La gente guay
El viernes por la mañana estoy en la oficina, tomando mi descanso del café de las diez tan tranquila —por decir algo, porque en realidad estoy con los nervios de punta—, cuando suena mi móvil.
Estoy embarcando para Ginebra.
Las horas no avanzan.
Te veo luego, baby.
Me quedo con cara de lela mirando el teléfono y suspiro. Qué ñoña me estoy poniendo. A lo tonto llevamos casi dos meses así, que si un mensajito por aquí, que si te llamo para darte las buenas noches, que si te mando una foto con un beso… Sí, anoche me dio por ahí, ¿¡qué pasa!?
Perdón, son los nervios.
No quiero darle muchas vueltas, para no acojonarme, más que nada, pero ya me he reconocido a mí misma que John me gusta. Un poco más de la cuenta, tal vez… Y, aunque tengo claro que lo nuestro no llegará más allá de la cama, me asusta lo poco que sé de él. Así que esta noche tengo una misión —bueno, vale, dos, pero la otra ya está más que estudiada—: tengo que obtener información del hombre que no abandona mis pensamientos. Tengo que conocer a John Taylor, de una vez.
Nuestro vuelo sale a las cuatro. Manuel y yo (mal)comemos en el aeropuerto y deambulamos un rato por las tiendas duty free haciendo tiempo hasta el embarque. Compro tabaco, unos chicles y una revista de cotilleo y me acuerdo de mi madre. Pienso en llamarla para decirle que voy a coger ya el avión, pero me desanimo. Creo que en el fondo no le importa lo que ocurra en mi vida, así que ¿para qué molestarme?
Anuncian nuestro vuelo por megafonía y me dirijo a la puerta mientras escribo un mensajito para Sara, Leti y Drago; a ellos sí que siento que merece la pena hacerles parte de mi historia.
El vuelo resulta terrorífico. Nunca creí que se pudieran pillar tantas turbulencias juntas. Y el aterrizaje… Me he acordado de todos los difuntos del piloto. Me ha reventado los oídos con el descenso en picado. Además, estoy tan nerviosa que percibo las cosas como a cámara lenta, como si fuera metida dentro de un globo. Recojo el equipaje, paso por el control de policía y recorro media ciudad en taxi prácticamente como una zombi. Más vale que me ubique o lo de esta noche será una pena: no me voy ni a enterar.
Hago un esfuerzo por volver al ahora, mientras camino detrás de mi jefe por el hall del hotel. No puedo bloquearme en este preciso momento de mi vida. Cierro los ojos un instante y respiro.
Cuando llego al mostrador de recepción me siento un poco más segura. ¡Venga, mujer, que es solo una cita y ya te lo has tirado! Pero es que hace tanto tiempo que no tenía esta sensación de plenitud dentro de mí, esta alegría…, que tengo miedo. Mucho miedo. De que se me vaya la cabeza y me deje llevar. De empezar a ilusionarme con un hombre que está, claramente, fuera de mi liga.
Me despido de mi jefe en el rellano de nuestra planta. Él gira a la derecha y yo camino hacia la izquierda, apenas unos pasos.
La habitación es bastante cuca, con su baño completo, cama grande, tele grande, sofá grande y vistas a las montañas. Me gusta, pero, claro, si la comparo con la suite de John de Madrid, me parece megacutre. En fin, habrá que ir a su hotel…
Deshago la maleta con cuidado, mi nueva ropa bien lo vale. Coloco encima de la colcha azulada el conjunto de lencería y el mono que voy a ponerme esta noche y me meto en el baño. El agua siempre es agua, aunque solo sea en una bañera.
A las nueve no estoy lista, ¡mierda! Me he liado intentando hacerme una trenza de raíz lateral, que había ensayado con un tutorial de YouTube anoche en casa, pero, claro, no había contado con el factor nervios y el resultado aquí ha sido un horror. Así que he perdido un montón de tiempo a lo tonto y ahora tengo los pelos como un jodido electroduende.
Le mando un mensaje para avisarle —de que voy a llegar tarde, no de que va a salir con una negada para la peluquería, eso no tiene por qué saberlo—.
En diez minutos bajo, te lo prometo.
