16

Mea culpa

Decir que me siento mal es poco. Muy poco. Poquísimo.

Para poneros en contexto os contaré que son las diez de la noche. Lo que significa que llevo más de cinco horas llorando a moco tendido. También me he bebido todo el contenido del minibar. T-o-d-o. Lo bueno es que mañana no trabajo; así podré seguir regodeándome en la autocompasión un poco más. ¡Qué gran día me espera!

Tengo unas cuantas llamadas perdidas de Drago y Sara, pero no puedo hablar con ellos. Bueno, ni con ellos ni con nadie, porque he intentado pedir más bebida al servicio de habitaciones y ni siquiera me han entendido. También tengo un mensaje de John.

De vuelta en casa.
Tienes razón, Madrid es especial.
Cuídate.

Es una despedida en toda regla, ¿verdad? Pero ¿qué esperaba? ¿Quién quiere aguantar a una perdedora que se acojona a la primera de cambio? Dos frases, dos malditas frases, y me he venido abajo. Soy lo peor.

Me revuelvo en la cama y busco entre la colcha azul el mando a distancia, apartando varias botellitas vacías que terminan cayendo al suelo. Hago zapping cerrando un ojo y me encuentro con una reposición de Downton Abbey. Si con esto no me duermo, no sé con qué.

Suena un teléfono. El tono no me resulta familiar. No debe de ser el mío.

Un momento.

¿Si no es el mío…?

Me despierto como Nosferatu en su ataúd y miro de un lado a otro por la habitación buscando la fuente del sonido. La mesilla. Es el teléfono del hotel.

¡Joder! Menudo despertar. Y qué dolor de cabeza más malo, por dios.

—Diga —contesto con voz ronca.

Mademoiselle Rodríguez?

—Oui, c’est moi.

—Monsieur Drago veut parler à vous, je lui passe.

¿Cómo que el señor Drago quiere hablar conmigo? Y ¿por qué me llama al hotel?

—¿Vega?

—Sí.

—¿Estás bien?

Bueno, con la peor resaca de mi vida y emocionalmente destruida, pero bien, sí.

—Claro. Solo dormía…

—¿Y no eres capaz de mandar un puto mensaje para decir que estás en tu habitación sana y salva? ¡Joder! Que no sabía nada de ti desde que embarcaste el viernes en Madrid.

—A ver, Francesco. —Me sujeto el puente de la nariz—. No quiero ser borde contigo, pero con una madre ya tengo bastante. No acostumbro a dar explicaciones sobre lo que hago y lo que dejo de hacer, soy mayorcita y sé cuidarme sola, ¿de acuerdo?

—Vega, ¿con quién coño te crees que estás hablando? Me preocupo por ti y me lo agradeces así. Sé que no estás bien, puedo sentirlo hasta por teléfono, pero yo no soy tu puto sparring. Cuando recuperes la sensatez, me llamas. —Y cuelga.

Las lágrimas vuelven a agolparse en mis ojos, pero no dejo que salgan. Aprieto las palmas de las manos sobre mi cara con fuerza. No, no. ¡No! No voy a llorar más. Ni por John, ni por Drago ni por ningún otro tío. Los hombres no dan más que problemas. Con lo tranquila que estaba yo antes de conocerlos… «Y amargada», me dice una vocecita dentro de mi cabeza. Si pudiera, la estrangularía. Una ducha y un café es todo lo que necesito.

Salgo del baño aseada y un poco más tranquila y llamo a Sara. Ella seguro que me entiende.

—Bueno, bueno, bueno, ya está bien, ¿no? Espero que hayas estado follando salvajemente y por eso no has podido llamarme…

—No empieces tú también, Sara —digo con voz derrotada.

—Cari, ¿qué pasa? —No puedo evitarlo; siento el cariño con el que me lo pregunta y comienzo a llorar otra vez—. ¡¡Me cagüen la estampa del americano!! ¡¿Qué te ha hecho?! ¡¡¿Eh?!!

—Él no ha hecho nada, Sara —digo entre sollozos—. He sido yo.

Se hace el silencio. Sara sabe perfectamente que tenemos entre manos mierda de la buena.

—Ay, cari…, ¿quieres hablar?

—Vale —susurro.

—Cuéntamelo todo, anda.

Me desahogo durante más de media hora con Sara —no hay mejor terapia en el mundo—, y cuando termino, emite su veredicto:

—Bueno, cari, no es para tanto. Al final solo es un hombre. Los hay a patadas.

Relativismo puro y duro. Esa es Sara. Ella sabe que esa parte de mí que se autoboicotea me está jodiendo la vida. El problema está identificado, clasificado y listo para ser eliminado, pero si yo no lo resuelvo, no sirve de nada darle vueltas. He tenido la ocasión y no la he aprovechado. Eso es todo.

Ni más ni menos.

—¿Qué harías tú? —le pregunto.

—¿Yo? Centrarme en el trabajo, cari. Olvídate de todo excepto de tu reunión de mañana y de que te quiero con locura, ¿vale?

—Vale. —Suspiro—. ¿Y qué hay de ti? ¿Qué tal llevas el finde?

—Bien —dice escuetamente.

—¿Qué has hecho?

—Nada.

—Nada excepto fornicar con Marcos…

—Cari, llaman al portero.

Otra que me cuelga. Y con ganas de decirle que quien calla otorga…

Pese a su absurda vida sentimental, Sara es una máquina en el curro, así que me obligo a seguir sus consejos. Saco el portátil, me siento en el sofá y me pongo a repasar la documentación del congreso. Centrarme en el trabajo mantendrá mi mente ocupada. El dolor que siento un poco más abajo es harina de otro costal.

