No me despertéis, por favor
A la mañana siguiente, John me deja en casa para que pueda prepararme e ir a trabajar. Me ha costado un horror —y una mamada— convencerle para que no me llevara también al trabajo. Así que tengo exactamente una hora para disfrazarme de asistente eficiente y presentarme en la sede nacional de Global Maintenance Air Services Ltd., que está a cuarenta minutos de trayecto en metro. Si lo hubiera pensado bien, no habría convencido a John —pero la mamada se la hubiera hecho igualmente—. Llego justita a la oficina y, bajo las miradas curiosas de mis compañeros, me pongo a trabajar. A media mañana, aprovecho la pausa del café para llamar a Sara. Estoy deseando contarle que ya no me acosa la prensa.
—¿Te pillo mal?
—No, cari. Voy a visitar a un cliente.
—¿Estás conduciendo?
—No, voy subida en un alfombra voladora. —Se ríe y cambia de tema—: Me has llamado para ponerme los dientes largos, ¿no? Ayer me dijo Leticia que habían ido a buscarte… ¿Qué tal el americano, sigue follando como un semental?
—Qué va, ¡mucho mejor! Pero no te llamaba para eso. —Para hablar de John necesito una noche entera y una botella de pacharán, por lo menos—. Te llamaba para informarte de que ya no me persigue la prensa y… ¿a que no sabes quién nos quiere indemnizar por injurias y calumnias a Francesco y a mí?
—¿La cerda? ¡No me jodas! Los abogados de Drago deben de ser la hostia.
—Ha sido John, pero ya te lo contaré tranquilamente.
—Vaya, vaya con el yanqui… Espero que se lo hayas agradecido en condiciones… —Un fuerte pitido se escucha de fondo—. ¡Mira tú por dónde vas, gilipollas! ¡A fregar se irá tu padre! Perdona, cari, un cromañón… Pues nada, ya sabes lo que tienes que hacer: sacarle hasta el último céntimo a la muy furcia.
—De eso nada, no quiero nada de esa tipa. Solo he aceptado reunirme con ella por Fran y por verle el careto, pidiendo disculpas.
—Vega, perdona, pero… ¿¡eres tonta o te pica el culo!? ¿Cómo que no quieres el dinero de la cerda? ¿¡Tan grande la tiene John que te ha perforado el cerebro o qué!?
—Sabes de sobra cómo soy. —Niego con la cabeza—. Miraría con asco cualquier cosa que me comprara con ese dinero.
—Pues inviértelo.
—Estaríamos en las mismas…
—¿Y si lo usas para lo del pueblo? —pregunta con cautela.
—Lo del pueblo está controlado —zanjo el tema.
—Pues dónalo. A esa asociación pro Sáhara con la que colaborabas, por ejemplo.
—No me apetece una mierda ver a Darío de nuevo, pero no es tan mala idea —pienso en voz alta. De hecho, es una idea estupenda: con los tiempos que corren, las donaciones son cada vez más escasas, y las asociaciones pequeñas son las más perjudicadas.
—¡Que le jodan a Darío! —grita Sara antes de colgar.
La idea se queda rondando mi cabeza. La verdad es que a veces Sara piensa y todo. Alucinante.
Al volver de la comida, recibo un wasap de Francesco con la cita con la cerda rusa y llamo a John para informarle.
—Hola, baby —responde al primer tono—. ¿Puedo ir ya a recogerte?
—Me encantaría, pero todavía me quedan un par de horas de tortura. ¿Tú qué tal?
—Regular, no he hecho gran cosa. Es culpa de la suite, que no me deja pensar en nada más que tu cuerpo paseándose por aquí. Te imagino en el sofá, encima de mí…; en la cama, debajo de mí, de lado, on your knees…
—Para —le suplico con las braguitas palpitantes.
—Ok. —Sé que sonríe—. ¿Tienes ya la hora de la reunión?
—Para eso te llamaba. Es a las siete, en el número cuarenta de la calle Serrano.
