UNO

El 26 a la mañana no encontramos a Lotario en el aeropuerto. Era cierto que habíamos llegado más de quince minutos tarde, pero también era cierto que el Concorde de Aerosur se había adelantado media hora y que, no obstante, el hall pavimentado de mármol seguía lleno de humildes, legañosos guatemaltecos, extremeños, venezolanos, occitanos, tailandeses e incluso yugoslavos que en procesiones eléctricas empujaban sus bagayos detrás de los guías oficiales. Se difundía un olor a caspa, a toallitas higiénicas, a pata y a picante. De las caras yo ya conocía la expresión luminosa pero entumecida: nadie, creo que lo dije ya, nadie en el mundo salvo medio millar de celebridades sabe exactamente dónde está Lorelei.

Como era ella la que se había demorado frente al espejo, Clarisa no podía acusarme y se frotaba desagradablemente la nariz. Poco a poco la vi perderse entre los quioscos; del mostrador de alquiler de coches, entre azafatas ojerosas, cruzó hacia la ventanilla de informaciones; a medio camino el exorbitante mural que había al fondo, una musculosa visión del trabajo en el Cuzco precolombino, la arrebató en un intercambio de partículas doradas. Yo fui para la aduana, bordeé el vestíbulo de Arribos y después de husmear en la cafetería descubrí una mampara desde donde se veía la pista de aterrizaje. Exhaustos bajo el cielo orgulloso, los aviones dormían al calor de su propio brillo como monumentos de un imperio de insectos. Un puñado de operarios estaba fumigando un Boeing de Lufthansa. Algo quería sorberme la memoria, de modo que apoyé la frente en el vidrio para que la frescura me sobresaltara. Era importante no desordenar los elementos más cercanos. Con sigilo, entonces, desanduve el camino hasta el hall. Clarisa volvía de su expedición con los brazos cruzados.

—Y encima casi te perdés vos –dijo.

Nadie sabía nada, ni en Informaciones ni en Tránsito ni en Aerosur, y ella empezaba a sospechar que el viejo le había regalado su obra más madura de autosupresión. Como a escobazos, súbitos boletos atmosféricos, productos de la llamada escuela Campomanes (mucho amor razonado, ningún reproche, igualdad de los sexos en la melancolía, el frenesí, la dignidad, el impulso) nos empujaron de nuevo hasta la playa de estacionamiento.

—Si lo que tuvo ese alcornoque fue miedo de decepcionarme –dijo Clarisa entre los ronquidos del Opel–, metió la pata un montón. No podía quedar mal, porque yo nunca le hubiera tomado examen.

—No te creo –dije.

—Es verdad. No estoy acostumbrada. El que mandaba era él. No hablaba nunca, pero en el fondo dirigía la obra y yo me la pasaba haciendo pruebas para todos los papeles. No sé por qué. De estúpida que era.

Se tocaba los grandes aros de carey haciendo fuerza por no sacárselos. Era todo insufriblemente triste. Rogué que a la tarde llegara otro avión, que Lotario apareciera de golpe en el camino, no tanto para reivindicarse como para que a Clarisa le dejara de temblar la mandíbula. Y no pude rogar nada más. El Opel subió a la balsa con un chirrido de caucho, por el otro muelle bajó al camino de tierra entre campesinas con cestas, dejó atrás el encinar y fue a plantarse frente a nuestro jardín con un bufido que apagó el motor. Entonces, auxiliado por el silencio, a la sombra del porche se definió el perfil de Lotario Wald.

Estaba sentado en el primer escalón, los pies en la gramilla, dos bandas de piel blanca entre las botamangas y los calcetines, los codos sobre los muslos, la cabeza entre las manos. Peinado con fijador, el traje celeste como papel sobre la impaciencia, parecía intercambiar impresiones de viaje con la valija negra que tenía a dos metros. Al oír las pisadas giró la cabeza y un soplo de risa rústica le hinchó el pecho. Clarisa se echó a correr.

—¿Pero qué hiciste? –le gritó, sacándose el pelo de la cara–. Sos increíble. ¿De dónde caes?

Lotario parpadeó.

—Y, yo qué sé. Como no los encontraba vine con una lancha –se le había embobado la sonrisa. No podía ni levantarse y la voz, ronca, tímida, se filtraba entre golpes de sangre–. Una señorita muy amable me notó medio desorientado y me hizo un plano para llegar. Justo salía una lancha… Acá las lanchas son muy rápidas, ¿no? Y la chica esa, de lo más correcta. Se presentó como agregada de algo.

—¿Joya estaba en el aeropuerto?

—No me dijo el nombre. ¿Hice mal, hija?

—No, no sé. Qué me importa esa enana –lentamente Clarisa se sentó en el escalón, primero a un metro de Lotario, midiéndolo, después tanteando las baldosas que los separaban–. ¡Ay, viejo! Hace un rato te hubiera estrangulado.

