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Invictus

El jueves, primero de abril, Manuel y yo cogemos el último vuelo a Madrid. Llego tan molida a casa que me duermo con el abrigo puesto. Al día siguiente lo único que mejora mi ánimo es pensar en la cena con Sara y Francesco. Por fin van a conocerse. Y van a caerse superbién. Porque lo digo yo.

Por cierto, por si os lo habíais preguntado, de John no he vuelto a saber nada. Pero nada de nada. No le guardo rencor. De verdad. Le entiendo a la perfección.

Salgo tarde de trabajar —¡qué raro!— y no me da tiempo a pasarme por casa para cambiarme de ropa. En el fondo lo agradezco: con estas pintas no puedo alternar después de la cena —no me dejarían entrar ni en el peor antro—, así que tengo la coartada perfecta para irme prontito a casa y meterme en la cama, que es lo único que realmente me apetece.

Llego al restaurante veinte minutos tarde, y me encuentro a mis dos amigos ya sentados en una mesa, con una botella de vino, charlando y riendo como si se conocieran de toda la vida. Va a ser verdad lo de que dios los cría y ellos se juntan.

Me acerco a ellos y Drago, que está dándome la espalda, se gira como si me presintiera.

Bella, come stai? —me pregunta, abriendo los brazos para recibirme.

Va bene, Fran —le respondo sin muchas ganas, y me fundo en su abrazo. Qué falta me hacía.

—¡¿Pero qué coño llevas puesto?! —grita Sara, interrumpiendo el momento cursi.

—Pues lo primero que he pillado esta mañana, ¿qué más te da? —La beso en la mejilla y me siento.

—Lo primero que has pillado de un contenedor de ropa usada, te refieres.

—Déjala en paz, Sara. Ella está guapa con lo que se ponga.

—¿Habéis pedido ya? — pregunto cambiando de tema.

Nos entretenemos un rato en pedir la cena y más vino. Drago cuenta no sé qué sobre las uvas que se utilizan para hacer el rosado y Sara le responde que tiene intención de beber mucho, porque en una semana se va a Dubái y no va a poder catarlo. Y yo intento estar aquí, lo prometo, pero no lo consigo del todo.

—Habrá que hacerte una despedida en condiciones, ¿no? —oigo preguntar a Drago.

Huy, huy…

—¿Una fiesta pre Dubái? ¡Sí! —chilla Sara.

No esperaba menos. Vega, ve pensando en excusas para librarte…

—Un compañero del equipo, Fabio Souza, inaugura el sábado que viene un local en el centro. Si os apetece, podemos ir.

—¿Te refieres al Invictus? —pregunta Sara con los ojos como platos. Fran asiente divertido—. ¿Que si nos apetece ir a la inauguración del Invictus, el fiestón que lleva esperando la gente más guay de Madrid desde el verano? ¿¡Tú qué crees!?

¡Ay, dios! De esta es imposible librarse. Mañana toca sarao, y no hay excusas que valgan. Sara lleva intentando que la pongan en lista para esa fiesta desde que se enteró de que habían comprado el local el futbolista y sus socios.

Después de cenar, y de una extraña vista de Drago al cuarto de baño —o ha meado desde la puerta o no me explico cómo ha tardado tan poco—, Sara coge un taxi y él se ofrece a llevarme a casa, que está bastante cerca, tanto que podría ir perfectamente andando, pero intuyo que quiere que hablemos, y creo que lo necesito.

Entramos en el coche, me lanza una mirada seria, que no había visto antes en el restaurante, y me pregunta:

—¿Te has disculpado con John?

—¿Perdona?

—Lo que has oído, Vega. Te pregunto que si te has disculpado con John.

—Drago, de verdad, ¿te medicas? Porque te sienta fatal. —Me entra la risa tonta.

Esto es de traca. Que si me he disculpado con John, dice. ¿Acaso me ha llamado él o se ha interesado mínimamente por mi existencia estos días?

—¡Vega, joder! —grita, y le da un puñetazo al volante—. No te comportes como si tuvieras quince años, ¡eres una adulta! Los adultos cometen errores, pero se disculpan por ellos y, si se puede, intentan arreglarlos.

Siento que el puñetazo, en vez de al volante, me lo ha dado a mí. Sé que tiene razón, que estoy comportándome como una niñata, pero duele demasiado escucharlo de la boca de alguien a quien quieres. Me siento herida y, como el animal que soy, cuando estoy herida, ataco.