—Conozco el bufete; he trabajado con ellos en alguna ocasión. Será pan comido.
—¿Sabes? He llamado a Sara, y me ha animado a coger el dinero y donarlo a una ong, y la verdad es que me lo estoy planteando en serio.
—Es una buena idea.
El teléfono de mi escritorio empieza a sonar.
—Debo colgarte, cariño —le digo distraída, mirando la pantalla. ¿Qué querrá ahora la delegación de Castellón? Lo mismo les ha dado por abrir el aeropuerto de una vez…—. Nos vemos en un ratito, ¿vale?
—Vale, cariño. —Carraspea—. Luego nos vemos.
A las seis y media entro en el coche de John. ¡A las seis y media! Que ya sé que es costumbre en mí salir tarde de trabajar, pero justo hoy me fastidia más.
—Recuérdame, por favor, que mañana contrate un sicario para que acabe con los informáticos de mi empresa. —Ocupo de mala leche el asiento trasero del coche, miro a mi izquierda y se me caen las bragas—. Estás guapísimo —babeo, pegándole un repaso a su traje gris antracita—. ¿Qué tal el día? —Sonrío.
Sé que parezco bipolar, pero John causa ese efecto en mí: me distrae de tal manera que ya no tengo instintos asesinos; ahora, con joderles el café a los informáticos, me conformo. ¿Cómo podría meter sal en el conducto del azúcar de la máquina? John se inclina sobre mí y me besa con fuerza. Y, después, más despacio, desde una comisura a la otra. Me pego a su torso vestido de Armani.
Llegamos al bufete con diez minutos de retraso, de modo que, al entrar en la sala de reuniones, ya está todo el mundo esperándonos —sal no: ¡laxante les pienso echar a esa panda de frikis!—. Alucino al ver a Francesco. Va impecable, con un traje superelegante, una camisa almidonada y la melena cuidadosamente peinada hacia atrás. A su lado hay dos abogadas con una pinta de arpías que impresionan cantidad. Y, junto a ellas, la arpía mayor del reino disfrazada de La Dolorosa, o séase, Ania Yokorskaia vestida de negro, sin gota de maquillaje adornando su cetrina piel y con cara de pena. ¿Pero a quién quiere engañar?
—Señora Rodríguez, tome asiento, por favor —me dice un señor de mediana edad, donante de pelo, que debe de ser el abogado de la rusa—. Señor Taylor… —Le hace a John un gesto que casi simula una reverencia, y no añade nada más.
¿Conoce a John? ¿De qué? ¿Tan famoso es en el mundillo?
Me siento, pensativa.
—Bien —dice el abogado—. Como ya sabrán por el mail que les envié, el motivo de esta reunión es la retractación firmada de las declaraciones de mi cliente aquí presente, Ania Yokorskaia, y la negociación de la compensación económica. —Todos asentimos, y el abogado prosigue—: La señora Yokorskaia quiere manifestar sus disculpas por las desafortunadas declaraciones que realizó…
—No —dice John—. Esas disculpas las tiene que formular la señora Yokorskaia, no usted en su nombre.
Palabra de John Taylor; te alabamos, señor.
Henchida de orgullo, miro a John; luego a Francesco, que asiente convencido, y luego a la rusa, que ahora, en vez de blanca, está roja, no sé si de vergüenza o de rabia.
—Estoy totalmente de acuerdo —apostilla una de las arpías abogadas de Francesco.
—Está bien —dice la rusa. Nos mira intermitentemente a Fran y a mí y murmura como un autómata—: Me retracto de las declaraciones que he hecho.
Un silencio incómodo se instala en la sala de reuniones. Todo el mundo espera que diga algo más, pero ella no se da por aludida.
—¿Y ya está? —le pregunto—. Nos difamas en todos los medios de comunicación que han querido escucharte, te lucras con ello, perjudicas el perfil público de Francesco, me robas el derecho de ser una persona anónima ¿y lo único que se te ocurre decir es «Me retracto de las declaraciones que he hecho»?
