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De portada

A las cinco de la mañana me despierta la alarma del móvil. Como una zombi, me arrastro por el vestidor de Sara hasta que localizo mi bolso. Cojo el teléfono, lo silencio, me pongo el primer abrigo que encuentro y salgo a la terraza. Hace fresquete, pero mi amiga tiene un oído supersónico y no me apetece ser el blanco de sus burlas si se me escapa alguna cursilada.

—¿Vega? ¿Va todo bien? —pregunta preocupado.

—Estupendamente.

—Entonces es que has tenido una noche muy larga….

—No, he puesto el despertador para llamarte.

Baby… Siento no haberte devuelto las llamadas, pero estaba reunido y acabo de llegar a…

—John —le interrumpo—. Sí, tenía que hacerlo. Tenía que agradecerte tu regalo. Es… —Oh, oh, me voy a emocionar. Respira, Vega, respira—. Me ha gustado tanto que no sé ni cómo calificarlo… Y la nota… es tan bonita… Muchas gracias, de verdad.

—No me las des. Me he acordado de que te gusta Janis Joplin y mi asistente ha hecho el resto.

—No te restes importancia. Me ha parecido un detalle precioso. Y demasiado caro… Que solo acepto porque no pienso soltar esos discos ni loca —digo con una sonrisa, y casi puedo sentir la suya—. Bueno, y ¿qué tal va todo por allí? ¿Alguna amenaza internacional desmantelada?

—Siento decepcionarte, Vega, pero no soy James Bond —dice entre risas.

—No, tú eres mucho más guapo. —Se me escapa—. Pero eso estarás harto de oírlo…

—¿Y si solo me interesa oírlo de tu boca?

Un escalofrío me recorre la espina dorsal.

—John, una cosita… —Cierro los ojos—. Cuando bajas tu tono de voz, ya de por sí grave, provocas en mí… —Me humedezco los labios.

—¿Qué te provoco? —susurra.

—¿Conoces el término «combustión espontánea»? ¿Self-combustion? —John se ríe, pero no era broma: cualquier día ya veréis…—. No te rías, hablo en serio. Algún día moriré de un calentón y tú tendrás que llevar ese peso sobre tu conciencia.

—¿Calentón?

—Sí, ya sabes… —¿Cómo traduzco yo esto?—. A very hot moment…

—Entiendo… Pues tendremos que encontrar la manera de solucionar tus… calentones. Y los míos, ya de paso…

—¿Qué propones? —pregunto con libidinosa rapidez.

—Pues, ya que no puedo llegar hasta ti en un tiempo razonable, arrancarte las bragas y follarte como un loco, supongo que tendremos que improvisar…

—Me gusta eso de improvisar. —Trago saliva—. Pero estoy en la terraza de Sara… ¿Lo dejamos para esta noche?

—Entonces ya no sería improvisado. Además, voy a estar reunido. ¿Qué tal el viernes?

—He quedado con Drago. Por fin le han convocado para el sábado y está de los nervios.

—¿Irás a verle jugar?

Asiento con la cabeza.

—No he podido negarme. Y tampoco a la cena de después con los de su equipo.

—Entiendo —dice un poco seco.

—¿Ese cambio de tono ha sido por… celos? —pregunto con una sonrisa estúpida.

—¿Estará Fabio Souza?

—Seguramente.

—¿Volverás a beber absenta negra?

—¿Y tú cómo sabes lo de la absenta?

—Tengo mis contactos.

—Ya. Y David, una gran capacidad de observación y la boca muy grande.

John se ríe y me advierte:

—Puedo enviarle de espía.

—Estoy segura, pero no es necesario. Yo misma puedo informarte de que cenaré con Fabio, pero estaré pensando en ti.

Un golpe de aire se oye al otro lado.

—Estoy haciendo todo lo posible por volver a Madrid cuanto antes. —En su voz hay un matiz de disculpa.

—Te creo.

Y lo digo a corazón abierto. Me cuesta confiar en las personas, pero, cuando lo hago, es con todas las consecuencias.

