Despegando
El comienzo del sábado ha sido un horror. Y no porque tuviera resaca, fueran más de las doce y me arrepintiera de haber comprado los billetes sin encomendarme a mi jefe, a John o al diablo: ha sido un horror porque soy tonta del culo y ayer me dejé el móvil en casa. Me he dado cuenta nada más levantarme. Como viene siendo habitual desde que le conozco, la imagen de John se ha colado en mi cabeza al despertar, y, cuando la neblina del sueño ha empezado a dispersarse, me he percatado de que no le había llamado anoche.
Casi me da un parraque.
He empezado a correr por el piso de Sara como una loca, buscando mi móvil, y, cuando me he acordado de que anoche solo traje la tortilla y un billete de diez euros, me he echado a la calle a medio vestir y me he ido para casa —y no exagero, que las Converse me las he puesto en el taxi—. La imagen de John gritando al cielo en algún aeropuerto londinense me acompaña en el trayecto.
Llego a casa echando el higadillo, abro la puerta y ¿qué me encuentro en el sofá? A Leticia y a John hablando animadamente con una taza de té.
¿Hola?
¿Sigo borracha o ya se me ha ido la cabeza del todo?
Los dos se giran al oírme cerrar la puerta. John se levanta y se abrocha la americana del traje. Mi compañera también se pone en pie y le dice en tono cómplice:
—Ya la tienes aquí. Cuídamela, vale mucho.
—Lo haré. Gracias por todo.
Se dan un breve abrazo. Leti me sonríe con cariño y se va a su habitación.
Y yo sigo plantada en medio del recibidor, con la boca abierta, sin entender absolutamente nada.
John clava su hechizante mirada azul en mí y murmura:
—Hola.
Y yo le miro… y le miro… y le miro… y no me lo termino de creer. Pero… ¿qué hace John aquí? ¿No tenía que estar volando a Nueva York? ¿Y por qué está todavía más guapo que la última vez que le vi?
—Pero… —balbuceo.
—Me debías una respuesta. —Se encoge de hombros—. Y he venido a por ella.
Empiezo a sonreír. John está aquí. En mi salón. Mi sonrisa se hace más grande. Me da igual el cómo, el cuándo y el porqué: ¡está aquí! ¡John está aquí!
Cojo carrerilla y, de un salto, me subo a su torso, aprieto las piernas alrededor de su cintura y ataco su boca. John se mueve conmigo a cuestas hasta sentarse en el sofá, sube su mano derecha a mi nuca y me devuelve cada beso, cada mordisco y cada suspiro con la misma intensidad con la que los recibe. Se aparta para mirarme a los ojos. El azul de los suyos es más bonito que nunca.
—Me preocupé mucho anoche.
—Ya lo imagino. —Apoyo las manos sobre su pecho—. Lo siento un montón. Me fui a casa de Sara y me dejé el móvil…
—Me lo ha dicho Leticia. Pero anoche pensé que podías haberte sentido presionada y…
—¿Que había salido corriendo otra vez? —Asiente. Le acaricio su mentón afeitado—. Pues no lo pienses más, ¿vale? Ya tengo los billetes.
—¿Qué billetes? —Frunce el ceño.
—Para Nueva York. —Sonrío.
—¿Hablas en serio? —Alza las cejas.
Asiento enérgicamente, y parece convencerse, porque se acerca sonriente a mi boca. Justo cuando va a besarme frunce el ceño de nuevo y se separa.
—¿Ya has pagado los billetes?
—Claro.
—Dime cuánto ha…
Le coloco los dedos sobre los labios y le reprendo con la mirada.
—No. Tú pones el alojamiento y yo, el transporte. Es un trato justo. —Replica bajo mis dedos—. No discutamos por esto, por favor. —Le acaricio el labio inferior. Su boca es la tentación hecha carne. Tan apetecible…—. ¿Cuándo te marchas?
—Mañana por la mañana —murmura, mordiendo las yemas de mis dedos—. Tenemos tiempo de sobra para eso que estás pensando.
Sus ojos azules se entornan. El calor se va adueñando de mi cuerpo. Le desato el nudo de la corbata y le desabrocho el primer botón de la camisa.
John vuelve a cargar conmigo; me lleva hasta mi habitación y me tumba sobre la cama. Recorro con la mirada cada milímetro de su atractiva cara. Tiro de él porque tenerle tan lejos me resulta insoportable. Se deja caer a mi lado. Me acaricia los labios, el cuello, un pecho.