Porque no debía recordar al último Lotario que había visto sino a otro invariable, una maqueta de gestos fijados en épocas distintas, un hombre pelando una manzana un mediodía de otoño, un hombre buscando la llave en el bolsillo al volver del cine, Clarisa estuvo un momento podando los años. Pero cuando aceptó el abrazo no quiso separarse enseguida. Intenté no pensar que esa emoción crecía a contramano de la memoria, de la zona de memoria que ella me había presentado. Se veían manos en las espaldas, cuerpos aviniéndose con dificultad. Los vi separarse, echar al unísono los torsos hacia atrás, como gente que retrocede al descubrir una ventana abierta, y desviar las miradas hacia las lomas.

—¿Tuviste buen viaje? Tenés cara de cansado.

—No, es que estoy más viejo –miedoso de tocarla, Lotario se alisó el pelo–. Vos, Clarisa, sos una mujer… Sos un pedazo de mujer.

Clarisa le dio un golpe en el brazo; era rabia de verdad.

—Sos un desastre. ¿Tan aburrido era esperarnos?

—Yo… Mirá, no sé. Yo, hija, no me aburro nunca… Tu marido todavía no me dio la mano.

Le acerqué el brazo para ayudarlo a levantarse. El cuerpo era robusto y lerdo, deslindado de una añeja delgadez; en realidad, Lotario Wald era un didáctico plano de contrasentidos. Tenía la frente mojada y la camisa seca; el color de nuez de los ojos desintegrado en islas líquidas y la piel sabática de un rabino, pero las canas y el bigote de un eficaz actor de reparto; la boca sincera y el ceño arisco; un plexo de estibador y manos de agente de seguros. Habría debido usar sombrero de ala, pero llevaba una camisa a cuadros con todos los botones abrochados. Más tarde descubrí otras cosas: tosía mucho aunque casi no fumara. Desde los bordes de la deserción se abalanzaba de golpe hacia la furia, a una especie de ahínco que le hinchaba la nariz rosada y redonda. Decía caracho y no carajo. Aunque le costaba despegarse de una silla, era capaz, se veía, de pasarse cinco horas bajo el chasis de un coche. Estaba lleno de rabia, de torpeza, de estupefacción, de inteligencia, y puede que fueran las erres ligeramente gangosas lo que impedía descubrirlo al principio. No aparentaba ser un alcornoque, ni un poco. Tenía, voy a plagiar, el rostro de un hombre que viene de muy lejos.

Clarisa también se había levantado.

—Lino no es mi marido, papá.

—Para mí da igual –dijo Lotario, y me dio un apretón de mano que habría podido abollar una lata de cerveza–. Yo lo voy a considerar un hijo. Mucho gusto, señor.

—Bienvenido, Lotario. A los hijos no se les dice señor.

—Yo sí, qué vamos a hacerle –espantó una mosca y por un momento se quedó perplejo–. Qué raro es este sitio. Muy raro.

—Sí, tiene sus extravagancias. ¿Usted por qué lo dice?

—Por muchas cosas. Ese artefacto… –como había hundido las manos en los bolsillos tuve que buscar en la comba del cielo lo que la cabeza señalaba. Planeando sobre el río, las gaviotas invadían a chillidos el vaporoso dominio de los patos. Un ánsar se alzó aleteando entre las espadañas, los penachos temblaron y la humedad se cristalizó. Hacia el este duraban los mensajes que el láser había puesto junto al sol: LÁNZASE DESDE EL EMPIRE STATE EL CANCILLER DE EE.UU. - EL HAMBRE ES UN TUMOR EN EL ORGANISMO DEL PROGRESO.

—¿Las noticias? Ya se va a acostumbrar. Es el mundo, Lotario, las cosas que pasan.

—No te asustes –dijo Clarisa–. Sólo cubre un poco de cielo.

—No, si no me asusta –Lotario me buscó los ojos–. Ahora, ¿vos crees que eso representa el mundo?

Tardé un rato en contestar, y creo que al final no dije nada. No era la clase de pregunta previsible en un Lotario Wald que venía provisto de destornilladores psicológicos. Clarisa, por su parte, nunca contestaba las preguntas retóricas, y ya se había cansado de exhibir las orejas engalanadas. Si en la ficha de su padre había un error, o no lo había advertido o le faltaba una teoría que le ayudase a describirlo. Agarró la valija, le tendió a Lotario una mano embebida de sol y entró a enseñarle el rincón que le habíamos preparado en la sala.

