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Let it flow

Cuando consigo recuperarme del desmayo provocado por su «Contigo siempre es de día», John llama por la línea interna de su ático a alguno de sus empleados y le pide que nos prepare la cena. Así, a lo guay.

—¿No te pones más ropa? —le pregunto escandalizada; va a salir del cuarto de baño vestido solo con los pantalones del pijama.

—No, ¿por qué?

—Hombre, pues no sé…, porque hay más gente por aquí.

John sonríe.

—Estoy en mi casa. Y tú también, por cierto. Mis empleados están acostumbrados a verme así o con menos ropa incluso.

—¿Ah, sí? —pregunto levantando una ceja.

—Claro, baby. ¿Cómo crees que me baño en la piscina?

Vale, soy tonta del culo, lo admito, no había pensado en eso. Aun así, yo me niego a bajar medio en pelotas, así que me pongo un short y una camiseta, me hago una coleta y salgo del vestidor.

¿Dónde está John?

Camino por el cuarto de baño, kilómetros y kilómetros, y salgo por la puerta que da al corredor. John está de espaldas, apoyado en la barandilla de cristal mientras habla por teléfono. Cuando oye que se cierra la puerta, se da media vuelta y me sonríe.

—No asistiré —dice en inglés, pero yo traduzco, porque, si no, es un lío—. El fin de semana lo tengo comprometido. —Me guiña un ojo—. No, a esa tampoco. —Se pone serio—. Ya sé que es importante, pero no ineludible. No voy a ir. Tengo otros asuntos que atender. —Me mira al decirlo—. Me da igual lo que les cuentes, invéntate lo que quieras. ¿Algo más? —Calla unos segundos—. Perfecto. Adiós.

Pulsa sobre la pantalla de su móvil. Me acerco y poso mis manos sobre su pecho. Mmm, su pecho…

—Estás muy guapa. —John me agarra de la cintura con una mano.

Le beso.

—John… —Dudo, pero, al final, me animo a decirle lo que me ronda por la cabeza desde que he oído su conversación—. Yo no quiero que mi estancia aquí te suponga una molestia. —John frunce el ceño y abre la boca—. Vale, «una molestia» suena muy mal —le interrumpo—. Me refiero a que no quiero que trastoques tu agenda por mi culpa. Yo ya sabía que tenías que trabajar.

—No me trastocas nada. —Sonríe—. Solo aplazo las cosas que no son realmente importantes para estar contigo.

—Ya, pero tú has dicho por teléfono que era importante.

Vuelve a ponerse serio.

—Lo es. Pero no me apetece perder una noche contigo para ir a la cena de aniversario de los Blunt.

—¿Esos son los padres de… April? —Intento sonar despreocupada, sin conseguirlo.

John me mira con cautela antes de asentir.

—Te dije que seguía colaborando con ellos.

—Sí, sí. Me acuerdo. Y… oye, si debes ir, pues vas y no pasa nada. —¿Qué iba a decir? Pero a lo tonto me he puesto celosa nerviosa—. ¿Cuándo es?

—El martes.

—Pues mira tú qué bien: tengo cuatro días para elegir el espectáculo de Broadway al que voy a ir, mientras tú estás en esa cena…

—Sin ti no —dice muy serio, y levanta mi barbilla para fijar su mirada en mis ojos—. Vamos los dos, a la cena o al teatro, pero juntos. No pienso desaprovechar el poco tiempo que tenemos.

¿Que vaya yo? ¿Estamos de coña? No, no y no. No quiero ni imaginarme los tres millones de cosas que podrían salir mal.

—Pero, John, entiéndeme. Yo no voy a conocer a nadie, y tú vas… a lo que vayas a esos sitios, y yo ¿qué pinto allí? —digo, intentando dar pena.

—Voy, sobre todo, a dejarme ver. Y tú puedes hacerlo perfectamente conmigo, ¿no crees?

Resoplo. ¿Para qué le habré dicho nada? No quiero ir, ni de coña, pero, si me niego, me sentiré mal porque sé que es importante que él vaya… Esto de tener conciencia es una mierda.

—Bueno, vale, vamos los dos —murmuro.

—¿Segura? —Me encojo de hombros. Pues no, pero es lo correcto—. Bien, informaré más tarde. Ahora ¿cenamos?

—Sí, por favor, me muero de hambre.

Hala, pues nada, sin comerlo ni beberlo estoy invitada a una cena de postín, ¡qué ilusión, con lo que me gustan estas cosas! Y lo peor de todo es que John parece tan entusiasmado como yo, o séase, nada de nada. ¿Será porque no quiere que conozca a sus casi exsuegros? ¿O a April? ¿Le dará vergüenza presentarme en sociedad? A mí me daría…

Un momento.

¿¿¡¡Y qué me pongo!!??