Siento la espera.
Al momento recibo su respuesta.
Te doy cinco y subo a por ti.
Y es posible que nos quedemos sin cena.
¡Joder! Estoy por hacerme la trenza otra vez a ver si es verdad que sube…, pero, no. Acuérdate, Vega: primero tienes que saber más de él. A qué se dedica, dónde vive, qué música le gusta, y luego ya te lo follas tranquila.
Termino de peinarme lo mejor que puedo —habrá que conformarse con una coleta alta—, me repaso el rímel —con un kilo y medio en cada ojo no tenía suficiente—, cojo el bolso y el abrigo y salgo pitando hacia la recepción.
Nada más abrirse la puerta del ascensor le veo. Está justo enfrente. Solo a unos metros. Apoyado en una mesita, mirándome con esos ojos azules que consiguen que me palpite hasta el ombligo. Va vestido con un traje negro que huele a caro y una camisa blanca, sin corbata, con el primer botón desabrochado. Se ha cortado un poco el pelo y lo lleva peinado hacia un lado, aunque ha debido de manoseárselo mientras esperaba, porque está revuelto. Empiezo a salivar y trago.
John me tiende la mano sin separarse de la mesita y me acerco despacio, con la sonrisa estúpida que se ha instalado en mi cara.
—Hola.
—Hola. —Tira de mí hacia sus brazos, me sujeta por la cintura y me susurra al oído—: Estaba a punto de subir a por ti.
—Vaya, tenía que haber esperado un poquito más.
John sonríe con malicia, entornando los ojos, me agarra la cara y me besa como si no tuviera más remedio. Saborea mis labios sin prisa y conquista mi boca con su lengua, invadiéndome con su fresco sabor mientras gime de forma casi inaudible. Abre un poco las piernas y me coloca entre ellas. Sin dejar de besarme, baja las manos por mis costados, hasta mi trasero. Abre los dedos y lo abarca en toda su extensión, apretándome contra él. Noto su excitación clavándose en mi cadera y jadeo entre sus labios.
—Vamos a tu habitación. Ya cenaremos después… —murmura con voz ronca, pegado a mi boca.
—Me muero de hambre —acierto a decir.
Y no miento, que el bocadillo del aeropuerto me cabía en el hueco de una muela.
Recuperando la compostura, me alejo un poco, le sonrío y le tiendo la mano. John me mira con los ojos brillantes de deseo, suspira y dice un escueto:
—Ok.
Le doy un besito casto y rápido —sé que no es lo mejor para el dolor de huevos, pero de algo servirá—. Él coge mi mano, se endereza y me dedica una sonrisa un poco forzada.
Cruzamos el hall del hotel en silencio y empiezo a dudar de la eficacia de mi misión. También podía haberle preguntado después por su vida, ¿no? Ahora sé que me pasaré toda la cena pensando en el bulto de su pantalón clavado en mi cadera.
Un todoterreno negro con las lunas tintadas y un hombre enorme con uniforme oscuro nos esperan a la salida del hotel. En condiciones normales yo habría huido, gritando despavorida, para alejarme de los secuestradores/traficantes de órganos que vienen a raptarme. Pero consigo controlar mis instintos y me repito mentalmente que debo ser menos paleta y adaptarme. La gente guay viaja así, en tanque, con escolta y camuflados. Ellos sabrán por qué.
Nos acomodamos en el asiento trasero del vehículo, el olor a cuero y a madera nos arropa, y empezamos a movernos.
—¿Adónde vamos? —pregunto ilusionada.
—A un restaurante japonés que han abierto hace poco. Me han hablado muy bien de él.
Otro amante del sushi, del que empiezo a estar un poco hasta el moño…, pero, en fin, quejándome no voy a solucionar nada.
—¿Qué tal el vuelo? —me pregunta, supongo que por cortesía.
¿El vuelo? ¡Una mierda como un piano! Al piloto habría que fusilarle… No, no, por ahí no voy bien. Mejor comentarios positivos.
—Los he hecho mejores, pero han sido solo dos horas. —Le miro y me encojo de hombros—. ¿Y tú qué tal el día en Ginebra? ¿Te ha dado tiempo a ver algo?
