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Ginebra

El último lunes del invierno, quince días después del baño más especial de mi vida, llego a la oficina de buen humor. Es lunes, sí, y seguimos con mal tiempo y el metro estaba tan lleno como siempre, pero el color de mi burbuja ya no es tan gris. Eso lo cambia todo.

Mi jefe aún no ha llegado, así que, sin prisa ninguna, enciendo el ordenador. Coloco el bolso encima de la cpu, me recuesto en la silla y dudo si empezar por el correo o irme a por un cafetito cuando me suena el móvil. Es un wasap de John. Después de mes y medio de correspondencia 2.0 debería haberme acostumbrado, ¿verdad? Pues no. Cada vez que recibo un mensaje de él lo que vibra en mi interior se hace más fuerte.

Buenas noticias.
Espero que para ti también.
Regreso a Madrid a final de mes.
Dime que tienes un hueco en tu agenda para mí.

Buenos días, John.
Veré qué puedo hacer con mi agenda…

Arrugo la nariz y empiezo a mordisquearme las uñas. Quería parecer juguetona, pero no vulgar, y al final me ha quedado superrancio.

En fin, ya no hay nada que hacer.

Antes de negarte, considera que lo de aquella noche fue solo un aperitivo.
Si no hubiera tenido que volar, te habría follado hasta el domingo.

Intento tragar saliva, pero no puedo. Todos mis fluidos se están concentrando en mis braguitas. Una voz desagradable hace que me sobresalte.

—¡Vega, ven a mi despacho! —grita mi jefe sin levantarse de la silla.

Estaba tan absorta en el móvil que no me he dado ni cuenta de que había entrado. A ver qué marrón me enchufa ahora. Me levanto y entro en su guarida.

—Buenos días, Manuel —saludo sonriente. Voy de buen rollo, por si acaso.

—Buenos días. Toma asiento —ordena con solemnidad. Obedezco sin rechistar y me pongo mentalmente en lo peor, como viene siendo habitual en mí—. Verás, Vega; ya sabes que últimamente han estado las cosas un poco revueltas en la empresa y se esperan cambios sustanciales.

¡Ahí está! Me voy al paro, como si lo viera.

Manolito se endereza en su silla, coloca los codos sobre la mesa y se atusa el bigote.

—Mi gestión de la crisis ha sido muy bien recibida por los jefes, y me han propuesto ser uno de los oradores del próximo congreso en la central de Ginebra.

¿Su gestión? Y el resto qué estábamos, ¿dando palmas? Está claro que no hay nada mejor que saber venderse bien.

—Te felicito. —Por sus dotes de autobombo, más que nada.

—Gracias, Vega. El evento será la primera semana de abril. Te vienes conmigo.

¿Entonces no me despiden? ¿Y me voy a Ginebra?

—Vale —logro balbucir mientras intento procesar la información.

—Viajaremos el viernes 28 de marzo, después del trabajo; tengo que entrevistarme con un par de personas antes de que empiece el congreso. —Ya, claro. Lo de que no aguanta a su mujer y así no tiene que verla el fin de semana seguro que no está relacionado—. Tú puedes aprovechar ese tiempo para preparar mi discurso y para ir de tiendas, a la peluquería y demás cosas de mujeres. Te paso los detalles en un mail interno. Actualiza mi agenda y encárgate de los vuelos y el hotel y esas cosas. Puedes irte.

Me marcho a mi escritorio y, cuando me aseguro de que Manolito no me ve, sonrío de oreja a oreja. Llevo queriendo ir a Ginebra desde que entré en la empresa. Es el viaje estrella. Cuando van los comerciales, vuelven contando maravillas de la ciudad y de la sede central. Pero Manolito no habla ni gota de inglés, y siempre ha evitado viajar al extranjero. Valladolid, Toledo y Murcia me los conozco estupendamente, pero Ginebra… Ginebra mola mucho más, dónde va a parar.

De pronto, me doy cuenta de que soy una asistente que viaja a congresos por Europa y se me sube la tontería a la cabeza. Hoy paso de la piscina: necesito ir de tiendas. No puedo ir por el mundo vestida con vaqueros de Primark, hombre, por favor. Me voy a ir de compras a esas tiendas donde normalmente solo miro. A la Milla de Oro, ¡porque yo lo valgo!

A las nueve de la noche llego a casa agotada, escandalizada y arrepentida. He recorrido todas las tiendas de firma, habidas y por haber, y al final solo he comprado un pañuelo y una camiseta ultrarrebajada. ¡Qué precios, por dios! Vale que la ropa fuera preciosa, pero ¿esa gente sabe lo que gana un español medio? ¿Quién puede permitirse ese estilo de vida?

John seguro que puede. Solo hay que ver la suite en la que se hospedaba. Y Drago también puede, ¡más que de sobra!

—Hola, Vega —murmura Leticia desde el sofá, enfrascada en su Kindle.

—Hola, ¿qué haces? —pregunto absurdamente.

