La estrella de mi nombre
Podría ser más poética y decir que el atractivo rostro del desconocido que tengo delante me ha impactado de tal manera que acabo de descubrir que mi vida jamás será la misma, pero lo cierto es que alucino. Pepinillos. En colores. Tan agilipollada me quedo que, si una manada de elefantes sale en estampida por el paseo de la Castellana justo ahora mismo, ni me voy a dar cuenta, estoy segura.
Nunca he visto un hombre tan guapo. Ni en la tele, ni en el cine ni en Instagram siquiera. Y este no lleva ningún filtro encima. Su aspecto de empotrador consumado y sus impresionantes ojos azules son reales. O eso creo…
Pestañeo, por si todo es producto de una ensoñación. No funciona. Miro al cigarrillo que se consume en mi mano derecha, por si me he confundido y está aliñado… Nada, es Marlboro. Doy una calada, por si acaso, y el humo termina donde no debe.
Un par de convulsiones sacuden mi pecho; suelto una enorme bocanada gris y empiezo a toser. Como en mi vida. La garganta me arde, el oxígeno no entra… Tiro la colilla y me apoyo en las rodillas. El desconocido de ojos azules empieza a darme golpecitos rítmicamente en la espalda.
—Tranquila. No te vas a ahogar —me asegura con esa voz tan grave—. No intentes respirar por la boca. Solo relájate y el aire entrará por tu nariz.
La teoría parece fácil; la práctica ya es otra cosa. Termino hiperventilando agarrada a su jersey gris. Muy suave, por cierto.
—Ya está. —Me acaricia la espalda—. Ya respiras, ¿ves?
—Sí —musito, separando la cara de su pecho. En su jersey hay unos surcos negros que deben de proceder de mis pestañas—. Lo siento —digo, intentando limpiarlo con la mano. Solo consigo extender la mancha—. Creo que tengo un clínex…
—Úsalo tú, te hace más falta.
Da un paso hacia atrás mientras busco el pañuelo; me lo paso por debajo de los ojos, por las mejillas, y me sueno la nariz. Un pequeño hipo se me escapa antes de guardar el gurruño de mocos en el bolso.
—Ya me encuentro bien. —Señalo la calzada y doy un par de pasos hacia ella sin separar la vista del suelo—. Gracias por… Bueno, ya sabes… —Carraspeo. Me siento torpemente ridícula—. Voy a coger un taxi. Adiós.
—Puedo llevarte adonde quieras —dice.
—No hace falta.
—No estoy de acuerdo. Tú necesitas transporte y yo puedo aprovechar el viaje para explicarte por qué he salido a buscarte.
Le miro con el ceño fruncido.
—Espero que no pretendas que me disculpe por haber tirado a tu amigo de la tarima. Si se ha partido la espalda, es cosa suya. No tenía derecho a arrimárseme así.
Sonríe, metiéndose las manos en los bolsillos delanteros de su pantalón oscuro.
—Por eso he salido a buscarte. Es David el que debe disculparse contigo.
El nombre de su amigo le delata. Su timbre de voz es tan grave que disimula su acento natural, pero al hablar en su idioma, al articular ese «Déivid» como lo ha hecho, me ha confirmado que es guiri. Angloparlante, seguro. De dónde exactamente, ya es un misterio. Estoy licenciada en Traducción e Interpretación, no en Ciencias Ocultas.
—¿Me esperas aquí un segundo? —me pregunta.
—¿Para qué?
—Para traerte a David.
Pongo cara de asco y me doy la vuelta con el brazo en alto, preparada para detener al primer taxi que pase. Él insiste:
—Déjame que te lleve.
—Soy capaz de llegar a casa por mis propios medios.
—Lo imagino, pero quiero llevarte. ¿Tan terrible te parece?
Bajo el brazo porque su maldita voz es hipnótica, en serio, pero consigo mantenerme firme.
—No me parece terrible. —Le miro—. Me parece… absurdo.
Arquea las cejas, espesas y castañas, como su pelo.
—¿Absurdo? Vaya…, gracias. —Ladea la cabeza—. Lo recordaré la próxima vez que intente ayudar a alguien.
—Si necesitase ayuda, serías el último a quien acudiría.
En circunstancias normales no me habría acercado a un hombre como él a menos de cien metros. Su atractivo, su masculinidad y esa maldita voz grave me intimidan demasiado. Para colmo, él endurece su gesto. Sus mandíbulas angulosas se aprietan. El impresionante azul de sus ojos pierde espacio en favor del negro de sus pupilas.
—Entiendo que estés enfadada por lo que ha sucedido en el club. Siento que tu noche se haya echado a perder y que hayas pasado un mal rato, pero no me culpes a mí, ¿ok?
Miro hacia la calzada. Me cuesta unos segundos reconocerlo, pero tiene razón: él no es el culpable de mi noche de mierda. De hecho, él ha sido lo único mínimamente agradable. No es justo que lo pague con él.
—Perdona. —Devuelvo la vista a su cara—. Gracias por intentar ayudarme.
—Por eso y por llevarte. —Sonríe de medio lado.
Siento cosquillitas en varias partes de mi anatomía.
—En serio, no hace falta.
