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Odio volar en avión. Debe de ser mi vena desconfiada, que no puede evitar pensar que gente poco profesional hay en todas partes, incluida la industria de la aviación. ¿Y si el mecánico que ha comprobado los sistemas estaba desconcentrado porque ha discutido con su mujer? ¿Y si la controladora aérea no ha dormido porque el perro de su vecino se ha pasado la noche ladrando? ¿Y si el piloto va más pedo que Alfredo porque es alcohólico, la aerolínea lo sabe, pero con tal de no pagarle la indemnización por el despido hacen la vista gorda?

Tengo que relajarme, serenar la mente y respirar, aunque solo sea el oxígeno viciado del habitáculo del avión. Me quedan todavía cinco horas en el aire y no puedo descontrolarme. No quiero terminar como Melendi.

Al recordar al cantante sonrío. No veáis cómo se movía John, el sábado pasado, a ritmo de rumbas. No entiendo cómo un guiri puede mover las caderas de esa manera. Bueno, sí que lo entiendo, porque en horizontal las mueve igual de bien, pero, no sé, supongo que no imaginé que sus pies le siguieran con tanto garbo.

Nos lo pasamos genial. Nos pegamos la juerga padre en el Dark Light Club, que abrieron solo para nosotros. Fue el regalo de cumpleaños de John a Sara. ¿A que es para comérselo? Vino todo el mundo: Leticia e Iván, que ya se han reconciliado oficialmente y están planteándose vivir juntos —huele a «Vega buscándose piso», pero ya lo pensaré más adelante—; Susana, Carol y Esther, compañeras de trabajo de Sara, con las que no quedamos casi nunca porque se escandalizan enseguida; David y Bryan —o Ryan, o algo así, no me quedó muy claro, lo siento—, que son amigos de John y empleados de Scotland Yard. El único que faltó fue Francesco. Se pilló tal mosqueo al decirle que me iba a Nueva York con John, en vez de a Isquia con él, que no quiso venir —«rabieta» me parece que lo llaman…—. Y no contento con la espantá, el domingo me envió una foto de una espectacular puesta de sol sobre el mar con un «Ojalá nunca tengas que disfrutar de algo tan bello en soledad» que me sentó como un tiro. Espero que se centre en su isla y se dé cuenta de que haciéndome chantaje emocional no va a conseguir nada de mí.

Ahora, como ya os habréis imaginado, estoy volando a Nueva York. Es viernes, 1 de agosto, cumpleaños de Sara —que hemos celebrado desayunando juntas—, y no tengo ni idea de qué hora es por la maldita diferencia horaria. Lo que sí sé es que, cuando llegue al JFK, serán las siete y diez de la tarde y que me quedan cinco horas de vuelo —echad vosotras las cuentas, por favor, que yo soy de letras puras—.

John había volado el domingo anterior por la mañana. Creo que todavía iba borrachillo, el pobre. ¡Y no veáis lo sexy que es John medio pedo! Y digo «medio» porque no fuimos capaces de emborracharle del todo. Y eso que lo intentamos. Mucho. A costa de terminar, la mayoría, peor que Fernando Arrabal debatiendo sobre el milenarismo. Pero no lo conseguimos. John Taylor es un tipo duro que aguanta como un cosaco.

Yo he tenido cuatro días más para organizar el viaje. En el trabajo no me han puesto impedimento en adelantar mis vacaciones de verano, pero, como contraprestación, me han enchufado un portátil con el que puedo conectarme en red con la oficina; así que estoy como las farmacias: de guardia. Y digo yo: si en las vacaciones trabajas, ¿por qué se llaman «vacaciones»?

—¿Le apetece algo de beber? —me pregunta una azafata.

—Un café solo, por favor.

—¿Natural, torrefacto, arábiga…?

—Natural está bien, gracias.

Esto de viajar en business es superguay. Me costó aceptar el cambio de billetes que me ofreció John, pero ahora se lo agradezco. Y no porque en clase turista hubiera ido mal: es que viajar como los pijos es un gustazo.

La sala de espera vip del aeropuerto es la hostia… ¡Huy, perdón! Que estoy en business… La sala vip es lo más, o sea. Los asientos del avión y el trato a bordo, un primor, os lo juro por Snoopy. Y la forma de facturar el equipaje ya es… ya es… —mi argot pijo es limitado, lo siento— ya es ¡lo más ultracool del chupiuniverso! —Esto empieza a sonar raro. Desisto—.