—¿Y tú, Francesco? ¿Eres tú un adulto? ¿O también escondes lo que te hace sentirte incómodo?

Me mira con desconfianza y se frota la nariz.

—Eso ha sido un golpe bajo.

—Lo siento, pero tu discursito también lo ha sido.

Resopla, se agarra al volante con fuerza y arranca el coche. Conduce el par de kilómetros que hay hasta mi casa en silencio y estaciona el Audi en doble fila.

—Solo necesito saber una cosa para quedarme tranquilo —dice en un tono de voz un poco más conciliador—. ¿Te ves capaz de superar lo de John sin hablar con él?

Sus dudas sobre mi fortaleza hacen que crezca mi maltrecha autodeterminación.

—El sábado que viene te lo demuestro —le aseguro.

Y espero no haberle mentido.

Me preparo mentalmente durante la semana para ello. El sábado me levanto decidida a enfrentar la jornada como se merece. La charla con Francesco ha hecho más mella en mí de lo que pensaba y ha conseguido sacarme el coraje que me estaba faltando. La he jodido, de acuerdo. He sido una cobarde, aceptado. Lo de John no tiene solución, asimilado. Y, ahora, a otra cosa, mariposa.

Activo el modo maruja y dejo la casa como los chorros del oro, mi ropa en perfecto orden de revista, e incluso picoteo un poco de arroz a la cubana a mediodía. Lo más que he llegado a comer estos días han sido yogures y ensaladas.

Me voy encontrando, solo tengo que darme tiempo y todo volverá a la normalidad… Y tengo que reconocer que esa idea es casi más deprimente que seguir como estoy.

Me ducho, me pongo el chándal encima de un conjunto de ropa interior de Marks & Spencer —los guays no creo que pueda volver a ponérmelos, me recuerdan demasiado a John— y me voy a casa de Sara. Para una noche como la de hoy teníamos que reunirnos en su piso: en el mío no hay suficientes artilugios de belleza, ni ropa ni pacharán.

El apartamento de Sara tiene más de cien metros cuadrados y veinte de terraza, y está en la calle Desengaño, al ladito de la Gran Vía. Es la zona más cool y ruidosa de Madrid. Cool porque todo lo decadente termina siendo absorbido por los modernos y ruidosa porque, históricamente, la zona ha sido territorio de prostitutas, camellos, chaperos y demás trabajadores de la noche.

Abro con la llave que nunca le devolví —no hacía falta— y voy directa hacia la zona del fondo a la izquierda. El piso es totalmente diáfano, a excepción del baño. La distribución entre la cocina, el salón y la supermegahabitación con vestidor la organizan unas estanterías estratégicamente colocadas y decoradas. Por el hueco que forman un jarrón y un portafotos diviso a Sara. Está agachada enchufando las planchas del pelo, vestida con su batín de seda rojo. Al oír mis pasos se da la vuelta y me recibe con los brazos abiertos y una sonrisa de oreja a oreja. Ya tiene el chiringuito montado, y va a disfrutar como una enana conmigo.

Esta noche no pienso quejarme por nada. Voy a dejarme hacer lo que ella quiera y a vestirme como le dé la gana a ella. Estoy decidida a disfrazarme de guarrilla, a pasármelo bien y a demostrarme que John Taylor es superable.

A las diez y media bajamos a la calle a esperar al taxi. Ni siquiera hemos cenado de la emoción. Bueno, yo por eso y porque se me iba a marcar demasiado la barriga en el vestidito de Sara. Es tan ceñido que he tenido que cambiar las bragas por un tanga, de esos sin costuras, para que no se me marcara. Otra característica llamativa del modelito es su color dorado. Sí, habéis leído bien, dorado. Y, claro, creeréis que Sara ha aprovechado mi sumisión para vengarse y disfrazarme de burbuja Freixenet, pero no —malpensadas—: el vestido es dorado oscuro, muy elegante, con escote en forma de corazón y largo hasta justo un palmo por encima de la rodilla. Llevo puestos los tacones negros, un clutch a juego y una cazadora de cuero entallada. Sara no para de repetirme que estoy para hacerme un favor o dos, pero es ella la que está altamente follable. Lleva un vestido negro muy corto que, visto por delante, es bastante discreto, pero que por detrás permite ver, no intuir, hasta los perfectos hoyuelos que tiene justo encima del culo. No tengo ni idea de cómo va a moverse sin que se le vea el susodicho, por arriba o por abajo, pero a ella no parece preocuparle.

