La fiesta
En contra de mi (escasa) voluntad voy montada en un taxi junto a Sara, camino de la avenida del Brasil, una zona de bares que frecuentamos poco porque somos de clase media, aunque mi amiga se empeñe en olvidarlo.
—Sonríe, cari, que ya estamos llegando.
—Si no sonrío, ¿nos prohibirán el paso?
—Nos van a dejar entrar te pongas como te pongas, pero, si no sonríes, voy a salir con una tía con cara de acelga en las fotos.
—¿Qué fotos?
El taxi se detiene. Sara paga con su Visa de empresa, pide el ticket y abre la puerta.
—¿Ves esas lucecitas? —pregunta señalando los flashes de las cámaras.
En la puerta del club hay un pequeño photocall. Un montón de caras conocidas hacen cola para posar. Parece que nadie ha querido perderse la fiesta de gq.
—Pero ¿estás flipada o qué? —le digo a Sara—. Esos están fotografiando a famosos y gente así, no a dos sorianas a las que solo conocen en su pueblo.
Sara sale del taxi con mucho estilo y yo… solo salgo.
—Perdona, pero somos dos sorianas que están invitadas a esta fiesta.
—Porque una de ellas se acostó con el camarero que nos va a colar.
Me lanza un rayo letal con los ojos y resopla.
—Quién me mandaría a mí traerte…
—Oye —levanto las manos—, que yo me piro ahora mismo y asunto solucionado…
Sara estira el dedo el índice y lo pone delante de mi cara. Por suerte, uno de seguridad nos obliga a apartarnos para que pase alguien que sí es importante, y me libro de la regañina. Solo de la regañina, porque de entrar en la dichosa fiesta no hay manera de librarme.
El Dark Light Club no me disgusta: ya hemos estado otras veces y tengo un buen recuerdo del Long Island Ice Tea que preparan, pero habitualmente no está infestado de gente tan vip, cosa que agradece mi complejo de inferioridad.
El local es muy amplio, con una pista de baile central, unos reservados de precio prohibitivo al fondo, una barra de cristal azul a la izquierda, precedida por un ropero, y una zona a la derecha, ocupada por unas plataformas destinadas a los bailarines y los espontáneos de turno. Junto a la entrada, también a la derecha, están los cuartos de baño. Ay, los baños del Dark… Cuenta la leyenda que fue allí donde se acuñó la expresión «Si las paredes hablasen…». O, al menos, eso suele decir Sara.
Es ella la que se encarga de los abrigos y de arrastrarme hasta la barra de cristal, atestada de jóvenes vestidos de firma internacional. También es ella la que intenta desabrocharme un par de botones de la blusa, porque debo «dejar respirar a las pobrecitas», pero se lo impido con un manotazo. Ella va preciosa, como siempre. Lleva un vestido de encaje negro y manga francesa, indecentemente corto, que trajo de Hong Kong. Su trabajo de comercial mola hasta ese punto. Su empresa la lleva de ferias por el mundo continuamente, mientras mi jefe me saca solo cuando es imprescindible.
Envidio a Sara, no voy a engañaros, sobre todo porque yo tengo un carácter de mierda y ella es el encanto personificado. Es una triunfadora, y prueba de ello es el carisma que va derramando siempre a su paso. Ella no desentona en ningún sitio, ni siquiera en una fiesta de alto standing como esta. Se mueve por el club como si fuera de su propiedad, segura, regalando sonrisas, atrayendo las miradas a su paso, meneando su pelazo y saludando a discreción, porque otra cosa no, pero Sara conoce a todo el mundo —o, al menos, «a los dignos de conocer», como ella dice—. Y yo la sigo, tirando del bajo de mis minishorts absurdamente, porque, por más que tiro, solo llegan a cubrirme la cachas del culo. No sabéis las ganas que tengo de sentarme…
En cuanto alcanzamos la barra, cantidad de gente se acerca a saludarla. Ella me presenta a gran parte de sus admiradores y yo me dedico a dar besos y a mantener una postura correcta hasta que empiezo a sentirme como el perrito de Paris Hilton, y, en un descuido, me escabullo hasta los baños.
Entro en una cabina libre, muy limpia, y me siento en el inodoro. Empiezo a cavilar sobre mi falta de voluntad, sobre esa insana manía mía de no saber decir que no, sobre lo bien que podría estar en casa con mi mantita, y no en un maldito aseo de un maldito club lleno de malditos pijos… Y un destello de determinación me ilumina: tengo que irme. Me tomaré una copa para contentar a Sara, saludaré con la patita otro rato más y, después, huiré hasta casa.
Me animo bastante al imaginarme con un pijama calentito y sin tacones.
Salgo del baño, cruzo con decisión la pista de baile y llego hasta el corrillo de admiradores. La sonrisa se me escurre cuando no encuentro a Sara en el centro. Pregunto por ella, pero nadie sabe decirme qué ha sido de mi amiga. Tampoco los veo demasiado preocupados…
Me recorro la barra de punta a punta, sin localizarla. Cerca del ropero, saco el móvil y veo que me ha escrito:
¿Te estás follando a alguien en el baño y por eso tardas tanto?
¡Sí, claro! Como si eso fuera típico de mí y no de ella.
No me estoy tirando a nadie, ¿y tú?
¿Dónde te has metido?
Espero la respuesta un cuarto de hora, cronometrado: quince minutos, de los cuales al menos catorce soy empujada, pisada, apretujada y manoseada. El club empieza a rozar el límite de su aforo. Me estoy agobiando un montón. Y Sara sin contestar… Pego un par de codazos para alcanzar el mostrador del ropero y recojo mi abrigo. Me voy. Mi amiga es perfectamente capaz de conseguir compañía, y yo no quiero seguir aquí ni un minuto más.
