Me and Bobby McGee
Es más de mediodía cuando por fin abandonamos el cuarto de baño, limpios y satisfechos, pero muertos de hambre. Yo me habría conformado con el fabuloso servicio de habitaciones del hotel, pero John ha insistido en comer fuera y enseñarme un poco la ciudad antes de que salga su vuelo esta tarde.
Confieso que me decepciona un pelín que no quiera secuestrarme en la suite y seguir follándome hasta perder el sentido, pero, en el fondo, confieso que me ha gustado que no quiera centrarse solo en el sexo y plantee continuar disfrutando de nuestra mutua compañía en un ambiente más público. El único problema reside en que no sé muy bien cómo encajarlo dentro de la aventura pasional que esperaba que esto fuera. ¿Cuánto voy a tardar en rayarme? Pronto lo sabremos…
Pasamos por mi hotel antes de comer para que pueda cambiarme de ropa y respiro aliviada cuando John se disculpa por no acompañarme a la habitación porque tiene que hacer unas llamadas. Digamos que necesito cubrir unas necesidades básicas que prefiero solucionar en privado.
Nota: Si algún hombre lee este libro, que se prepare para la siguiente revelación. Nosotras también hacemos caca. ¿Cómo os quedáis?
Me visto lo más rápido que puedo y nos vamos a comer a un restaurante típico suizo con unas vistas espectaculares del lago Lemán. El sitio parece de cuento, todo revestido de madera, con los techos inclinados repletos de vigas, las mesas cubiertas con manteles de cuadros rojos y blancos… Vamos, que si el abuelo de Heidi apareciera por la puerta con Niebla, no me extrañaría ni un poquito.
John me indica que me siente en una de las mesas y se acerca a la barra, de donde sale una mujer rubia, bajita, entrada en años, que le abraza efusivamente en cuanto le ve. Charlan animadamente un rato, con miraditas en mi dirección incluidas, y al poco John se reúne conmigo, que trato de disimular leyendo la carta. Se quita la cazadora de cuero y se sienta en la silla que hay justo enfrente.
—No te preocupes, ya he pedido —me dice sonriendo, y me quita la carta de las manos. Ya estamos…
—¿Y no te has parado a pensar que puedo tener una alergia alimentaria que me impida disfrutar de tu elección? —le pregunto, sonriendo también. Estoy un poco molesta, pero no puedo evitar sonreírle a una cara tan bonita.
—Mmm, pues no —dice como pensándolo—. ¿Tienes alguna alergia alimentaria de la que deberías informarme?
—Mmm, pues no —repito, un poco repipi.
John suelta una carcajada, niega con la cabeza y me pregunta:
—¿Puedo confesarte algo?
—Claro.
—Me gusta mucho que no quieras que los demás decidan por ti, pero no lo he hecho para imponer mi criterio; solo esperaba sorprenderte. Creo que empiezo a saber lo que te gusta… —Sonríe de medio lado—. Confía en mí: lo que he pedido te encantará.
Estira su brazo izquierdo por encima de la mesa, y un precioso reloj con la correa de acero y la esfera negra asoma bajo el puño de su jersey. John atrapa mi mano y comienza a acariciarla. Mis ojos vuelan hasta las pequeñas marcas de sus nudillos.
—Estas cicatrices… —murmuro, acariciándolas—. ¿Cómo te las has hecho?
—Boxing. —Frunzo el ceño y me aclara—: Boxeo a puños descubiertos.
—¿En plan El club de la lucha?
John sonríe y entrelaza nuestros dedos.
—No es tan bestia, pero sí, algo así.
—Pero en la cara no tienes cicatrices…
—No suelo desconcentrarme tanto como para permitir que me toquen la cara.
—Vaya, eres un tipo duro, ¿eh? —bromeo.
—¿Lo dudabas? —pregunta, y, aunque no lo demuestra, intuyo algo de ego herido en sus palabras. Me quedo sin respuesta. Parece un tipo duro, pero conmigo se muestra tan amable…
Un camarero cargado con un hornillo y una cazuelita humeante nos interrumpe y nos prepara en un santiamén todo un banquete.
—Mmm, qué rica; me recuerda a la de la Fondue de Tell —digo al cabo de un rato, paladeando la deliciosa fondue bourguignonne. Que es mi preferida, por cierto. Si cuando yo os digo que este hombre es un genio…
—Conozco el restaurante, es muy bueno —asiente, sirviéndome un poco más de Pinot Noir.
