empezaron a oírse ladridos, y era notorio que en los alrededores nadie tenía perro, un animal costoso.

Ni Clarisa ni Lotario iban a reaccionar, enfrascados como estaban en otras fobias; de modo que asumí todo el rencor ambiente y fui a dispersar a los intrusos. Fuera, al diablo, váyanse de acá, debo haber gritado, y lo fascinante era que efectivamente retrocedían, como si la deserción de Fulvio les hubiese instalado motores que alimentaban el desconsuelo y cualquier orden podía activar. En la retirada se atropellaron unos a otros y no pocos cayeron. Hubo carcajadas, algún furor. Los ladridos, fieros, avanzaban por lo negro. Un japonés encorvado quiso atacarme con un palo y aunque lo atajaron entre varios consiguió arrojármelo. Yo le tiré una piedra. Y entonces, cuando la mayoría bajaba hacia el muelle discutiendo qué iban a cantar, arreciaron los ladridos, la turba reblandecida por un rayo blanco se abrió en dos y la noche produjo a Joya Denoel: una figurita en un vestido amapola, el pelo desordenado, los tacos altos vacilantes por el tirón de los dos dobermans que con correas cortas aguantaba la mano derecha. En la otra mano tenía una linterna; sobre la cintura una faja de cuero y contra la cadera una pistola pavonada, no muy moderna, creo.

Los turistas, vapuleados por la luz, se dejaron aventar; gruñidos rugosos de los perros, chispas de baba los empujaron hacia el embarcadero. No sólo para ellos la aparición era instructiva. Y sin embargo, cuando Joya se me acercó en la noche nuevamente quieta, me pareció que también ella, con pistola y todo, había entrado de perfil en un crepúsculo doloroso.

—Me cuesta comprender –dijo acariciando los perros con la linterna– que cierta gente no sea capaz de colaborar en semejantes circunstancias.

—Claro –dije yo retrocediendo–. Y encima con este olor a basura.

—Usted es demasiado críptico para mi gusto, señor Borusso –uno de los doberman soltó un ladrido. Sentí la vaharada caliente, procuré no moverme–. Quieta, Cancán. El señor es un amigo.

—¿Son hembras?

—Son una pareja. Él se llama Boby.

Consideré los suministros de odio biológico heredados por esos perros, la atrofia de ciertos instintos, el desarrollo impulsivo de otros. El bracito de Joya los mantenía sentados, pero no había continuidad anímica. A ella, la tristeza de seguir cumpliendo el deber empezaba a bajarle los párpados.

—¿Y de dónde salieron?

—De alguna parte. Señor Borusso, he venido a comunicarles la orden de que los residentes permanezcan en sus casas. Hasta mañana por la mañana, en principio.

—Nosotros no pensábamos salir.

—Tanto mejor –dijo Joya. Tuve la certeza de que quería estudiarme el alma, pero es posible, pienso ahora, que sólo deseara soltarme los perros–. De todos modos mi obligación era advertirles.

—Sos notablemente abnegada.

Dejó la linterna en el suelo, se acomodó bien la pistola, volvió a empuñar la linterna y la encendió. Los perros se incorporaron. Una estela de baba se congeló en la oscuridad discontinua. Joya tiró de las correas.

—Sí, pero me parece que nadie obedecerá.

Volví al porche con la sensación de que me habían suministrado un excitante y un narcótico. La evidencia de que en el Consejo Asesor tenían miedo no pesaba más que la explicación que Lotario, sin indulgencia ni cálculo, le había entregado a Clarisa; y para colmo los encontré en silencio, adormecidos en una estría del tiempo. Compitiendo con el rumor del farol de gas, de la radio surgían acordes graves, estallaban en heladas salvas de oboe. Subí el volumen.

—Es la segunda de Sibelius –dijo Lotario–. Una sinfonía extraordinaria. Al principio, fíjense, hay cuatro o seis temas distintos apenas esbozados. Parece una caminata por el caos. Pero poco a poco se va armando una masa formidable.

Tiempo después yo iba a preocuparme por saber cómo está hecha esa sinfonía, y a descubrir que verdaderamente avanza desde la incoherencia y la fragmentación hacia una unidad en cierto modo apabullante; que todos los movimientos parten de la misma célula generadora, un salto de quinta descendente parecido a un resbalón, sobre el que no obstante pueden alzarse tanto un crepúsculo sombrío como la futilidad de un gorjeo; que la sensación de que un gran aplomo puede nacer de materia vaga no tarda en volverse melancolía; y que todo esto no tendría importancia si yo no creyese que el azar, sobornado por Lotario, había elegido adrede esa música porque era el comentario vivo de algo que la visita no llegó a expresar. Clarisa, mientras, se había perdido en una zona de celos, piedad, fatiga e ironía que su filarmónica sentimental no atinaba a figurar. Tuvo que esforzarse para abrir la boca.

—Sé sincero, papá. ¿A qué viniste?

Lotario sacudió la cabeza. Gotitas de sudor chispearon en la luz lila.

—Dejame terminar –dijo, y no andaba sobrado de fuerzas. En ese momento Clarisa me apretó la mano–. Dejame, ¿sí? Bueno. ¿Saben una cosa? Si uno mira para atrás sin rabia, sin recelo, si uno de golpe se distrae y mira para atrás con… desinterés… tiene que aceptar que no sabe bien cómo fue cambiando, cómo perdió una piel y se fabricó otra, cuando varió de órbita… Eso: variar de órbita. Porque es cierto que uno gira siempre alrededor de lo mismo, pero los itinerarios son distintos. Bueno, en esos años de… maduración… yo di un salto de órbita. Venía trastabillando. Al lado de tu madre, Clarisa, formé un hogar y una empresa… Me hice un hombre… con aristas, digamos… Al fin y al cabo una hija como vos también es una especie de obra de arte. ¿O no? Bueno, así pasaron los años. Estamos acostumbrados a que progresar nos dé alegría… El progreso, por supuesto, es una manera de hablar; alrededor de esa manera se acomodan casi todos los detalles y a uno las frases le salen redondas. Se habla, se habla: y uno, tranquilo. Durante años no me importó saber qué clase de bodoque era yo. Era Lotario Wald. Algún funcionario extravagante se había emperrado en cambiarme el nombre, y era Lotario Wald en los papeles: casado, una hija, pequeño industrial, un individuo sin deudas que tomaba el vermut con los amigos y leía bastante el diario. Si quería, incluso podía prestar dinero y no reclamarlo. Fabricaba objetos de plástico: baldes, palanganas. No es que me apasionara, eh, pero casi llego a convencerme de que la realidad era eso. Casi, digo. Porque en el fondo tenía el pálpito de no estar del todo donde estaba. Al lado de tu madre en la mesa, firmando un cheque en mi escritorio, comprando un paraguas: yo nunca estaba del todo. Tampoco cuando vos eras una chiquilina y te llevaba al cine a ver dibujos animados… Parado en una baldosa, bien derecho, yo era mi figura, sí, pero había otra, que lo que recibía mi cuerpo lo iba esquivando, una sombra o varias como de torero, una masa desplazada del eje. Y además no tenía la menor idea de cómo había llegado a la baldosa… Por todas partes había lagunas, senderos borrados… Era muy feo… Si no llegué a desesperarme fue porque un día descubrí que la música me calmaba. Calmar no es la palabra: la música volvía a ponerme. Cuando, digamos, escuchaba una sinfonía de Brahms, no había desplazamientos, si me movía era yo mismo, algo denso; era como si el pensamiento tuviera manos y pudiera palparse. Andá a averiguar cómo lo descubrí. Siempre me había llamado, la música; supongo que a esto llegué de a poco, tal vez un proceso de años. Para tu madre… la música era una distracción… Yo no iba a exigirle… Entonces me compré un tocadiscos más y lo instalé en la oficina de la fábrica; también una radio a transistores, y la llevaba en el coche; más adelante un magnetófono. Piensen que yo no tenía pasado, no me acordaba nada. Mi historia era un montón de muertos. Mi familia. Eugenia. Todos muertos… Sin embargo algo me decía que quizá la vida de la gente fuera igual que una sonata. Primero la introducción, enseguida el tema. Después el desarrollo, que es cuando parece que no hubiera nada fijo: la madeja se llena de nudos, las hebras se descomponen… Hasta que, al final, en la recapitulación, vuelve a destacarse el fundamento: si hay un tono que domina es justamente porque fue bien diseminado. Desde un madrigal de Monteverdi hasta la Sinfonía de los Mil de Mahler, la verdadera organización de la música no la impone el compositor: viene de adentro, de un sonido fundamental que vence al ruido; lo que el compositor hace es manifestar ese sonido a su manera… Bueno, yo esperaba que a mi vida le llegase la recapitulación. Y empezaba a preguntarme si no habría que planearla cuando un día sonó el teléfono… Sonó el teléfono y mi baldosa no aguantó el timbrazo… Era en mi oficina. Es una señora, dijeron, y me pasaron la llamada. ¡Qué iba a ser una señora! No… Hola, digo yo. ¿León?, me pregunta una voz. Tuve una alucinación, les juro, me pareció que las paredes supuraban… Hacía más de veinte años que nadie me llamaba León… ¿León?, volvió a preguntar la señora. Era Eugenia.

