Mirar para adelante
Desde que Manolito se ha puesto a preparar su discurso para Ginebra, no he salido de trabajar ni un día a mi hora. Se ha empeñado en darlo en alemán y, evidentemente, le tengo que ayudar, porque, pese a sus amplias aptitudes (ejem), él solo habla castellano y gallego. Bueno, o eso dice, porque a mí me daría vergüenza afirmar que hablo un idioma que, en realidad, solo chapurreo para parecer graciosa.
Hoy me he visto obligada a retrasar mi cita con Sara. Dos veces. Aun así, cuando llego al Starbucks que hay junto al museo Reina Sofía, mi amiga todavía no ha aparecido. Pido un capuchino y una muffin de chocolate y me siento en un sillón que hay pegado a un ventanal. No hay mucha clientela, y no me extraña: caen chuzos de punta y son más de las nueve. La gente de bien está cenando en familia, no como yo, que no sé lo que eso.
Por suerte, Sara no tarda en llegar, despampanante. Moño alto, chaquetón de paño color canela entallado, falda con vuelo y Mary Janes de tacón. Me dice con señas que va a pedir algo y yo me abstraigo en su figura y sus gestos, tan coordinados, tan seductores… Cómo la envidio. Daría lo que fuera por sentirme tan a gusto con mi cuerpo como ella con el suyo.
—Bueno, ¿qué te cuentas? —Se sienta a mi lado y pellizca mi magdalena.
—Pues verás…
Empiezo hablándole del curro y de la última serie a la que me he enganchado y termino comentándole que Francesco sigue un poco raro conmigo.
—Claro, porque te la quiere meter, pero tú solo le haces caso al americano.
—No es por eso. —Sara no sabe que Fran es homosexual, y a mí no me corresponde contárselo—. Francesco y yo solo somos amigos, buenos amigos —le repito por enésima vez—. Parece absurdo porque nos conocemos muy poco, pero es que, Sarita…, conectamos a unos niveles tan profundos que incluso a veces me dan mal rollo. Es como si me conociera mejor que yo misma. Es increíble, y a él también le pasa.
—Me está entrando pelusa —dice con un mohín.
La tranquilizo achuchándola un poco.
—No seas tonta, tú siempre serás mi mejor amiga.
—¿Aunque no conduzca un Audi Rs8 y no te regale zapatillas caras?
—¡Pues claro, tonta! Además, a mí tu Mini me gusta mucho más, y se debe de aparcar infinitamente mejor. —Sara asiente satisfecha, y cambio de tema—. Por cierto, necesito ir de compras para el viaje a Ginebra. Lo intenté en la Milla de Oro, pero fue imposible poder pillar nada con mi sueldo.
—Evidentemente, pequeña padawan. Empezar por los outlets y las tiendas multimarca debes tú. Yo te guiaré —dice, muy solemne—. Además, yo también tengo que hacer compritas, que a primeros de mayo me voy de feria a Dubái. —Sonríe de oreja a oreja.
—¿Dubái? ¡Qué bien, Sara! Llevas tanto esperándolo…
—Sí, Dubái es lo más, cari. La gente habla mucho de Abu Dabi, y de que Dubái es pasado, pero ¡qué va! Dubái puede proporcionarme los mejores contratos del sector, y yo voy a estar ahí para conseguirlos. Presiento que algo bueno me está esperando en los Emiratos. —Se abstrae en sus pensamientos un instante y después me mira con los ojos llenos de emoción—. Vega, ¿te das cuenta? Estamos aquí tomando un café, hablando de futbolistas millonarios y atractivos hombres que se alojan en suites de lujo…
—Y que follan como dioses —apunto.
—Y que follan como putos dioses. —Asiente—. Y planeando ir de compras porque tú tienes un congreso en Ginebra y yo me voy a Dubái…. ¿Te das cuenta, Vega?
—Sí —bromeo—, somos guays.
—¡¡Sí!! ¡¡¡Somos la hostia de guays!!!
El móvil de Sara nos interrumpe el subidón. Por la cara que pone, debe de ser Marcos. Aprieta los labios, pero le brillan los ojos.
—No lo cojas.
—Pero, cari…
Me levanto y cojo el abrigo. El móvil sigue sonando en la mano de Sara.
—Vamos, anda —le digo.
Rehúye mi mirada.
—Me termino el café y me marcho a casa.
Me está mintiendo, las dos lo sabemos. Al igual que sabemos que le va a devolver la llamada en cuanto me pierda de vista.
—De verdad que no te entiendo, Sara.
—Ya, cari, yo tampoco me entiendo.
