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Decisiones

El último viernes de julio, a mediodía, tengo la cabeza metida entre un montón de papeles, intentando traducir a tiempo las evaluaciones de las delegaciones para enviarlas a Ginebra, cuando en mi bolso empieza a sonar Me and Bobby McGee.

—Buenas noticias —anuncia en cuanto descuelgo—. Hemos terminado.

—¿Qué? ¿¡De verdad!?

¡Bien, bien, bien! Boto sobre la silla.

—Pero todavía no puedo regresar a Madrid.

—¿No? —Me sujeto al escritorio.

—Debo volver a Nueva York para cerrar unos asuntos. —Ahora, además de lejos, estará a seis horas de diferencia horaria. Voy a llorar—. Pero… ¿por qué no te vienes? Volamos mañana por la mañana, haremos escala en Londres para repostar; podrías unirte al vuelo allí.

¿Que me vaya? ¿A Nueva York? ¿Mañana?

—Pero, John. Yo no tengo vacaciones hasta el 15 de agosto…

—Piénsalo antes de decidirte. —Baja la voz—: No aguanto más sin verte.

—Ni yo. —Me enternezco.

Pero, cuando cuelgo, me doy cuenta de que este hombre se ha vuelto loco. Se piensa que puedo dejarlo todo y salir corriendo para irme con él a Nueva York, ¡nada más y nada menos! Aquí al ladito, vamos.

A la salida del trabajo sigo dándole vueltas a lo del viaje y me meto en el metro. Me pongo los auriculares y le doy al aleatorio de Spotify. Like a Prayer de Madonna me acompaña cuando me dispongo a sentarme para esperar, pero algo impacta en mis retinas y me paralizo. Es un cartel tamaño xxl que hay en el andén de enfrente. Francesco Drago va vestido solamente con un conjunto de dos piezas de ropa interior. Y digo bien, dos piezas: unos ajustados boxers blancos y una especie de sujetador deportivo masculino.

Lo intento, lo prometo. Trato de aguantarme y hasta me muerdo los carrillos por dentro, pero estallo en carcajadas en medio del andén. La señora que tengo al lado me mira de reojo, agarra con fuerza su bolso y se aleja unos pasos. Un par de chavales se dan la vuelta; parece que me reconocen, y se unen a las risas. Saco el móvil, fotografío el cartel y se lo envío a Fran.

¡Eres mi ángel de Victoria’s Secret preferido!

Apenas tarda en responder.

¿Dónde es?

En el intercambiador de avenida de América.

¿Vas a casa?

Sí.

Cuando llego, me está esperando en el portal.

—Hola —murmuro acercándome a él.

—Hola —susurra cabizbajo.

Me duele verle de esa manera, tan decaído, así que me obligo a echar al olvido lo que pasó y le abrazo con fuerza. Francesco recibe mi gesto de paz con calidez, hunde su cabeza en mi cuello y empieza a sollozar.

—Lo siento mucho, bella.

—Ya está, venga. —Le froto la espalda—. Vamos arriba.

Subimos el tramo de escalera en silencio y entramos en el piso de la misma manera. Drago tira su cazadora encima del sofá y, pegando un salto sobre el respaldo, se deja caer en los cojines.

—¿Quieres tomar algo? —le pregunto, colgando el bolso y el abrigo en el perchero de la entrada.

—Un poco de agua, por favor.

—¿Agua?

—Sí, Vega. Agua.

Me encojo de hombros para quitarle importancia, pero me extraña un montón. Creo que nunca antes había visto a Drago beber agua.

Regreso al salón con su insípida bebida y un café para mí.

—Gracias —dice agarrando el vaso.

Me siento a su lado y le acaricio la rodilla.

—¿Cómo estás? —murmuro.

—Estoy.

—¿Por qué no me has llamado?

—No podía —dice negando con la cabeza—, no sabía qué decirte.

—¿Y qué hay de aquello de que los adultos cometen errores, pero los solucionan si se puede?

—Ya, sí, me quedó muy bonito el discurso, pero es más fácil opinar de la vida de los demás que de la de uno mismo.