—Se había muerto –dijo Clarisa–. Hace un rato dijiste que se había muerto.

—Sí, lo dije. Pero no… ¡Esperá un poco! La noticia de que se había muerto me la había traído Godofredo Nunes. Era confusa, un rumor. Yo la había querido dar por cierta. Por otro lado, cómo si no a través de él había podido ella conseguir mi teléfono. Estuve pensando… No me salían las palabras… No iba a decirle que para mí acababa de resucitar. Además no era cierto. Además, qué importaba: lo único que yo quería era verla. León, me dijo ella, hablaba en castellano, León, dudé mucho si debía llamarte. ¡Bueno! Al día siguiente nos encontramos en un café de San Nicolás. Imagínense. Un café, a las tres de la tarde, había empleados, mecánicos, estudiantes… La condensación de veinte años es un mareo de lo más nocivo, se agrieta la vereda que uno venía pisando. En un abrir de ojos se puede descubrir algo feísimo: que uno ha vivido continuamente incómodo, y acostumbrado a la incomodidad, como si el cuerpo no quisiera enterarse de que lleva una punta de tiempo mal sentado, con una pierna dormida. Ella… Era invierno, ella tenía un impermeable azul, el pelo negro recogido, el cuello muy pálido, también la cara, con ese maquillaje de las mujeres maduras; pero en los ojos oscuros y la frente, en la nariz respingada, la piba que había sido seguía palpitando bajo las arrugas. Me pareció, esto te lo adelanto, que estaba un poco más alta. Las manos eran más gruesas, los dedos más cortos. No le di importancia: no bien pudo sonreír, la punta de la nariz se le arrugó de golpe y a mí casi se me cae el sombrero de la mano… Hay mujeres que con los años no se vuelven frágiles sino más leves, vuelan entre los cambios como pajaritos… Hola, León, me dijo, y me agarró la mano. ¿Qué ha sido de tu vida? Bueno: de cómo le había ido a ella no sé bien qué decir… No era actriz, no era cantante, ni siquiera directora. No tenía nada que ver con el teatro. Era jefa del departamento de importación de unas grandes tiendas de Lisboa y andaba de viaje para ver productos de lana. Un puesto importante… Había hecho dinero… Tenía un trato expeditivo, simpático con la gente, lo noté enseguida, algo muy profesional… Y sin embargo cuando miraba de cerca, cuando se mostraba, con los ojos brillaba esa picardía que a la larga se iba a pique en una especie de torcedura… Me dijo que podía quedarse ocho días. No sé de qué hablamos. Yo había vuelto a ser León Wald, varado en Lisboa, frenético de amor por una muchacha que dibujaba el mundo en una ventana… Para que un fantasma exista basta que alguien lo vea y sea capaz de describirlo, de compararlo con otra cosa, de darle una… configuración, ¿no? Como el número tres, que nadie tocó nunca pero está después del dos y antes del cuatro. Como la música, que es una serie de notas unidas por la necesidad, y gracias a esa necesidad puede estar en la memoria. ¡Ja, qué bárbaro! No me avergüenza contarlo… Estuvimos juntos todas las tardes… Ella tenía la cintura más ancha… Las rodillas… No me avergüenzo. Lo que la vida ofrece en un sobresalto no se debe rechazar así nomás… Pero esto son pamplinas. ¿Saben cuál es la verdad? Que ella era la tesorera de mi pasado. Era la recapitulación de la sonata.

—¿Y por qué dejaste que se fuera? –dijo Clarisa. No estaba exactamente furiosa; parecía cansada, más bien, como si ya hubiese pasado la noche, ella sola y en vela.

—Yo no la hubiera dejado. Yo… te repito, no me da vergüenza… Para estar en un hogar de contrabando, sabía que mejor era transar con la tormenta. Ella era la única que sabía el nombre del sabio que me había blindado el cuerpo… Todavía era capaz de contarme fábulas… Le pedí que se quedara un mes, quince días más, que hiciéramos la prueba. Por grave que pudiese ser el trance, yo sabía que tu madre se iba a rehacer, a ella el mundo siempre le cayó como ropa a medida. Y a vos… Quién sabe, a lo mejor habría llegado a ser un padre charlatán y todo, una persona más clara… Si le pedí que probáramos fue porque sólo yo sabía cómo me abrazaba ella. Pero no quiso.

Se detuvo para encender un cigarrillo. Intrincados ruidos de suspensión desengrasada le subían desde el pecho a morir en los labios resecos. Esta vez fue Clarisa la que le sirvió más ginebra.

—Bueno, ya contaste que estaba loca.

—No, no fue por eso. Es que no era Eugenia. Era la hermana.

Clarisa pasó una uña por el cuello de la botella. Yo me levanté y fui a sentarme en el escalón.

—No digas tonterías.

—De veras. Me lo confesó una tarde en ese hotel –perplejo en una sonrisa, Lotario hizo crujir los huesos de los dedos–. Bah, para qué… Pero sí, me lo confesó la víspera de la partida. Eugenia se había suicidado años atrás. Y ella sabía todo de mí, me recordaba como si me conociese. En un tiempo creyó que se había enamorado… Bueno, había llegado a quererme, más como a una obstinación que como a un hombre, pero con amor sin cuento. Y como Eugenia le había pedido que alguna vez, algún día… No, macanas, no le había pedido nada.

—¿Le había pedido o no? –dijo Clarisa lentamente.