—¿Pasas mucho tiempo en Madrid?
—No tanto como quisiera. Hay poco trabajo en España, aunque siempre me alojo allí cuando tengo que viajar por Europa. No es lo más cómodo, pero volver a Madrid es como volver a casa. Adoro esa ciudad.
—Yo también. Aunque a veces la odio. Pero es tan especial…
—Sí que lo es. ¿Es ese el motivo por el que te mudaste allí? —pregunta, interesado.
Un momento.
Yo no le he dicho que soy de Soria, estoy segura.
—¿Me has buscado en Facebook?
Me dedica una sonrisa encantadora.
—¿Y tú a mí?
—No, pero debería. Apenas sé nada de ti.
—Pregunta lo que quieras.
Suelto lo primero que se me ocurre.
—¿Dónde naciste?
—En Baton Rouge, Luisiana.
Al oír el nombre de su ciudad, de golpe se cuela en mi cabeza la desgarradora voz de Janis Joplin cantando Me and Bobby McGee.
«Busted flat in Baton Rouge, waitin’ for a train.
And it’s feelin’ near as faded as my jeans…».
—¿Qué te hace sonreír de esa manera? —pregunta John estudiando mi cara.
—Nada, solo recordaba una canción de Janis Joplin.
—Me and Bobby McGee?
Asiento con la cabeza.
—Me encanta esa canción, aunque espero que nosotros tengamos un final mejor —bromea.
—No es un mal final, solo fue… que no pudieron estar juntos —pienso en voz alta. Y como no quiero ser agorera, cambio de tercio y le pido—: Háblame de Baton Rouge. Cuéntame cómo es el Sur.
John deja los cubiertos sobre el plato y bebe un poco de vino. Sus ojos están fijos en mí, pero su mirada empieza a abandonarme. Parece como si intentara rescatar algún recuerdo lejano y tuviera que esforzarse para hacerlo. Poco a poco sus ojos se aclaran, volviéndose aún más azules, y, a media voz, me cuenta:
—El Sur es cálido y húmedo. Los días son largos y luminosos y las noches son casi mágicas. Recuerdo el sonido de las campanas de la iglesia y el de los ventiladores que había en el techo de mi cuarto. Y los ecos de la música y las risas que se colaban por la ventana de madrugada. —Cierra los ojos y sonríe con melancolía—. El Sur huele a tabaco…, a campos de arroz. Sabe a pastel de cangrejo y a budín de pan criollo. Es tradición, rancia, y música góspel… —Vuelve a mirarme y se encoge de hombros—. Siento no explicarme con más claridad.
—No, no, te has explicado genial. —Le sonrío, embelesada con la descripción de su tierra—. Parecen recuerdos muy lejanos…
—Lo son —afirma—. Me fui con trece años y no he vuelto jamás.
Y lo dice tan tajante, tan serio, que no me atrevo a preguntar a dónde fue o por qué no regresó.
—¿Lo echas de menos?
—A veces sí, pero es absurdo —dice reprobándose a sí mismo—. Es como echar de menos la infancia: puedes hacerlo, pero sabes que es inútil porque nunca va a volver. Para mí el Sur es eso, algo que no volverá, la inocencia, las ganas de descubrir lo que el mundo puede ofrecerte…
—Hablas como si estuvieras de vuelta de todo.
—Es que lo estoy, Vega —dice con una mirada gélida.
¡Vaya! ¿Qué intenta? ¿Asustarme? ¿Advertirme?
Respiro hondo, medito un momento bajo su gélida mirada y mi verborrea nerviosa hace acto de presencia:
—¿Pues sabes qué te digo? Que es posible que al final todo sea cuestión de perspectiva. —John frunce el ceño, y me obligo a explicarme—. Me refiero a que, si te empeñas en pensar que ahí fuera no hay nada para ti, efectivamente, no encontrarás nada. Pero si permites que la vida te sorprenda, solo es cuestión de tiempo que lo haga.
Me encojo de hombros y me meto un trozo de pan en la boca. Para callarme, más que nada. John me mira con atención durante unos segundos y sus ojos se iluminan.
—Lo cierto es que últimamente la vida me ha sorprendido. Mucho. —Sonríe y me coge de nuevo la mano por encima de la mesa. Fija la mirada en mis ojos y baja el tono de voz—. Lo que siento cuando estoy contigo es especial. Hace mucho que no me encontraba tan a gusto con alguien.