Pues eso, que nada de esperar colas interminables como la chusma de turista, qué va. Llegas, sueltas las maletas y, hala, a vivir la vida loca…

Y hablando de equipaje: supongo que a las más fashionistas os gustará saber que traigo una maletita muy bien surtida —vale, sí, es un maletón—. Cortesía de mis hadas madrinas y de un buen pellizco de mis ahorros. Sara me ha dejado cantidad de vestidos y zapatos. Leticia, un par de bolsos y joyería suficiente para hacerle la competencia a M. A. Barracus. Y, de cosecha propia, llevo mogollón de lencería muy pequeña. Para el viaje he elegido un vestido de algodón gris, unos botines negros y un maxibolso con tachuelas. Lo que Sara ha definido como «un travel outfit resultón».

—Aquí tiene su café, señora.

—Gracias.

Puaj, qué asquito. Ni en business class sirven café decente. A lo mejor tenía que haber pedido torrefacto… En fin, lo bueno es que seguro que no tardo en ir al baño.

Cuatro horas y media después —no, tranquilas, que no invierto tanto tiempo en hacer mis necesidades, es que ¿para qué aburriros con los resúmenes de las dos pelis que he visto?— el comandante nos informa de que tomamos tierra. Tardo todavía una hora más en pasar los controles de inmigración —con eso de que ahora todos somos presuntos terroristas hasta que demostremos lo contrario, la cosa se alarga—, recojo mi maleta y me encamino hacia la salida. Me tiembla hasta el pelo, estoy tan nerviosa…, tengo tantas ganas de verle… Respira, Vega, respira.

Atravieso unas puertas automáticas de cristal y, tirando de mi trolley, accedo a un enorme hall lleno de gente hasta los topes. Le localizo en nanosegundos. Y vale que su metro noventa ayude en mi tarea, pero es que es tan magnético que mis ojos no han podido dejar de mirarle en cuanto le han intuido.

Trato de escabullirme entre la gente para llegar hasta él y, entre empujones, lo consigo. Aún no me ha visto. Está mirando de un lado a otro, estirando el cuello por encima de la multitud. Lleva unos vaqueros desgastados y una sencilla camiseta blanca. El charco de baba que formo bajo mis pies es de tal envergadura que un señor que pasa por mi lado se resbala y se cae. Y esto no es un producto de mi imaginación, ¡qué va!, el señor se estampa de verdad. Seguramente no por mis babas y sí por la cera asesina que han usado para pulir el suelo, pero se pega la hostia padre, os lo prometo. Se arma un pequeño revuelo a su alrededor, lo que provoca que John desvíe su mirada hacia el lesionado y me vea. Su ceño, levemente fruncido, se relaja y se eleva. Su boca comienza a dibujar una sonrisa que me afloja las rodillas. Sus ojos —ay, sus ojos— parece que se vuelven todavía más azules e iluminan todo el aeropuerto.

Camina a grandes zancadas los pocos metros que nos separan, me coge la cara entre ambas manos y, junto al pasajero caído por mi baba imaginaria, me besa como si no tuviera más remedio, como si el mundo se acabase, como siempre me besa John. Mis brazos se aferran a su espalda, y le devuelvo el beso con todas mis ganas. Un suave gemido se escapa de mi garganta. John sonríe pegado a mis labios y echa un paso atrás; me mira de arriba abajo, me coge las manos y aprieta. Yo trato de meter algo de aire en mis pulmones, que respiran con demasiada dificultad.

—No puedo creerme que estés aquí. —Se inclina y me besa de nuevo—. Vamos.

Sin soltar su mano le sigo hasta el parking, donde nos espera un Mercedes negro con las lunas tintadas y un conductor vestido de uniforme. Al estilo John Taylor.

—Coche europeo… —comento al entrar.

—Tengo debilidad por lo europeo. —Baja un par de octavas el tono.

Trago saliva, abrochándome el cinturón de seguridad. John aprieta el botoncito para desbloquearlo, desliza su brazo entre el asiento y mi espalda y me pega a su cuerpo. Que me huela el pelo me cierra los ojos.

—¿Has felicitado a Sara de mi parte? —me pregunta.

Sonrío y tarareo un asentimiento.

—Me ha dicho que gracias y que le debes la revancha a la ruleta americana. —Un juego que se inventaron, consistente en sustituir la pistola por una barra de bar y la bala por una ristra de chupitos—. Se lo pasó genial la otra noche.