—En realidad yo ya conocía la ciudad —dice casi disculpándose. Claro, ¡qué imbécil soy! La que apenas ha salido de su pueblo soy yo, no él—. Tengo una hermana viviendo aquí. —Me coge la mano y acaricia con el pulgar mis nudillos—. Nos vemos muy poco, así que he aprovechado el día para estar con ella y con los pequeños —murmura, y sus ojos se iluminan un instante.
—Les habrá encantado ver a su tío.
—Sí, son geniales. —Sonríe.
—¿Tienes más hermanos?
Vamos, Vega Fletcher, esta es la tuya.
— Sí, tengo muchos más hermanos. —Ladea la sonrisa.
—¿Muchos más?
Asiente con la cabeza.
—Éramos once.
—¡Once! —Alzo las cejas—. ¿En tu casa no había tele? —se me escapa sin querer, y me avergüenzo.
Él me mira con el ceño un poco fruncido —oh, mierda, mi bromita no ha caído bien— y de repente abre mucho los ojos y empieza a carcajearse, echando el cuerpo hacia atrás y tapándose la cara con la mano. Su risa es contagiosa, y yo también me carcajeo por lo bajo cuando el coche se detiene. John se quita la mano de la cara, la coloca en mi nuca y me acerca a su boca sin dejar de reír. Está para comérselo con esas arruguitas que se le han formado alrededor de sus ojos azules, mostrando abiertamente su dentadura perfecta y el pequeño hoyuelo que ha aparecido en su mejilla derecha… No me privo. ¡Qué coño! Le agarro por las solapas de la chaqueta y le doy un beso fuerte, con la boca cerrada, sonoro. Un besazo que dice: «¡Pero qué guapo eres!».
Él profundiza el beso, muerde con delicadeza mi labio inferior y se separa unos centímetros.
—¿Cenamos?
—Vale.
—Vale —repite, y reímos como tontos los dos.
El restaurante es lo que esperaba: minimalismo asiático, poca luz y mucha niña mona, pero ninguna sola. El centro del local está dominado por una barra de sushi donde unos profesionales de la materia trastean con cuchillos y peces, dando un poco de espectáculo. Nos reciben enseguida y nos acompañan a una de las mesas del fondo, que están separadas por biombos. No sé yo si es buena idea estar tan aislados si lo que quiero es hablar con él, así que sujeto por el codo a John con discreción y le pregunto:
—¿Podemos sentarnos mejor allí? —Señalo hacia la barra.
Me mira extrañado un momento, pero se ve que su educación gana, porque asiente.
—Claro, adelante.
Nos acomodamos en unos taburetes muy modernos y giratorios, que molan un montón, y viene a atendernos un hombre asiático de mediana edad. John pide sake y el menú degustación para dos, en un perfecto francés, y, cuando el señor japo está a punto de retirarse, le indico, esmerándome en la pronunciación, que añada a la orden un poco de agua con gas.
—Hablas un francés francamente bueno —dice acariciándome el antebrazo, que reposa sobre la barra.
—¿Te sorprende?
—Un poco. Los españoles no tenéis fama de políglotas.
—Pues con fama o sin ella, yo hablo cinco idiomas, además de español —le aclaro.
—Vaya. —Alza las cejas—. Espero que uno de ellos sea el inglés.
—Sí, claro; de hecho, podemos cambiar de…
—No, está bien así. Me gusta oírte en tu lengua materna. Cuando uno traduce lo que piensa, se pierden muchos matices.
—Habrá que hablar en inglés entonces —le insinúo, y él ríe abiertamente.
—Puedes estar tranquila: yo tengo casi como lengua madre el español. Mi nanny era mexicana.
—Pues no te he notado el acento.
—Es que hablo un español muy correcto. Incluso disimulo el acento americano. —Se estira en el taburete.
—No siempre…
«Cuando te pones cachondo se te nota el deje, semental».
—Ah, ¿no?
Frunce el ceño, y un brillo juguetón asoma en sus ojos. Noto que empiezo a sonrojarme.
—Y tú, ¿cuántos idiomas hablas? —le pregunto.
—Unos… —murmura pensando— seis o siete, no sé… Pero algunos, nada bien. El portugués lo hablo regular y el árabe me cuesta mucho.
