La purga
Aviso importante: la autora de este libro no se responsabiliza de las reacciones causadas por el presente capítulo. En él se pueden encontrar palabras malsonantes, agresiones, ataques de histeria, amenazas, incitación al consumo de sustancias estupefacientes y demás atrocidades. Las lectoras menores de dieciocho años —que, como se entere vuestra madre de lo que estáis leyendo, ya veréis— deberán saltar este capítulo y retomar la lectura en el siguiente. Disculpen las molestias.
¡¡¡Menuda putamieeerda de mes he pasado!!!
Es que ni os lo imagináis, de verdad.
¿Que qué ha ocurrido?
Pues nada, que yo vivía feliz y contenta —a ratos— hasta que a unos cuantos paparazzi muy mal follados les ha dado por convertir mi vida en un infierno.
¡En un jodido infierno!
En el que no puedo salir a la calle sin encontrarme una cámara, un móvil o un teleobjetivo apuntándome. ¡A mí! ¡Que no soy nadie! Que mi vida no le interesa ni a mi madre —bueno, ahora sí, que salgo por la tele—, que no estoy ganando ni un puto duro con esto y… ¡Que me están amargando la existencia ya! ¡¡Joder!!
Estoy muy alterada, me disculpo de corazón y espero que podáis perdonarme. Al final voy a terminar haciéndole caso a Leticia y tirando de Trankimazin, o a Sara y fumarme un porro del tamaño de mi brazo. Lo que sea con tal de sosegarme un poco, porque esto no es vida. Así no llego a los cuarenta ni de coña.
¡Qué puto calvario!
Y qué ganas de llorar de rabia e impotencia.
Solo puedo pensar que, si se dieran cuenta, durante un segundo, del daño que causan, dejarían de joderle la existencia a la gente como lo hacen. Quiero creer eso. Me agarro con los dientes a pensar que existe alma dentro las personas que están acosándome, porque como me dé por pensar lo contrario, me lo monto en plan La purga y me lío a matar paparazzi hasta que despunte el día.
John me ha ofrecido protección. ¡A mí! Me ha visto tan superada por los acontecimientos que ha creído, seriamente, que necesitaba un guardaespaldas. Y no es porque me haya tomado especialmente mal toda esta mierda, no, es porque hasta he llegado a recibir amenazas. ¡Amenazas! ¡A mí! Y no una ni dos, qué va. Han llegado decenas, y por todos los medios: cartas anónimas en el buzón, llamadas al fijo de casa, al móvil, mensajes intimidantes… Unas veces me ponen de puta para arriba y otras veces me advierten de que tenga cuidado. ¿Cuidado de qué? ¡Si ya tengo la vida hecha una porquería! ¿Qué más me puede pasar?
Francesco se ha liado a meter denuncias a diestro y siniestro y no ha parado de gritar que no va a dejar títere con cabeza. Ha llegado a tal punto de histerismo que he estado tentada de llamar a John y pedirle que en vez de un guardaespaldas me mande un exorcista. Y no bromeo, es que no se me ocurría nada mejor para que convirtiera a semejante amasijo de músculos y nervios en el que solía ser mi amigo. Sara, harta de no poder ni subir a mi casa a verme, la semana pasada se lio a tortazos con una reportera en el portal. Lo que le faltaba a la pobre, después del disgusto que le dieron en la clínica. Resulta que hubo un problema con las muestras que le sacaron y ha tenido que repetirse los análisis, así que todavía está esperando saber si pilló la triquinosis la noche del Invictus. Hasta Leticia ha tenido problemas por los comemierda que están comerciando con mi vida privada. La han visitado varios padres pidiendo explicaciones sobre su relación conmigo e incluso un alumno ha causado baja en su jardín de infancia. Ella no le ha dado importancia, pero yo… yo ya no sé dónde meterme.
En mi trabajo ya ni os cuento. Durante el último mes, los de seguridad se han tenido que dedicar a echar a los fotógrafos que se colaban de las formas más dispares en el edificio. Mis compañeros con sus cuchicheos, mi jefe con sus bromitas —que no tienen ni puta gracia— y Arturo Díez de Pijolandia, intentando ligar conmigo hasta por mail, porque se la debe de poner dura eso de levantarle la novia a un futbolista de élite.
En Internet no he querido ni entrar. Sara me ha dicho que tengo las cuentas de Facebook y de Twitter colapsadas con mensajes de gente de la que ya ni me acuerdo y que ahora que soy… popular me manda mensajes de apoyo como si fueran íntimos amigos míos. Lo que Sara no me ha dicho es cuántos de esos mensajes no son de apoyo, sino todo lo contrario. En fin…
¿Que cómo se ha montado semejante follón solo por salir en los medios como la nueva novia de Drago? Pues porque la muy… la muy… ¿Cómo definirla? Porque ya no me quedan ni insultos para calificar a la tiparraca rusa. Bueno, uno sí: la pedazo de cabrona que dice que está embarazada de Drago, Ania Yokorskaia, que nada más salir nuestras fotos a la luz se ha dedicado a conceder entrevistas y hasta ha dado una rueda de prensa —que ni que fuera el Papa— poniendo a Francesco de padre irresponsable y a mí de destrozahogares. ¡Tócate to lo negro!