La casa es un riguroso cuadrado de techo plano dividido en dos por un tabique con puertas. Una mitad la ocupa una sala embaldosada, donde ponemos un biombo para aislar el catre de las visitas, y la otra se la reparten un dormitorio, la cocina y el baño. Por el norte y por el este la rodea una galería angosta con columnas llamativamente bastardas. Aunque tenemos luz, perspectiva y olor a abono, sufrimos la tacañería que los constructores dedicaron a las viviendas de residentes. Por ejemplo: desde la sala, desde la galería o el porche y hasta desde el jardincito, Clarisa y Lotario debieron enterarse de que yo horneaba tarnasco con cebollas; más allá del gemido de las canillas y los estertores de la bomba, ya oía las primeras crepitaciones de un mundo íntimo desde hacía mucho destinado a ser leña.

Oí toses de Lotario, varias veces en distintos tonos el nombre de Raquel, oí gritos que llegaban del bañito, risas dobles y un portazo; Clarisa entró farfullando a buscar platos: Mirá la porquería que me trajo de regalo, dijo y mostraba una blusita de punto muy adecuada para una viuda profesora de derecho mercantil, se lo va a poner su abuela, ¿vos podés creer?; Lotario, con una camisa beige de manga corta, se asomó a preguntarme si necesitaba ayuda. Después los sentí sacar la mesa a la galería y recriminarse por turno los silencios. Cuando por fin salí con la fuente, estaban sentados uno al lado del otro, los codos sobre el mantel de hule verde, ante una botella de vino ni siquiera descorchada. Lotario acababa de quejarse de que su mujer le escatimaba las cartas; Clarisa le contestó que habría podido viajar mucho antes a averiguar por su cuenta lo que le interesaba.

—¿O tenías mucho trabajo? –lo miraba como se mira la estatua de alguien que no merece perdurar.

—No muestres las uñas, Clarisa –la expresión del viejo, sonámbula y penosa, buscaba refugio en las buganvillas de la cerca–. Tu madre nunca me dijo que te murieras por verme.

—Con ella no hablamos de cosas de familia.

—Me gustaría saber de qué hablan.

El choque de la fuente contra la botella los unió de golpe en una avergonzada abulia. Serví el vino, empecé a trinchar la carne, y estaba pasando los platos cuando del pecho de Lotario subió como una burbuja una sola carcajada abstraída. Tanto parecía haberse alejado que Clarisa le tocó la mano. Una descarga de calor movió los hombros del viejo, le despejó las pupilas y se propagó sobre la mesa dejándonos serenos y con hambre. Mañas de Lotario que yo empezaba a conocer: bolsas de silencio, hinchadas, que en vez de estallar se desvanecían de golpe.

—¿Y vos a qué te dedicás, Lino? –preguntó.

—Trato de repartir el tiempo entre dos menesteres…

—¿Menesteres?

—Lino es excéntrico, papá. Un orfebre del lenguaje –Clarisa jugaba con un pendiente.

—Trabajo de masajista en los hoteles del Recinto y también pinto coches en un taller.

—Polivalente –Lotario apoyó la barbilla en una mano–. Como un Da Vinci del sudor. ¿Y se gana bien?

—No, pero me gusta ser independiente.

—Me habían dicho que a este lugar se venía con puesto fijo –la mirada recorrió el aura del río, la tierra insolada del camino–. El paisaje es fenómeno…

Clarisa sorbió un poco de vino; bastante más le cayó por la barbilla. Lejos chillaba un benteveo.

—¿Y no te interesa saber qué hago yo? –el tic le bordeaba la nariz desde el entrecejo hasta el labio.

—Claro, hija, cómo no. Pero hay tiempo. Tenemos unos cuantos días. Bueno, si ustedes…

—Para vos el tiempo siempre fue un chicle. Cuando no sabés cómo seguir estirándolo hacés una bolita y lo tirás.

—¿Ya empezamos? ¿Tan mal me estoy portando? –Lotario se miró el pantalón como si todo, ropa, piel, rodillas, estuviera fuera de lugar–. Yo con vos no me meto…

Si Clarisa había pensado que el viejo la seguiría a la cocina para negociar, además de equivocarse tuvo que idear otra gama de provocaciones. Un rato después volvió a recoger los platos, trajo la cafetera, volcó un poco de azúcar, limpió mal con un trapo y empezó a conseguir que distintas estrategias de raspaje pusieran a Lotario rabioso y a mí aterrorizado. No obstante, tuve que ir solo al Recinto porque ella había pedido día libre.

De modo que me fui, solo, a trabajar.

La carretera me serenó. Ninguna melancolía vence el furor que siempre me despiertan los robots disfrazados con trajes regionales. Un tanto arrítmicos, como perezosos dobles de actores primerizos, sabaneros y cholos conjuraban la incandescencia del aire saludando con brazos ataviados; pero de nada les valía señalar las cabinas de asistencia mecánica porque yo los odiaba igual, más todavía cada vez que por la nuca o las orejas, no por las bocas inertes, soltaban la grumosa Balada del que espera en interpretación de su autor Campomanes. Como el volumen crecía mientras me iba acercando al Recinto, chof chof proc, en el kilómetro cuatro paré a ponerme tapones en los oídos, cargué gasolina y armado así entré por la avenida Andrés Bello.