—Bueno, pero… algo habrás pensado, no sé…

—He pensado tanto que me he pasado de vuelta, bella.

—A lo mejor no ha sido pensar lo que te ha pasado de vuelta…

—¿A qué te refieres? —Aparta la mirada.

—Pues a lo de la coca, Fran. ¿A qué me voy a referir? —Me atrevo por fin a decir—. Sabes que tienes un problema, que te estás jugando tu trabajo y tu prestigio y que estás poniendo en riesgo tu salud y tu relación.

—¿Pero qué relación, Vega? Erik ya no quiere saber nada de mí.

—¿Y te extraña?

Hunde los hombros.

—No.

—Algo tienes que hacer. No sé…, quizá lo que dijo John… Algo de ayuda profesional… —dejo caer.

Drago se tensa. Se agarra al vaso de agua como si su vida dependiera de ello. Lo sujeta con ambas manos y concentra su mirada oscura en su contenido. Apenas unos segundos después se endereza, y una sonrisa tímida aparece en su boca.

—Tengo que volver a casa.

—¿A Isquia?

—Sí. —Me mira—. Y necesito que vengas conmigo.

—Claro. Ya te dije que te acompañaría.

Francesco me sonríe abiertamente y parece recobrar el ánimo.

—Estoy seguro de que allí, junto a ti, conseguiré encontrar la manera de recuperar a Erik —dice ilusionado—. Eso sí, tiene que ser cuanto antes. En agosto empiezo los entrenamientos. Lo ideal sería irnos este fin de semana, pero no te va dar tiempo a arreglarlo en el trabajo. ¿El lunes podrías hablar con tu jefe? —Tuerzo la boca—. Es demasiado precipitado. Lo entiendo. No te preocupes. Conforme está el mercado laboral, no es para andar…

—No es solo por eso —digo con cautela—. Es que John me ha pedido que le acompañe a Nueva York…

—Ya veo —murmura, y otra vez la tristeza vuelve a su rostro.

Mierda. No soporto decepcionarle. Me cuesta un mundo decirle que no. ¿Quizá podría aplazar el viaje a Nueva York? Si adelanto unos días de las vacaciones de verano, tal vez pueda hacer las dos cosas…

—No te pongas así, Fran. Yo…, yo no he decidido nada todavía. Déjame pensarlo, por favor.

—No quiero agobiarte, Vega, pero es que… lo necesito. —Me agarra las manos—. Si no vienes, voy a hundirme mucho más.

Me lanza una mirada de gatito abandonado que no me gusta un pelo.

—Joder, Fran. Eso es un poco… chantaje, no sé…

—No es chantaje, bella, es la verdad. No te lo pediría si no fuera cierto.

Me levanto a por más agua. No tengo ni pizca de sed, pero necesito terminar la conversación de alguna manera, así que directamente huyo.

Entro en la cocina, me agarro con fuerza a la pila y bufo. Me estoy agobiando. Me siento presionada. Además, ¿qué pretende que solucionemos en Isquia? ¿Solo lo de Erik? Porque de su problema con la cocaína no ha dicho ni mu, lo elude totalmente…

El sonido de la puerta de casa me distrae. Oigo a Leticia saludar a Drago, y, enseguida, entra en la cocina.

—Hola, Vega —dice con voz apagada.

Me giro y la veo sin el brillo de siempre, con los hombros agachados y cara compungida. Pero, bueno, ¿es que hay un virus o qué?

—Hola, Leti. ¿Qué te pasa? —pregunto preocupada. Es rarísimo verla así.

—Nada… —Se encoge de hombros—. Que anoche discutí con Iván y… no sé si lo hemos dejado. —Hace un puchero y comienza a sollozar—. Pero ya se me pasará.

—No, no, nena. —Me acerco y la abrazo—. Venga, ve a tu habitación a cambiarte, que yo preparo una tortillita de patatas y mientras cenamos me lo cuentas, ¿vale?

—Vale —dice entre hipos—. Te quiero mucho, Vega. Sé que no te lo he dicho nunca, pero eres la mejor compañera de piso que se pueda tener.

Me enternece, y la achucho superfuerte.

