18

Absenta negra

Creo que fue Honoré de Balzac el que dijo: «La gloria es un veneno que hay que tomar en pequeñas dosis». Bueno, no lo creo, lo sé porque lo he buscado en Google. «¿Y a qué viene esto?», os preguntaréis. Pues esto viene a que el novelista francés no podía tener más razón; «pequeñas dosis», pero yo no le hice caso.

Lo de anoche fue brutal, bestial, descomunal, y eso solo de lo que me acuerdo. Que no es mucho. Casi nada de por sí. Fue una juerga como las de antes, las de antes de convertirme en monja, me refiero. Bailé encima de la barra, me bebí hasta el agua de los floreros, casi me enzarcé con la Barbie farlopera en el baño y me enrollé con Fabio. Sí, sí, Fabio Souza. El del equipo de Drago. El socio del Invictus. Ese Fabio. Brasileño, piel dorada, simpático, culo para partir nueces, muy sobón… Ese.

«¡Qué bien!», pensaréis. Un buen polvo con un chulazo carioca; seguro que ayuda con lo de John… Pues qué va. Os cuento.

Estaba yo tirada en la cama balinesa, intentando recuperar el resuello después de darlo todo con The Clash en la pista, cuando me apeteció un cigarrillo. Busqué y rebusqué entre las botellas y los vasos que tenía alrededor y no quedaba ni una de las cajetillas que había al principio de la noche. Aquello era un drama. Eran solo las dos de la mañana, iba ya peor que un Erasmus en Salou y se había acabado el tabaco. Dramón de los buenos.

Entiendo que las no fumadoras y abstemias —¿qué hacéis vosotras leyendo este libro?— no lleguen a imaginar mi grado de desesperación, pero las adictas, como yo, podréis comprender mi angustia seguro.

Me levanté muy decidida, aunque tambaleante, y me acerqué a la cama de al lado para preguntar si me daban un cigarrillo, pero no hubo suerte. Seguí mi búsqueda hasta la siguiente y tampoco hubo fortuna…, ni Camel, y encima me miraron como si fuera una mendiga. Estupendo.

Cambié de rumbo y me acerqué a la barra desde la que surtían a las camas a ver si los trabajadores del local podían ayudarme. Trataba de concentrarme en mis pies, que me obedecían torpemente, cuando, a mitad del camino, un perfecto paquete de Marlboro apareció ante mis ojos. «Deja de beber absenta», pensé de inmediato. Había leído en algún sitio que los artistas la utilizaban para alucinar e inspirarse, y creí que me estaba pasando lo mismo. Estaba flipando. Cerré los ojos y los volví a abrir, para borrar la aparición, y oí a alguien reírse a mi lado.

—Es real, toma. ¿No era lo que estabas buscando? —preguntó una voz aterciopelada.

Cogí el paquete como si fuera el mapa de la Atlántida y me giré para dar las gracias hasta el infinito al hombre que me había regalado aquel precioso instrumento de tortura para mis pulmones.

Era Fabio, evidentemente.

Me acompañó de vuelta a la cama balinesa y compartimos copas y cigarrillos hasta que, no sé cómo, empezamos a besarnos y a meternos mano como unos desesperados. El brasileño tenía una boca de pecado —de eso sí me acuerdo—, carnosa y caliente, en la que yo estaba perdiéndome cuando, en un cambio de posición, vi por encima de su hombro a David, el gilipollas al que casi parto la espalda en el Dark.

Metí la cabeza en el cuello de mi acompañante carioca, que no paraba de sobarme el culo y decirme cosas en portugués que no entendía, con la esperanza de que el amigo de John no me reconociera, pero fue inútil. No dejaba de mirarme con una sonrisita burlona en su cara de niño bonito. Incluso me hizo un gesto con la copa que sujetaba, una especie de brindis, un «¡que te aproveche!».

Me cortó el rollo, claro está.