Un extraño silencio se va instalando entre nosotros mientras nos comemos unos sándwiches de pastrami, mostaza y pan de centeno que saben a gloria y que han aparecido encima de la mesa del comedor. John está preocupado por algo, se le nota. Las arruguitas esas de la frente no son habituales en él. Mastica por inercia y tiene la mirada perdida.

Nota mental: Estrangular a mi conciencia mientras duerme o, en su defecto, ahogarla en pacharán.

Me echo hacia atrás en la silla invadiendo su campo de visión, y él parpadea un par de veces.

—¿Quieres algo de postre?

—Sí, pero me muero de sueño.

Hace un gesto con la cabeza señalando su dormitorio.

—Vamos a la cama.

—Me encanta esa frase. —Me levanto, recojo mi plato, limpio las miguitas de pan que han caído sobre la mesa y le pregunto—: ¿Dónde dices que está la cocina?

John me sonríe y niega con la cabeza. Me quita el plato y me agarra de la cintura para colocarme entre sus piernas.

—A mí me encantas tú —me dice dejando pequeños besos en mis labios.

Después me sube a la cama en brazos —oh, yeah!— y me regala un orgasmo celestial.

He dormido como una bendita. Despertar junto a él me eleva otro poquito. Sigo flotando en mi burbuja, en la que ahora caben dos.

—¿Adónde te apetece ir primero? —me pregunta John antes de besar mi cuello.

Después de responderle con mi cuerpo, le digo que al Empire Estate Building, porque quiero verlo todo desde el aire, y me levanto de un brinco. Lo que preocupaba a John ha desaparecido y me voy de turisteo. ¡Alegría!

Me cuesta un montón convencerle, pero al final consigo meterle en el metro de Nueva York. Al llegar al rascacielos, pillamos hueco en un ascensor enseguida —John es de la mafia, estoy cada vez más segura—, y, una vez arriba, en la planta 102, le atosigo con diez millones de: «¡Mira, el edificio Chrysler!». «¡Mira, el Flatiron!». «¡Mira, Central Park!» que él aguanta estoicamente, e incluso añade cantidad de información a mis «¡Mira!», haciendo de perfecto guía.

Terminamos acurrucados en un rincón del mirador. Corre un viento huracanado muy molesto, pero John —que es un genio— ha encontrado un rinconcito donde guarecerse, se ha recostado y yo me he hecho un ovillo entre sus brazos. Y así llevamos un buen rato, solo abrazándonos. Solo nosotros. Yo, mirando Nueva York por encima de su hombro, y él, escondiendo su cabeza en mi cuello, que besa de vez en cuando. La sensación de plenitud que tengo dentro del pecho no es descriptible, lo siento. No puedo llegar a procesar cómo una sola persona puede llenarme tanto. Debe de ser que, en el fondo, nunca creí en el Amor en mayúsculas. Bueno, vale, sí que creía en él, pero nunca pensé que me fuera a suceder a mí.

Con mucha vergüenza os confesaré que he llorado hasta hartarme leyendo novelas románticas, viendo películas como El diario de Noah y escuchando canciones de amor. Yo también quería un poco de eso que te completa, que te hace más y mejor persona, que te revuelve de pies a cabeza y cambia tu vida. Eso por lo que eres capaz de ponerte el mundo por montera. Y aquí lo tengo, me cobija entre sus brazos y es tan… perfecto que podréis comprender que no me lo crea. Estas cosas no les pasan a personas como yo, ¿verdad?

Por primera vez, empiezo a sentirme molesta por mis propios pensamientos. Son más mierda de la de siempre. Victimismo, pesimismo, baja autoestima, autolimitaciones… ¿A dónde quiero llegar con esas ideas en mi cabeza?

De pronto, como si Sara me hubiera arreado una de sus collejas, siento un golpe seco en la cabeza y algo hace clic dentro de ella.

Pero ¿por qué no?

¿Por qué no iba yo a tener derecho a encontrar el amor?

¿Qué tengo yo tan horrible que no merezca encontrar a un hombre que me quiera?

Apoyo las manos en los hombros de John y me separo unos centímetros.

—¿Te molesta el aire? —me pregunta.

Niego con la cabeza. John frunce el ceño y examina mis ojos; debe de estar viendo algo en ellos que antes no estaba. «Determinación», me parece que le llaman…

—Acabo de darme cuenta de que eres el único hombre con el que me he sentido completa.

John sonríe abiertamente y me pide:

—Dímelo otra vez.

—¡No! —chillo, muerta de vergüenza, y me escondo en su cuello.

John se ríe a carcajadas y me aprieta entre sus brazos.

—No te preocupes. No se me va a olvidar nunca, baby.