Vuelvo a sacar los codos y consigo llegar hasta la puerta. Lo de «antes de entrar dejen salir» entre la gente vip no se estila. Avanzo un paso y retrocedo dos. Y encima mi conciencia, que es muy mala, comienza a decirme que voy a dejar tirada a mi mejor amiga y, lo que es peor, que voy a tener que aguantar sus represalias por los siglos de los siglos.
Me estremezco ligeramente al imaginarme con la piel arrancada a tiras y me doy media vuelta. No se ve la barra, ni la pista ni los malditos reservados… ¿Cómo voy a encontrar a Sara? Las plataformas que se elevan a la derecha me resultan ideales para mi propósito. Es una buena idea…, y también la mejor forma de dar la nota. Cojo aire, unas diez veces, trago la bilis que me sube hasta la campanilla y saco los codos.
Recibo los primeros silbidos nada más erguirme sobre la tarima, pero los ignoro. Examino desde las alturas todo el local, inútilmente, porque no veo más que cabezas en movimiento mezcladas con los colores de los focos que, a ritmo de Guetta, iluminan el club. Al otear los reservados, un grupo de hombres, que parecen sacados de un catálogo de Burberry, llama mi atención; gritan y me señalan, pero también los ignoro. Si quieren ese tipo de espectáculo, que esperen a que aparezca Sara primero. A mí sola no me sale.
Continúo revisando cada rincón del maldito club hasta que me desespero. Aquí arriba solo estoy haciendo el ridículo. Echo un último vistazo a la barra y… me quedo muy quieta. Siento cómo algo se agarra a mi pantorrilla y se desliza hacia arriba. Dirijo la mirada hacia mi pierna para descubrir a un hombre rubio y fornido sonriéndome con una mezcla de alcohol y deseo.
No reacciono.
Le observo con los ojos muy abiertos, y él debe de considerarlo un gesto positivo —el funcionamiento del cerebro del pijus beodus sigue siendo una incógnita para la comunidad científica—, porque se sube a la plataforma de un salto, me agarra las caderas y me aprieta contra su paquete, intentando que bailemos. Un calor extraño se apodera de mi cuerpo. Mi instinto toma el relevo a mi cerebro. En un solo movimiento le arreo un megasopapo en su cara bonita y le empujo tarima abajo.
Ken cae más de un metro de espaldas.
Me llevo las manos a la boca. Me lo he cargado. Y seguramente se lo tenía merecido, pero no sé si voy a adaptarme a vivir en Soto del Real…
La gente comienza a formar un corrillo alrededor del deslomado. Uno de los de Burberry tira de él, y le veo marcharse por su propio pie. Me entra tal descanso en el cuerpo que no me doy cuenta hasta unos segundos después de que los espectadores me están vitoreando. Me aplauden y me gritan cosas como «Torera». ¡Torera! ¡A mí, que quiero a los animales más que a la mayoría de las personas! No sé dónde meterme. Con lo poco que me gusta llamar la atención…, sobria, al menos. Me bajo lo más rápido que puedo de la plataforma y corro hacia la puerta.
Empujo con toda mi alma a la marabunta que todavía intenta entrar en la fiesta y consigo alcanzar la calle. Hace un frío de muerte. El viento se cuela por debajo de mi abrigo y mis finas medias de lycra no hacen nada para impedírselo. Rescato el móvil del bolso. Sigo sin respuesta de Sara. Intento llamarla, pero lo tiene apagado. La busco en cada grupo, en cada esquina, me recorro toda la acera de punta a punta, pero no aparece ni su sombra. Estoy a punto de echarme a llorar. ¡Qué mierda de noche!
Guardo el móvil en el bolsillo del abrigo con rabia y me enciendo un cigarrillo. Le doy tres caladas seguidas que me llegan hasta el último alveolo pulmonar y que consiguen detener el temblor de mi barbilla.
Empiezo a caminar hacia el Santiago Bernabéu cuando se oye alboroto en la puerta del pub; me giro con discreción y veo al grupito Burberry de antes. Están discutiendo con los de seguridad del club, y, de pronto, uno de ellos dobla la cabeza en mi dirección, le dice algo a otro que está de espaldas y me señala.
¡Mierda! Lo que me faltaba…
Me doy la vuelta y, presa del pánico, comienzo a bajar la calle. Al llegar a la plaza del Palacio de Congresos escucho gritar a mi espalda:
—¡Oye! ¡Para, por favor!
¡Ni muerta me paro yo ahora! Este viene por lo del empujón, y yo no estoy para ir pagando indemnizaciones por lesiones medulares. Me hago la sorda y sigo andando, un poquito más deprisa, hacia el metro.
Le oigo correr detrás de mí, cada vez más cerca, hasta que me alcanza y me sujeta del brazo.
—Para, por favor —repite con voz grave.
No le miro, ni me molesto. Tiro de mi brazo con saña y sigo hacia delante. Mi perseguidor vuelve a la carga.
—Perdona, pero mi amigo necesita…
—¡Modales! —le grito sin darme la vuelta siquiera—. Lo que necesita tu amigo es un curso de buenos modales. Y un loquero, si piensa que va a sacarme un solo euro de todo esto.
—Estoy de acuerdo en que debería trabajar sus habilidades sociales, pero no entiendo una palabra acerca de… ¿loquero? ¿Qué es «loquero»?
Me giro lentamente con el ceño fruncido. ¿No sabe lo que es un loquero? ¿Está de broma?
Levanto la cabeza para mirarle a la cara y decirle cuatro verdades y lo que consigo es… alucinar. Literalmente. A-L-U-C-I-N-A-R.