A las nueve tengo la cabeza como un bombo. La resaca no amaina, y estoy cansada de leer en alemán, así que me visto y me voy a dar una vuelta. El Parc de l’Ariana está bastante cerca; puedo pillarme un café por el camino y perderme un rato entre los árboles. Me resulta tentador ir hasta el lago Lemán, pero me va a doler demasiado contemplar las aguas que han sido testigo de mi hundimiento.

Mientras camino por los senderos del parque intento disfrutar de mi soledad, la que nunca me abandona y en la que me he sentido reconfortada tantas veces, pero ahora no funciona. Antes me consolaba porque mi problema era la falta de oportunidades, el no saber qué hacer con mi vida. La causa de mis males no era yo. Pero ahora sí lo soy.

Me siento una impostora. Siempre pensando que si tuviera la ocasión mi historia sería distinta y cuando algo bueno aparece por fin, lo destruyo y aniquilo a la primera de cambio.

No me soporto.

En este preciso momento de mi nefasta existencia ni siquiera puedo contar conmigo misma.

Me desprecio.

Regreso al hotel cabizbaja y, al llegar a la habitación, miro el móvil. Lo había dejado a propósito porque no quería interrupciones, pero se me cae el alma a los pies al no encontrar ni una llamada, ni un mensaje. Nada. Ahí lo tengo: comportándome así, lo único que consigo es espantar a la gente.

El lunes pongo el piloto automático nada más abrir el ojo. Solo me permito pensar en las palabras de Sara: «Olvídate de todo excepto de tu reunión de mañana». De modo que me ducho, me visto lo más profesional que puedo y bajo a desayunar con Manuel para ir juntos después en el mismo coche a la central.

Las oficinas centrales de la empresa, Global Maintenance Air Services, Ltd., se encuentran en el distrito financiero de la ciudad. Como voy con el piloto automático puesto, ni siquiera me fijo en la decoración ni en la gente que pulula por todas partes. Saludo como un robot cuando corresponde, acompaño del mismo modo a mi jefe hasta una sala de reuniones y, nada más sentarnos, llegan tres personas: dos hombres y una mujer.

La mesa es redonda, de eso sí me llego a dar cuenta. El señor de mayor edad, pelo cano y traje con raya diplomática, se sienta junto a Manuel. El joven rubio, de ojos glaciales e idéntico gusto para los trajes, lo hace a continuación. A mi lado se sienta la mujer, de edad indeterminada por el bótox, con su melena platino ultralisa, su traje sastre y sus zapatos de escándalo; se presenta como Erika Köhler, supervisora y responsable del área de Europa Occidental, y nos mete una chapa de padre y muy señor mío sobre las mejoras para la productividad que quiere introducir en nuestra delegación. Manolito todavía no se ha dado cuenta, pero este es un congreso trampa. De comilonas y charlas distendidas, nada de nada. Los próximos días nos va a tocar currar hasta que nos sangren los dedos. ¡Qué bien! Me va a venir de lujo para no pensar en John.

Regresamos al hotel a horas intempestivas. Estoy muerta de cansancio, y me alegro: así no tendré que recurrir al alcohol para dormirme. Miro el móvil por primera vez en todo el día y nada, ni una sola llamada. El dolor se reaviva en mi pecho. Lo de John me parece normal; siento una irracional decepción, pero lo entiendo. Sara no va a llamarme, sabe que cuando necesite hablar, lo haré yo. Pero ¿y Drago? En fin, Drago debe de andar con un cabreo enorme, porque desde que le conozco no ha pasado un solo día sin noticias suyas.

Un momento.

Hoy es lunes. Hoy por fin empezaba los entrenamientos con el equipo. Debo tragarme el orgullo y llamarle.

—Hola, Vega.

—Hola —digo con vocecita; no me sale nada mejor —. ¿Qué tal el entrenamiento?

—Bien… los primeros diez minutos. Luego he tenido que marcharme al fisio.

—Joder, cuánto lo siento, Fran. ¿Por qué no me has llamado?

—¿No puedes imaginarlo?

Bufo y me siento en la cama.

—Lo siento, ¿vale? Pagué contigo el cabreo que tengo conmigo misma, y sé que no es justo.

—¿Qué salió mal, bella?

Me tumbo sobre el colchón y me tapo los ojos con la mano.

—Pues ¿qué va a ser, Francesco? Yo, que lo jodí todo por bloquearme y salir corriendo.

—Entiendo —dice escuetamente.

—¿No vas a regañarme por ser tan imbécil?

—No, bella, eso seguro que ya lo has hecho tú. —Calla unos segundos y pregunta—: ¿Cuál fue el detonante?

Me incorporo.

—¿A qué te refieres?

—A qué ocurrió para que te bloquearas.

Inspiro hondo y recuerdo sus palabras.

—John me dijo que lo que sentía estando conmigo era especial… y que hace mucho tiempo que no estaba tan a gusto con alguien —susurro, y de nuevo tengo ganas de llorar.

Fue tan bonito…

—Entiendo.

—¿No vas a decirme nada más que eso, de verdad?

—No, solo quiero plantearte una pregunta: ¿has pensado en cómo debió de sentirse él después de tu reacción?

Mierda, no, no lo he hecho. Soy tan cretina que ni se me ha pasado por la cabeza. Si hubiera sido al revés, yo sé cómo me sentiría…

—Mierda, Drago… —digo con la voz entrecortada. No puedo aguantar más el llanto.

—No te martirices. Si tiene que ser, será, bella. Dalo por seguro.