Me tenso de los pies a la cabeza al oír sus palabras. El oxígeno deja de llegar a mis pulmones, me siento mareada, el estómago se me retuerce, la fondue intenta abandonar mi cuerpo, las sienes me laten, los ojos me escuecen… Todo mi cuerpo se rebela ante su afirmación.
Esto no entraba en los planes. Definitivamente, esto no entraba en ninguno de los supuestos que tenía controlados. Me he dedicado a mantener a raya mis emociones, pero no he contado en ningún momento con que John también tuviera las suyas. Y el hecho de que John pueda sentir algo por mí… me aterra. Cuanto más le conozco, más interesante me parece, y yo…, en fin…, soy solo yo. Esa personita que va de casa a la oficina y nada de vez en cuando, ¿os acordáis? He querido creer que podía lanzarme, que solo me hacía falta la oportunidad para cambiar mi vida, pero ahora me doy cuenta de que también me hace falta el valor suficiente para pasar de la creencia al hecho.
El ambiente se enrarece. Supongo que John está esperando a que diga algo, pero estoy bloqueada. Mi peor pesadilla, materializada. Al final, me vuelvo a boicotear a mí misma. Suspiro e intento controlar la angustia que se va apoderando de mi cuerpo. John frunce el ceño y suelta mi mano. Unos densos segundos discurren y finalmente toma aire y murmura:
—Voy a pagar a la barra, ¿me esperas fuera?
Asiento con la cabeza y salgo del restaurante por la puerta más cercana. El aire frío de Ginebra me golpea devolviéndome un poco a la realidad. Me cierro el abrigo con rapidez y busco el tabaco en el bolso. No sé si le hará gracia que fume, pero ya, de perdidos al río. Necesito que la nicotina ahogue la angustia.
Tres caladas más tarde John aparece por la puerta, poniéndose la chaqueta de cuero. De inmediato clava la mirada en mi mano.
—¿Me das uno?
—Claro —contesto, sorprendida. No esperaba que él fumase. Este vicio es para gente débil, como yo.
Saco un cigarrillo, lo enciendo y se lo ofrezco. John me sonríe como agradecimiento y le da una calada profunda.
—Mmm, ya casi ni me acordaba de lo bien que sabe —dice cerrando los ojos.
—Si llego a saber que lo habías dejado, no te lo habría dado —susurro.
—¿Te preocupas por mi salud? —me pregunta con ironía.
—Por supuesto —respondo sin pararme a pensarlo.
Se acerca hasta mí y empezamos a caminar, sin rumbo, por las orillas del lago Lemán. Seguimos hablando, de trivialidades más que nada, intentando llenar el silencio con palabras vacías de significado. Se nota que falta la química que ha estado presente entre nosotros, y sé que es por mi culpa. No estoy. Me he quedado clavada en «Hace mucho que no me encontraba tan a gusto con alguien» y no salgo de ahí ni a rastras.
No sabría deciros el tiempo que llevamos caminando, ni por dónde lo hemos hecho, cuando aparecemos en una calle un poco más concurrida y reconozco su coche.
—Mi vuelo sale en dos horas. Tengo que irme.
Descubro horrorizada que siento alivio al oírle. Sé que me voy a estar dando bofetadas por esta tarde el resto de mi vida, pero, ahora mismo, solo pienso en estar sola. Necesito estar sola.
El trayecto en coche resulta incómodo. Me agobia tenerle tan cerca. Me supera el roce de su hombro contra el mío. Me angustia el silencio que no vamos a llenar. Por suerte, no tardamos mucho en llegar a mi hotel, y prometo que tengo que frenar el impulso de salir corriendo en cuanto el coche se detiene.
—Vega —susurra cogiéndome la mano—. Si lo que te he dicho en el restaurante ha sido demasiado…
—Olvídalo, John. Es mejor así, créeme.
Me suelto de su mano, le beso en la mejilla con rapidez y salgo del coche con un nudo enorme en la garganta. Avanzo como puedo por el hall, llamo al ascensor y, justo cuando las puertas se cierran, las de mis lágrimas se abren y en el cubículo con el peor hilo musical del mundo rompo a llorar. Lloro con dolor y amargura. Con rabia e impotencia. Lloro porque no tengo remedio. ¿Por qué coño seré tan cobarde?