Far away
Tardamos un buen rato en abandonar el balancín de la terraza. Caricias y besos son nuestro único lenguaje. Cuando nuestras lenguas se niegan a separarse y las manos se impacientan, John me vuelve a cargar en brazos y me lleva al dormitorio. Empezamos haciendo el amor y terminamos follando como brutos antes de dormirnos en una cama donde solo cabemos nosotros. Solo nosotros.
La luz de la mañana me cosquillea la nariz, y abro los ojos. Me embeleso un poco más de lo debido en la cara de John. Me encantaría verle siempre igual de relajado.
Con esa idea me levanto, utilizo el aseo y me dispongo a preparar el desayuno. Y con «preparar» me refiero a llevar las cosas a la mesa de la terraza. Que yo de hacer tortitas y magdalenas no tengo ni idea.
Con el zumo de naranja recién servido en la mesa, me decido a despertarle. Entro en la habitación, me quito la camiseta de John, que estaba utilizando de vestidito playero, y me subo a la cama. Él sigue de espaldas, con los brazos metidos debajo de la almohada y la cara ladeada entre ellos. Me pongo de rodillas a su lado y le acaricio la oreja con la nariz.
—Cariño, despierta. Me siento sola sin ti… —susurro, y él se remueve.
—Mmm, dímelo otra vez.
Le consiento y él sonríe, aún con los ojos cerrados. Alza la cabeza buscando mi boca. Me besa, despacito, muy dulce. Se incorpora para alcanzar el vaso de agua a medio beber que dejamos anoche en la mesilla, junto a las flores. Lo apura, recorriendo mi cuerpo desnudo con la mirada. Su miembro empieza a despertar también.
Después de retozar un buen rato entre las sábanas, nos damos una ducha, nos vestimos —John con unos shorts y un polo celeste, que mejor no os cuento cómo le queda— y nos entra hambre. Y entonces me acuerdo del desayuno que había preparado. El café está frío y el zumo caliente, pero, aun así, nos sabe a gloria. Debe de ser esto que hay flotando en el aire, que lo endulza todo.
Después del cigarrito de la victoria y de recoger el desayuno, nos damos un paseo por la playa. El sol luce espléndido, la suave brisa húmeda nos acaricia, el mar está en calma, los pajaritos cantan, las nubes se levantan… Todo es tan guay…
—Me encanta este sitio —pienso en voz alta.
—A mí también. —Aprieta mi mano.
—¿Ya habías estado antes?
—No, me lo recomendó Rose. Estuvo en la misma casa con una de sus parejas… No recuerdo bien con quién. Desde que me enseñó las fotos de la playa y la vista trasera de la casa, me propuse venir. Pensaba hacerlo solo. Pero luego te encontré. —Me sonríe—. ¿Nos sentamos?
Asiento y John se acomoda y me cobija entre sus brazos. Adoro sentir su pecho contra mi espalda.
—Le has caído muy bien a mi hermana.
—Ella a mí también. Es supersimpática. Y me encantáis juntos. Se os ve tan cómplices… —Me besa el pelo—. ¿Cómo es tu relación con el resto de la familia?
—Pues, en general, casi nula. —Me agarra de la cintura y me gira un poco para mirarme de frente—. Con Joana, la gemela de Rose, tengo más contacto, porque vive en Manhattan y porque es bastante pesada con eso del arraigo familiar. —Pone los ojos en blanco y yo sonrío; me encanta verle tan relajado—. Siempre que coincidimos en la ciudad, organiza unas cenas muy protocolarias, que suelen terminar con vídeos de las mejores jugadas de su marido en la nba. —Se mete dos dedos en la boca, como si fueran una pistola, y dispara. Me río—. Es muy pesada, ya lo verás. Cuando se entere de que has estado en Manhattan y no ha podido conocerte, no va a parar hasta que lo consiga. —Ay, Señor, y yo sin tener ni idea de baloncesto…—. Con el resto de hermanos… estamos en contacto, pero en la distancia. Menos con mi cuñada, Cynthia, con la que me veo obligado a mantener, al menos, tres conversaciones de Skype al mes, y también estoy obligado a visitarla, al menos, tres veces al año. Se empeñó en vivir en Florida cuando falleció Philippe y no se mueve de allí ni bajo coacciones. Nunca viene a Nueva York porque dice que ya es mayor para viajes largos, pero la verdad es que odia volar.
—La entiendo…
Acaricia mi mentón.
—Le conté que venías a verme y me dijo literalmente que eso sí era de interés.
—Tiene razón. —Sonrío.
—También me dijo que debíamos ir a visitarla cuanto antes. Y sonó a orden militar. —Abre mucho los ojos—. Yo no estoy dispuesto a contradecirle.
—No, no, ni yo.
John se carcajea por mi cara de circunstancia.
—No me gustaría asustarte, pero seguro que te ha preparado un test de aptitud o algo así, no sea que tengas malas intenciones con su pequeño.