—Mi Leti… Yo también te quiero un montón, aunque me tires los números atrasados de la National Geographic.

—Pero si te los sabes de memoria.

—No por eso dejan de gustarme.

Leticia se va a su cuarto y yo, al salón. Le comento a Francesco el panorama; parece que lo entiende, y me dice que se marcha, no sin antes recordarme, cogiéndome de las manos y mirándome con intensidad, que necesita que me vaya con él a Italia lo antes posible. Así, sin presiones.

Decido no dedicarle más tiempo al asunto, me cambio de ropa, me pongo a hacer mi tortillita y cuando le estoy dando la última vuelta, llaman al telefonillo.

—¿Sí?

—Eh… hola, ¿está Leticia?

—¿Quién pregunta por ella?

Tengo casi claro que es Iván, pero me apetece tocar las narices.

—Soy su… —titubea— Iván.

—Espera un momento, por favor. —Me retiro escasos centímetros del telefonillo y sin tapar el micrófono grito—: ¡Leti, es para ti: un señor que dice que es tu Iván!

—¡No estoy! —chilla desde su habitación.

—Dice que no está.

—Ya…

Por el rabillo del ojo veo aparecer a Leticia en la cocina.

—Espera un momento, Iván.

Cuelgo el portero y le pregunto si está segura de que no quiere verle. Ella solloza y dice que no, que le pida que suba.

Después de transmitir el mensaje, me meto en mi habitación. Pongo a la Joplin para no escuchar lo que no me interesa y cojo el móvil. Me apetece hablar con John, pero no tengo una respuesta a lo del viaje todavía. Así que le envío un mensaje a Sara.

¿Qué haces?

Nada, en casa. ¿Y tú?

También en casa.

¿¿¿Salimos???

No me apetece, Sara.
Estoy rayada.

Pues vente para acá, que tengo pacharán.

De repente, oigo pasos por el pasillo y el sonido de la puerta de Leticia cerrándose. Huy, huy, huy. Aquí huele a reconciliación…

Y yo una tortilla de patata que me voy a comer sola…

¡Te mando un taxi!

Y lo decía en serio: justo quince minutos después recibo una alerta en mi móvil diciéndome que un taxi me espera en la calle.

Llego a Desengaño, compro pan y Coca-Cola en el chino de la esquina y, al poco rato, ya estamos devorando los bocatas de tortilla con unos calimochos —la única manera de beberse el vino que Sara ha traído del pueblo— sentadas en la barra de la cocina.

—Es que, cari, no lo entiendo —dice por enésima vez Sara—. No entiendo cómo puedes pensar en todo el mundo menos en ti. Que si Drago quiere esto, que si John quiere lo otro… ¿Y qué coño quieres tú, Vega?

Resoplo y le pego un trago al calimocho.

—Yo quiero ver a John, ir a Nueva York, estar con él…, pero no quiero fallar a Francesco.

—Y no le vas a fallar, cari. Ni siquiera me parece buena idea que vayáis a Italia. Él debería centrarse en conservar su trabajo, no en andar planeando viajes a islas del Mediterráneo.

—Ya, pero me ha dicho que lo necesita… Y, además, la semana que viene es tu cumple. —Me giro para mirarla.

Siempre hemos celebrado los cumpleaños juntas, desde que tengo uso de razón. Hemos pasado por las medias noches con paté, los ganchitos con Coca-Cola, las hamburguesas del burger de la capital, los botellones en el parque del río, las macrodiscotecas, las escapadas a la playa… No puedo dejarla sola.

—¡Y qué más da! —grita Sara—. ¡Lo celebramos mañana mismo si hace falta!

—Tía, este es especial: cumples treinta.

—Encima eso. No me lo recuerdes, por favor. —Da un manotazo al aire—. A ti lo que te pasa es que cualquier cosa te vale de excusa para no aceptar que estás acojonada por no encajar en la ciudad de los rascacielos.

—No es eso —digo con la boca pequeña.

—Bebe más calimocho, a ver si se te suelta la lengua.