Por las veredas, entre las palmeras de la calzada central, desde los umbrales de los complejos habitacionales, tupidos grupos de playeros miraban el tráfico aguardando la irrupción del jeep de Fulvio Silvio. Y así como los shorts, las gorras marineras, las sombrillas colgantes, igualaban a las sociólogas con las mineras, a los podólogos con los peones, en casi todos los cuerpos la felicidad del ruido estaba deslucida, yo lo notaba, por un imperceptible espasmo de desconcierto. Un día más sin noticias de Fulvio era para la gente peor que descubrir un foco de paludismo en el río.

En el taller Arequipa me esperaban sombra buena, olores de caucho y aguarrás, grasa, metaloides, la próspera piedad de Enrique Calduch. Estuve cuatro horas pintando una flota de cochecitos a energía solar que el Consejo Asesor había destinado a una embajada de la Federación Latina de Profesionales Emancipados. Los pinté muy bien: los efluvios me iban mareando y los coches, pequeños, con techo de acrílico, emergían de la influencia del soplete como una mansa carnada de hamsters tonsurados. Mientras me lavaba, el campechano Calduch se acercó en persona a entregarme un cheque por todo el trabajo del mes. Me habló tan al oído que pensé que iba a morderme.

—¿Quieres que te diga una cosa, Lino? Estos días tengo unas digestiones de mierda.

—¿Problemas familiares?

—Qué va. La inseguridad no es buen terreno para trabajar con optimismo.

—Sí, eso dicen las secciones de economía de los diarios. Pero no se dé máquina, Enrique. No puede pasar nada peor que un terremoto.

—Aaaj. A mí los terremotos me dan dolor de estómago. ¿Sabes qué dicen? Que Campomanes ha descubierto un lío gordo y está tan deprimido que se ha enfermado. Por eso no sale. Es la moral.

Lo miré por el espejo mientras me peinaba. Era bigotudamente reflexivo, tenía los maxilares anchos y un ánimo incoloro que no lo eximía de zozobrar cuando peligraban los ingresos.

—¿Cómo, la moral?

—Pues eso, la moral, lo que él siempre defiende. Es algo gordo. Negociados, me han dicho.

Violentamente interesado, buen modo de decir para una novela realista, me fui a hacer un discreto tour por la zona de los canales. En el bulevar Vespucio el aire agrio de cerveza embolsaba una que otra ovación cada vez que aparecían los corredores de las Seis Horas de Ciclismo para Jubilados. Cerca del canal Pelé vi un billete de diez dólares en el suelo. No bien me agaché a recogerlo, dos mestizos con borsalinos y una florista pendenciera se me echaron encima como si estuviese por raptar a un niño. La alarma de las pulseras anticólera les congeló la furia; pero lo más extraño fue que enseguida, en un éxtasis de neurastenia, el canal empezó a dilatarse con un millón de zumbidos. Estaba por huir cuando un brasileño amigo de los Laverty me arrastró del brazo hasta su perfumería; congestionado, obsesivo, empezó a repetir que él sabía lo que estaba pasando, que la pulpa de la cuestión era un cargamento de armas, y después de mirarme fijo, de exigir que le agradeciera el dato, me empujó a la calle y bajó la persiana. Para mi mochila mental era suficiente. Volví a buscar el Opel.

Estaba contento. Camino a casa miraba el cielo del oeste, rojos de ciclamen entre nubes gris rata, pensando que a lo mejor estaba por descubrirse una mentira descomunal. A la altura de las primeras lomas empecé a preocuparme por lo que habría pasado entre Clarisa y Lotario. Me los imaginé, y después iba a saber que había sido así, bordeando el maizal, perdiéndose en el bosque entre encinas y castaños, pisando helechos entre las gigantescas esculturas de piedra ferrosa que la Fundación Thielemans instaló en los claros, tercos, cada uno dudando de la propia solidez, acercándose con cautela, investigándose los prejuicios, cargados con la tarea de encontrar algo fiable bajo la pantomima que es el límite de los ritos paternales; o filiales, no sé bien. Más tarde Clarisa me contaría que los dos se habían sorprendido porque era la primera vez, seguramente la primera, que caminaban juntos por un bosque. No habían hecho mucho más que ofrecerse mutuamente vagos cardiogramas acumulados con los años; las interpretaciones las habían postergado, o se las encomendarían a la distancia, cuando volviera. Y si apenas habían hablado de Raquel Wald, de su airosa trayectoria de mujer entregada al mundo, bien avenida con el mundo y las obligaciones y los teléfonos y la realización, porque para Lotario era como hablar de la niebla y para Clarisa de su libro de cabecera, al menos habían logrado traducirse algunas frases sobre lo que en ese momento tenían a mano.

