La noche de mi vida
Vivo de noche. No de forma licenciosa ni por azares de un turno laboral peculiar. Vivo a oscuras porque he perdido mi luz.
Es algo que no ha ocurrido de repente. No me he levantado esta mañana y he dicho: «Anda, se me ha ido todo a la mierda y no me he dado ni cuenta». Nada de eso. Durante los últimos años he sido consciente de que algo iba mal, de que el camino por el que me arrastro cada día no es el que debería haber elegido, de que así no soy feliz…, pero no hago nada por solucionarlo. No creo que pueda hacer nada. No me veo capaz de hacerlo. He intentado convencerme de que me quejo por vicio: tengo un trabajo estable, una vivienda acogedora, amistades, familia… Pero repetírmelo no ha provocado que me sienta mejor. Lo único en lo que encuentro consuelo es el agua.
De tres a cuatro veces por semana me dejo caer por la piscina municipal, me pongo un bañador y nado un buen rato. La sensación de aislamiento, la ingravidez, estar envuelta en litros y litros de agua tibia, en silencio, me resulta mucho menos asfixiante que lidiar con mi realidad. Mi burbuja artificial es pequeña y gris, pero segura.
El problema es que, poco a poco, me he ido convirtiendo en una especie de ermitaña. Prueba de ello es que hoy, cuando he salido del polideportivo municipal y he tenido que abrigarme hasta las cejas por el frío del febrero madrileño, he pensado: «Se está quedando una noche estupenda para encerrarme en casa». Y de camino voy, iluminada solamente por las farolas de la calle, los letreros de las tiendas y los faros de los coches. Solamente.
Suspiro al llegar al portal, subo el único tramo de escaleras que lo separan de mi planta, arrastrando las zapatillas por cada peldaño, y abro con cautela la puerta. El salón, de paso, también está en penumbra. Espero hasta que se me acostumbran los ojos y miro a mi derecha. No hay nadie en el sofá. A la izquierda, en el perchero que hay cerca de la puerta de la cocina, solo está colgado uno de los abrigos de Leticia. Menos mal. Temía encontrarme con otro espectáculo erótico-festivo como el del viernes pasado.
Sin entrar en discusiones sobre la culpabilidad del suceso, resumiré diciendo que mi querida compañera de piso y yo tuvimos un pequeño problema de comunicación. Vamos, que yo le dije que cenaría en casa esa noche y ella entendió que no, y le dio por convertir nuestro saloncito en la cueva del amo Logan. Con velas, látigos de cuero, columpio sexual y todo.
Sé que no podré borrar de mi cabeza la imagen de Leticia atada de pies y manos, amordazada y ofreciéndose con el culo en pompa, pero el columpio se ha quedado. Le da un toque muy cool-underground al piso.
Hace un año habría apostado mi primer hijo a que jamás de los jamases sería testigo de algo parecido, pero…, ya veis, la vida es así de impredecible. Leticia —la típica niña bien, ojito derecho de su padre, licenciada en Psicopedagogía en Deusto y católica practicante— un día se plantó frente al espejo y se aceptó tal como era: una brillante directora de un jardín de infancia muy exclusivo, ubicado en una de las zonas más caras de Madrid, y una sumisa sexual dispuesta a satisfacer todas y cada una de las necesidades de su amo. Mi respeto hacia ella creció bastante cuando me enteré de su salida del armario de las fustas, pero ahora no gano para sustos.
Y, hablando del rey de Roma, su rubia cabecita asoma por la puerta de la cocina.
—Hola. Llegas pronto —saluda, con una voz que me resulta sospechosa.
—Dime, por favor, que no estáis… haciendo eso… ¡en la cocina! Que ya lo hemos hablado: en tu dormitorio o, como mucho, en el baño. ¡Pero en las zonas comunes no, tía, que luego lo paso fatal cada vez que me acuerdo! No porque tenga nada en contra de lo que hacéis, que quede claro, pero es que no estoy acostumbrada y…
—Vega, para —me interrumpe—. Estoy sola.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Vaya, pues perdona. —Hago un mohín y dejo caer la mochila que llevo en el hombro—. Es que he tenido un día de perros en la oficina y salto a la mínima. No he podido ni desconectar en la piscina. Solo me apetece tumbarme en el sofá, taparme con la mantita y ver la tele hasta la hora de cenar.
—Yo he quedado con Iván. —Ilumina su bonita cara con una sonrisa—. Vamos a un club nuevo que han abierto en el centro; hoy hacen noche de impacto. —Da palmaditas, tan contenta.
—¿Noche de impacto? —Frunzo el ceño. ¿Eso no era un programa de la tele?