Llego a casa intentando no pensar en mi amiga cayendo, otra vez, en la cama de Marcos. Me ducho, me lavo los dientes y me siento en la butaca de mi habitación. Debería reflexionar sobre todo lo que me está pasando, sobre lo que puede suponer volver a ver a John, sobre el extraño cambio de actitud de Francesco, sobre los cambios que han traído estos dos hombres a mi vida…, pero ¿sabéis qué? Que me niego. Me niego rotundamente a perder más tiempo obsesionándome con las cosas que me ocurren. Estoy harta de hacerlo. Llevo toda la vida analizando cada paso que doy, escrutando cada emoción que capturo, diseccionando cada sentimiento que nace en mí, y resulta agotador.
Me levanto de la butaca, pongo un cd de Bebe en el reproductor que tengo sobre la cómoda y mientras ella canta «Hoy vas a ser la mujer que te dé la gana de ser, hoy te vas a querer como nadie te ha sabido querer, hoy vas a mirar pa’ delante, que pa’ atrás ya te dolió bastante…», me miro en el espejo y me sonrío. Empieza a gustarme lo que veo.
Al cabo de seis canciones y un cigarrillo, me da por llamar a Francesco. Le oigo más contento. Me cuenta que ha tenido sesión con el fisioterapeuta y que parece que se recupera con rapidez. Con un poco de suerte, se incorporará a los entrenamientos con el equipo la próxima semana. No sabéis cuánto me alegro, de verdad. Estoy convencida de que su bajón anímico coincide con la falta de actividad: en cuanto vuelva a trabajar se encontrará mucho mejor. Quedamos para el jueves, y hasta se ofrece a ayudarme a hacer la maleta. Mañana tiene que rodar un anuncio de un nuevo artilugio deportivo, una especie de suspensorio para los pectorales y la espalda. Vamos, lo que en mi pueblo se llama un sostén, pero como es para hombres, lo denominan suspensorio.
Cuelgo con buen rollito en el cuerpo y me animo a escribir un mensaje.
Buenas noches, John.
Te confirmo que me hospedaré en el hotel InterContinental.
Nos vemos el viernes. ¿A las 9?
Envío el mensaje, apago la música y me meto en la cama dando brincos. Estoy tan contenta que me va a costar dormir, estoy segura. Lo mismo me toca hacerme un apaño…
Dejo el móvil en la mesilla y, cuando voy a apagar la luz, empieza a vibrar. El nombre de John Taylor aparece en la pantalla.
—Hola.
—Hola —saluda con voz cálida, y se oye, de fondo, cómo se cierra una puerta.
—¿Has recibido mi mensaje? —pregunto absurdamente.
—Sí, llamaba para confirmarte la cita. —Calla un segundo—. Y para escucharte un poco —añade, bajando un par de octavas el tono.
Se oye un sonido similar al chirriar del cuero, como si se hubiera sentado en un sofá o algo parecido, y da un pequeño suspiro.
—¿Un día duro? —pregunto.
—Mucho…, pero te aburriría con los detalles. ¿Y el tuyo?
—El mío ha sido largo y rutinario en la oficina, pero ha mejorado después.
El café con Sara ha estado bastante bien —si me obligo a olvidarme de la llamadita del imbécil—. La conversación con Francesco ha sido un chute de energía. Y ahora, para rematar la jornada, tengo al hombre más sexy que he conocido en mi vida al teléfono. No voy a quejarme.
—¿Qué lo ha hecho mejorar? —me pregunta, y casi puedo notar su sonrisa.
—Pues que he quedado con una amiga y me ha dado buenas noticias —resumo.
—Me alegra oírlo. Aunque reconozco que me decepciona un poco no ser parte de la mejora.
—Hombre… —¿Se lo digo? ¿Se lo digo?—. En cierto modo, sí que eres parte, no te voy a engañar. Me gusta hablar contigo.
¡Ya está! Se lo he dicho.
—A mí también. No entiendo del todo el porqué, pero consigues que olvide por un rato lo desagradable que puede llegar a ser este mundo. —Y para rematarme añade—: Tengo muchas ganas de volver a verte.
—Yo también —logro susurrar.
—No paro de pensar en tus labios —murmura con la voz cada vez más grave, evidenciando su acento americano—. En tu olor. En lo suave que es tu piel…
—Me estás matando, John.
Lo juro. «Muerte por calentón» creo que se llama.
—Sorry not sorry, baby. —Inspira sonoramente—. Nos vemos el viernes.
—Qué largo se me va a hacer…
La afirmación se escapa de mi boca traicioneramente, y cuelgo. No estoy preparada para recibir una respuesta.
El miércoles, respuesta no recibo, pero sí un par de mensajes, que apenas puedo contestar porque estoy a tope de trabajo. De hecho, vuelvo a salir tarde y me toca pagarme un taxi para poder llegar a tiempo a mi cita con Sara. Las guays se van de compras para sus megaviajes de negocios.
Somos unas flipadas, lo sé.