—No sé. Ella estaba de viaje por ahí, la habían mandado… Me conocía de pe a pa, había oído hablar de mí cien, doscientas horas, no hubiera podido resignarse a no tocarme… Habría que creer que el amor se transmite, o reventar… Y después de esos días juntos llegó a quererme de verdad.

—¿Y vos qué le dijiste?

Lotario lanzó al farol de gas una mirada miope.

—Y, yo le pedí que se quedara de todos modos. No es que me diera lo mismo. Pero… Fuese quien fuese ella, era la única capaz de repetir nombres que yo me había olvidado. Y por otra parte… Entendeme: lo que yo estaba sintiendo era lo mismo que veinte años atrás. A lo mejor por eso se negó a quedarse. Le había costado mucho confesarme la verdad; y ahora que lo pienso, el que confunde dos melodías tiene algo de pelandrún o no ama la música de veras. Pero yo le pregunté. ¿Entonces dónde está Eugenia?, le pregunté… Eugenia murió, me dijo ella. Ese día, me acuerdo, llevaba el pelo suelto.

Cautamente, como un viejo aparador que espera la madrugada para soltar sus crujidos íntimos, la radio había vertido en la humedad un redoble de tambores y ahora se explayaba en largos pizzicatos de violonchelo. Descubrí, me pareció descubrir, que gracias al alcohol no éramos tres sino una comunidad de número impreciso, una asamblea entre la muchedumbre y el ninguno donde las decisiones llegarían de afuera o se tomarían por su cuenta. Clarisa chasqueó la lengua; era una actitud que no me gustaba, que ni siquiera le gustaba a ella: anacrónica, impostada, dilatoria.

—No te creo, sabés –dijo–. Ni aunque fueran mellizas podían ser tan idénticas.

—¿Qué me querés demostrar? –se crispó Lotario–. Ya te dije que ella sabía el nombre del sabio que me auguró buena salud. Y tenía esa forma de arrugar la nariz.

Se calló, como si no se animara a aventurar que tal vez esa mujer hubiese sido realmente Eugenia Leiva. Yo reflexioné, en un bochorno triunfal, que el éxito de la fotografía se justificaba por el apego de la naturaleza humana a las reiteraciones, así como se justificaba el éxito de Campomanes, nuestro Moisés tecnológico, por el inveterado hechizo de las formas básicas. Después, no sé cuánto después, Clarisa iba a reconocerme que lo mismo daba que Eugenia hubiese existido o no. Lo primordial era seguir escuchando; y por eso fue que, como si intentara desdecirse, sacudió silenciosamente la cabeza. Ése era un ademán noble e ilimitado: en una esquina de su extensión, ella misma y Raquel Ostrech podían haber sido las mejores cómplices de la novela clandestina de Lotario, quizás porque en un padre el ruido truculento de la deslealtad era menos insufrible que una honradez soporífera.

—De todos modos… –dijo.

—De todos modos se hizo humo y no la vi nunca más –la frenó Lotario. El pecho subía y bajaba como un gran pistón oxidado–. Enseguida supe que no había nada que hacer. Así que me había quedado, no diré sin raíces, pero… sin tallo. Sin tallo. Cuestión bien jodida cuando uno va camino a los cincuenta abriles. Entonces me empezó a hacer falta una… ¿Viga maestra? Puede ser… Digamos que intenté volverme albañil. Tengo soportes, me decía, no cimientos pero sí buenos materiales, tengo un terreno. El problema era que a esas alturas tu madre ya había tirado la toalla, Clarisa, o estaba esforzándose por otras cosas, convencida de que la esperaban premios más reconfortantes. Yo no la culpo. Hizo bien. Durante veinte años yo había vivido en un exceso de voluntad, metido en el Lotario Wald que la gente quería ver correspondiendo a un cuerpo; había sido todo batalla, esfuerzo, carga, y ahora resultaba que el cansancio me había embrutecido. A lo mejor lo bueno habría sido abandonarme un poco para poder flotar, como hacen algunos. Pero cuando Eugenia desapareció del todo me quedé duro. Tu madre hizo bien. Para mí, el único fuego lo ponías vos, pero también para hablarte estaba aturdido. Así que decidiste enrolarte con ella. Estaba cantado, ¿no? Ella era elegante, inteligente, trabajadora. Era necesaria. Yo te mandaba señales, pero conquistarte no podía. Un padre gana o pierde desde el principio, y si pierde le pasan por encima la goma de borrar.

Clarisa sonrió. Tenía los ojos brillantes como azúcar quemada.

—Hubieras podido separarte –dijo–. Era más honesto.

Lotario la miró como mira un borracho al que ha bebido menos que él. En ese momento no llegué a pensar que su historia excluía las alternativas ponderadas. Como en esas inverosímiles leyendas donde el diablo brota de un paréntesis frío, el viento movió la antena de la radio y, desplazando a Sibelius, la voz de jarabe de Fulvio Silvio Campomanes brotó de una granizada de interferencias. Aunque me vaya la vida, sollozaba, aunque absurda sea tu flor, / amigo, puedes creerme, / respetaré tu opinión. Lotario estiró el cuello como si le hubiesen dado un azote.

—¿Qué pasa? ¿Pero de dónde sale esa bazofia? ¿De dónde sale?

Lo más rápido posible reacomodé la antena. Las interferencias se acallaron, una chicharra cercenó la proclama de Fulvio y algún movimiento de la sinfonía continuó avanzando hacia un eclipse de maderas. Clarisa sorbió un poco de ginebra.

