Yo solo sé que ya no sé nada
John me ha dejado en casa esta mañana y se ha ido al aeropuerto. Me ha llamado desde Londres un par de horas después y, desde entonces, no he vuelto a tener noticias suyas. Despedirme de él ha sido difícil. Muy difícil. Y aunque he intentado disimular con mis tonterías, se me ha notado a la legua que me he quedado triste y sola, como Fonseca.
Ahora son las nueve de la noche y estoy en casa de Sara. Hoy duermo aquí y mañana, antes de irnos a trabajar, nos vamos a pasar a por los resultados de los análisis. Me estremezco al pensar que a mi Sarita pueda llegar a pasarle algo.
Ya le he contado lo de Drago y no le ha extrañado. Mi amiga, mucho más sabia que yo —dónde va a parar—, ya había asociado los cambios de humor de Francesco con algún tipo de adicción. Yo, como vivo en el mundo de las piruletas, por lo visto, los había asociado con una personalidad efervescente y dinámica y no con un hábito tan pernicioso.
No le he llamado, y él tampoco lo ha hecho. Tengo en mi cabeza las palabras de John acerca de lo del centro de desintoxicación, pero, por primera vez desde que conozco a Francesco, no me siento lo suficientemente cercana él como para recomendarle nada. O quizá es que no me apetece que me mande a hacer puñetas…, no sé.
En mi móvil empieza Me and Bobby McGee. Soy oficialmente una jodida cursi. Pego un salto desde el sofá de Sara y descuelgo sonriente.
—Hola, cariño.
—Mmmm, cómo me gusta que me llames eso…
Sara finge ayudarse del mando a distancia para vomitar.
—Espera un momentito, que estoy en casa de Sara y ella, en plan payasa.
—No tengo apenas tiempo. Hemos hecho un receso en la reunión para comer algo.
—¿Llevas reunido desde que has llegado esta mañana?
—Sí, y va para largo. El tema es más serio de lo que esperaba. —Se interrumpe e inspira hondo—. Todavía no está confirmado, pero es posible que vuele a Tel Aviv el jueves.
—¿Tan pronto?
Se me cae el alma a los pies. No voy a volver a verle hasta… Ni siquiera lo sé.
—Vega, yo… —murmura, y su tono de voz suena tan frágil de repente que me recompongo.
—Nos veremos pronto. Ya lo verás.
Y le miento a sabiendas, que conste, pero no puedo hacer otra cosa. Tengo que agarrarme a esa mentira. ¿Cómo soportarlo si no?
Cuelgo el teléfono con un nudo en la garganta y grazno un «Voy a mear». Me encierro en el cuarto de baño y me deslizo por la pared hasta sentarme en el suelo. Me abrazo las rodillas y escondo la cabeza entre ellas. Son solo unas semanas, me digo, y estás así porque ha sido un fin de semana muy intenso; según avancen los días y vuelvas a la rutina se hará más fácil… Y otra vez vuelvo a mentir.
Sara y yo amanecemos el miércoles mucho antes de que suene el despertador. Nos quedamos quietecitas entre las sábanas, en silencio, sin querer levantarnos. Cuando no nos queda más remedio, nos vestimos —curiosamente las dos de negro— y nos marchamos a por los resultados.
En la sala de espera de la clínica hacemos turnos para salir a fumar. Cuando llaman a Sara, nos cogemos de la mano con fuerza. Caminamos como si lo hiciéramos por la milla verde, camino del cadalso, hasta que llegamos a la puerta de la consulta. Respiramos y entramos.
—Buenos días —murmuramos casi a coro.
—Buenos días. Sentaos, por favor —nos dice la ginecóloga mientras lee algo en la pantalla del ordenador.
Nos sentamos con las rodillas bien apretadas. La joven doctora se pone a teclear y Sara y yo contenemos la respiración. El sonido brusco de una impresora nos hace dar un brinco. La ginecóloga le entrega a Sara unos papeles.
—En el informe consta el tratamiento que tienes que tomar —le dice muy seria—. Es importante que vuelvas a una revisión. Pide cita antes de irte.
Sara ha dejado de escucharla y mueve los papeles adelante y atrás buscando entre las líneas escritas. Y yo estoy por gritar que alguien me diga de una vez qué es lo que le pasa, porque ¡ya no puedo más!
—¿Es grave? —pregunto.
—¡Solo hongos! —chilla Sara.
—Aun así —le reprocha la doctora—, te recomendaría que tuvieras más cuidado en próximas ocasiones.
—Lo tendré —asiente Sara.
Pero tanto la doctora como yo sabemos que no va a ser así. Sara es una kamikaze sexual, sentimental, existencial. Lo único que va a poder frenar su descenso sin frenos al infierno que se está construyendo es un cambio de vida. Pero uno de verdad.
Cuadro los hombros en la calle, dispuesta a removerle la conciencia, pero ella se me adelanta. Me achucha hasta dejarme sin aire y se va tan contenta a trabajar.
—Pero, Sara, tenemos que hablar.
—Vale, cari, luego te llamo —me dice mientras se aleja.
Y es posible que cumpla con su palabra. Dentro de tres o cuatro días, cuando crea que se me ha olvidado el tema. Suspiro profundamente y también me marcho a mi trabajo. En un momento de descanso, le mando un mensaje larguísimo. Cuando salgo de la oficina a las seis de la tarde, todavía no lo ha leído. Ni lo hará. Me meto en el metro, maldiciéndola mentalmente y tratando de esconder la cara entre los mechones frontales de mi melena. Todavía siento que la gente me mira como si me conociera. Pienso en Francesco. Otro que parece que no vaya a darme explicaciones sobre su ruinosa vida…
Al llegar a casa, no hay nadie. Camino a oscuras por el salón y entro en mi cuarto. Pienso en darme una ducha, prepararme algo de cena y llamar a John, pero mis planes se ven frustrados por una llamada al fijo de casa.