—Nunca había sentido esto con nadie.
Me estremezco y le abrazo. Me aprieto fuerte contra él, queriendo fundirme con su cuerpo, buscando materializar lo que yo siento por él.
—Te necesito dentro de mí —susurro.
Y sin ceremonias lascivas ni juegos de seducción, nos desnudamos y nos entregamos al placer de estar unidos. Piel con piel. Solo nosotros. Y después, borrachos de sexo, cegados por lo grandes que nos sentimos siendo solo nosotros, ya no importa que nuestros mundos sean tan diferentes, las distancias pasan a ser simples números dibujados en los mapas y las sombras y fantasmas no se ven, son eclipsados por la luz de nuestras emociones. Hasta llegamos a creer que, solo armados con lo que fluye entre nosotros, podremos librar batalla contra el resto.
Un «beep-beep» me devuelve a la realidad. Es mi móvil; lo abandoné encima de la mesita del rinconcito zen y ahí sigue. Procuro ignorarlo… y no funciona. No sé quién será el remitente del mensaje, pero le odio, que lo sepa.
Me levanto para descubrir, otra vez, un mensaje de un número extraño. No quiero ni leerlo. Voy a borrarlo cuando la voz de John me hace pegar un brinco.
—¿Va todo bien?
—Sí, sí. Es solo un mensaje. —Dejo el móvil en la mesita y me acerco a la cama.
—Has puesto mala cara. ¿Qué pasa?
—No es nada, de verdad. —Me siento en la cama y John se incorpora. Recorro su torso desnudo con la mirada. Su abdomen, su pecho, su cuello, su barbilla… Oh, oh, sus ojos están muy serios. Mierda.
—¿Me lo vas a contar? —me pregunta.
Me encojo de hombros.
—Son las tonterías de siempre… Mensajes de fans de Drago que se aburren mucho.
Y he sonado tan despreocupada que los ojos de John ya no están serios: ahora echan chispas.
—Creía que el tema ya estaba solucionado.
—Y lo está, no te preocupes. Ya se cansarán…
—¿Te importaría que viera esos mensajes?
—No los guardo. El último debe de ser el único que queda.
—¿Puedo? —Señala el móvil.
—Como quieras…
John se levanta y alcanza el teléfono.
—Por el número, parece que te lo han enviado desde alguna web —comenta. Pulsa sobre la pantalla y al segundo se queda blanco. Y no metafóricamente, no. El color abandona su cara. Del todo—. Vega, ¿estás segura de que esto tiene que ver con Drago?
—Claro, ¿con qué si no?
Me mira fijamente unos segundos y vuelve a centrarse en el móvil.
—¿Qué pone? —susurro.
John vuelve a pulsar la pantalla, ahora con bastante más energía.
—Nada que te merezcas oír.
Suelta el móvil sobre la mesa, cruza la habitación de dos zancadas y coge su reloj de pulsera de la mesilla. Se lo pone en un gesto que me llama la atención, no sabría muy bien explicaros por qué, pero me ha resultado algo instintivo. De hecho, ahora está más relajado. Parece que ese simple objeto le transmite confianza. Es el que lleva siempre, un Omega de acero con la esfera negra. Un relojazo de esos que te dice el tiempo, la cotización de la bolsa y hasta te hace café.
—¿Siempre llevas el mismo reloj? —le pregunto, en un intento de echar de la habitación la tensión que ha traído el mensaje.
—Sí, apenas me lo quito.
—Me encanta la correa de metal. Es muy bonito.
—Gracias, sí que lo es. —Sonríe ligeramente—. Es un Omega Speedmaster profesional. «The Moonwatch» lo llamaron.
—¿«El reloj de la luna»? Qué poético.
—El significado es literal. Fue el primer reloj en llegar a la luna.
—¡Vaya! Espero que no sea exactamente este.
—No. —Sonríe de nuevo—. Philippe no consiguió hacerse con él. Este es posterior, pero poco.
—Qué guay, un Omega vintage… —No quiero ni pensar lo que debe de valer—. ¿Puedo preguntar quién es Philippe?
—Philippe era mi hermano, casi mi padre, una de las pocas personas que han sabido entenderme. —De repente, se calla y me mira con una intensidad, con una determinación… Casi puedo ver cómo nace en él un nuevo propósito, y, pese a no estar entendiendo nada, algo dentro de mí se llena de esperanza—. A él le perdí, pero contigo no va a pasar. No voy a permitirlo.