En el trayecto llamo a mi madre y le recuerdo lo del viaje —para que no se extrañe si no le cojo el teléfono el domingo porque estoy demasiado ocupada retozando con un semental americano—. Ella me dice que ya lo sabe y pasa a narrarme, con todo lujo de detalles, el último escándalo de la hija del marido de una que cantaba cuando reinaba Carolo. ¡Hay que joderse! Es muy triste pensar que a tu madre le importa más la vida de la gente que ve por la tele que la de su propia hija —única, para más inri—, pero estoy convencida de que así es.
Me apeo del taxi en Goya, calentita, y me encuentro con Sara en modo compras, o séase: espídica total.
—Mira. —Me pone una hoja delante de la cara con un montón de direcciones y notas—. Tenemos que ver todo esto en dos horas. Ya puedes apretar el culo.
—¿Estás así porque vamos de compras o porque te arrepientes de haber fornicado anoche con Marcos? —pregunto a bocajarro.
A Sara es la única manera de sacarle información.
—¿Y quién dice que yo anoche forniqué con Marcos?
—Tu cara de culpa. No me lo puedes negar.
—No, no puedo, así que ¿para qué vamos a discutir? Venga, vamos.
Me agarra del brazo y casi me arrastra hasta la primera tienda.
Os podrá parecer increíble, pero de las dos horas nos han sobrado diez minutos, ¡somos unas cracks! Bueno, ¡Sara es una crack! Ahora entiendo por qué es tan buena en su trabajo: es capaz de convencer a cualquiera de lo que sea. Hemos conseguido tanto descuento que ha habido un momento en el que no sabía si estábamos en una boutique o en un mercadillo de Marrakech, regateando. Me he gastado el sueldo de un mes, es cierto, pero ahora tengo cantidad de ropa que, si combino según los sabios consejos de mi amiga, me dará un aspecto elegante y profesional. De capricho, he comprado un mono negro —de vestir, no de los que copulan en la selva: no tengo gustos tan extravagantes— de manga larga, con un discreto escote en uve, y un conjuntito de encaje del mismo color de Agent Provocateur —de hace mil temporadas, eso sí— que espero que haga que el frío de Ginebra se recuerde solo como una anécdota.
—Cari, me lo he pasado genial, pero estoy reventada —me dice Sara saliendo de la última tienda.
—No me extraña: si pones tanto ímpetu en todo, llegarás a presidenta de Estados Unidos antes de los cuarenta.
Sonríe muy orgullosa de sí misma y para un taxi.
—Nos vemos a la vuelta. —Me da un abrazo —. Llámame, wasapéame, lo que quieras, pero mantenme informada, ¿vale? —Me agarra de los hombros—. Y pásatelo bien, cari. Te lo mereces.
—¡Ay, Sarita! —Le estampo un beso y la vuelvo a abrazar—. Te quiero tanto…
—Y yo a ti, Vega. Y yo a ti.
Adoro a esta mujer, de verdad. Sé que no le hace mucha gracia que mi cambio de actitud, por así llamarlo, se deba en gran medida a haber conocido a Francesco y a John. Más que nada porque ella lleva toda la vida animándome a salir del cascarón. De hecho, si no fuera por ella, mi existencia habría sido, sin ninguna duda, infinitamente más aburrida. Pero, pese a no poder atribuirse el mérito, Sara no me ha reprochado nada. Nada de nada. Solo ha seguido ofreciéndome su apoyo incondicional, como siempre. Es imposible no quererla. ¡Ni aunque se casara con Marcos dejaría de hacerlo!
Bueno, en ese supuesto, lo mismo sí…
El jueves empiezo a estar nerviosa. Desde por la mañana noto que ando desconcentrada, y decido que será mejor no realizar tareas delicadas o la cagada será terrible.
A las seis, salgo en estampida por la puerta de la oficina, y Drago ya me está esperando en la acera con su Rs8. Me tiro a sus brazos y suspiro. Qué falta me hacía. Este hombre me da una paz solo comparable con la que me proporciona el agua. Cada vez estoy más segura de que pertenece a ese elemento, incluso más que a la tierra. Él me separa un poco y me mira a la cara.
—¿Por qué estás tan nerviosa? —pregunta con delicadeza.
Yo me separo del todo, inspiro hondo y empiezo a enumerar:
—No sé, ¿porque viajo por primera vez fuera del país a un congreso en la sede central de mi empresa? —Voy elevando el tono—. ¿Porque mañana he quedado con el tío más bueno que me he tirado y no sé ni qué coño voy a decirle? —Gesticulo más de lo debido, y veo por el rabillo del ojo cómo la gente empieza a detenerse a nuestro alrededor —. ¡¿Porque nos están haciendo fotos, y mira los pelos que llevo?! —grito, agobiada del todo.
Francesco empieza a reírse a carcajadas y me abraza más fuerte.