Me disculpé lo mejor que pude con Fabio —ahora soy oficialmente una calientapollas—, les expliqué a Sara y a Drago lo que ocurría, los convencí de que se quedaran —cosa que fue bastante fácil, porque iban tan pedo que dudo que se enteraran de algo— y me vine en taxi a casa.

Fin de la historia.

Suena mi móvil.

¿Será John?

¡Joder! ¿¡Es que no me lo voy a quitar de la puta cabeza nunca!? No le intereso más. Está clarísimo. Si no fuera así, me habría dicho algo ya por lo de anoche, ¿no? Que son las seis de la tarde y a David le ha dado tiempo de sobra para contárselo. ¡Digo yo!

Tengo que admitirlo. Me fui del Invictus porque no podía seguir enrollándome con Fabio, y menos después de pensar en John, pero en vez de irme cabreada conmigo misma, me fui un poco eufórica al pensar en la reacción que tendría al enterarse.

¿Se habrá puesto hecho una furia y habrá destrozado la habitación de algún hotel? ¿O le habrá importado cero porque ya ni siquiera se acuerda de cómo me llamo? Espero tener alguna respuesta pronto, porque estoy empezando a impacientarme, y soy capaz de hacer alguna tontería como llamarle y preguntárselo directamente. Así, ¡a lo loco!

El teléfono para de sonar. Claro, me quedo tan ensimismada pensando en el americano que agoto la paciencia de cualquiera.

Miro el móvil. Era Sara. Pulso el icono y enseguida me contesta atropelladamente:

—Cari, estoy embarcando. Casi no llego. Ya te contaré. Te mando un wasap cuando aterrice. Ciao.

—Cuídate y llam…

Ha colgado, típico en ella. Lo que no es tan típico es que casi pierda un vuelo relacionado con el trabajo. Voy a llamar a Francesco; lo mismo él sabe algo…

Lo intento un par de veces, pero no me lo coge, así que decido dejar el tema, por el momento, y me voy a por un ibuprofeno al baño. Los años no pasan en balde y las resacas son cada vez peores. No vuelvo a tomar absenta negra… Palabrita.

Enciendo la luz, abro el armario de la derecha, donde guardamos los inclasificables, localizo la pastilla y me la tomo bebiendo a morro del grifo del lavabo. Antes de salir me miro de refilón en el espejo y me deprimo. Lo que anoche era una preciosa melena ondulada esta tarde es una gran maraña de pelo estropajoso. Mi cara es una broma de mal gusto. Y mis dientes tienen restos del carmín imborrable —¡ja!— de Sara.

Después de un buen rato, salgo del baño como una persona, y no como un despojo humano, me meto en mi cuarto y me pongo las braguitas de los domingos —blancas y de algodón, un clásico—, unos leggings negros con bastantes pelotillas y la vieja sudadera de la facultad. Me encanta esta sudadera, aunque a veces creo que todavía huele a calimocho. Me voy al salón a apoltronarme en el sofá y llaman al telefonillo. Seguro que es Francesco, que viene a evaluar los daños tras haber pasado una noche en La Gloria. Me preparo mentalmente para el interrogatorio y abro el portal sin preguntar. Poco después llaman con delicadeza a la puerta de casa. Eso ya me extraña más. ¿Será John?

¡Ya estamos otra vez! «No, no es John. John se acabó», me repito.

Aun así, abro con el estómago encogido, presintiendo que algo raro está pasando.

—Hola, Vega —saluda, cantarina, Leticia.

—Hola —digo, decepcionada y aliviada a la vez. Estos sentimientos son muy confusos—. ¿Y tus llaves?

—Están secuestradas en La Mazmorra —dice dirigiéndose a su habitación.

—¿Estás de coña?

—¡No, anoche me olvidé el bolso! ¡He venido a por las de recambio! —grita desde su cuarto.

—Están en el baño.

—¿Sí? —pregunta, extrañada, asomándose al pasillo.

—Sí, las acabo de ver en el armarito de la derecha.

Me tumbo en el sofá, cojo el mando y enciendo la tele.

—¡Las tengo! —chilla muy alegre, saliendo del baño—. Me voy volando, que Iván me está esperando.