A las seis de la mañana, con el día recién estrenado, termino de hablar con él, me vuelvo a la cama y duermo como una bendita. No se me borra la sonrisa ni cuando, una hora después, me despierto con Rosalía pegando gritos desde el móvil de Sara. Con altura. Lo malo es que ya no se me va la cancioncilla de la cabeza en todo el día. Ni en el siguiente. Cuando llego a La Finca el viernes y el taxi se detiene en la garita de seguridad que hay a la entrada de la urbanización, me identifico como Vega Rodríguez, muy amiga de Francesco Drago, y tengo que reprimirme para no añadir: «Y si es mentira, que me maten». La mañana del sábado casi suplico que alguien acabe conmigo: Drago me deja en casa antes de irse a la concentración y se despide con flores azules y quilates. Solo por eso, me planteo no acudir al partido, pero termino yendo.

Llego al estadio con el tiempo justo de que me ubiquen en el palco de los familiares, que está bastante desierto. Todo es muy guay y muy vip, pero yo preferiría estar en cualquier otra parte. No me gusta el fútbol, y me siento sola y fuera de lugar. Encima, el partido dura una eternidad —bueno, dura lo de siempre, pero me aburro tanto que se me hace interminable—, y lo peor es que, cuando acaba, todo el mundo sale en estampida, pero yo no sé dónde ir. No lo he hablado con Fran, y ahora no puedo llamarle porque estará en los vestuarios o atendiendo a los medios o quién sabe dónde… De modo que decido salir del estadio y esperar en la calle, antes de que alguien de seguridad venga a echarme por la fuerza del palco, pensando que me he colado.

Me uno a la marabunta de forofos que salen en riada del recinto deportivo y la abandono junto a la Castellana. Mis ojos vuelan por decisión propia hacia la acera de enfrente y localizan el Palacio de Congresos. Ahí. Justo ahí. En esa misma plaza fue donde conocí a John.

Saco el móvil, hago una foto al iluminado edificio y se la envío con un simple, pero no por ello menos sincero, «Te echo de menos». Hace solo unos meses y parece que haya pasado un siglo desde entonces. Visualizo a la Vega que huía aquella noche presa de la ira y el abandono y ya casi no me reconozco. No sabría decir si he avanzado, digievolucionado o me he superado de algún modo, pero me sorprendo de que sí puedo afirmar, con honestidad, que ahora soy más feliz. Me siento más completa, más segura de mí misma. Ya no tengo ganas de salir corriendo a esconderme. Tengo ganas de hacerlo, pero solo para poder llegar más deprisa al siguiente destino, al siguiente paso del camino. De mi camino. Que ya no es gris.

Un rato largo después, cuando ya casi no hay forofos por los alrededores, unos fuertes pitidos me arrancan de mis pensamientos. Diviso, junto a la acera, el coche de Francesco. Corro hacia él y me meto en el asiento del copiloto.

—Me encantaría darte la enhorabuena, pero sois unos paquetes. Mira que perder con…

—Vega —me interrumpe—, Fabio viene con nosotros.

Hace un gesto con la cabeza hacia los asientos traseros del coche, sin dejar de mirarme a los ojos. Pero yo no puedo andar jugando a los médiums ahora, y menos cuando estoy en el mismo habitáculo que el carioca que me metió la lengua hasta la campanilla.

—Hola —acierto a decir.

—Hola, Vega, ¿cómo estás?

—Bien, gracias. Oye, siento lo que he dicho.

—No te disculpes. Tienes razón: hemos jugado fatal. —Sonríe.

—Bueno, ¡basta de lamentos! Ahoguemos las penas en vino y buey —sentencia Drago, el intensito, y se incorpora al tráfico.

Pone Pretty Vacant, de los Sex Pistols, a todo volumen y me dice sin que Fabio pueda oírlo:

—Quiere hablar contigo.

—¿De qué? —pregunto nerviosa.

—Tranquila, todo irá bien. —Me aprieta la rodilla—. Por cierto, tu cara mientras esperabas me ha encantado. John es muy afortunado, bella.

—Esta vez te equivocas, Francesco. Mi cara no era por John, era por mí.

—Eso me hace feliz. Muy, muy feliz —afirma orgulloso.

Al poco llegamos al restaurante. La calle está llena de fotógrafos haciendo guardia. Es típico que los jugadores vengan aquí a cenar después del partido, y, por lo visto, están esperándolos.