Agarra mi cara con las dos manos y me mira con esa luz detrás de sus preciosos ojos azules. Separa los labios, va a decir algo…, pero no lo hace. Se obliga a callar y traga saliva. Me da un beso rápido y me propone:

—¿Nos vamos?

Y nos hemos ido. A Times Square, que mola, pero tanta lucecita agobia un poco: llega un momento que no sabes ni para dónde mirar. Luego hemos subido la Sexta Avenida hasta el Rockefeller Center, que sin pista de hielo no es lo mismo: ahora hay un boquete enorme por donde se accede a las tiendas, pero, vamos, que yo dejaría la pista todo el año, porque queda mucho mejor y porque ¿no son americanos? Pues que tiren de poderío, y de dólares, y la pongan perpetua, ¿no? Por su tacañería me he quedado sin patinar… Pero no sin comer, por suerte. A media tarde hemos ido al MoMa. A ver su puerta, porque cierran a las cinco y media. ¡A las cinco y media! Así que volveré el lunes por la mañana mientras John curra y así le ahorro al pobre todos los: «¡Mira, un Picasso!», «¡Mira, un Monet!», «¡Mira, un Klimt!»… Después, hemos seguido caminando hacia el norte, hasta las primeras calles del Bronx. He petado la memoria del teléfono con fotos de grafitis. Y luego ya nos hemos venido para el ático, porque eran las ocho de la tarde y estábamos reventados.

—¿Qué te apetece cenar? —pregunta John.

—Pues no sé, lo que haya.

Me sonríe.

—Ven.

Caminamos, kilómetros y kilómetros, a lo largo del salón, bordeamos la mesa del comedor y nos metemos en el ala del servicio por una puerta que hay casi pegada al ventanal de la terraza. Damos a un estrecho pasillo lleno de más puertas y entramos por la que tenemos a nuestra izquierda en una gigantesca cocina ultramegaequipada. Tiene muebles y electrodomésticos empotrados en las dos paredes más largas y una gran isla central con una campana de acero encima. Al fondo a la derecha hay una alacena y enfrente, una mesa redonda para cuatro comensales donde una señora morena, vestida de uniforme, pela judías verdes mientras ve la televisión.

—Buenas noches, Consuelo —dice John.

Consuelo se pega el susto padre y las judías verdes salen volando por todas partes. Me reiría muy a gusto, pero, pobre… Me acerco hasta la asustada mujer, me agacho y la ayudo a recoger.

—Thank you, miss. Don’t worry. I’ll do it.

—Ella es española —le dice John, y se agacha también a recolectar la cena.

Consuelo me sonríe y me retira, apurada, las vainas de mis manos:

—Gracias, señorita. No se moleste, por favor.

—No es molestia. Además, ha sido culpa nuestra, que le hemos dado un susto de muerte.

La señora se sonroja y se levanta. Nosotros la imitamos y dejamos encima de la mesa los restos de las judías saltarinas.

—Como ya habrás imaginado —dice John—, esta es Vega Rodríguez, mi novia.

Consuelo se limpia la mano apresuradamente en el mandil y me la tiende.

—Tanto gusto, señorita Rodríguez.

—Llámeme, Vega, por favor.

Consuelo asiente, aunque no la veo muy convencida, y le pregunta a John:

—¿Les preparo algo para cenar?

—Sí. Salmón y espárragos a la plancha, con patatas asadas. Gracias, Consuelo.

Le da un apretón en el hombro y me pregunta:

—¿Quieres ver el resto del ala?

¿Cómo? ¿Las habitaciones privadas, íntimas y personales, de esta gente? ¡No, por dios!

—Mejor en otro momento —murmuro.

John me mira un poco extrañado, pero transige. Salimos por donde entramos, hasta el salón.

—¿Te enseño la piscina mientras esperamos la cena? —me pregunta.

—¡Sí!

Sonríe y abre la puerta de cristal corredera que da a la terraza. El aire aquí arriba es distinto. No es tan salvaje como lo era en lo alto del Empire Estate, ni tan penetrante como lo es en la acera. Aquí es liviano, fresco y dulzón. De las plantas tropicales que hay repartidas por la terraza emana un potente perfume floral. La bruma que surge de la piscina climatizada añade un punto de humedad y la brisa que llega desde el río Hudson termina de redondear el conjunto, hasta convertir la terraza de John en un universo paralelo, en un pedacito de cielo bajado hasta el ático. Me asomo por la barandilla de acero, y abajo la calle bulle. Decenas de coches invaden la calzada e incontables cabecitas se mueven de un lado a otro.

—Cómo mola tu barrio, John —digo embelesada.

—Casi nunca disfruto de él, y eso que me encanta.

Se coloca a mi lado.

—¿Falta de tiempo?

—Falta de ganas… —me mira—, pero ahora estoy deseando descubrirlo de nuevo contigo.