—Eres tan dramática, bella…
Ya en casa, con la maleta abierta encima de la cama y un par de cervezas, la cosa está menos tensa —véase que «la cosa» soy yo—. No tengo dudas de lo que voy a llevarme gracias a Sara, lo cual me tranquiliza bastante, y la conversación sobre la última cumbre climática con la que me está entreteniendo Drago está consiguiendo que me relaje del todo. Pero cada vez que pienso en John se me encoge el estómago.
Mola mucho lo de tirarse a un semidiós y quedar para repetir en Ginebra, pero tengo mi corazoncito, y como me dé por llenarlo con sus increíbles besos, su aroma penetrante y el timbre grave de su voz, me voy a dar un hostión… John solo me quiere para repetir el buen rato que pasamos en su suite, estoy segura. No puedo permitirme ponerme sentimental.
Poco después de acabar con la maleta, llaman al portero. Debe de ser la pizza. La recibo, y nos disponemos a tirarnos en la alfombra para comérnosla mientras vemos la tele. Creo que estoy arrastrando a Drago al lado oscuro.
Me pongo a hacer zapping mientras él coge unas cervezas de la nevera y encuentro un programa de esos de españoles (exiliados) por el mundo. Hoy están en Nápoles.
—¡Mira, tu pueblo! —le grito desde el salón.
—Ese no es mi pueblo, enana. Mi pueblo está en Isquia. Aunque viví más tiempo en Nápoles.
Me pasa una cerveza.
—¿Ah, sí?
Se sienta en el suelo con las piernas cruzadas, me quita el trozo de pizza que estaba a punto de meterme en la boca y le pega un buen mordisco.
—Sí, mi familia y yo nos mudamos cuando era pequeño porque mi padre encontró un trabajo mejor —farfulla con la boca llena—. Y, además, fue el primer equipo para el que jugué como profesional.
—Le tendrás cariño a la ciudad —comento cogiendo otro trozo de pizza. Como no me espabile, ni la cato. No veáis cómo come el italiano…
—No te creas, nunca llegué a sentirme integrado. Por suerte, un año después de debutar en el Nápoles ya me fichó la Juventus —dice con orgullo.
—¿Solo un año después? Eso es superbueno, ¿no? —No tengo ni pajolera idea de fútbol.
—¡Eso es la polla! Pegué tal pelotazo que fui seleccionado para jugar la Eurocopa con diecinueve años. —Abro mucho los ojos y asiento. Pues sí que debe de ser la polla, por lo entusiasmado que se le ve—. Los años siguientes batí un montón de récords de esos que le encantan a la prensa deportiva. Era uno de los jugadores más codiciados por todos los equipos. Fue una pasada. —Sonríe y bebe un trago de cerveza.
—¿Y qué pasó después?
Hace una mueca de disgusto y se entristece un poco.
—Pues que me fichó el Chelsea. —Frunzo el ceño. ¿Tan malo es ese equipo?—. Me pagaron una pasta. Mucha pasta, bella. Tanta que se me fue la cabeza en fiestas, viajes, compras absurdas, desfases…, toda esa mierda que me ha dado la fama que tengo.
—Joder. ¿Y no tenías a nadie entonces que te parara los pies? No sé, tu familia, o amigos o alguien…
—Qué va. Mi familia no se movió de Nápoles. Solo venían para acompañarme a alguna gala y poco más. El resto de relación era la transferencia que les ingresaba todos los meses. Y mis amigos —se ríe con burla— eran una panda de lameculos que solo aparecían cuando sacaba la Visa. Me convertí en un tío superpopular, que alternaba con modelos y cantantes y se follaba a quien quería con veintidós años. Me pillaba unas borracheras de impresión y al día siguiente marcaba tres goles. Me ponía lo que me daba la gana en vacaciones y, a la vuelta, seguía siendo un puto héroe. Me creía invencible. Todo el mundo me lo gritaba a diario, que era el mejor, un dios, y me lo creí —dice con amargura.
—¿Qué te hizo parar?
—Fichar por el Bayern de Múnich —dice sin dudarlo—. Cuando ganamos el mundial, me ficharon y, bueno…, conocí a alguien que me hizo centrarme. —Baja la mirada y sus cejas se unen, como si le doliera recordarlo—. Al final, volví a cagarla, como siempre. —Su voz se ha convertido en un susurro—. Hui a París cinco años después, a lo que conocía, a buscar refugio en un mundo artificial… He estado así hasta que vine a Madrid. Hasta que te encontré, Vega —murmura, visiblemente afectado.
—Yo voy a estar aquí siempre, Fran. A tu lado, créeme. —Le aprieto la mano con fuerza para que, además de oírlo, también lo sienta.
Me mira con ¿esperanza? ¿Ilusión? No sabría describirlo… Y, después, ahoga un sollozo.
—Te creo, bella.