No obedezco y Sara saca la artillería pesada: el pacharán. Después de dos rondas dobles de chupitos, nos sentamos en el mullido sofá de mi amiga y cojo el mando de la televisión.

—Bueno, ¿qué? ¿Vas a admitirlo ya? —amenaza Sara, armada con la botella y un vaso de chupito.

—Vaaale, lo admito, estoy acojonada.

—¡Pero Vega! ¿Qué crees que vas a encontrar allí para que una mujer tan estupendísima como tú no vaya a encajar?

—Pues… no lo sé. Ese es el problema. —Estiro los brazos—. Que voy a ciegas, que no tengo ni idea de lo que me espera allí…

—¡Pues ve y descúbrelo!

—¿Sí? —pregunto.

—Ay, por dios, pero qué tontita eres a veces… ¡Pues claro que sí! ¡¡Échale ovarios, Vega!!

Tiene razón, quiero ir, John quiere que vaya… ¿Dónde está el problema?

Cojo la botella de pacharán y me atizo un lingotazo.

—¿Pues sabes qué te digo? ¡Que me voy a Nueva York!

—¡¡Bien!!

Empezamos a brincar encima del sofá. De pronto, Sara me suelta, pega un salto hasta el suelo —que si lo hubiera dado yo me habría estampado de morros contra la alfombra— y se va derechita al portátil que hay sobre el escritorio.

—¡Hay que comprar los billetes! —ordena.

—Pero todavía no he hablado con mi jefe…

—Da igual, seguro que no te dice que no. Solo vas a adelantar un poco tus vacaciones.

Sara enciende el ordenador y se pone las gafas —que jamás reconocerá que usa—. En un periquete me ofrece varias opciones de vuelos. Miro por encima de su hombro.

—Setecientos euros, ya está bien…

—Si te fueras mañana con John, te saldría más barato.

—No puedo, tía.

—Pues a gastarte los ahorros, maja, que para eso los guardas.

Pues tiene razón, otra vez. Cojo mi bolso muy decidida, saco la tarjeta de crédito del monedero y se la entrego a Sara con solemnidad.

—Una semana, de viernes a viernes. Por lo menos, comeré contigo en tu cumple.

Sara me sonríe con cariño y vuelve al ordenador.

—Será un desayuno. Tu vuelo sale a las cinco menos diez de la tarde.

Unos billetes a mi nombre aparecen en la pantalla.

Hala, ya está hecho.

¡Que me voy a Nueva York! ¡Una semana! ¡¡Con John!!

We are the champions, my friend… —canturreo por el piso de mi amiga hasta que el estridente sonido de su portero me corta el rollo—. Pero si son más de las once…

Sara cierra el portátil de golpe y se levanta.

—Se habrán equivocado.

—Voy a ver.

—¡No! —chilla; luego se recompone y baja el tono—. No te molestes, cari, ya voy yo.

—Es Marcos, ¿verdad?

—¿Y cómo quieres que lo sepa sin contestar al puto telefonillo?

Que sigue sonando insistentemente. Lo miro, Sara también, las dos corremos. Gana ella. Es mucho más ágil y aguanta mejor el alcohol.

—¿Sí? —pregunta, mirándome por el rabillo del ojo—. No, aquí no es. Te has confundido.

Cuelga y se da media vuelta. El timbre estridente vuelve a sonar. Sara me dedica una sonrisa más falsa que Judas y descuelga.

—Ya te he dicho —vocaliza despacio, como si su interlocutor fuera tonto. Ya no me cabe duda de que es Marcos— que te has confundido. No llames más. —Y añade muy bajito—: Luego te llamo yo.

—¡Sara! —grito. Ella cuelga y evita mi mirada—. ¿Esto lo hace habitualmente? Presentarse en tu casa cuando le pica el pito, me refiero.

Sara me fulmina con la mirada.

—¡Sí! ¿Vale? —chilla—. Viene aquí cuando le apetece y me folla. Y yo a veces quiero y otras… no tanto. —Me mira con verdadera pena en sus ojos verdes.

—Nena. —Me acerco a ella—. ¿Cuándo vas a dejar de machacarte por lo que pasó?

—No lo sé, Vega. No lo sé.