—Eso, date prisa. No vaya a ser que se enfade y te ponga el culo en carne viva —bromeo.

Leticia se detiene al llegar a la puerta, se da la vuelta y me dice, muy solemne:

—Que dios te oiga, Vega.

Muy contenta con haberme escandalizado, se despide y yo niego con la cabeza hasta que vuelven a sonar un par de golpes en la puerta.

—¡¿Qué se te ha olvidado ahora, Leti?! ¡¿Las pinzas para pezones o las esposas de cuero?! —grito desde el sofá.

Al ver que la puerta no se abre, me acerco y lo hago yo. Esta mujer es capaz de haber perdido las llaves de aquí al portal.

—Hola, Vega.

Es John.

Pero no puede ser, ¿verdad?

Vuelvo a culpar a la absenta, y, como la noche anterior ante el paquete de tabaco, cierro los ojos y los abro de nuevo, para ver si es verdad que está delante de mí el peor de mis vicios.

Y sí, lo es, completamente cierto. Está justo a un paso, vestido con unos vaqueros negros, una cazadora de cuero y unas gafas de aviador.

—¿Qué haces aquí? —pregunto, con el tono más neutral que encuentro.

—¿Puedo pasar? —pregunta John en un tono idéntico.

—Depende… —Clavo la mirada en sus gafas—. ¿También has averiguado en Facebook dónde vivo?

—Vengo dispuesto a aclararlo todo. Déjame pasar, por favor.

Me aparto del vano de la puerta y en cuestión de segundos John atraviesa el umbral, me rodea y se sienta en el sofá.

Inspiro hondo un par de veces y busco en mi interior un poco de templanza. No la encuentro.

—¿Qué haces aquí, John?

—No pienso irme hasta que lo sepas, pero antes necesito un vaso de agua, por favor. —Y me lo pide de tal manera que no puedo negarme. De verdad parece necesitarlo. Esto empieza a olerme mal.

Voy a la cocina, cojo el maldito vaso de agua y regreso con rapidez al salón. John está mirando fijamente el columpio. Bueno, o eso creo, porque tiene la cabeza en su dirección, pero todavía no se ha quitado las gafas de sol.

—Toma.

—Gracias. —Le da un trago largo y señala el juguetito de Leticia—. ¿Es tuyo?

—No, de mi compañera de piso.

—¿La de las pinzas para pezones y las esposas de cuero?

—La misma —respondo, cortante—. ¿Me cuentas ya a qué has venido?

—Sí, pero creo que es mejor que te sientes.

—Estoy bien así.

—Como quieras. —Deja el vaso sobre la mesa y coge aire, y yo ya me estoy arrepintiendo de no haberme sentado: presiento que lo que va a decirme no me va a gustar—. Anoche te grabaron cuando te… —Calla un segundo y cierra los puños. Vuelve a coger aire—. Cuando estabas acompañada de Fabio Souza, y subieron el vídeo a una web. Acabo de arreglar el asunto.

Me siento de golpe. Me jode tener que darle la razón a John, pero esta noticia hubiera sido mejor recibirla con el culo en el sofá.

Un trillón de preguntas atosiga mi cabeza de sopetón: ¿qué se veía en el vídeo? ¿Cómo ha podido arreglar el tema? ¿Quién me ha hecho actriz porno por un día? Y, sobre todo: ¿por qué John no se quita las puñeteras gafas de sol?

—¿Cómo te has enterado? —elijo preguntar.

—Por David. Anoche estaba trabajando en la discoteca donde te grabaron.

—¿Trabajando?

—Es de Scotland Yard.

¡¿David el gilipollas es policía?!

Alucina, vecina…

—¿Estaba de misión secreta o algo así?

—No puedo darte detalles sobre eso, pero sí, lleva trabajando en Madrid unos meses.

—¿Por eso no saliste anoche con él?

—No. Yo estaba en Rabat.