—Pues ya ves, de relax, ¿y tú? Traes carita de cansada —aprecia bajando sus gafas.

—Lo estoy, créeme. Ir de compras puede ser muy duro.

—¡Qué dices, mujer! —Me mira como si estuviera loca—. ¡Ir de compras es genial!

—Claro, para ti, que eres rica.

—Yo no soy rica, Vega.

—Lo eres. Solo tienes que mirar tu armario.

—Ya sabes que puedes coger lo que quieras.

—Te lo agradezco, pero creo que es evidente que tú y yo no tenemos la misma talla.

A veces he llegado a pensar que no somos ni de la misma especie.

—Anda, tonta, si cada día estás más buena. A ver, ¿qué caprichito te has regalado?

—Mira. —Hago un puchero y le paso las dos míseras bolsas que llevo en la mano.

Leticia saca el contenido como lo haría una niña el día de Navidad y exclama contentísima:

—¡Pero este pañuelo es supercuqui! ¿Me lo dejas?

—Vale, pero para ir a trabajar, ¿eh? —le advierto levantando una ceja. No quiero que me lo pervierta en antros sadomasoquistas.

—Claro, querida: para lo otro esta seda no aguanta lo suficiente —dice como si fuera evidente.

Joder con Leticia. Cualquier día la veo dando conferencias como Manolito.

—¿Cómo te ha dado por ir de compras? —pregunta doblando la camiseta. La mete en la bolsa con la nariz arrugada. Se ve que no le ha gustado.

—¿Abrimos un vinito y te lo cuento?

Una botella y media después, estamos riendo como hienas, desparramadas en la alfombra del salón, cuando suena el telefonillo. Nos jugamos a piedra, papel o tijera quién se levanta, y pierdo, así que, tras un esfuerzo titánico, me pongo en pie, me tambaleo hasta la cocina y agarro el instrumento zumbante.

—¿Quién es?

—¿Vega?

—Chi —contesto, y empieza a entrarme la risa tonta.

—¿Has perdido el móvil?

—Nop.

—Abre.

—Vale.

Pulso el botoncito de la llave.

—¿Quién essss? —pregunta Leti, intentando incorporarse del suelo.

—No sé. —Me encojo de hombros y me parto yo sola. Cómo pega el Albariño…

Llaman a la puerta tres veces, con fuerza. Me recompongo un poco de mi histrionismo y abro.

—¡Has venido!

Me lanzo a sus brazos, haciéndole retroceder unos pasos.

—Y tú… has bebido. Cantidad, por lo que huelo.

Avanza a trompicones conmigo agarrada a su cuello y cierra la puerta con el pie.

—¡¡¡Draaaagoooo!!! —chilla Leticia desde el suelo. Ha conseguido sentarse con las piernas cruzadas, pero se ladea peligrosamente cada vez que se mueve—. ¡¡¡Qué gaaaanas tenía de conocerteeee!!! ¡¡¡Soy suuuuperfáááán tuuuuya!!!

—Leticia, supongo —dice con encanto él, soltándome en el sofá. Se acerca a Leti, le planta dos besazos que la dejan con cara de boba feliz y se sienta a mi lado.

—Quééé guaaapo eressss.

—¡Leticia! —le riño para que pare de acosarle.

—¿Cuánto habéis bebido? —pregunta Drago intentando no reírse.

—No bucho, en sedio. —¡Joder! ¿Y ahora por qué no vocalizo?—. Voy a hacer café. —Pronuncio con cuidado cada sílaba. Madre mía, qué pedal más tonto.

—Mejor estate quietecita. —Drago impide que me levante, cosa que le resulta muy fácil—. Ya lo hago yo. ¿Dónde está la cocina?

—Es esa puerta. —Señalo a mi espalda, a ningún lugar en concreto.

Francesco se levanta y se dirige a la cocina sonriendo.

—Qué guaaaapo essss —repite Leti en su trance etílico.

—Sí, está de miedo.

—Puedo oíros desde aquí —dice Drago, y otra vez nos entra la risa tonta. Eso me recuerda… ¡Tengo que ir al baño!

Mucho más liviana, y con la cara lavada con agua muy fría, regreso al salón y me encuentro con Leticia echa un ovillo dormida en el suelo. Francesco sale de la cocina con dos tazas de café y la mira con curiosidad.

—Se ha quedado frita —explico absurdamente.

—Ya lo veo, ya. Toma.

Me pasa las tazas y hago lo que puedo por no derramar su contenido al dejarlas en la mesa. Francesco se agacha y recoge con cuidado a Leti del suelo. La carga en brazos y ella se revuelve y le abraza, encantada, sin despertarse siquiera.

—¿Dónde está su cama? —susurra.

—Al fondo del pasillo, a la izquierda.

Cuando le cuente mañana a Leticia que Drago la llevó en brazos a la cama, va a ser la bomba. Me la imagino dando saltitos de alegría y recriminándome no haber hecho una foto para subirla a su Instagram.