—Están pasando esta sinfonía dos veces seguidas –farfulló Lotario. Pequeñas nubes como pellejos secos transcurrían por los ojos saqueados–. Ves, por una tontería así tu madre no se hubiera exasperado. Ella… está metida en el mundo, concentrada en una personalidad. En otro siglo hubiera sido buena para organizar un salón de artistas, hombres públicos, profesores… Sabe darle a cada cual lo que necesita. Y sin embargo yo no me dejé satisfacer. Tampoco supe explicarme con vos. Tenías dieciséis años, dieciocho, las cosas te estaban esperando… Yo no podía servirte de apoyo. Yo no era… una cosa… objetiva. Si miraba hacia atrás veía más de cuatro décadas oscuras como boca de lobo. Yo era una onda, el hueco adentro de una caña, y apenas hablaba porque ninguna frase me parecía sincera. Así que empecé a comprarme discos y más discos; los escuchaba en casa, en la oficina, me aprendía de memoria piezas de cámara y las cantaba en el coche. Cuando lograba memorizar un pasaje entero de un trío de Beethoven, pongamos, ya me sentía algo. Algo. ¿Me van entendiendo? Fíjense: la música nace de la mente humana, pero al mismo tiempo es una aparición natural, como el olor de la malta, como el sabor del apio. El hombre, desesperado, intenta que no se le vaya de las manos. Para no perderla, la fija a la partitura, a los instrumentos, a los comentarios, a los libros de teoría, a los discos… Y sin embargo la música va más allá, dura como no dura casi ninguna otra cosa y se desarrolla sola. La música absorbe, es una menta autónoma. Para vivir le basta con que alguien la recuerde… A mí, pensando estas cuestiones, me volvía el alma al cuerpo… De todos modos… De todos modos cuando uno dice música, la música, no sólo habla de la melodía fabulosa que a Fulano de Tal le amaneció en la cabeza, como a otros con menos suerte les amanece la idea de comprarse un pantalón; también habla de… bueno, estructuras tonales, ¿no? Yo iba viendo que las estructuras tonales trabajan como los sentimientos. En la cuarta de Bruckner, en un quinteto de Boccherini hay un anda a saber qué que crece, se atenúa, va y viene, se almacena, se divide en partes que chocan y se reconcilian; hay arresto, fervor, calma, encono y apaciguamiento, hasta niebla hay. ¡Ja! Igual a los sentimientos humanos… Raro, eh… Pero guarda, no se piense que cada obra musical significa una emoción con nombre y apellido, que una serenata de Mozart es una pícara travesura y un quinteto de Webern una sombría fatalidad. Eso son baratijas, pasto para los atolondrados… Lo que sí es cierto es que el motor de la música, el fuelle invisible, es de la misma hechura que el fuelle de los sentimientos. Las correspondencias… eso que para mí dice una obra… son un lunar, un síntoma, un cartel indicador. El pulmón fundamental, pensaba yo, está del otro lado, abajo, en el centro, no se sabe dónde, y continuamente hace aflorar lunares nuevos, señales nuevas. Todas diferentes entre sí. Hay millones de piezas musicales, suites de Debussy y motetes de Palestrina, sinfonías seriales y contradanzas, y a la hechura que está en el fondo hay que acercarse desde cada una, incluso desde una frase, desde una nota, como solamente a través del brillo de una gota se puede acercar uno a la idea de la luz… Y yo me decía: Prestá atención a esa aria de Monteverdi, Lotario; hurgala, roela, cavá, cométela. Hasta volverte totalmente distraído… Eso me decía… Distraído como cuando uno está sentado al borde de una laguna, mirando horas y horas las nubes, y de golpe sin darse cuenta hunde la mano en el agua y zas, agarra una trucha… Es un decir, sí, pero eso, eso tiene sentido… Eso es una personalidad: a lo último, ese instante completo soy yo, me imaginaba, me decía. No tengo gracia, no tengo partida de nacimiento, no tengo ventana milagrosa, no conozco bien a mi mujer ni a mi hija, no tengo país. Pero de algo soy una… manifestación, ¿no?, como una manifestación de algo es esa aria de Monteverdi, me decía; y les juro que la incomodidad iba retrocediendo… Tal vez yo también escondía una clave. Después de todo cualquier hijo de vecino tenía que esconderla…

Se detuvo para renovar la provisión de aire. La nariz gruesa, amoratada, se hinchó delante del rostro de piedra pómez. Torpe quizá, pero no impremeditado, yo le dije que la música podía aliviar, sí, pero no cambiaba; que después de escuchar una sinfonía de Mozart uno seguía pensando lo mismo que antes.

—Lino –dijo Clarisa, y la voz llegaba desde otro lugar–, ¿no vas a dejarlo seguir?

Llevado por un vahído, Lotario se agarró a la mesa como si tuviera miedo de levitar. Del Recinto, me pareció, llegaban estruendos mitigados por la vegetación de las lomas. Más cerca, la sinfonía de Sibelius, hebras de alfalfa y vestigios de un parque arrasado, se reconstruía en atisbos rumbo a un tema arrollador.

—Podría aceptártelo… –dijo Lotario–. Pero incluso si la música no conduce a nada, si los sonidos son porque sí o un arreglo entre los hombres, para mí ese costado también es extraordinario. A mí, sin ir más lejos, la música me sacó del pozo… Eso mismo, fijate: yo también podía estar en mi esqueleto porque sí, sin explicaciones. Pero no, ahora estoy mintiendo… Lo que a mí me gustaba era pensar en el fuelle invisible. Y acercármele como fuera posible. Claro, ya no estaba en condiciones de ser Bach; pero si quería llegar al hueso de la cuestión, a ese borde seguro del silencio que él tocó en las partitas de violonchelo, al menos tenía que atiborrarme de música. Y eso decidí, pueden creerme. Decidí que iba a tener toda la música en la cabeza, ser una galaxia: el colmo de la dispersión organizada. Me iba a convertir en el contrapunto más complicado del Universo, y después de conseguirlo me iba a olvidar de mí mismo… Portentoso ¿no? Lotario Wald más allá de Lotario Wald, como Beethoven, en los últimos cuartetos, quería ir más allá de la música.

Con tal fuerza estalló la risa que el aire pareció calentarse y encendido por los ojos turbios entró en combustión. A mí me habría gustado verter unos cuantos cubos de agua. Porque ahora sí me daba miedo lo que iba a pasarnos. Delirando en un rincón de la noche, ese viejo ya no era un padre peligroso sino el cuerpo judío de una locura inducida, el Golem tal vez, y nada me garantizaba que no fuese a arrebatarme a Clarisa en los miasmas de una epidemia espiritual. Ella, con los brazos cruzados, se columpiaba blandamente en la silla. No se podía decir que expresara algo. Más bien era el hueco insignificante, pero lleno de potencia, entre la apariencia pura y la absoluta concentración de verdad.

Así discurría yo, que no era hijo de Lotario. El viejo volvió a carraspear.

—Me preguntaste, Clarisa, por qué no te escribí en todos estos años –dijo en voz más baja–. ¿Por qué? Ya ves: vos estabas en tu cosa, yo en la mía. No te iba a dar una partitura inconclusa… Yo estaba buscando. Yo… ¿Qué quiere decir eso de que en los últimos cuartetos Beethoven intentó ir más allá de la música? ¿Con qué se come esa frase?, me preguntaba. Bueno, para Beethoven la música era la que había recibido, la de sus maestros: Haydn, Mozart y todos los que estaban más atrás, Bach, Monteverdi, si quieren hasta el canto gregoriano. Un proceso hacia la estabilidad, un rigor, las escalas, las claves, las relaciones numéricas entre las notas, desde la polifonía, el contrapunto y el arte de la variación hasta la posibilidad de disolver la melodía, desarrollarla y ofrecerla de nuevo entera como se vuelve a armar un motor después de haber desenroscado hasta la última tuerca. O sea que había… un canon, una manera de hacer. Pero Beethoven el sordo estaba inundado de sonidos, y los conocía bien, y creía que aparte del sistema, de los mecanismos, había… una pureza… una cosa cruda, elemental, que era la que permitía que el sistema existiese… Entonces, más allá de la política… En el cuarteto 130 ya el primer movimiento tiene una serie de tempos diferentes; hay submovimientos, algo insólito para esa época, y la pieza entera está disociada, como un mapa del tesoro roto en pedacitos. En cambio, el 131 es una barbaridad de integrado. Siete movimientos llenos de correspondencias, de ecos, el primer movimiento es una línea paralela del último, cada modulación tiene un equivalente en otro lugar, el conjunto es una esfera pulida… y no hay ninguna decoración: no hay polvo, no es música emperifollada. Ese cuarteto está desnudo. Es energía bruta: no se le puede preguntar nada. Es radiante, existe como puede existir un enjambre de abejas… Eso no se puede explicar con palabras. Frente a eso uno siente que está pegado, adherido al Universo… Bueno, ya lo sé; del Universo no se puede decir: Está ahí… Pero vean, a mí, gracias a Beethoven, dejó de importarme que un empleado público me hubiera cambiado el nombre. Yo, no se vayan a pensar, algo he leído… Sé que se habla mucho de realismo. Pérez entró al bar a tomar un café: realismo. Marta era una muchacha ciega que vivía en la calle tal y cual: realismo. ¡Paparruchadas! El verdadero realismo es la música, lo demás son datos. Realismo es que una obra, pongamos una muy conocida, Las cuatro estaciones, cambie con cada grupo que la interpreta, con cada persona que la escucha. Para mí es larga, para Fulano corta, para un violinista acelerada, otro la ralentiza… Siempre es la misma pieza, y siempre distinta… Y también mi vida es distinta ahora que ayer, aunque sea la misma vida. ¿O no? La Tierra también, y sin embargo ahora está más fría que hace diez mil millones de siglos… Qué sé yo. Realismo, che: un tema con variaciones, una melodía de treinta y dos compases, siempre con los mismos presagios, las mismas imposibilidades, la misma forma de alegrarse y de meter la pata… Pero si en vez de tocarlo despacio uno lo toca rápido, si lo sincopa, si por arriba o por abajo le arrima la misma melodía pero invertida, si la trenza con frases que la perturban o la alumbran, si le quita un compás y medio y en el hueco mete un comentario, parece nueva y se vuelve más soportable… Y eso fue lo que yo me dije un día: Lotario, la vida son treinta y dos compases que se repiten continuamente. Cuantas más maneras encuentres de tocarlos, más cerca vas a estar del fuelle ése. Y también de los muertos, de Eugenia y José Brie y de tu madre y de los otros; porque los muertos volvieron al silencio y la música es el mejor modo de cobijarlos.