—¿Y has venido solo para arreglar lo de mi vídeo? —Alzo las cejas. John no contesta. No hace falta—. ¿Cómo lo has solucionado? ¿Has tenido que pagar a alguien? Puedo darte…

—No me debes nada. En mi mano estaba arreglarlo y lo he hecho. El cómo también es cosa mía.

El silencio se cierne sobre nosotros, y no es un silencio cómodo, para nada. Sé que debería disculparme por muchas cosas y agradecerle muchas otras, pero las palabras se niegan a salir de mis labios. Me siento tan humillada…

John parece que va a decir algo, incluso llega a abrir la boca, pero se calla, inspira hondo y se levanta. «¡No, no, no te marches!», quiero gritarle, pero sigo muda. Ahogada en la vergüenza y la culpa.

Le veo dar los pocos pasos que le llevan hasta la puerta, cómo la abre con decisión y cómo desaparece tras ella.

Se ha ido.

El sonido del portazo me golpea tan fuerte que me levanto del sofá y corro hasta la puerta. Me quedo con la boca abierta cuando salgo al rellano. John está sentado en el primer peldaño de la escalera que baja al portal del edificio, con la cabeza entre las manos.

¿Pero qué coño estoy haciendo?

Me acerco sigilosamente y me siento a su lado. Oigo su respiración, acelerada, pero no hace signos de que le incomode mi presencia. No me ha tirado por las escaleras, por ejemplo.

—¿Por qué no te has quitado las gafas?

Mi absurda pregunta le hace levantar la cabeza y girarla en mi dirección. Al estar tan cerca, puedo ver con más claridad que hay algo raro debajo de las Ray Ban. Por impulso, se las quito, y me quedo sin aire. Tiene el párpado derecho hinchado, y un gran hematoma amenaza con aparecer debajo, pero lo peor de todo es su mirada. Me está diciendo que se rinde.

—Ha sido por mi culpa —afirmo, no pregunto. John calla. Agradezco que no lo confirme en voz alta—. Me dijiste que nunca te desconcentrabas tanto como para que te tocaran la cara.

—Por lo visto, siempre hay una primera vez para todo.

Se pone en pie bruscamente con intención de irse, pero, en un acto reflejo, mi mano sale al encuentro de la suya y le sujeta con fuerza.

—Lo siento mucho, John.

—Tú no tienes que disculparte. No has hecho nada malo. Eres una mujer libre.

En este preciso momento, todos mis principios feministas huyen despavoridos, dando gritos y arrancándose la ropa, porque acabo de tener una revelación: quiero renunciar a parte de mi libertad y entregársela a John. ¿De qué me sirve poder acostarme con quien quiera si yo solo quiero estar con él?

—A mí también me pasa, ¿sabes? —digo con un hilo de voz. Él me mira, arrugando la frente, pero sin soltarse de mi mano. Trago saliva y le confieso—: Yo también siento que esto es especial. Con la diferencia de que a mí no es que haga mucho tiempo que no me ocurriera, es que nunca me había sucedido.

John frunce el ceño hasta casi unir sus cejas.

—¿Y por qué saliste corriendo?

Tira de mi mano y me levanta del suelo dejándome a pocos centímetros de su cuerpo. Sus ojos azules me urgen a responderle, pero la tensión, el deseo, esto denso como la miel que siento deslizándose por cada centímetro de mi piel me impiden verbalizar nada. Me disculpo con la mirada, por los errores cometidos y por los que cometeré si no se marcha. Con un suspiro sincero le cuento lo mucho que me alivia estar rozando sus dedos, los que aprieto para retenerle.

—¿Por qué me gustas tanto? —murmura.

Le agarro más fuerte. Me tiemblan las rodillas.

—No sabes dónde te estás metiendo —susurro con el corazón latiéndome, frenético, dentro del pecho.

—No saberlo es lo que más me gusta —asegura.

Y lo rubrica con un beso que hace que mis dudas se diluyan. Un beso sanador, cargado de promesas, de seguridad y confianza. Un beso que consigue que solo quede una pregunta por hacer: ¿pero en qué coño estaba pensando yo en Ginebra?