—Es que el portugués es muy distinto fonéticamente del inglés. Y el árabe nos es más fácil a los españoles que a los angloparlantes.
—¿Tú hablas árabe?
— Ya me gustaría, pero solo cursé algunas asignaturas en la facultad.
Nos traen los platos y la bebida. Todo tiene una pinta estupenda. Mis tripas se revuelven, locas de contentas, y cojo los palillos decidida. Voy a empezar atacando los nigiri de atún, que me están llamando.
John sonríe y llena mi vaso con sake caliente. Me abstraigo en la fuerte mano que sujeta la botella y me deleito en recorrerla con detalle. Es grande, claro, acorde con el metro noventa que debe de medir él. Sus dedos son largos; su manicura, perfectamente cuidada, unas venas prominentes cubren el dorso… Pero lo que llama mi atención es la cantidad de pequeñas cicatrices que tiene en los nudillos. ¿De qué serán? Otra vez un mar de incógnitas colapsa mi cabeza, y me decido a empezar a despejarlas antes de que mi maquiavélica mente lo haga por su cuenta. Mi imaginación es peligrosísima, no tiene límites.
—Estoy pensando que todavía no sé a qué te dedicas exactamente…
«Que no sea banquero, por favor, por favor».
—¿Quieres la respuesta corta o la larga?
—Con la corta me vale. —No quiero parecer cotilla.
—Soy empresario —dice lacónicamente, y le da un trago a su sake.
—Vale, entonces quiero la larga.
John se ríe.
«Sí, venga, mucha risita, pero ¡desembucha!».
—Tengo una empresa que se encarga de la representación jurídica y la imagen pública de personalidades diversas.
—Vale, ahora la explicación para tontos, por favor. —No me he enterado de nada.
John se carcajea con ganas y suelta los palillos en el plato.
—Gestiono un grupo de profesionales de distintas áreas: abogados, periodistas, personal de seguridad… —hace un gesto con la mano como dando a entender que podría seguir media hora enumerando profesiones— que se ocupan de representar a políticos, miembros de cuerpos diplomáticos, jefes de Estado y de Gobierno, miembros de la realeza europea y de Oriente Medio…
—Claro, por eso viajas tanto; te pasas el día apagando fuegos —medito en voz alta.
John me mira fijamente un instante, creo que intentando entender la expresión, y asiente.
—Eso es, baby, exactamente a lo que me dedico. —Me sonríe, y me sirvo un poco de anguila y le sonrío también mientras pienso en su profesión. Banquero no es, por suerte, pero la gente para la que trabaja puede que no sean precisamente ejemplos morales…—. ¿Qué tal con tu jefe?
—Pues, básicamente, igual.
Se limpia la boca con la servilleta y la deja junto al plato.
—¿Sigue siendo idiota?
Asiento.
—Pero es muy listo cuando quiere y, además, uno de los que más repuestos para aviones vende, que es a lo que se dedica mi empresa. Y encima me ha traído a Ginebra. Por cierto —sonrío—, muchas gracias por venir hasta aquí para… quedar conmigo.
—No me diste más opciones.
—Hombre, podíamos no haber quedado.
—Esa no era una opción. —Hace un gesto al señor de cara amable que está en el otro extremo de la barra—. ¿Quieres algo de postre?
—No, gracias.
Estaba todo tan rico que he comido por encima de mis posibilidades.
—Pago y nos vamos, ¿vale?
—Vale.
Sonrientes y de la mano —ojo, de la mano— salimos del restaurante. Al sentarme en el coche, empiezo a arrepentirme de haberme terminado la anguila. Me siento pesada y un poco somnolienta. Uno de los espressos de Francesco me vendría de perlas.
—¿Vamos a mi hotel? —me pregunta John después de sentarse a mi lado.
Asiento y noto cómo el cuero de los asientos empieza a atraparme. Le escucho decirle al chófer que vamos al Hotel D’Anglaterre y luego empieza a contarme algo sobre no sé qué festividad, que se celebra en la ciudad en primavera, pero yo lo único que consigo es seguir asintiendo y luchar por mantener mis párpados abiertos.