No muy lejos, allá donde la oscuridad lo acercaba todo, empezó a crecer el ruido de un motorcito inconstante. Huecos ruidos de guijarros desplazados se le unieron, revueltos, imperiosos, y la mitad de una sombra pasó patinando sobre el borde de la cerca de la casa de Dora. Lotario gruñó. Como quien se despierta en un pulmotor.

—¿Qué pasa, che? ¿Qué pasa?

—Tranquilo, papá –dijo Clarisa con un asombroso bostezo.

Enseguida, rompiendo el fango de la noche como una aleta caudal, nuestro amigo Tristán apareció en la punta del jardín montado en su Mobylette. Silenciosamente se apeó, dejó la moto acostada en el césped y se acercó a la galería siguiendo una línea más bien tortuosa, el torso flaco cubierto por una camiseta sucia, el pelo aplastado bajo una gorra de lana. Parpadeando, Lotario balbuceó un saludo y enseguida quiso levantarse como para ir al baño, pero volvió a desplomarse en la silla y el sopor. Clarisa, en cambio, se alegró; antes de que yo pudiera notarlo ya había ido hasta la cocina y vuelto con un plato de higos secos y avellanas, un agasajo para ese Pablo de Tarso en permanente vigilia de cerveza.

—Tengan ustedes buenas noches –dijo Tristán.

Yo no sabía si invitarlo a sentarse. Clarisa le tendió el plato y él se metió una avellana en la boca. Tardó en empezar a masticarla.

—No me puedo quedar –dijo por fin, raramente descontrolado–. Han matado a Campomanes. Está confirmado.

—No desvaríes –dijo Clarisa.

—Que lo han matado, coño. Te lo prometo.

—¿Cómo? –dije yo, y nada más. Cada pregunta podía socavar una estructura muy precaria, y no era cuestión de dar explicaciones.

—Aún no se sabe. Renato, el brasileño de la boutique, dice que pretendían lobotomizarlo porque estaba hecho una fiera y se les ha quedado en medio de la operación. El padre de la compañerita de Begonia, ése que trabaja en la villa, asegura que él oyó al menos dos disparos.

—Albricias –se rió Clarisa. El siseo de los labios más el abundante silencio de Lotario goteaban sostenidamente sobre mi miedo, lo estaban fortificando.

—Pero me cago en el copón –dijo Tristán–. Hace media hora que la Sarima está pidiendo por la radio que la gente vuelva inmediatamente a sus alojamientos. Y el láser no para. Oye, ¿qué os pasa?

—Nada –dijo Clarisa. Sacudió la cabeza como quien niega la responsabilidad de un robo menor.

Eché una mirada al cielo del noroeste. Entre el fulgor de las luces del Recinto el láser había grabado un letrero apoteósico. Estos son los hombres y mujeres que custodian un futuro sin sospechas. Debajo, en turnos de veinte segundos, se sucedían los retratos de los cien miembros del Consejo Asesor. Junto a la sonrisa pánfila de un hombre peinado con raya al medio, en aquel momento se leía: Erasmo Bellami, suizo, 42 años, diputado del Parlamento Europeo por el Partido Racionalista, Premio Kyorogashi de la Ciencia por sus investigaciones sobre el herpes craneal. Sentí un vahído de inocuidad. Mientras Clarisa mordisqueaba un higo, Lotario, pesadamente, con las dos manos se masajeaba los riñones. Tristán me agarró de un brazo para llevarme hasta la cerca, lejos de la luz del farol. Nos sentamos en el suelo y él tragó varios sorbos de aguardiente.

—¿Tú te das cuenta de lo que estamos viviendo? –me habló tan cerca que casi me tocaba el mentón con la frente.

—Claro.

—¿Y entonces?

—A esta familia, me parece, la historia tendrá que esperarla hasta mañana.

Como si fuesen peces abisales, Tristán los contempló con una piadosa perspicacia.

—Demasiada realidad.

—O lo contrario. Andá a saber.

—Sin embargo es interesante –se rascó la mandíbula irritada–. Están manejando la situación tan mal que sólo han conseguido aumentar el miedo. Yo pienso que deberíamos hacer algunas cosas despampanantes, te fijas. No digo escribir consignas explicando por qué estamos aquí; ni siquiera tomar el láser. Digo algo extravagante, Lino. Ese viejo que tienes ahí podría ser el ideólogo. Es capaz de inventarse cualquier cosa. La mejor manera de aumentar la confusión sería hacerle unas fotos y pegarlas mañana en el Recinto proponiéndolo como gobernador de Lorelei.

—La última vez que me tomé el trabajo de hacer carteles de denuncia –dije yo–, los arrancaron los mismos veraneantes. Vos no los viste, Tristán, pero yo sí.

—No me entiendes –insistió él–. Lotario es una dínamo de locura. Es una potencia movilizadora.

Después se quedó callado; le estudié la cara tiznada, la religiosa nariz de bolígrafo. Medí la ínfima distancia que había entre su emoción y la incomodidad de la familia de la galería. Puesto que yo, como ese poeta que lo puso por escrito, había visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, pocas arrogancias podían asombrarme. Y entonces, encima, ocurrió algo más. Los jazmines exhalaron dulces perfumes narcóticos. Supongamos que el cielo fosilizado se me desplomó sobre la coronilla, que las dos mitades de mi cuerpo aplastaron el tiempo; o que me quedé dormido, un solo instante, entre las rachitas del deseo. El caso es que Tristán dijo:

—Pues en medio de tanta barahúnda han aflorado esos que no aparecen nunca. Tipos armados. Son expertos, pero creo que uno podríamos atrapar.

—¿Para qué?

—Hombre, un juicio sumario y después a la hoguera. Tendríamos unas cuantas horas para convencer a la gente de que fue un sujeto así quien mató a Campomanes.