—Voy a aparcar detrás —murmura Drago.

Con una de sus maniobras temerarias se interna en la calle trasera y estaciona el coche entre las líneas de dos aparcamientos.

—Voy adelantándome, chicos. Ahora os veo. —Quita las llaves del contacto, se baja del coche y nos deja a solas. Fabio asoma su melena rizada entre los asientos delanteros.

—Quería hablar contigo de lo del vídeo. —No, mierda, ¡el vídeo! Me muero de vergüenza—. Aunque no fue cosa mía, me siento responsable porque ocurrió en mi local.

—Tranquilo, no te culpo.

Y es cierto: en ningún momento se me ha ocurrido pensar que él tuviera algo que ver.

—Te lo agradezco —dice con una sonrisa—. Como comprenderás, a mí tampoco me hizo ninguna gracia… Lo del vídeo —puntualiza—. El resto estuvo genial.

—Fabio…

—Ya, ya. Me lo ha contado Drago. Lo tuyo con el americano… —me aclara—, pero si alguna vez vuelves a enfadarte con él…

—Espero que no vuelva a pasar.

—Tendré que aprender a vivir con ello… —Da un profundo suspiro, claramente sobreactuado, y me pregunta—: ¿Amigos?

—Amigos —asiento sonriente.

Me da un beso tierno en la mejilla y salimos del coche.

Me gusta la gente como Fabio. Y no solo del modo que estáis pensando —cochinas—. Me refiero a que me gusta la gente que no es capaz de dejar las cosas a medias, que tiene la valentía de afrontar los hechos y aclararlos; solo por su conciencia, solo movidos por su idea de moral. Vamos a ver, Fabio no tenía ninguna necesidad de darme explicaciones, por lo que supongo que, si lo ha hecho, ha sido por su tranquilidad y por la mía, ¿verdad? Pues eso, en el mundo en que vivimos, es de agradecer, no me diréis que no.

La cena resulta tan entretenida como el partido, o séase, un coñazo. Ellos no hablan más que de fútbol y de coches y ellas directamente no me hablan: no deben de querer juntarse con la chusma. Afortunadamente Francesco se apiada de mí y nada más acabar los postres anuncia que nos vamos. Intentamos salir con discreción por la parte trasera del restaurante, pero los fotógrafos deben de haberse olido la tostada y nos están esperando junto al coche de Drago. En cuanto los veo me quedo paralizada. Soy consciente de que son solo luces lo que disparan, pero me resultan tan agresivos su trato y su manera de preguntar y de empujarse para conseguir la mejor instantánea que me siento atacada.

Francesco me pasa un brazo por los hombros y me obliga a moverme hacia el coche.

—¿Sois novios? ¿Desde cuándo salís?

—¿Cómo te llamas? ¿Qué es lo que más te gusta de Drago?

—¡Drago! ¿Es cierto que el hijo que espera Ania Yokorskaia es tuyo? ¿Te vas a hacer las pruebas de paternidad o te niegas a reconocerlo?

—¿Y tu lesión? ¿Vas a poder llegar al mundial? Dicen que el seleccionador ya está buscándote un sustituto…

Entre empujones llegamos al vehículo. Nos metemos en él como buenamente podemos y salimos, haciendo ruedas, a la calle principal.

Vaffanculo! ¡¡Carroñeros!! —grita Drago.

—Joder, son muy agresivos. No sé cómo los aguantas.

—No tengo más remedio. —Bufa—. Si me doy media vuelta y les contesto como me apetece, que es lo que buscan, mañana estará en todas partes, el club me sancionará y mis contratos publicitarios se irán a tomar por culo.

—Menuda mierda, Fran.

—Pues sí, bella. Una mierda muy grande. —Bufa de nuevo—. Te insultan en la cara, te acosan, dicen de ti lo que les da la gana y tú no puedes hacer otra cosa que denunciarlos y esperar. Es muy frustrante. —Se agarra al volante con fuerza y comienza a morderse el labio inferior compulsivamente—. Siento que relacionarte conmigo traiga esto a tu vida…

—¿A mi vida? No, Fran, yo no soy nadie. —Intento tranquilizarle poniéndole una mano en el hombro—. A quien acosaban, por desgracia, era a ti.