Cuando nos metemos en el taxi, saco el móvil del bolso y le echo una mirada furtiva. Tengo un wasap. De Francesco. Siento una fuerte decepción que jamás reconoceré en público.

Ya estoy dentro.
Os esperan en la puerta para acompañaros a La Gloria (vip zone).
Te veo ahora, bella.

—Es Drago, mira. —Le enseño el móvil a Sara. Su cara cambia al segundo, y sonríe como el gato de Alicia.

—¿Cari, te das cuenta?

—Claro —digo, petulante—. Somos guays —cantamos a coro.

Lo que somos es muy tontas, pero bueno…

El Invictus es la leche. ¿Qué digo la leche? ¡Es la releche! Es como si en una coctelera metieras a un montón de gente guapa, la mejor música electrónica del momento y luces estroboscópicas, sirvieras la mezcla en una copa de acero y, en vez de bebértelo, te lo chutases en vena. ¡El copón! Lo que yo os diga…

¡Ah! Y no hemos tenido que esperar cola porque, como somos guays, solo ha hecho falta decir nuestros nombres para que al minuto estuviéramos cruzando las puertas de La Gloria.

¡Y qué Gloria! ¡Gloria bendita!

La zona vip no es una zona propiamente dicha. Es un espacio paralelo al Invictus con música independiente, pista de baile privada y un montón de camas balinesas con sus doseles blancos y todo. Las paredes son de espejo y el techo, abovedado, está pintado de azul celeste y repleto de pequeños leds blancos que simulan millones de estrellas. Debo de parecer Paco Martínez Soria recién llegado del pueblo, admirando con la boca abierta cuanto hay a mi alrededor, cuando alguien se acerca y me dice:

—Les ha quedado genial, ¿verdad? Fabio no lo va a reconocer, pero la idea fue mía.

Asiento como una tonta, aún absorta en la decoración de la sala, y Sara me da un codazo. La miro y me hace señas raras con los ojos, como tratando de advertirme… ¿de qué? ¿A quién tengo detrás?

«¿Es John? —pienso de inmediato—. ¿Qué hace John aquí?».

Me giro, muerta de miedo, y veo a Marcelo Vie… —bueno, vosotras ya imagináis qué Marcelo es—. Que en teoría está bueno, pero, claro, no es John.

—Es bonito —digo con evidente decepción.

—Es precioso —apunta Sara, que no entiende mi reacción. Me reprende con la mirada y le pone al futbolista su sonrisa pendiente de patente—. Soy Sara, y esta es mi amiga Vega.

—Encantado, lindas.

—¡Marcelo! Acaban de llegar y ¿ya me estás levantando a mis chicas? —bromea Francesco al acercarse, y le da un abrazo y un par de palmadas sonoras en la espalda a su compañero.

Nunca he sabido interpretar ese gesto tan de macho; ¿por qué los hombres, cuando se saludan, se agreden?

Un par de conversaciones triviales más tarde, nos despedimos del futbolista y nos acoplamos en una de las camas, que ya está de lo más surtida. Hay de todo: ron cubano, vodka ruso, dos jugadores del equipo de Drago que quitan el hipo, whisky escocés, bourbon, tres imitadoras de Barbie, un par de ceniceros y varias cajetillas de tabaco. La Barbie morena le acaba de pasar una cosita a la Barbie rubia y esta última se va al baño acompañada de la Barbie silicona. Absenta negra, vasos, hielo y refrescos de todos los colores.

—¿Se puede fumar aquí? —pregunto.

No sé por qué, pero, de todo lo que he visto, lo del tabaco es lo que más me ha llamado la atención.

—Aquí se puede hacer de todo, guapa —responde, un poco pedo, uno de los futbolistas.

¡Qué guay! Así no me tocará morirme de frío cada vez que me quiera fumar un cigarrillo. Que suele ser cada vez que me pido una copa. Y esta noche voy a pedirme muchas copas. Pero muchas, muchas…

A ver si, con un poco de suerte, dejo de buscar a John en cada esquina.