—¿Dónde viste a los tipos esos?

—No los he visto. Están por ahí. Imagínate a uno ardiendo. Tendría mucho éxito. La aplicación del Talión al expediente de Juana de Arco.

Supongamos que me desperté. Tristán me interrogaba con los ojos, sin embargo. El aire hedía, a su manera, a carne chamuscada, a alquitrán, a gritos de súplica. Desde la galería Clarisa pidió que termináramos de una vez.

—¿Y vos desde cuándo estás tan dispuesto a la acción? –dije. Me dolía mucho la cabeza. Otra vez debía estar bizqueando.

—Pues no lo sé –dijo Tristán. Se restregó las manos contra la camiseta, aunque tan flaco era que nunca sudaba–. Me ha entrado una excitación tremenda. Estoy muy contento, tú. Contentísimo. Me largo.

Fue hasta la galería, le administró un beso a Clarisa y una palmada a Lotario, se llenó la boca de higos y con los carrillos llenos arrancó la moto. Cuando el ruido del motor se iba alejando volví a sentarme a la mesa con un poco de frío. Clarisa sonrió con los ojos vidriosos y me tiró un beso ausente. Alzó la copa. Me pareció que las palabras de Lotario desataban un remolino en la ginebra.

—La cosa, entonces, estaba en que yo era un satélite –roncó de pronto el viejo, y Clarisa dio un respingo.

—¿Qué satélite?

—Un satélite –sin duda Lotario había escuchado lo que contaba Tristán, pero con una sola oreja. Aparatoso y frágil, estuvo un rato carraspeando. En la radio la sinfonía de Sibelius nadaba entre serpentinas–. Un satélite es un objeto que está solo en el espacio, aislado… Pero conserva un movimiento armónico.

—¿No te parece que te estás repitiendo? –dijo Clarisa.

—Quiero decir que un satélite es una entidad… algo sólido… y yo, que también aspiraba a la solidez, en primer lugar necesitaba… no sé… una cohesión, no desperdigarme en sonidos caóticos. Así que decidí convertirme yo mismo en una música… Y alegremente me puse en camino hacia el fuelle de los sonidos… Lo primero que intenté fue diseñarme un bajo, un ostinato… Un ostinato es una frase que se repite, a veces continuamente, a veces por episodios, durante todo un movimiento: es el sustento de algunos edificios musicales. La frase musical repetida en mi vida era que todo se cortaba, que siempre había alguien partiendo. Mi bajo ostinato era… la ausencia… Ya sé, no es un motivo brillante, no es novedoso… Sin embargo era mi motivo, ¿eh? Claro que entonces surgió un problemita. Y el problemita era que, en el brete de inventar una melodía, sólo me venían a la mente fragmentos dispersos. O sea: era una melodía repleta de silencios demasiado largos… Igual, antes de darme por vencido me armé un diagrama de anécdotas: la ventana de Eugenia, el bisoñé de José Brie, la barba del sabio tzadik, el olor de una palangana de plástico recién fabricada, Clarisa con sus primeras medias de señorita… Cuando me quise dar cuenta había tal maraña de períodos y contraperíodos que ni el público más entrenado del mundo hubiera podido seguir un pasaje entero de esa obra. Ah, pero entonces, me dije, entonces lo que vos querés es que te escuchen, a vos te preocupa que alguien pueda no seguirte… ¿No querrás, me dije, una cosita sobria, escalofriante, como esas tres o cuatro notas de piano que al final de La catedral sumergida imitan el sonido de una campana? Bueno. Tanto discutí conmigo mismo que… Bueno. ¿Pero saben qué pasó entonces? Pasó que de repente me empecé a sentir solo. Solo… Y no era como en otras épocas… Antes, mucho antes, siempre había habido… una especie de voz… un dictamen… que colgaba como de una lámpara y señalaba a ese tipo que era yo, y decía: Llegó a Ginebra, decía, Llegó a Lisboa, La madre tiene que haber muerto, Zarpó el barco, Volvió a su casa y no encuentra nada más que la cena preparada, Prende la tele, Este hombre está solo… Ahora no, ahora la soledad venía desde la médula de la pieza musical que yo quería hacerme, y venía porque la pieza no funcionaba ni a tiros… Y mientras yo me iba haciendo viejo. Y entonces así, así… fue como me di cuenta de algo simple: que la mejor música, la que a uno más lo satisface o… lo arrebata, está hecha de pedazos; pedazos, sí, briznas, segmentos, copos, pero sobre todo de relevos y apoyos, sobre todo de vínculos. Y de que para alcanzar la perfección, la solidez al menos, hace falta afianzar la red. Porque solo… solo, uno, como una frase musical sola, cae en la pobreza, en el cercenamiento. Solo, uno muere en el gesto, como esos instrumentistas de dotes geniales que sin embargo no consiguen oír bien al que tienen al lado. Y cuando comprendí esto aceleré la jubilación y decidí venir a verte.

Clarisa, que había estado enrulándose un mechón de pelo en el índice, lo miró sin decir nada, absorta, no del todo reticente, como quien piensa en la luna durante una noche de lluvia.

—Claro que había un problema –siguió Lotario con la voz cada vez más gangosa.

¿Un problema?

—No. No hablo de la distancia entre nosotros… El obstáculo era ese Campomanes… Y no lo tomes como una excusa… No, era un asunto personal… ¡Y cómo no! Yo me había pasado diez años ideando ejercicios para acercarme a la fuente de los sonidos. Diez años trabajando para dar con la ecuación del misterio… Él hacía dinero construyendo tapias, porque eso son sus canciones, paredes para no ver la verdadera música, la que viene de la muerte, el tiempo y el amanecer.

—Menuda chifladura –dijo Clarisa.

Con una mano congestionada el viejo se apretó el pecho, y la camisa húmeda, la carne, se dejaron marcar como hule caliente.

—Chifladura –dijo con un medio grito–. ¿Loco yo? Eso… Mirá, hija… Hay algo que yo no quise mencionar… Algo triste, repulsivo, y sin embargo algo que yo, que soy el monumento al olvido, no quise olvidar nunca… Porque no… Porque vos, claro… Porque una de tus abuelas murió temprano, ¿no? Mi madre, ¿no?, nunca supe cómo, aunque seguramente como murieron tantos, esos varios millones, en los hornos crematorios, con los pulmones envenenados de Zyklon B, asfixiados en vagones, despedazados por perros, abiertos en vida y sin anestesia en mesas de quirófanos, desollados, de cansancio, de frío, a patadas… Eso sucedió… Entonces yo pienso… Ahora está este Campomanes…

—No es un nazi, papá –bufó Clarisa, al borde del abandono–. Campomanes no es un nazi.