—¿Diga?
—Vega, hija, ya está bien, ¿no? ¿Dónde estabas? Llevo todo el día llamándote.
Y yo evitándola. Que sé que no está bien hacerle eso a una madre, pero es que no estoy acostumbrada a hablar con ella todos los días. Yo era feliz con su llamada dominical. ¿Para qué más?
—Pues trabajando, mamá, ¿dónde voy a estar?
—No sé, como ahora eres famosa, pensaba que podías estar con Francesco Drago, por ahí.
Ya empezamos…
—A ver, mamá —me sujeto el puente de la nariz—, que ya te lo he explicado, que Francesco y yo no somos pareja, ni amantes ni nada.
—Pero en la tele han dicho que sí, pero que os escondéis para guardar la exclusiva de la boda. ¿No te irás a casar sin tu madre?
—Te lo he repetido mil veces: no hagas caso a lo que dicen por la tele; la mitad de las cosas son mentira, y de la otra mitad tampoco te creas nada.
—¿Entonces no te casas?
—No, mamá. —Me río por no llorar—. No me caso.
Ni harta de pacharán, vamos. La única manera de verme en una boda es yendo como invitada.
—Pues no lo entiendo, con la buena pareja que hacéis.
«Ya, pero a él le gustan los rabos y a mí, John Taylor», me dan ganas de contestarle, pero solo le digo:
—Somos amigos. Nada más, mamá.
—Pues es una lástima.
De repente pienso en contarle lo de John. Explicarle que por fin he encontrado a alguien con quien que me siento a gusto de verdad. Con un poco de suerte, así se olvidará de lo de Drago.
—Mamá, verás, no te lo he dicho antes porque no sabía si íbamos en serio, pero… he conocido a alguien.
—¿Sí? ¿Y estás saliendo con él? ¿Es famoso?
—Sí, estoy saliendo con él. Y no, no es famoso.
—Pues si no es famoso, no entiendo por qué pierdes el tiempo con él en vez de estar con Francesco Drago. Hija, tú piénsalo: con lo que ibas a ganar en exclusivas podrías hasta dejar de trabajar. Por no hablar de lo de tu padre…
—¡Mamá! ¿Es que no escuchas?
—Bueno, no te pongas así. —Se calla un momento—. Oye, ¿te has enterado de lo de la Pantoja? No gana para disgustos, la pobre…
—Mamá, llaman al portero. Cuídate mucho y da recuerdos a la abuela.
Lo del portero es mentira, pero, como comprenderéis, no me apetecía escuchar información alguna sobre la Pantoja. Ni seguir hablando con mi madre.
El teléfono de casa vuelve a sonar.
—Diga.
Pasan unos segundos y apenas se oye nada al otro lado. Solo una respiración jadeante.
—¿Hola? ¿Quién es?
Más silencio jadeante. Empiezo a ponerme nerviosa. Soy fácilmente impresionable. Estoy a punto de colgar cuando una voz mecánica dice:
—Te lo advertí, puta.
La llamada finaliza. Me tiemblan las canillas. ¿Qué hago? ¿Cambio de móvil, de fijo, de casa y de nombre? Porque no se me ocurre otra manera de que paren de tocarme las narices. ¿Por qué no darán la cara? Seguro que no serían tan valientes frente a frente. Panda de mamones. Paso… ¡Paso de calentarme!
¡Gentuza!
Regreso a mi habitación y empiezo a desnudarme de mala leche. Me voy a meter en la ducha y el agua se va llevar todo este mal rollo. No pienso dedicarles ni un segundo más a esos hijos de la gran… Respira, Vega, respira.
Estoy intentando encontrarme el diafragma y utilizarlo para coger aire como es debido cuando comienza a sonar dentro de mi bolso Me and Bobby McGee. Inspiro y espiro hondo varias veces y me animo a demostrarme lo poco que me importan las amenazas. Tengo un novio superinteresante y superbuenorro tratando de hablar conmigo. Eso es todo lo que tiene que importarme. Descuelgo.
—Vega —dice deprisa—. Sigo en el centro de convenciones. Lo de Tel Aviv está confirmado. No sé cuándo podré volver a llamarte.
—No te preocupes. —Ya lo haré yo por los dos.
Oigo un profundo suspiro al otro lado de la línea.
—Pensaré en ti. A cada momento.
Un escalofrío me recorre la columna vertebral.
—Te creo.
John me escribe unas horas más tarde, apenas amanecido el jueves, para informarme de que va a embarcar en un vuelo que le alejará aún más de mí. Algo me dice que su ausencia será cada vez más difícil de soportar, pero me engaño respondiendo que ya hemos estado separados por miles de kilómetros antes y que esta vez solo tenemos una hora de diferencia, que podremos hablar con más regularidad… Pero la realidad es otra: las llamadas se vuelven más cortas, los mensajes, más concisos, y, poco a poco, el silencio se instala entre nosotros.
Aunque intento centrarme en el trabajo y en mis amigos, la nostalgia se me termina metiendo en los huesos, como la humedad en invierno. Siento frío dentro de mí. Creo que es por la falta de su abrazo: ahora solo el cuerpo de John consigue calentarme. Y eso me aterroriza. Tanto, tanto, que llego a cuestionarme si nuestra relación es o no viable.
Enamorarte de un nómada es como hacerlo del viento: te envuelve y te revuelve, pero luego se va y te deja desamparada, porque ahora ya sabes lo que es la felicidad, pero no puedes conservarla.