Me siento en el sofá y contengo una náusea al darle el primer trago al café. Está fuerte. Muy fuerte. Tan fuerte que no creo que duerma en un par de días, pero me sienta bien. De hecho, he conseguido enfocar la mirada y ver solo un televisor y no dos.

Oigo cerrar una puerta y unos pasos a mi espalda.

—¿Estamos de celebración o ahogamos las penas? —pregunta Drago dando un brinco sobre el respaldo del sofá para dejarse caer con contundencia a mi lado.

—De celebración —afirmo orgullosa.

Bene, y ¿qué celebramos?

—Lo primero de todo, ¡que me mandan a Ginebra en el curro! —anuncio con alegría.

—¡Enhorabuena! —Me sonríe con sinceridad y me da un abrazo fuerte y reconfortante.

—Bueno, no me mandan a mí. Al que mandan es al inútil de mi jefe, y me necesita. —Me señalo con los pulgares.

—¿Y celebramos algo más?

—Igual un poquito también… ¡Que John vuelve a Madrid!

—¿Y sigue queriendo quedar contigo?

—Pues claro, idiota. —Me retiro el pelo de la cara con un aspaviento—. Me ha escrito esta mañana a primera hora para que le haga un hueco en mi agenda. Yo le he contestado con un mensaje un poco rancio. O eso creo. ¿Te lo leo?

—Venga.

Voy a buscar el móvil y me doy cuenta de que llevo toda la tarde sin hacerle caso. No estaba yo para telecomunicaciones cuando las arpías de las boutiques me miraban con desdén por preguntar los precios cada dos por tres. A ver, si no sé lo que cuesta, ¿cómo voy a saber si me puede gustar?

—¡¡Me ha escrito otra vez!! —grito como una posesa por el pasillo.

—A ver.

Por más que miro el teléfono, tu respuesta no aparece.
¿Te estás haciendo la dura o me has bloqueado por mi último mensaje?

—¡Joder! Es de hace tres horas; va a pensar que le he dado boleto.

—No exageres…

—Voy a llamarle —decide el Albariño por mí.

—Tampoco hace falta que pierdas el culo por él.

Ignoro a Drago, respiro hondo y pulso sobre el contacto de John.

Un tono. Dos tonos. Tres tonos…

No lo va a coger. Seguro que le pillo durmiendo. O, como en realidad no sé en qué parte del mundo se encuentra, lo mismo está reunido. O comiendo. O con otra en la cama, diciéndole a ella lo fucking great que…

—Taylor —contesta bruscamente.

—¿Te pillo en mal momento? Siento llamarte tan tarde, pero no había visto tu mensaje y he pensado…

—Tranquila, solo dame un segundo.

—Vale.

—Vale —repite con cierta sorna, como si le hiciera gracia la palabra.

Francesco toca mi hombro y me dice adiós con la mano. Le hago gestos para que no se vaya, pero no me sirve de nada. Se marcha. Y creo que mosqueado…

—Vega, ¿sigues ahí?

—Sí.

—¿Cómo tienes el fin de semana del 29? ¿Has podido revisar tu agenda?

A ti sí que te voy a revisar, de cabo a rabo… Sonrío al pensar en su ra…

Un momento.

¡Mierda!

Mierda, mierda, mierda, m-i-e-r-d-a.

¡¡¡El 28 me voy con Manolito a Ginebra!!!

¿¡Por qué, Señor, por qué!? ¿Por qué me pasa esto a mí? ¿Qué coño he hecho yo en otra vida para que lo tenga que pagar así?

—Estaré fuera ese fin de semana —contesto, y logro no lloriquear.

—¿Puedo preguntar dónde exactamente?

—En Ginebra.

—¿Placer?

—Negocios.

—¿En fin de semana?

—Estaremos varios días —respondo.

—¿Sigues queriendo volver a verme? —pregunta con seriedad.

—Sí, sí, de verdad que quiero. Sé que lo de Ginebra suena a excusa, pero…

—Bien, entonces cenamos juntos el sábado —afirma sin dejar opción a lo contrario—. El jueves tengo una reunión en Lyon: puedo alargar mi estancia y volar el viernes a Ginebra, está bastante cerca —musita, como pensando en voz alta.

¿Va a viajar hasta Suiza por mí? ¿De verdad?

—El viernes por la noche ya estaré allí, si quieres adelantar la cena…

—Hecho. Mándame el nombre de tu hotel y te recogeré a las nueve.

Huy, eso ha sido un poco tajante, ¿no? Me siento como su secretaria más que como su cita. En fin, haré lo que me dice: no voy a ponerme a protestar después de que vaya a coger un avión para verme.

—Vale—respondo finalmente.

Muy poco elocuente, lo sé, y seguro que él repite la palabrita.

—Vale.

¡Ahí está! Me empieza a hacer gracia la tontería, fíjate tú. Será mejor que cuelgue antes de que se me escape que él también empieza a hacerme más gracia de la que debería.