—¿Que no? ¡Ja! –el grito brotó como ceniza de sangre–. Esperá un poco… Las canciones de ese tipo llevan desde el primer compás un telegrama que anuncia el desarrollo y el final. Uno escucha un poquito y ya lo sabe todo. Ningún esfuerzo… Ningún enigma… El tipo triunfa porque se apoya en la pereza; es una máquina de crear complicidad… En re mayor te digo que con la primavera me reverdece el corazón, en la relativa menor experimento una duda: A lo mejor tú me abandonas… Qué infección. ¡Qué oprobio! Entonces yo me decía: Ese sujeto es un fullero, me decía, juega con las expectativas más rastreras. Violines en pizzicato: mi amigo se precipita en el vicio. Notas largas de clarinete; yo le acerco comprensión… Te juro que me sacaba canas verdes… Oírlo por todas partes… Toda la gran música, hasta la más huidiza, hasta la estocástica, crea alguna clase de expectativa; pero el desenlace ocurre después de un paseo larguísimo por la disolución… por la muerte, si querés… Y cuando llega el final uno se ha vuelto más sabio y más templado… Campomanes, me decía yo, no reparte dudas. Suelta monsergas, me decía. Es el vicio, la podredumbre, la mentira, la cámara de gas de la música, y todo lo que construyó es una basura… Y mi hija vive en eso, decía… Y entonces tuve la iluminación. Se me ocurrió que había que matarlo… Matarlo. Pero sin eufemismos, eh. Y también sin aspavientos: simplemente borrarlo del mapa. O mejor todavía conseguir que se borrara él mismo… Me figuré que podía hablar con él, explicarle el argumento, hacerle ver cómo fomentaba los callos en el alma del ser humano; si hacía falta lo iba a maniatar para que me escuchara. No podía ser difícil, quién iba a desconfiar de un jovato como yo… Hasta que de tanta vergüenza él mismo se pegara un tiro. Porque al fin y al cabo el tipo es un cobarde, me dije, y no va a poder soportar su propia náusea… Bueno, así era… De un solo manotazo, Lotario Wald iba a visitar a su hija, reparar el vínculo y erradicar un virus… Con este viaje llegaría a ser una obra consumada… Después… Después…

Vistos los ruidos bronquiales que soltaba, aceptamos que la frase se disipara así. Una comparsa de insectos asolaba la penumbra y la sinfonía de Sibelius, exhausta por la fanfarria que la había coronado, decaía en poco más que unos bostezos de oboe y de arpa.

—¿Y? –me atreví a preguntar.

—¿Cómo, y? –tosió Lotario–. ¿No oíste lo que contó Tristán? Me ganaron de mano, muchacho. Me ganaron de mano. Me cacho en diez: habrá sido un asesino experto, un especialista… Un verdadero hombre de arte habrá sido el que lo mató.

Un escalofrío le tensó el tronco con tal furia que por poco se lo arranca de la cintura. El sudor le manchaba la camisa y hasta la cara en tinieblas subió una ola de fiebre. Me levanté a ayudarlo, pero tuve que recular, porque la piel quemaba. Clarisa me pidió que me sentara. Agarró el botellón, vertió agua en un vaso y, apoyando una mano en la nuca de Lotario, con la otra le dio de beber.

—No, no, dejame –dijo él en voz baja–. No te preocupes que no me va a dar un infarto… A mí me aseguró el cuerpo un hombre sabio, un místico… Lástima que no me enseñara a llegar a tiempo.

Clarisa se secó en las rodillas el sudor de las manos. Tenía una mirada ecuánime y nostálgica.

—¿No querés que sigamos mañana, viejo? –dijo–. Más que una confesión esto empieza a ser un producto químico.

—¿Y ahora por qué me insultás? –dijo Lotario–. Yo no tengo biografía, casi no existo. Ahora tenía la oportunidad de hacerle un favor a la belleza, y encima evitar que se me siguiera desparramando la vida… Cuando me enteré qué hacían ustedes acá, más rabia sentí, y más coraje. ¿Cárcel? ¿Mala fama? Taradeces… Yo iba a cometer un acto definitivo… Pero me ganaron de mano. Ésta es la verdad. Y bueno.

Como si la muerte de Campomanes hubiera desatado una anemia provisional, el resplandor del Recinto menguaba a lo lejos bajo el peso de la noche. Sólo la cúpula azul de la Columna Fraterna insistía en sus artificios. La sinfonía de Sibelius se agotaba: un arroyito de cuerdas había suplantado el oboe, pero bajo la monotonía de los timbales se iba borrando como un viento ilusorio en tundras mentales. Cuando quise darme cuenta se había hecho el silencio. Apagué la radio y volví a sentarme. Me pareció que el tiempo nos había resignado: un momento desgajado nos contenía, como un embalse clandestino o una ampolla de líquido amniótico. Pero era un momento de aniquilación. Pensé en los irrisorios útiles que había en la valija de Lotario. Después, por oír algún ruido alentador, eché la cabeza atrás para hacer crujir las vértebras. No dio resultado. La vida de Lotario, una gotera incesante, enfilaba hacia la oscuridad sin desafueros, coda, redención ni plomada; la intemperancia de Clarisa, los arrebatos y la espera se resolvían en una trampa del conocimiento; probablemente Campomanes había muerto sin estrépito; y a lo mejor ni siquiera había un hallazgo que los enemigos de Lorelei pudiéramos festejar armando una fogata en los salones del palacio. Era de lo más intragable: yo nunca había querido aceptar la versatilidad del mal ni la destreza de la nada, y ahí estaban los dos, como gatos de crepúsculo, limpiándose el pelaje en el alféizar de mi ventana. Más allá, en la oquedad, todo se iba haciendo humo, y nadie podía prometerme que no iba a perder también a Clarisa. Y en eso el viejo habló de nuevo.

—Sin embargo es raro –dijo, y el rostro abotagado se pobló de pequeñas elasticidades–. Porque cuando lo oí a Tristán contar que ya habían matado al individuo, me dije: Sonamos, me dije, ahora ya no tengo sentido y me deshago de una vez por todas. Pero lo que me pasa es otra cosa… Me estoy sintiendo enfermo. Y encima viejo.

—Bueno, vamos a acostarnos –dijo Clarisa.

—No, no entendés. Sí me siento viejo… Esto que les conté a ustedes nunca se lo había dicho a nadie… Pero ahora ya está… Esto que les conté soy yo.

Pesado y resollando, con una risita se hundió en la silla como el monarca de un país diezmado por el éxito.

—Algo es algo, ¿no? –dijo Clarisa.

No era solamente un tributo al fracaso. Era una celebración. Clarisa ya había nadado en el miedo, había visto las mandarinas empujándose, los postes persiguiéndose en la ventana del tren, la amnesia repentina, y lo que más pavor le daba era estar seca de justificaciones. Escuchando a Lotario había encontrado la inocencia: tal vez la memoria la hubiese embaucado, pero en adelante, sabiendo lo que sabía ahora, podía ser simplemente una cosa: un sinsentido o un capricho. Y si eso no la libraba de Lorelei al menos la indultaba de sí misma. Decirlo, creo, le habría sido suficiente. Pero a Lotario no había forma de pararlo.

—En el fondo… –dijo–, en el fondo yo sabía que estaba aspirando a demasiado… Pero… Qué fácil es equivocarse durante una punta de años, ¿no es cierto?

Se rascó los mofletes. Entre las arrugas mojadas del cuello, varias venas le latían con ritmos encontrados. A pesar de todo, aún podía agitar las manos.