—Vega —dice con cautela—, es muy probable que a partir de ahora no sea así. Van a querer saber quién eres. Hace mucho que no salgo en la prensa con nadie, y encima ahora con lo de la rusa… ¡Que no es verdad! —Busca mi mirada.

—Te creo, tranquilo. ¿Ha sido ella quien ha sacado el rumor?

—Eso parece.

—Qué puta —mascullo entre dientes.

—No, bella. Las putas solo alquilan su cuerpo; lo de esa tía es pura maldad.

Me deja en el portal de casa poco después. Subo al piso con cierto desasosiego, y, para variar, estoy sola. Me siento rara y un poco triste. Tengo miedo de que las sospechas de Francesco sean ciertas y me vea engullida, sin quererlo, en el mundo del papel cuché. Mi vida ya está bastante alterada últimamente como para que tenga que preocuparme por los medios de comunicación. Y, además, es tan absurdo… ¿Quién se va a interesar por mí?

Me arrastro hasta mi dormitorio y pongo muy bajito a Bill Withers, a ver si él consigue apaciguarme. Me acurruco en la butaca y, sin querer evitarlo, me pongo a pensar en John. ¿Qué estará haciendo ahora? ¿Estará en su piso, relajándose? ¿En el gimnasio? ¿Habrá vuelto a quedar con la tal April?

Me levanto de la butaca, cojo el móvil y veo que tengo unos wasaps suyos en contestación al de mi foto del Palacio de Congresos.

La mejor noche de cumpleaños.
Llámame luego, please.

Pulso el icono de llamada y al tercer tono me responde una voz profunda y grave:

—John Taylor, agente especial.

Una carcajada se me escapa.

—¿Se te ha ido la mano con el pacharán?

—No, pero estoy a punto de volverme adicto. Ahora no bebo otra cosa.

—Seguro que sí.

—¿Dudas de que me haya enganchado a cualquier cosa que me recuerde a ti?

Su pregunta, aunque bonita, no es ninguna declaración de amor. Hasta utiliza un tono que sugiere más broma que confidencia, pero… Un nudo enorme se me instala en la garganta y una emoción desconocida, en el pecho. La intensidad de lo que John me provoca crece con cada conversación, cada día que pasa, cada minuto. Lo que siento por él se está convirtiendo en algo más que interés y deseo. Lo veo tan claro que, por un instante, me paralizo por el miedo. Si dejara de cuidar lo que está sembrando en mí, el erial que provocaría su ausencia sería tan grande como el Sáhara.

—Vega… —me llama.

—No me hagas daño, por favor —susurro sumida en mis pensamientos.

Un silencio me responde. Y no me extraña. Si yo fuera él, estaría pensando que hay un cruce de líneas. O que mi pareja está mucho más trastornada de lo que me creía…

—Haría lo que fuera por que nada te pasase, por que nada te hiciera daño —dice con vehemencia—, pero no puedo prometerte que no vaya a cometer errores. Mi vida es muy complicada, Vega.

—No te estoy pidiendo nada. Si acaso, que seas sincero conmigo. Que, si en algún momento tus sentimientos hacia mí cambian o algo sucede, que seas capaz de contármelo sin mentiras ni omisiones.

—Te doy mi palabra. No lies. Never.

Suelto el aire que retenía despacio y, al instante, me relajo. Le creo. Sé que puedo confiar en él, y eso me causa un profundo alivio.

—Me encantaría quedarme en línea contigo. Aunque fuera sin decir nada, pero…

—Tienes que irte, lo entiendo: los agentes especiales siempre andan muy mal de tiempo. ¿Qué nueva aventura te requiere?

—De aventura, nada; es solo un acto benéfico con diplomáticos en el Plaza.

—¿Irá…? ¿Cómo se llamaba? ¿La hija del senador…?

—April.

—Esa.

—¿Por qué te interesa?

—Curiosidad.

—¿Mezclada con un poquito de celos?

—Yo no soy celosa.

—No, claro que no. —Le imagino sonreír—. Entonces no te importará que te cuelgue sin contestar.

—De verdad que era solo curiosidad…

—Está bien. Pues que descanses, baby.

Y me cuelga, el muy sinvergüenza.