Y, claro, dadas las circunstancias y lo bien que me ha quedado el discursito, pienso que ella va a extender sus disculpas, pero ¡qué va! Ni se inmuta, la caradura. Solo se encoge de hombros y se pone a mirar su móvil.
—No tienes vergüenza —gruñe Francesco.
—Pasemos al siguiente punto —propone el abogado—: la compensación económica. Nuestra oferta es sesenta mil euros.
—¿Como suma total? —pregunta John.
—No nos corresponde a nosotros el reparto de la compensación. Tendrán ustedes que acordar quién ha sido más perjudicado.
Esto es de coña. ¿Cómo se mide eso? Hablan de nuestro honor como si fuera chorizo de Pamplona. Noto cómo la ira que vive en mí se está vistiendo de espartana, dispuesta a presentar batalla, y suelto en un tono tan frío que ni me reconozco:
—Queremos cien mil euros o no hay acuerdo.
Francesco me clava la mirada, sin entender mi cambio de postura acerca del dinero, pero le ignoro. Ya se lo explicaré más tarde. La rusa deja el móvil sobre la mesa y se dispone a levantarse, pero su abogado se lo impide y mirando a John pregunta:
—¿En un cheque o por transferencia bancaria?
Los abogados se quedan redactando los documentos, que nos harán llegar los próximos días. John, Drago y yo salimos a la calle, donde nos esperan los coches. Nada más pisar la acera, Fran y yo nos miramos y empezamos a reírnos.
—¡Le has sacado cien mil euros! —me dice entre carcajadas.
—¡Ya, qué fuerte, todavía no me lo creo! —Me llevo las manos a la cabeza—. ¿Has visto la cara que se le ha puesto cuando John le ha dicho que se disculpara? —Me giro hacia él—. Eres mi ídolo, ¿me firmas un autógrafo?
John se ríe con ganas, contagiado por nuestro buen humor, y me estrecha entre sus brazos.
—Luego te lo firmo en privado —me murmura al oído. Y me deja un mordisquito en el cuello.
—Bueno, pues yo me voy. Está visto que aquí sobro… —se oye decir a Drago.
—¡De eso nada! —exclamo, separándome de John—. ¡Esto hay que celebrarlo!
Media hora después estamos en la barra del Sí, Señor, uno de los restaurantes mexicanos más divertidos de Madrid, tomando unos margaritas, cuando aparece Sara por la puerta. Que no es que sea adivina, como Drago, es que la he llamado cuando veníamos en el coche. Hago las presentaciones pertinentes. Sara me dice por lo bajini que soy una zorra afortunada, y en un abrir y cerrar de ojos ya estamos festejando, por todo lo alto, lo bien que ha salido la reunión. El tío José, El Cuervo, es nuestro anfitrión.
Francesco propone un brindis por la tierra que vio nacer a nuestra patrocinadora rusa y con el chupito en alto exclama:
—¡Por la ensaladilla!
—¡Por la revolución bolchevique! —brindo yo.
—¡Por el vodka! —brinda Sara.
—¡Por Zinaida Serebriakova! —brinda John.
Todos nos quedamos mirándole. Drago y Sara, con cara de vaca viendo pasar el tren, y yo, con auténtica devoción.
—¿Y quién coño es esa? —pregunta Drago, apurando otro chupito de tequila.
—Es una pintora rusa afincada en Francia. Murió en los 60, si no recuerdo mal —explico, embelesada en John. Es tan guapo y tan listo…—. Me encantan sus obras.
Le acaricio la mejilla, perfectamente afeitada, y le sonrío como una boba. John cierra los ojos inclinando su cara hacia mi mano y me devuelve la sonrisa.
—No os pongáis empalagosos, por favor… —dice Drago.
—Déjalos; se entienden y están a gusto. Es bonito —dice Sara.
Y, si no la conociera, pensaría que está un poco emocionada.