¡Pero que ni siquiera está embarazada de Fran!
Incluso dudo mucho que sepa quién es el padre de su hijo.
¿Cómo es posible que haya gente que sea capaz de montar un espectáculo de tal calibre solo por dinero? «Por el maldito dinero», que cantaba Amparanoia. ¿Es que no tienen vergüenza, ni conciencia ni nada que se le parezca? ¿Es que todo vale? ¿Es que forrarse a costa del sufrimiento de los demás es acaso una opción? Pues debe de serlo, porque aquí estoy, el peor sábado de mi vida, con un bajón de mil demonios, porque, claro, por algún lado tenía que salir toda la ansiedad acumulada. Me he levantado con una angustia en el pecho que no recordaba desde el viaje a Ginebra. Me he sentido asfixiada, sitiada dentro de casa. He necesitado correr, escapar, huir. Me he intentado encontrar vistiéndome con mi antigua ropa. Los vaqueros rectos, una camiseta ancha, las Converse y una gorra calada hasta las cejas. Y me he sentido camuflada. Esa ya no era yo.
Pese a todo, el disfraz ha sido efectivo y he podido escabullirme del acoso de la prensa, meterme en el metro y llegar sin incidentes hasta el Thyssen. Tengo que ver a La pelirroja. Esta vez no me entretengo en disfrutar de las salas y sus tesoros, no he venido a eso. Saludo de lejos a Ana, la bedel, y dirijo mis pasos hasta el cuadro de Toulouse-Lautrec. Mis ojos recorren cada centímetro del lienzo, empapándose de la belleza de sus trazos, de la luminosidad de sus colores… Consigo abstraerme y me concentro en ella, en la mujer que me ha dado consuelo tantas veces. Es tan bonita… Su piel blanca, su gesto sereno… Es curioso, pero hoy no me resulta una mujer melancólica y desvalida. Hoy la veo en paz, tranquila, no tengo ganas de llorar cuando la miro…
—Vega.
Me doy un susto de muerte al oír mi nombre. O estoy teniendo alucinaciones sonoras o me han encontrado los paparazzi. Pero si fueran ellos no susurrarían mi nombre como lo han hecho…
Me giro temblorosa y mis rodillas me fallan cuando descubro quién me llamaba.
—Oh, joder —gimoteo.
John me abraza con fuerza.
—Shhh, baby. —Me acaricia la cabeza—. Tranquila, todo va a ir bien… Tranquila.
Hundo mi cabeza en su pecho y busco en su olor y en la calidez de su cuerpo el refugio que tanto he necesitado estos días. Y lo encuentro. Creo que nunca me he sentido más segura que entre sus brazos. Me aparto para mirarle. Él me sonríe con ternura y me regala un dulce beso en la frente.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto—. Me dijiste que no regresarías hasta la semana que viene.
—Así era, pero, con todo esto a tu alrededor, no he podido esperarme más.
—Te lo agradezco un montón. Necesitaba verte.
—Yo también. —Me abraza con más fuerza—. Cada vez que hablaba contigo, solo pensaba en la manera de llegar hasta ti lo antes posible. Ayer finalmente pude cerrarlo todo y cogí el primer vuelo a Madrid. Te he llamado en cuanto he aterrizado, pero…
—Me he dejado el móvil en casa. No paraba de sonar y quería desconectar un poco.
—Me lo ha dicho Leticia cuando he ido a tu piso. —Me mira y me acaricia la mejilla—. Así que es aquí donde vienes a esconderte del mundo…
Asiento y señalo a mi amiga imaginaria.
—Cuando estoy de bajón, visito a La pelirroja.
—Es un cuadro muy interesante. —Observa el lienzo.
—Sí —digo escuetamente. No pienso contarle nada acerca de mi relación metafísica con ella. No quiero que me ingrese en un sanatorio mental—. ¿Nos marchamos? —le pregunto.
—Vale —dice de forma estridente, robándome una carcajada—. Eso está mejor.
Salimos del museo por un acceso reservado para las autoridades, en un coche de alta gama negro, con las lunas tintadas y conducido por un chófer, por supuesto. Al estilo de John Taylor.
—Al hotel —ordena antes de elevar el cristal oscuro.
El vehículo empieza a moverse por el paseo del Prado. Me desabrocha el cinturón de seguridad, que yo, muy precavida, me había colocado nada más entrar, tira de mí con suavidad y me cobija junto a su cuerpo, pasando su brazo derecho por encima de mis hombros.
—Necesito hablar contigo de algo —me dice en voz baja.
—No estoy para muchos sustos…
—De eso quería hablarte precisamente. —Me mira con atención—. Creo que tengo la forma de que el acoso mediático acabe.
—¿Sí? —pregunto sorprendida.
—He contactado con una persona que me ha asegurado que puede conseguirlo —me dice con cautela—. Solo es cuestión de una llamada, pero quería hablarlo antes contigo.