—Ya somos dos.

—Tres. Aunque yo no pudiera con la ruleta. Pero se os veía tan… compenetrados.

Y no exagero. La otra noche en el Dark parecían dos compadres, pegándole al bourbon a palo seco y riéndose de David cada vez que contenía una arcada. Daba gusto verlos.

—Sara y yo tenemos algo importante en común. —Me besa el pelo—. Es lógico que congeniáramos.

Beso su mejilla, siempre tan suave, y también su labio inferior. Y el superior. Y la cosa se me va de las manos y casi le mancillo en el asiento trasero del coche. Con el conductor delante. Y la ventanilla bajada. En fin, la vida… El tema es que, cuando John me pide que me siente a horcajadas sobre él, la pieza que anda suelta en mi cabeza encaja y me separo, jadeante.

—Mejor esperamos a llegar a tu casa —le digo.

John resopla, incluso ríe entre dientes mientras se sube la cremallera del pantalón. Yo miro por la ventanilla, para no lanzarme de cabeza a por su paquete, y abro la boca. Por las vistas. De la calle. Estamos en medio del puente de Williamsburg. Lo he visto tantas veces en una pantalla que lo reconozco al segundo. Entonces, caigo en la cuenta de que no sé a qué punto exacto de Manhattan vamos, aunque tengo mis sospechas…

—¿Dónde vives, John? ¿En el Upper East o en el Upper West Side?

—¿Por qué supones que vivo en la zona alta de Manhattan?

—Hombre, pues ya sabes…

—Porque soy el que fundó la cofradía de los pijos, ¿no? —Entrecierra los ojos, pero su inicio de sonrisa le delata—. Pues te equivocas: vivo en TriBeCa.

—¡Hala! ¡Qué flipe! —John se ríe. Su hoyuelo aparece. Ay, qué guapo se pone, por favor—. ¡No me digas que vives en Green Street! Adoro los edificios de esa calle desde que vi Ghost.

—A mí también me gusta esa calle, pero no: vivo en Broadway.

—¿¡Qué!? ¿Con todos los teatros y sus carteles luminosos y gente del artisteo paseando por ahí?

John se sigue riendo. De mí, obviamente, porque niega con la cabeza y me aclara:

—No, baby. Eso es más arriba. En el bajo Manhattan la calle Broadway se vuelve más aburrida. Pero, como compensación, el ático tiene unas vistas privilegiadas del ayuntamiento y del World Trade Center. A mis hermanas les encanta.

—¿Tienes hermanas viviendo aquí?

Vuelve a asentir.

—Las pequeñas: Rose y Joana. Son mellizas, aunque no se parecen en nada. —Sonríe—. Rose trabaja en mi empresa: es abogada, y de las mejores; en cambio, Joana no toca un libro desde el instituto. Se ha dedicado a viajar y a divertirse. El año pasado se casó con el jugador de la nba Kevin Whitaker y ahora dedica todo su esfuerzo al interiorismo y a quedarse embarazada.

Coge mi mano izquierda y trenza sus dedos con los míos.

—¿Cuántos años tienen?

—Mmm…, creo que veinticinco.

—¿Lo crees?

—No estoy seguro del todo. —Se encoge de hombros—. No es fácil, somos once… Mejor dicho, éramos once. —Frunce el ceño—. Perdona, me sigue costando hablar de Philippe en pasado. Murió hace dos años.

—A veces es duro asumir una pérdida…

—Lo fue. Quizá por eso lo tengo tan presente. Cynthia, su mujer, también ayuda a conservar vivo su recuerdo. —Sonríe—. Cada vez que voy a visitarla me obliga a ver con ella los álbumes de fotos, los vídeos… Lo guarda todo. Hasta puso en el salón una foto de mi graduación en Canadá. —Calla un segundo y traga saliva—. Solo vinieron ellos: mi hermano y su mujer. El resto de mi familia estaba demasiado ocupada con sus propias vidas.

—Sé lo que es eso —murmuro.

John me mira con atención: creo que espera una explicación a lo que acabo de decir. Mierda. No me apetece nada hablar del tema.

Me asomo por la ventanilla y miro hacia arriba, hacia el cielo de Nueva York. Entre un par de gigantescos edificios de ladrillo rojo logro divisarlo, y la sonrisa vuelve a mi cara. El pasado no puede con la ilusión. Este cielo me promete demasiadas cosas.