—Sí, de impacto. —Me mira con la boca abierta, suspira y, como si yo fuera uno de sus alumnos, me explica—: Los anglosajones llaman «juguetes de impacto» a las palas, floggers, látigos, thuddies…
—Vale, vale, ya me hago a la idea. —Le corto con un gesto de mano. Demasiada información que no necesito—. Pues nada, que te diviertas, pero, por favor, no traigas más mobiliario bdsm a casa —bromeo.
—Te sorprendería lo mucho que podría ayudarte un poco de bdsm, querida.
Me deja a cuadros, me guiña un ojo y se marcha expeliendo una estela de la colonia de bebé que siempre usa.
Toma ya. Ahí va Leticia —doña «no como comida a domicilio porque a saber lo que hacen los repartidores con ella»— camino a una cita de impacto. Lo dicho: vivir para ver.
Cojo la mochila, cruzo el salón hacia el pasillo y al fondo, a la derecha, me adentro en mi templo, lo más sagrado que poseo. Bueno, y lo único, porque, por no tener, no tengo ni coche —me saqué el carnet con veinte años, por hacer algo aquel verano, más que nada, pero apenas he conducido; entenderéis que, casi ocho años después, no vea muy seguro intentarlo de nuevo. Para el resto de conductores, sobre todo—. Por norma general, mi templo es una habitación bien iluminada, ordenada, decorada al gusto de Ikea, con muebles blancos funcionales, un par de lámparas y fotos. En la esquina de la derecha, debajo de la ventana, tengo una butaca clásica con orejeras y una mesita de madera al lado. Mi rinconcito zen. Ahí es donde me relajo, leo, escucho música y me escondo de la vida.
Pero hoy mi cuarto, en vez de un templo, es más bien un mercadillo. Mis complejos se han despertado antes que yo, y he tenido que probarme medio armario antes de poder salir a la calle. Estudio el desastre que hay a mi alrededor y me da pereza extrema ordenarlo, así que suelto la mochila, me doy media vuelta y me refugio en el salón.
Me encanta estar sola en casa. Me permite no sentirme culpable por no hacer nada. Leticia es puro nervio, siempre está liada con algo. Y no es que me queje, es que la veo y pienso que debería hacer lo mismo; me pongo a ello, pero enseguida la vagancia me puede, y termino por escaquearme ruinmente, aunque, eso sí, sintiéndome fatal. Lo bueno es que Leti no para mucho por casa, por eso vivo aquí. Bueno, por eso y porque ni de broma podría encontrar una habitación tan chula y tan cerca de Atocha por la miseria que le pago. El piso es suyo, regalito de graduación de papá.
En un principio, cuando el abismo se abrió ante mí después de terminar el grado de Traducción e Interpretación y comprendí que veintidós años en Soria habían sido suficientes, decidí venirme a Madrid e instalarme con Sara, que es de mi pueblo y mi mejor amiga y que ya llevaba en la capital un par de años con buenos resultados. Lo intentamos, de verdad, durante casi tres meses, pero todo nuestro amor no fue bastante, y decidimos que debíamos separar nuestros hogares por el bien de nuestra amistad.
Por aquel entonces, Marisa, de la oficina, me comentó que su prima Leticia buscaba compañera de piso; que no es que le hiciera falta el dinero, pero no le gustaba vivir sola, «y nunca está de más que te ayuden con los gastos». En fin, que quedamos esa misma semana, y, nada más entrar en el apartamento, me sentí como en casa. El olor a suavizante, el mullido sofá y la luz que entraba por la puerta del balcón del saloncito, iluminando el cuidado parqué, terminaron de convencerme. Bueno, eso y la secadora y el aire acondicionado, para qué engañarnos.
Y aquí estoy, vegetando cual octogenaria en el mullido sofá, con mi adorada mantita —cortesía de Iberia— y tragando telebasura de forma obscena. ¡Soy casi feliz!
Suena mi móvil.
Abro los ojos, me limpio la babilla adherida a mi comisura derecha, estiro el brazo hasta la mesa y logro preguntar:
—¿Qué quieres?
—¿Estabas dormida?
—No, Sara —respondo con voz pastosa.
—¡Estabas dormida! Un viernes, a las nueve, ¡y estabas roncando! Cari, hay gallinas que se acuestan mucho más tarde. —Se ríe a carcajadas de su propia gracia.
—Eres imbécil.
—Prefiero imbécil que narcoléptica. —Sigue riéndose—. Bueno, que voy conduciendo…
—Pero ¿cuántas veces tengo que decírtelo? —Me enfado—. Cualquier día vamos a tener un disgusto. Para en doble fila si hace falta, pero no…
—¡Calla, pesada! Hay una fiesta de gq en el Dark y he conseguido que nos cuelen. Ve desempolvando el disfraz de guarrilla.
—A ver, Sara. —Me sujeto el puente de la nariz—. Punto uno: no tengo ropa de ese estilo, y lo sabes. Punto dos: no voy a salir.