Tiempo después, cuando terminamos de aceptar que Lotario se había ido para siempre al país de lo ingrávido, Clarisa me contó algo, no mucho, de lo que había sucedido entre las esculturas del bosque. Yo, claro, me dijo, y no la estoy traicionando, no iba a abrirle el alma. No porque me diera vergüenza, ni tampoco como una represalia, tan boba no soy, sino porque estaba segura de que no iba a entenderme. Pero caminar tan callados era triste y al final empecé a restregarle por la cara que estaba trabajando de delineante, que bueno, me pagaban poco, pero eso era por otros motivos, por cosas que él no sabía, pero era un trabajo y para algo me habían servido los dos años de Arquitectura que había hecho aunque él dijese que no me veía en eso, que tenía que buscar por otro lado, dale que dale mortificándome siempre. Fue feo decirlo, la verdad. Pero qué iba a hacer, ¿tragarme la rabia? Y de repente, justo entonces, me di cuenta de que por lo menos no era un cretino; bueno, empecé a ponerlo en duda. Era como si durante todos esos años, o a lo mejor desde antes, hubiera estado investigando algo y ya no dudara de que pronto iba a chocar con un descubrimiento. Me miraba a la cara, caminaba un poco inclinado con las manos agarradas atrás de la espalda. Era raro. Pero más raro era lo que me pasaba a mí. Sentía que esa inclinación, esa manía de doblar el cuerpo hacia adelante me la podía contagiar, o ya me la había contagiado, y no sabés cómo me fastidiaba, Lino, como si hubiese una vértebra que estaba en los dos cuerpos al mismo tiempo; o como si nos faltara la misma vértebra a los dos. Él también se dio cuenta. Me explicó, quiso convencerme de que me acordaba mal, él nunca se había opuesto a que estudiase lo que se me antojara, simplemente creía que para mí iba a ser mejor algo menos “anguloso” que la Arquitectura. “Anguloso”, dijo; la palabrita me metió un anzuelo en la oreja. Después de eso, sin embargo, no supimos qué más decir; y volvimos a casa. Yo, más relajada, me puse a regar las plantas, a cocinar, y ahí fue cuando de repente paso por la sala y él me pregunta si no tenemos una radio. Le di la Panasonic que estaba en la habitación, me fui, la encendió y cuando quise darme cuenta, esto ya te lo conté muchas veces, se las había arreglado para encontrar música clásica, no sé qué te dije que era, algo de violín solo, una partita de Bach a lo mejor, y estaba hundido en el sillón con los ojos como dos balizas, como si se hubiese tomado un valium.

La verdad es que la escena que esa noche encontré al llegar a casa tenía sus bemoles. Con la oreja arrimada al parlante de la radio, Lotario escuchaba no una partita de Bach sino un cuarteto de cuerdas, bastante romántico, con el gesto curioso, no adormecido, de quien bebe un licor presintiendo que en el fondo de la copa lo espera un homúnculo vivo, igual que él pero condensado y poderoso. Y Clarisa, sí, estaba cocinando; aunque la comida, una especie de tarta de puerros, no le iba saliendo del todo bien porque, por mucho que procurase evitarlo, minúsculas tachaduras empezaban a estropear el vigoroso, irritante, anodino padre imaginario que durante años le había servido para eclipsar la masa de Lotario Wald.

Cenamos sin grandes inconvenientes. El tintineo de los cubiertos se alejaba de la mesa para planear en la oscuridad del jardincito entre olores de tierra y dama de noche, mientras otros ruidos, siseos de lechuza, rumor de cañas, un motor de bomba en alguna casa, traspasaban la bruma de organza que subía desde el río. Tomamos café, también fumamos. Como un cometa enano, Ralph Laverty apareció por el camino en visita de cortesía, aunque en vez de interesarse por nosotros prefirió presentarnos su gato nuevo, un siamés ya muy martirizado, y preguntarme si yo hacía pis en el mar; le dije que en el mar no muy a menudo, pero que en el río me gustaba mucho; le encantó darse cuenta de que era lo mismo, porque los ríos van a dar al mar, y bastante tranquilo se fue corriendo, como siempre van los chicos de cualquier parte a cualquier otra. De momento, los pendientes de Clarisa seguían soportando sin rencor que Lotario los ignorase. A mí la mirada se me había escapado hacia el resplandor del Recinto, que teñía el norte del cielo como una urticaria lujuriosa.

—¿No tienes ganas de ir a conocer las atracciones, Lotario?

Clarisa me tocó por debajo de la mesa. Lotario debió darse cuenta.