Miro a John y me encojo de hombros. Sara tiene razón: para qué añadir nada más. Pero John, que es más valiente, alza su voz, profunda y clara.
—Pero mírala, ¿cómo no iba a estar a gusto con ella?
—Oooooh —canturrean a coro Sara y Drago.
—Su mesa ya está lista —nos dice un camarero, y nos acompaña hasta el lateral izquierdo del local.
Pedimos nuestra cena y un par de jarras de margarita, y Drago, que ya está en la fase de exaltación de la amistad, me dice muy serio:
—Quiero que te quedes con todo el dinero, Vega. Todo. Ya sé que no servirá para reparar el daño causado, pero mi conciencia estará más tranquila. Haz lo que quieras con él. Es tuyo.
—Vale —digo sin dudarlo.
—¿Así de fácil? —pregunta Drago. De repente, levanta las cejas y me advierte—: No se te ocurra quemarlo, ¿eh?
—Lo voy a donar —afirmo convencida, y miro a Sara.
—Claro que sí, cari. Así ese sucio dinero tendrá un buen fin. —Alza su copa—. ¡Que le jodan a Darío!
—¿Quién es Darío? —pregunta Drago.
—Nadie —digo—. Un tío que colabora en la ong a la que voy a donar el dinero.
—Sí, eso. No es nadie importante —dice Sara.
—Ya —dice Drago, que se sirve otro margarita y deja vacía la jarra, que a mí me dan ganas de ponerle, inmediatamente, de sombrero.
—¿Estuviste con él? —murmura John.
—Solo unos meses, nada serio.
—Ya —vuelve a decir Drago, y esta vez añade—: Pues para no ser nada serio te has puesto un poco tensa, ¿no?
Le lanzo una mirada mortífera y él pide más bebida. Después, vuelve su atención al móvil.
Sara traga comida compulsivamente, avergonzada por haber soltado la liebre, y yo no sé dónde meterme, la verdad. Aunque, si lo pienso, es ridículo del todo. Vamos a ver, que John ha estado prometido con April, ¡cinco años!, y todavía tienen colaboraciones en común. En comparación, lo de Darío el cooperante no fue nada.
—Te acompañaré a hacer la donación —me dice John en voz baja—. Si te parece bien.
—Te lo agradecería mucho —le respondo sonriente—. No tengo ni idea de cómo funcionan los trámites con esas cantidades estratosféricas de dinero.
John me devuelve la sonrisa, desliza su mano por mi pierna hasta la mitad del muslo y aprieta ligeramente. Cierro las piernas por instinto y empiezo a notar un hormigueo familiar. Se inclina sobre mi oído y me dice con voz grave un escueto «Thanks, baby» que a mí me llega derechito a la entrepierna. ¿Pedimos los postres?
—Fabio te manda un beso, Vega.
—Hostia puta, Drago… —murmura Sara entre dientes.
—Pero, bueno, Francesco, ¿qué coño te pasa conmigo de repente?
—Nada, ¿por? —me pregunta con un tono que no me gusta un pelo—. Es verdad, le he contado que estaba cenando contigo y me ha dicho que te diera un beso de su parte. Míralo si quieres. —Tira el móvil encima de la mesa—. De todas formas, no sé de qué te extrañas. ¿No lo hablasteis cuando os quedasteis a solas en mi coche?
Abro los ojos como platos. ¡Será cabrón! Pero ¿qué cable se le ha cruzado a este hombre? Vale que haya estado todo el mes sometido a mucha presión y haya tenido incontables salidas de tono, pero esto me parece ya lo último. Vamos, soltarme lo de Fabio, delante de John…
Me voy calentando. El silencio de la mesa, la mirada chulesca de Francesco, que no entiendo en absoluto, la tensión del ambiente… No tengo por qué aguantar esto.
—Mira, Fran, te diría muchas cosas, pero voy a resumir para no aburrirte: ¡vete a la mierda!
Me levanto de la mesa y, sin pensarlo dos veces, me voy del restaurante.