—Su pequeño ya está crecidito…
—Para ella no. Me trata igual desde que murió mi madre. —Parece que se entristece un poco. Busco su mano y la aprieto con fuerza. Él clava su mirada en ellas y luego en mis ojos—. Está como loca desde que sabe que existes. Hasta me pidió una foto. —Se ríe—. No se la mandé, por supuesto, pero me temo que no nos queda más remedio que ir y que te la haga ella misma.
—Bueno, si no hay más remedio… —digo sin perder la sonrisa.
Y una sensación extraña se instala en mí. Pero extraña en plan bien. En plan: siento un cosquilleo de ilusión en mis tripitas. Pero extraña, al fin y al cabo, porque yo no sé lo que es que alguien de tu familia tenga ganas de verte, ganas de verdad. De pronto, me siento integrada, importante, arropada… Y me apetece llorar. Me pongo tierna y escondo la cabeza en el cuello de John, buscando su aroma, el tacto de su piel para que me tranquilice. Siempre funciona.
—No quiero que te sientas presionada —murmura.
—No, no es eso. —Le doy un beso en el cuello—. Me he puesto tontorrona, pero estoy bien, muy bien, de verdad. Es solo que… —Me va a costar un mundo, pero voy a explicarme. Siento la necesidad de sincerarme con él. Me separo y le miro a la cara—. A ver, yo no tengo hermanos, eso ya lo sabes. —John asiente—. Solo me queda una abuela, la materna, que es una bruja de cuidado. Mis tíos y primos, a los que apenas veo, y mis padres. —Cojo aire—. Con mi padre no me relaciono. No hablo con él desde… —trago saliva, porque raspa el acordarse— hace unos tres años. Y la última vez que me llamó fue para pedirme dinero. Tiene problemas con el juego. Sé que es ludópata desde que aprendí lo que significaba esa palabra. Antes, por desgracia, aprendí las consecuencias familiares. Con mi madre la relación es bastante distante. Como comprenderás, la vida en casa no era nada fácil con un señor gastándose lo que había… y lo que no. Supongo que la culpo por permitirlo tanto tiempo, por mirar hacia otro lado. —Me caliento—. Porque, claro, no era solo que él se gastara el dinero de la luz en las putas maquinitas o vendiera lo poco que había en casa para jugárselo a las cartas, es que nos convirtió en… mendigas. Durante años, pedimos dinero en casa de todos los vecinos del pueblo con mil excusas. Recuerdo como si fuera ayer la cara de lástima que nos ponían antes de darnos lo que podían, sabiendo que no se lo devolveríamos. Lo recuerdo tan bien como el papel gris donde la tendera nos apuntaba siempre la cuenta. Tan bien como los insultos que recibía en el patio del colegio porque siempre iba vestida con la misma ropa. —Duele, duele, duele, pero sigo—. Recuerdo a mi madre llorar cada noche, esperando su vuelta del casino de turno. Recuerdo el tacto húmedo de mi almohada antes de dormirme, casi siempre con hambre. Recuerdo cada bronca, el sonido de cada plato roto. Recuerdo sentirme sola. Sola de verdad. Abandonada. Así aprendí a construir mi burbuja, una segura donde esconderme. De aquel tiempo solo conservo una amiga.
—Sara —murmura, y me limpia las mejillas con los pulgares. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba llorando. Me reconforta descubrir que no me importa que me vea llorar. Inspiro hondo.
—Ella fue la que me animó a estudiar a tope. Y conseguí una beca para matricularme en Traducción e Interpretación: el grado que me llevaría lejos. O eso pensaba… El caso es que, durante el último año de licenciatura, él se fue. De la noche a la mañana y sin explicación. Las deudas que llegaron después nos aclararon el motivo de su huida. De pronto, debíamos un dineral, pero se había ido… Respiramos, la verdad. —Sonrío y me froto la nariz—. Mi madre intentó compensar lo ocurrido aquel año, pero hay cosas que no tienen marcha atrás. Yo solo pensaba en marcharme. Y también me fui. He seguido ayudándola y yendo a verla cuando toca, pero poco más. Ella se ha centrado en su vida en el pueblo, en su costura, e intenta olvidar, igual que yo, que él nos destrozó la vida. Espero que algún día lo consigamos. —Me encojo de hombros, y, al bajarlos, siento cómo un peso enorme cae de ellos. Como si hubiera llevado puesta una mochila llena de piedras y se hubiese deslizado por mis brazos hasta caer sobre la arena. Siento alivio. Descanso. Lo he sacado. Y en mi cabeza solo queda un pensamiento que Bebe tradujo en canción:
«No pienso enterrar mis dolores
para que duelan menos.
Voy a sacarlos de dentro
cerca del mar.
Para que se los lleve el viento.
Para que se los lleve el viento.
Para que se los lleve el viento».