—Hoy no, muchacho. Acá se está tan bien… Ya va a haber tiempo mañana –pestañeó, sobresaltado por el aleteo de una falena–. Además, yo vine solamente para verlos a ustedes.

—Se le agradece. Y quizás hasta sea mejor esperar, porque hoy el ambiente está un poco revuelto. Algo va a pasar.

—Las ganas que vos tenés –dijo Clarisa echándome el humo en la cara–. No le hagas caso, papá. Es siempre lo mismo. Cualquier día acá es lo mismo.

—Yo no estoy tan convencido –me emperré–. Mi jefe, Calduch, está preocupadísimo. Y ese brasileño fanfarrón que siempre encuentra el dato invalorable me dijo que se rumorea algo sobre contrabando de armas. Eso ya es más difícil de creer, pero por lo pronto de Fulvio no se sabe nada.

Súbitamente Lotario apagó su purito en el plato.

—Ajá –dijo.

—Ajá, ¿qué? –Clarisa se enrulaba un mechón de pelo con el índice.

—Que yo… Bueno, yo en el avión malicié que algún lío había –recién salido de su suite privada de ausencia, Lotario intentó ajustar la voz a los radares del mundo–. Este… ¿Acá hay una cosa que se llama Consejo Asesor?

—Son cien miembros, Lotario. Premios Nobel, sindicalistas, científicos, literatos, actrices, la mar en coche.

—Ya veo. Bueno, en el avión venían como treinta. Las azafatas no daban abasto para atenderlos bien, pero esa gente estaba muy sulfurada. En la escala técnica que hicimos en Dakar armaron una especie de reunión. Se fueron a un rincón de la sala de espera y discutían a los gritos, parecían cacatúas. Y cuando volvíamos por el pasillo, a uno se le cayó una carpeta. De puro caballero yo se la recogí, pero el individuo casi me acogota. Llevaba turbante y anteojos de licenciado; me dijo que no me metiera en esa farsa. Los demás estaban colorados como tomates y no abrían la boca.

Miré a Clarisa. Los porfiados ojos de jerez se esforzaban en la indiferencia, pero había encendido un cigarrillo con la colilla del otro.

—Lotario –dije–. ¿Y ahora nos lo cuenta?

—¿Por qué? ¿Ustedes tienen algo que ver con el tole tole?

Me apresuré a explicarle que era casi al revés: a nosotros un tole tole oficial podía beneficiarnos, y era posible que una explosión de discordia en el Consejo Asesor nos encendiera. Resumir ahora los motivos, no de la explosión sino de nuestro entusiasmo, me obligaría a embarcarme en recuentos que no convienen ni a la urgencia del lector ni a la vertiente testimonial de esta novela. Mucho más enjundiosa parecerá la entrevista histórica que una reportera del Herald Tribune le hizo a Fulvio Silvio Campomanes, el sinsonte de América latina, hará cosa de unos diez años. Pienso que algunos fragmentos van a bastar para que el lector me comprenda. Los reproduzco, aunque muchos los recuerden, y me ahorro así bastantes líneas.

P.: Hace ya dos años que en casi todo el mundo, señor Campomanes, se oye hablar del Proyecto Lorelei. Actualmente, mientras se insiste en que ese proyecto es prácticamente una realidad, mucha gente se da cuenta de que quizá no lo ha valorado en toda su dimensión…

FSC: No se preocupe usted por explicar más. La comprendo. Y voy a responderle, en primer lugar, haciendo un poco de historia, si me lo permite. Cuando Huellas del mañana, mi tercer disco, empezó a escucharse en todas partes, puedo jurarle que yo fui el primer sorprendido. Yo siempre estuve en el bando de los humildes. Mi padre era un modesto cerrajero, allá en Costa Rica; mi madre, una mujer sensible, una hija del pueblo. Yo siempre había cantado por cantar, como los grillos.

P.: ¿Quiere decir que usted no buscaba el éxito?

FSC: Quiero decir que de golpe, mire usted cómo son las cosas, me encontré con que había triunfado sin más estrategias que mi voz y un puñado de verdades sencillas. ¿Cuáles eran estas verdades? Pues la certeza de que el mundo estaba marchando hacia la muerte del amor, y hablo del amor como una fuerza universal, la que mueve lo mejor de la hembra y del varón, la que mueve las empresas trascendentes. Luego, el hecho de que la inteligencia y el talento se encuentran tanto entre los miserables como entre los pudientes. Luego la advertencia de que el escepticismo es lo más fácil de defender, pero también lo que nos deja maniatados frente a la vida. Y, por último, yo lanzaba una convocatoria a los poderosos, los políticos y los industriales: reflexionen ustedes, les decía, pues no sólo están siendo injustos; se están comportando como suicidas.