—Ustedes no le prestaron mucha atención a la sinfonía de Sibelius… No, no: andaban distraídos… Yo los tenía como el fakir a la serpiente… ¡Ja! Pero yo sí que escuché… Bueno, y es que me la conozco de memoria… Esa sinfonía, así como empieza con partículas de sonido, acaba en la indefinición; desde el tema fastuoso del Finale se contrae, se oscurece como… un tarareo de madrugada después de una fiesta. Y a pesar de todo esa también es una forma de acabar. Uno no necesita el chimpún, la definición… ¿me entienden? Y entonces yo me dije… Hace un rato, me dije, pensando en esa música… Me dije: A lo mejor no solamente lo rotundo está completo. A lo mejor yo mismo, acá, sin encontrar un final para lo que estuve contando… ¿Por qué no?, me dije. ¿Por qué no?

—¿Por qué no qué? –dijo Clarisa, y se agarró a la mesa–. ¿De qué cuerno estás hablando?

—Del descubrimiento –dijo él–. De no ser una obra sino un sonido al acaso… O una fuente de sonidos. Un arpa eolia. Eso. Un arpa eolia… Una boca de la naturaleza, un instrumento solitario colgado de la rama de un árbol en un claro del bosque, con las cuerdas movidas por el viento… Eso tendría que haber querido ser yo. Un arpa eolia… Pero, en cambio, ¿para dónde agarré? En cambio… quise ser el oído absoluto, qué codicia. El oído absoluto es una dádiva del azar… Es la facultad de cantar ahí nomás cualquier nota que a uno le pidan o reconocer sin titubeos el sonido que alguien toca. Hay gente capaz de oír un piano y descubrir ipso facto que está afinado un semitono más bajo… Es una forma misteriosa de la memoria… Es casi magia… Mozart tenía ese don a los siete años… No sé qué músico famoso decía que el padre se sonaba la nariz en sol… Extraordinario, ¿no? No todos los genios están así dotados. Wagner, por ejemplo, o Schumann… Y yo tampoco quería… No… Porque en realidad yo era más obtuso… Más desaforado… Yo no quería tener… Quería ser el oído absoluto… El germen de la afinación universal quería ser yo; el compadre del fuelle de los sonidos… Y miren lo que pasó… Adónde fui a parar. Miren… Acá estamos…

Se quedó sin aire. Como si le hubieran arrebatado una baranda, despavorido por un segundo y tieso, dejó caer el torso en la mesa con un ruido categórico, tan sordo, tan seco que tardamos un momento en reaccionar. Primero nos asustamos. De verlo inmóvil nos asustamos más. Clarisa se levantó a masajearle la espalda.

—Viejo, ¿qué te pasa, viejo?

A mí, como dijo un poeta, se me había pegado la lengua al paladar. Clarisa le apoyó una mano en el cuello empapado. Yo quería incorporarlo, pero pesaba como un baúl repleto. Clarisa me apretó el codo.

—Se murió, Lino. No me digas que se murió.

Estuve un rato buscándole el pulso, todo el rato sin encontrarlo. A medio metro de distancia, daba la impresión de no respirar.

—Lotario –dije en voz baja–. ¿Me oye, Lotario?

—Un médico, Lino –dijo Clarisa.

Bajo la mano que no podía pesarle en la nuca, Lotario dejó escapar un gruñido; después la tos le conmovió todas las capas de la cara. Clarisa retiró la mano. Lo vimos apoyarse en la mesa como si quisiera avanzar boca abajo, intentar despegarse del mantel, volver a derrumbarse.

—Tranquilo, papá. Ahora te ayudamos.

—¿Ayudarme? ¿A qué? –una cuarta palabra se prolongó en ronroneos de sierra contra madera blanda–. No, hijos. No… Vayan… Yo me duermo acá. Estoy fenómeno.

—¿Cómo se va a quedar acá, Lotario?

—Váyanse a dormir, les digo –gritó sin moverse.

Clarisa dio un paso atrás.

—Allá vos –dijo–. Entró en la casa y desvistiéndose por el camino arrastró los pies hasta nuestro cuarto.

Yo, porque aún no sabía bien qué decirle, me obligué a cumplir ciertas tareas. Llevé platos, vasos y cubiertos a la cocina, cerré la llave del gas, volví hasta la cerca con una jarra y regué algunas plantas. Ninguna de las maniobras interrumpió el clamor de los ronquidos de Lotario. Así que extraje el I Ching del estante y sentado en el césped tiré las monedas para ver si el azar me abría una puerta trampa. Obtuve el hexagrama Heng, la Duración; pero aunque intentase leer, las líneas empezaron a arquearse como cables telegráficos. Para no enturbiar más la velada, entonces, dejé en su sitio el libro maravilloso, agarré una colcha y cubrí los hombros de Lotario. Después apagué el farol. Las polillas se desbandaron en el aire astringente. En la noche indiscriminada, el bulto que era el padre de la mujer que yo quería desplazaba masas de humedad tibia como un cachalote varado en la resaca. Ya no me extrañaba que Clarisa no le hubiese recriminado el hurto de la verdad, llamémosla así, durante veinte años. Se había contenido, pensé, no tanto por resignación como por una displicente idolatría del misterio. Pero además no hubiese podido acusarlo, porque se daba cuenta de que ningún padre, por valiente que fuera, habría sido capaz de contar una historia como ésa mientras estaba ocurriendo. Me senté un momento en los escalones del porche. Las baldosas estaban frías; el perfume de los jazmines entraba por la nariz, hasta el cerebro, con órdenes de espionaje. Alcé los ojos hacia el noroeste y vi que el láser, deformado por macabras podaduras, chorreaba alrededor de las estrellas unos signos vacilantes como glosas de una mano idiota. Ya no había noticias, ni consignas, ni alabanzas ni música. Eran casi las cuatro y el cuerpo me dolía de los talones al entrecejo, donde una costra finita delataba la labor de Steves. Al entrar al dormitorio encontré a Clarisa en diagonal sobre la cama, mal tapada por la sábana y boca abajo, un brazo ahuecando el almohadón y el otro medio oculto por el pelo.

—Flor de egoísta, ese viejo –le oí decir–. Justo cuando me tocaba hablar a mí se hizo el desmayado.

Me senté en el borde del colchón y le acaricié, una por una, varias pecas de la espalda.

—El láser está loco, Clarisa. Escribe garabatos de retardado mental. Van a pasar cosas. Alegrate.

Ella no comentó nada. Resopló, y junto a los labios el vientito alisó la sábana.

—Se lo inventó todo, Lino –la oí murmurar después.

—¿Qué cosa?

—Todo. Todo lo que contó. Eso no es la verdad. En este siglo los lentes no se pulen a mano. Es todo un invento. Además, ¿qué se cree?, ¿que es un erudito? Vamos, si lo que dijo de la música lo sabe cualquiera que lea las fundas de los discos.

No dijo nada más. No sólo reconocía que en realidad daba lo mismo, porque el hombre capaz de inventar esa historia y llevarla a rastras treinta años no era el de la monótona moneda acuñada por ella, sino también el viejo presentimiento de que Lotario estallaría alguna vez en una ficción desmesurada, de que tal vez ya lo hubiera hecho antes, y de que ella no había querido verlo en Lorelei para no comprobar con cuánta terquedad se había equivocado. Yo, de todos modos, no iba a juzgarla. En muchos sentidos seguía estando sola. Ni siquiera, ahora, le quedaba el resquicio oculto de dudar que Lotario fuese su padre.

Cuando me incliné a besarle el pelo ya se había dormido; de a ratos secreteaba con la funda amarilla, y tuve que moverla despacio para hacerme sitio.