—¿En serio? Solo una llamada y ¿ya está? ¿Todo resuelto? —pregunto con los ojos como platos. John asiente y yo… yo lo flipo. Me aparto unos centímetros, mientras intento entender el tema—. Supongo que si haces esa llamada estarás debiéndole un favor a alguien, por mi culpa, y no lo veo justo. Te mentiría si te digo que no estoy deseando que todo esto termine, pero no quiero que te veas involucrado. Además, Drago ya se está ocupando legalmente; solo es cuestión de tiempo…
—Que la justicia actúe tardará más de lo que puedas imaginarte. Además, con la legislación española, no hay mucho que hacer. Ellos tienen derecho a fotografiarte en la calle.
—Ya, es una vergüenza, ¿a que sí? —pregunto indignada perdida—. Me he informado y en Francia, por ejemplo, si alguien te saca una foto sin tu permiso, le puede caer un paquete de no te menees. Aquí, sin embargo, ese tipo de acoso no es un delito.
—Por eso es realmente necesaria esa llamada. No veo otro modo de pararlo, y, créeme, he intentado encontrarlo.
—Te creo. —Le miro a los ojos—. Y te agradezco mucho que quieras ayudarme, pero no me gustan ni un pelo estas cosas, los tratos de favor, el tráfico de influencias y todas esas mierdas…
—No hay más opciones, Vega.
Muy a mi pesar, también le creo. Hago un puchero.
—Si me los cargo, ¿me sacarías de la cárcel?
—Sería un poco más difícil. —Sonríe.
—Gracias —susurro.
Niega con la cabeza.
—¿Todavía no has entendido que haría lo que fuera por ayudarte?
Me mira a los ojos con una intensidad demoledora y le beso. No encuentro una manera mejor para transmitirle cómo me hace sentir que me cuide, que se preocupe por mí, que me demuestre que soy importante para él.
—Te he echado mucho de menos —murmuro entre besos.
—Y yo a ti.
—¿Cuánto tiempo te quedas?
Se separa unos centímetros y baja la mirada.
—Eso nunca lo sé con seguridad. En principio estoy en Madrid hasta final de mes, aunque iré unos días a Londres, y no sé si deberé regresar a Rabat. Pero, si ocurre algún imprevisto, tendré que ir a… —Piensa un segundo y sonríe levemente al mirarme—. A apagar el fuego, donde sea necesario.
—Bueno… —digo, tragándome la decepción—, esperemos que no ocurra nada.
—Me encantaría poder quedarme sin límite de tiempo aquí, contigo. Pero esta es mi vida, Vega.
—Encontraremos la manera —susurro, intentando sonar convincente.
Al llegar al hotel Wellington, cruzamos el hall bajo las miradas de gran parte de la clientela y el staff —una gnoma disfrazada de guerrillera kurda acompañada de un adonis con traje de firma es para quedarse mirando, lo entiendo— y nos detenemos frente a la puerta del ascensor.
—Creo que no vas a poder alojarte aquí más.
—¿Por qué lo dices? —pregunta extrañado, apretando el botón de llamada.
—¿Has visto cómo nos miran? —Me quito la gorra e intento darle forma a mi melena—. Tu reputación acaba de caer en picado.
—¿Por tu ropa? —Me agarra de la cintura con las dos manos y me acerca su cuerpo—. A mí me gusta. Sobre todo, tu sudadera de la universidad —me lanza una mirada explícita—, aunque huela a colomocho.
—Calimocho. —Sonrío y me cuelgo de su cuello. Enredo los dedos en el pelo de su nuca y le doy un besito, mucho más casto de lo que me apetece.
—Como se diga… —Desliza las manos hasta mi trasero.
Después de entrar en el ascensor, me empuja suavemente contra la pared del fondo y presiona su cadera contra mi abdomen. Su paquete me confirma que está encantado con mi look. Hunde la cabeza en mi cuello para dejar una estela de besos húmedos. Me agarro de las solapas de su chaqueta y busco su boca, que me recibe abierta. Mi culo vuelve a ser el foco de sus caricias. Su lengua me está volviendo loca.
El timbre del ascensor nos saca de nuestro very hot moment. John me agarra con fuerza de la mano y camina con pasos largos y decididos por el pasillo, y yo correteo intentando seguirle el ritmo. ¿Tenemos prisa o solo me lo parece a mí?
En cuanto entramos en la suite, no me puedo aguantar más y me lanzo como una desesperada a sus brazos y a su boca. Me enrosco en su cuerpo y le sobo todo lo que pillo al paso.
—Baby, please —me ruega jugando con mis labios—, tengo que hacer esa llamada.
—¿Y no puede ser después, please? —suplico mientras me froto contra él.
—Vega… —me advierte.
Y acto seguido se separa, resoplando. Hago un puchero. Él sonríe levantando únicamente la comisura derecha de la boca, me acaricia con ternura la mejilla, se da media vuelta y se acerca al ventanal del salón, sacando el móvil del bolsillo interior de su chaqueta.
¡Hay que joderse! No contentos con destrozarme el mes, también me boicotean mi reencuentro con John. «Prensa del corazón» la llaman… Pues yo no le veo el corazón por ningún sitio.