—Eso ya me lo has dicho. —Mete la mano derecha en el bolsillo trasero de su pantalón y saca el último modelo de iPhone—. Dame un segundo.
Desbloquea el teléfono, pulsa un par de veces sobre la pantalla y se lo lleva a la oreja. Mientras espera a que le contesten, echa los hombros atrás y se endereza. Qué alto es. Debe de pasar del metro noventa. Eso, para una gnoma como yo, es bastante impresionante, aunque no tanto como el volumen de sus pectorales. Y el de sus brazos. Joder. Qué bíceps… ¿Estarán tan duros como aparentan?
Alzo las cejas al darme cuenta de dónde me están llevando mis pensamientos, y él, guardando el móvil, me mira con intriga.
—Enseguida viene —me dice.
—¿Quién? —Me he perdido.
—El coche. —Sonríe.
—Ah, ¿sí? ¿Te lo traen y todo? ¿En qué parking lo has dejado?
—Ni idea —confiesa, y creo que también se había perdido. Nos sonreímos con algo de desconcierto. Él rompe el silencio—: No nos hemos presentado. Me llamo John.
—Yo, Vega.
—Vega —repite en voz baja—. Es el nombre de una estrella, ¿no? —Asiento con la cabeza—. ¿Te puedo dar dos besos sin terminar como David?
Me río y vuelvo a asentir, acercándome un poquito. Él se inclina sobre mí, nuestras mejillas se rozan un par de veces y me aparto inspirando hondo, atrapando una nube de su aroma. Refinado y penetrante. Solo puedo distinguir unas notas cítricas, pero creo que se me han grabado a fuego en la pituitaria.
Nos observamos en silencio. Yo a él, por el rabillo del ojo, y él a mí, sin disimular que me está dando un repaso. Pobre, cuando termine de evaluarme, se dará cuenta de que no debía haber abandonado la fiesta.
—Oye —musito—. ¿Y tu chaqueta?
No es que me queje de que esté a cuerpo, porque menudo cuerpo el suyo, pero me extraña que no vaya abrigado en pleno invierno.
—Espero que siga en el ropero.
—Si quieres, podemos volver a por ella… O mejor: vuelves tú y ya te quedas…
—¿Tan pesado estoy siendo? —Frunce el ceño.
—No, ¿por?
—Porque me estás sugiriendo que me largue.
—Es que… —Hago un mohín—. No quiero que te pierdas la fiesta por mí.
—¿La fiesta? —Señala calle arriba—. Te aseguro que eso no tenía nada de fiesta. Ni siquiera me apetecía salir —resopla—, pero como es mi cumpleaños…
—Anda, ¿sí? Pues felicidades. —Sonrío—. ¿Cuántos cumples?
—Gracias. Treinta y tres. Pero te juro que antes de ayer tenía veinte.
Me río.
—Te entiendo.
—Imposible. Tú no tienes más de treinta.
—No, pero estoy cerca. Ya empiezo a notar en las rodillas los cambios de tiempo y esas cosas.
Reímos los dos. Su teléfono suena durante un par de tonos y él mira hacia la calzada. En doble fila hay parado un coche negro de alta gama.
—Ahí está, ¿vamos?
—¿Ese es tu coche? —pregunto asombrada.
Él asiente.
—¿No te gusta?
—Pse… —farfullo—. Mientras funcione…
Trato de no parecer impresionada con esa bromita y consigo parecer imbécil, algo muy habitual en mí.
Echamos a andar hacia el coche. Él me abre la puerta y me invita a entrar con un gesto de la mano.
—Buenas noches —le digo al señor conductor mientras deslizo mi trasero por el cuero beis de los asientos. Me coloco junto a la puerta contraria y me abrocho el cinturón de seguridad.
—Buenas noches, señorita —contesta mirando por el retrovisor central—. Señor Taylor…
—Hola, Esteban. —Cierra la puerta, observa lo bien atada que voy y disimula una sonrisa—. Danos un segundo, por favor.
—Claro, señor.
John aprieta un botoncito que hay junto a su puerta y una mampara de cristal opaco nos aísla de Esteban.
—¿Tienes que irte a casa por algo en concreto?
Frunzo el ceño y me revuelvo en el asiento.
—No entiendo tu pregunta.
Él se gira hacia mí y se inclina un poco.
—Me apetece, mucho, tomarme algo contigo. En el club no me estaba divirtiendo, pero contigo me da la sensación de que no voy a aburrirme. —Sonríe—. Si no tienes que madrugar mañana ni a nadie que te esté esperando en casa…
Deja la frase abierta, como mi boca, que está de par en par.
—Eh… Pues… —Intento tragar saliva. No puedo—. Pero ¿tú y yo… por ahí… de copas?
Sonríe abiertamente y ladea la cabeza.
—Es mi cumpleaños…
Me río. Es jodidamente encantador. Y guapo hasta reventar. ¿Cuántas ocasiones voy a tener de tomarme una copa con un tipo así?
La respuesta es tan obvia que me da la excusa. Acepto, fingiendo que es a regañadientes. Él baja el cristal oscuro sin dejar de sonreír y me pide que elija un bar, el más diferente del Dark que conozca.
En mi defensa alegaré que él solito se lo ha buscado.