P.: Huellas del mañana no sólo fue un éxito en el mundo hispanoparlante. Las primeras versiones extranjeras se grabaron en portugués y en árabe, pero, si mal no recuerdo, usted registró de inmediato las mismas canciones en inglés, francés, alemán, italiano, sueco, ruso y… ¿en japonés?

FSC: Sí, si seguimos ese orden, luego venía el japonés, no se equivoca usted. Luego el hindi. Y el chino. ¡Parece un chiste! Pero la gente, generosa como siempre, me ha perdonado la mala pronunciación… En fin, a esto iba: bien, llegamos a los trescientos millones de copias vendidas, recibo en El Cairo el Disco de Diamante y… Y me encuentro con una fantástica cantidad de dinero en la mano. Campomanes es un costarricense que de pronto tiene un poder inmenso. Y entonces me digo: Fulvio, me digo, qué vainas son estas, como dicen por ahí. ¿Tienes oro? Pues haz algo por la gente, hijo. Así empezó a nacer la idea de un centro recreativo y cultural luminoso, una guarida del afecto para que los pueblos recuperaran la convicción de que a todos nos es posible crecer.

P.: “Crecer” no sólo es el título de una de sus canciones, sino una palabra que a usted le gusta mucho utilizar.

FSC: En efecto, así es. El Universo, que es la vida toda, nació de un punto y está en permanente expansión. La vida es un fenómeno aumentativo. Y yo me pronuncio por la vida. Crecer también es madurar, ir hacia adelante, no detenerse, no vegetar… También Lorelei crecerá, y también nuestro confuso siglo.

P.: Quizá quiera usted contarnos cómo encontró el emplazamiento para su sueño particular.

FSC: Pues mire usted, Lorelei no se habría materializado sin la ayuda constante y desinteresada del barón Gerard Thielemans, uno de esos hombres a quienes la riqueza no ha vuelto dementes, una persona cuerda. Como ya he manifestado otras veces, lamentablemente no estamos en condiciones, por motivos de seguridad, de difundir en qué lugar del mundo se encuentra nuestra creación. En el planeta hay todavía mucho terrorismo, demasiado rencor y esa peste tan antigua, antigua como Caín, que es la envidia. Y nosotros debemos proteger nuestra criatura, y muchos gobiernos y organizaciones de buena voluntad nos ayudan, tanto con el secreto como con la contrainformación. En el fondo, yo me lo tomo como un juego… ineludible. Pero bien; mi amigo Thielemans, un hombre de ojo clínico, había adquirido esos terrenos. Era una tierra maldita. Allí había habido un desastre ecológico, se fija usted, y él había invertido mucho en arreglar las cosas. Pero no conseguía colonos. Y hete aquí que una noche, cenando en su casa de Gante, pues de repente va y me los ofrece para mi locura… y es que a veces los ricos también se quitan el freno, ¿verdad?

P.: ¿Y quién puede ir a Lorelei?

FSC: Lorelei no está cerrada a nadie. Todo ciudadano de cualquier país compromisario sabe que una vez en su vida tendrá derecho a un pasaje gratuito a nuestro Recinto. No voy a negar que esto ha provocado algunas… congestiones. Mas con el tiempo se perfecciona la coordinación. Hay, no obstante, un esquema de prioridades: las gentes de Latinoamérica, España, Lusitania y el Tercer Mundo en general, los individuos de menores ingresos, las familias numerosas y las parejas recién casadas están antes que nadie. Pero también existe un cupo para quienes no cumplen esos requisitos. ¡También los daneses acomodados y solteros tienen su oportunidad! Éstos son sólo ejemplos, claro…

Aunque decidí cortar la cita en este punto, a beneficio del lector quiero agregar la descripción de una de las fotos que ilustraban la entrevista. Bien reproducido en cuatricromía se ve a un hombre alto, flexible, de dientes saludables y juventud prolongada un tanto artificiosamente. Viste camisa muy blanca y pantalones anchos de hilo azul. Está sentado en el brazo de un sillón, el torso hacia adelante como ofreciendo cierta clase de auxilio al interlocutor; pero bajo el pelo escaso, negro y lacio, entre la piel atezada y la recta nariz altruista no llegan a perderse dos cortantes ojos de ocelote. No se le adivinaban fobias o perversiones más graves que las de un neurótico común: tiene, como dice Ponge de no sé qué molusco, demasiados órganos de circunspección. Desde el punto de vista artístico, aunque es, aunque era costarricense, habría podido ser uruguayo, ceutí o asturiano; escribió sus canciones en un español ecuménico, sin rasgos, sin polvo de desviaciones, untuoso como el de una guía de viaje por Latinoamérica hecha en una universidad soviética. Por ejemplo:

Hoy, amor,

he tapado la gotera

por donde la lluvia inquieta

caía sobre nuestro pan

cual furtiva compañera.