Ni muerta me muevo del sofá. ¡Ni por Matt Bomer en pelotas!
Bueno, por Matt Bomer, a lo mejor sí…
—Cari, o sales por tus propios medios o te saco yo de los pelos, pero a la fiesta vas a ir. En media hora estoy en tu casa con algo de ropa. Ve espabilándote.
—De verdad que no me apetece nada, y además…
Me cuelga. Muy de Sara eso de dejarme con la palabra en la boca.
Hala, ¡ya está! Por sus santos ovarios tengo que abandonar mi burbuja esta noche y arrastrar mi trasero hasta un garito para que mi querida amiga encuentre a cualquier pringado que le haga pasar un buen rato. Y quien dice «pringado» dice «Marcos», el gilipollas al que nunca le niega nada. De verdad que, aunque lo intento, no consigo entenderla. Sara es divertida, sincera, superinteligente y muy guapa, guapísima; pero no porque sea mi mejor amiga, no, porque lo es. Es una tía de bandera de esas por las que caerían imperios. Tiene un cuerpo impresionante, estilizado y definido: ni lorzas, ni celulitis ni una triste estría. Que su trabajo le ha costado, no os vayáis a creer, pero, vamos, que yo, ni con todo el ejercicio del mundo, conseguiría semejante tipazo. Por no hablar de sus… otras cualidades; dos redondas, firmes y perfectas cualidades por las que yo mataría. Y para rematar el conjunto, una melena larga, morena, con un rizo natural que la hace parecer salvaje, y unos ojos verdes enmarcados en una cara de muñequita sexy que quita el hipo.
Sara podría hacer arrodillarse al hombre que quisiera, sin duda, pero siempre elige al más idiota. La vida sentimental de mi amiga es un desastre, justo lo contrario que su vida laboral: es la comercial más joven y con más contratos de todo su departamento. Cobrar los cheques con las mejores comisiones de su empresa es su nirvana particular, y otra de las cosas que le proporcionan felicidad mística a mi amiga es torturarme con sesiones de belleza. Me lleva utilizando como si fuera su Nancy desde que yo tenía seis años y ella ocho. Hoy llegará mosqueada, porque ya son casi las diez y no va a tener tiempo para recrearse a gusto. Sonrío malignamente y me acurruco en el sofá. Con un poco de suerte lo mismo me libro, pienso, y, justo entonces, suena el telefonillo.
Me levanto de mala gana, voy hasta el dichoso aparato, que está en la cocina, y pulso el botón de la llavecita. Antes de que pueda llegar a la puerta, mi amiga ya la está aporreando.
—¡Abre, que para cuando lleguemos ya no quedará ningún maromo decente! —dice a voces desde el descansillo.
—Voy… —Giro el pomo de la puerta y soy estampada literalmente contra la pared del recibidor—. ¡Pero bueno! ¿Estás tonta o qué? —Me froto la cabeza.
—Perdona, cari, han sido las prisas. ¡Vamos, vamos! ¡¡Que es tardísimo!!
Sale corriendo al cuarto de baño, cargada con su maletín de pintura de la señorita Pepis y una bolsa de deporte que, con seguridad, estará repleta de ropa muy pequeña que no me apetece nada ponerme.
—Si hubieras llegado cuando has dicho que lo harías, no sería tan tarde —refunfuño, arrastrando los pies por el salón.
—No seas gruñona y pasa, que te apaño en un momentito. —Sonríe.
Me peina la melena de lado, con unas suaves ondas, y me maquilla hábilmente, mientras me regaña por no hacerme limpieza de cutis más a menudo. Termina en un santiamén; me miro al espejo, y tengo que reconocérselo:
—Eres una artista. ¡Si no parezco yo!
—Anda, anda, con lo mona que tú eres…
—Mona, sí, pero de las que trabajan en el zoo. —Me río hasta que me arrea una señora colleja y me lleva a empujones a mi habitación.
Nunca me he considerado una belleza ni nada que se le acerque. Yo soy una mujer normal. Tirando a bajita. Más morena que castaña. Ojos marrones. Talla que oscila entre la treinta y ocho y la cuarenta. Tengo una cara bastante expresiva, eso sí, pero no siempre juega a mi favor, y terminaré llena de arrugas antes de los cuarenta…, cosa que no me quita el sueño. Lo único que me ha hecho pasar alguna noche en vela es pensar que, aunque no soy Quasimoda, no me gusto. Ni un poquito siquiera. Tengo la enfermiza inclinación de compararme con los demás, y yo me veo menos. ¿En qué exactamente? Pues ni idea, pero debe de ser lo que ha provocado que, a mis veintisiete años y medio, no haya encontrado a nadie dispuesto a quererme.