Pero luego

me arrepentí de mi celo

pues la comida y la mesa

parecen echar de menos

la líquida caricia espesa.

No sé, amor, si comprendes,

pero me he sentido carcelero

de toda la naturaleza.

Y sin embargo

no me hace falta

ser un satélite en órbita

para saber

que el mundo es azul y verde

como el ser

de un niño que sucio aun

al llorar se llena el pecho

del júbilo de nacer.

Etcétera.

Versos como éstos, y otros de desarrollo no menos inconsecuente, suelen estar adosados a músicas de armonías precarias, consabidos juegos de subdominante-dominante-tónica con alguna incursión triunfal en las relativas mayores o menores, según los casos; y, como pieles embetunadas, ganan brillo gracias a buenos arreglos orquestales que tanto se apoyan en el cuatro, el bombo, el sikus o el requinto como en el sintetizador, el saxo y la caja de ritmos. No quiero hacer más comentarios. En la época que estoy contando se me hacía peliagudo entender cómo Campomanes podía vivir impávido en un mundo donde habían existido Lennon y McCartney o Edith Piaf, no digamos ya los hermanos Gershwin. Pero en esa voz de raso húmedo la gente encontraba algo perturbador; y es así que Lorelei supuraba canciones, incluso de los discípulos de Fulvio, por todos los orificios, y uno tenía la sensación de que le habían convertido la cabeza en un blanco móvil teleguiado por extraños propietarios.

Una instantánea similar fue lo que intenté ofrecerle a Lotario. Cuando puse al fin el silencio artero de los buenos contadores, a él le dominaba el rostro una mueca ancha, disgustada, y fingía saber tan poco del asunto como si hubiese estado veraneando en un armario.

—¿Y entonces? –preguntó mirando el río.

—Es fácil, Lotario. Si de veras está pasando lo que se rumorea, si alguien de muy arriba, a lo mejor él mismo, se metió en un pantano, les va a ser difícil evitar que la obra se desmorone.

—¿Qué obra?

Era curioso que hiciese esas preguntas mientras los ojos se le iban enrojeciendo como luces de ambulancia, un matiz que Clarisa se negaba a distinguir.

—Decime, viejo, ¿en qué mundo vivís? –entre los dedos, el pucho del cigarrillo parecía un boleto usado.

—No sé –dijo Lotario, y yo anoté la respuesta.

—¿Y hay algo que sepas?

—Ese cantante –apoyó los codos en la mesa– es un incompetente. Lo único que yo sé de él es que hace una música inmunda. Un insulto al oído. Y entonces me pregunto qué los trajo a ustedes acá. Pero más no sé.

—Yo puedo contarle algo más –miré a Clarisa, pero se estaba mojando los dedos en un charquito de vino–. Ayer tuvimos que presentar una ficha suya para que entrara en una computadora. Lorelei, Lotario, no es un lugar tan afable. Por eso sería interesante que se descubriera alguna basurita.

—Ah –dijo él. En la penumbra húmeda, la figura se volvía inasible y rojiza, como una nube de polvo de ladrillo–. Pero entonces ese tipo es un crápula. ¡A ése habría que matarlo!

—¿Cómo dice?

En el silencio súbito los chillidos de los murciélagos cambiaron de frecuencia.

—No, nada –Lotario apoyó los nudillos en la mesa–. Nada.

—Campomanes no es el hueso, papá –Clarisa se había levantado; estaba aspirando la noche y el pelo rojo se le agitaba como un complejo sistema de lianas–. Los ídolos tienen sus sueños extravagantes. A Lino le gustaría que alguien rompiese la vidriera, se llevara el maniquí y dejara a la vista la mierda que hay atrás. Pero Lino es un ingenuo. Campomanes no puede haber hecho nada malo; no es un villano. Lo más seguro es que hayan descubierto alguna barbaridad de Sarima.

—¿Y ésa quién es?

—La novia, viejo. Sarima Benatar. Vos, es que no leés ni los diarios. Bueno, me voy a dormir.

Como mi utopía íntima incluye caprichosos mapas de orden trivial, suelo tardar mucho en acostarme. Aquella noche, además de fregar la vajilla, barrer un poco, cepillarme los dientes y apagar las luces, me senté en la galería con el tesoro del I Ching sobre los muslos. Si a lo lejos el láser de la Columna Fraterna me anunciaba que en Europa las temperaturas eran bajas, alguna imagen que descubrí en el libro mencionó las ejecuciones. No adelanté mucho más: me acordé de los ojos herrumbrados de Lotario, y en el viejo seguí cavilando después hasta muy tarde, mientras, con Clarisa al lado mío anulada por el sueño, lo oía roncar como yo no pensaba que se pudiese. Parecía la sala de máquinas de un rompehielos acorralado.