Hasta el corvejón
El último miércoles de agosto, a la salida del trabajo, me acerco un rato a la piscina municipal, en un intento de encontrarme a través de mis rutinas. Nado, floto y me sumerjo, pero sigo sin sacar nada en claro. Bueno, algo sí: que tengo que comprarme un bañador nuevo y que echo muchísimo de menos a Francesco. A John, también, pero no hay nada que pueda hacer para reducir nuestra distancia física. En cambio, con el italiano, solo sería cuestión de hablar tranquilamente de lo que nos ocurre…
Abandono el agua con esa idea y, cuando termino de arreglarme en los vestuarios, recibo un mensaje de él. Por un momento me ilusiono; parece que nuestro vínculo continúa activo. Luego, leo el texto y paso a modo mosqueo. Me pide un número de cuenta para ingresarme el dinero de la indemnización de Ania Yokorskaia. Y nada más. Ni un hola ni un adiós, nada de nada. Me cabreo, claro. Si quiere de verdad que nuestra relación se reduzca a esto, podría tener la valentía de decírmelo a la cara. «Mira, Vega, me he percatado de que ya no me caes bien y no me interesa tu amistad. Adiós».
Pulso el icono del teléfono y espero. Al cuarto tono responde con un escueto:
—Hola.
—Hola.
Silencio.
—¿De verdad que no vas a decir nada? —le pregunto.
—Vega, has llamado tú…
—Porque tú no has tenido cojones para hacerlo.
—No se trata de una cuestión de cojones. Se trata de que estoy jodido, muy jodido, y tú me has dejado solo.
—¿Y qué era mejor, Fran? ¿Que te acompañara a Isquia a ver las puestas de sol y renunciara a una semana con mi novio a cambio? ¿No te das cuenta de lo egoísta que estás siendo?
—No es egoísmo, es que estoy seguro de que habría encontrado la solución de mis problemas contigo en mi isla y tú te has negado a darme esa oportunidad.
—¿La solución de tus problemas? —Me dan ganas de reírme, os lo juro, pero me reprimo porque respeto nuestra amistad—. La solución está delante de tus narices y te niegas a verla.
—No sé de qué me hablas.
—Sí que lo sabes, Fran, pero yo te la recuerdo: para de consumir y de buscar evasión y coge las putas riendas de tu vida de una vez.
Más silencio, y, luego, escucho una especie de sollozo.
—¿Y crees que no quiero? —dice con rabia—. Claro que quiero dejar esa mierda. Claro que quiero arreglar lo de Erik. Claro que quiero terminar los últimos años de mi carrera como un puto héroe y no en el banquillo… Pero es que es todo tan difícil… ¿Dónde me agarro?
—¿Cómo que dónde? —le pregunto incrédula—. Agárrate a ti, Fran. A tu fuerza. A tu espíritu sacrificado. Eres el Gran Drago, por amor de dios. ¿A quién coño necesitas más que a ti mismo?
Ahora le oigo llorar. Mierda.
—Venga, Fran. Tranquilízate. Y reflexiona, por favor. Confía en ti mismo; has logrado cosas más difíciles…
—Bella —murmura, enternecido—. ¿Qué hago yo sin ti?
—Eso es lo que no estás entendiendo: no puedes depender de nadie para salir adelante. Tienes que buscarte, aunque lo pases mal, aunque no te guste lo que encuentres, pero búscate, Fran, y aprende a vivir con lo que eres. —Y no sé si le lo digo a él, a mí o a los dos.
—Pensaré en ello.
—Puedes conseguir mucho más que eso.
Cuando cuelgo me siento agotada; me ha costado mucho trabajo ser tan clara y tajante con él, pero confío en que haya valido la pena. Creo que Francesco no merece lo que Drago está haciendo con su vida. Gracias a esa fe llego a casa un poco menos cansada.
—Hola, Vega —saluda Leticia desde el fondo del pasillo—. ¿Has ido a la piscina?
—Sí, un ratillo. Y tú ¿qué has estado haciendo?
Aparece en el salón. En su rostro hay un atisbo de remordimiento. No me aguanta la mirada.
—He ido de compras con Iván. Las niñas necesitan un armario nuevo, pero en su piso no cabe, así que le he ofrecido que traiga parte de su ropa aquí, aunque lo ideal es que no tuviéramos que andar llevando cosas de un piso a otro… Los dos estamos de acuerdo y… —Coge aire antes de continuar— hemos decidido que vamos a vivir juntos.
—¡Pero eso es genial! —le digo muy contenta. Y no estoy fingiendo, que conste. Me alegro muchísimo por ella.
—Sí que lo es —confirma Leti, pero no parece querer alegrarse.
—A ver, Leti, ¿qué pasa? —le pregunto con cariño—. ¿Que tienes que pedirme que me vaya y no sabes cómo? Pues no te preocupes, mujer, que yo esta noche empiezo a buscar algo…
—No, no, Vega. No hay tanta prisa.
—¿Cómo que no? Es tu vida la que te está esperando. No voy a ser yo quien te frene, nena.
—Jo, muchas gracias —dice quitándose un peso de encima—. Le hemos dado muchas vueltas al tema, pero es que es la única manera. Iván está de alquiler, su mujer se quedó con la casa y…
—No me expliques más —le digo sonriente—. Eso sí, pienso seguir viniendo a tomarme un vinito subida al columpio, que las buenas costumbres no hay que perderlas.
—Cuando quieras, Vega.
Aunque ella diga que es muy pronto, después de una cena temprana me encierro en mi templo y me pongo a buscar casa. Y en ello estoy cuando me llama John.
—Hola —respondo al primer tono—. ¿Qué tal el día?
—Bastante bien —dice animado—. He cerrado un contrato para representar a ciento veinte diplomáticos nuevos y le he pateado el culo a Ulises.
—¿Quién es Ulises?
—Un animal, que suele hacerme tragar la lona del gimnasio, pero hoy no ha podido conmigo. ¿Qué hay de tu día?
—Pues ha sido bastante completito. He currado, he nadado, he removido la conciencia de Francesco por teléfono, o eso espero, y Leticia me ha informado de que se va a vivir con Iván. Bueno, mejor dicho, Iván se viene a vivir con ella.
—¿Y tú? —pregunta preocupado.
—Yo… me estoy buscando algo bueno, bonito y barato para largarme cuanto antes. No creo que sea tan difícil, y si no encuentro nada, pues… podría intentarlo de nuevo con Sara. Que, por cierto, ya casi ha decidido que se va a Dubái…
Me callo. De golpe, siento el peso de la transformación que está sufriendo mi entorno y mi voz se apaga. Demasiados cambios… Demasiado rápido…
—Puedes instalarte en la suite del Wellington. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, sí. Y te lo agradezco…, pero voy a valorar otras opciones —digo, sin querer ofenderle, pero ni loca me voy a vivir a un hotel, por muy de lujo que sea. ¿Acaso soy Lindsay Lohan?
—¿Y si buscamos un piso juntos? —pregunta John.
Parpadeo.
—¿Cómo?
—Un piso, en Madrid, para los dos.
A ver, a ver, a ver… ¿Un piso para nosotros? La idea mola, pero no quiero sacar del Wellington a John; a él le gusta. Y, aunque me gustaría vivir en un piso nuestro, en realidad sería suyo, porque yo económicamente no iba a poder contribuir mucho… Mejor buscamos otra solución.
—No, tranquilo, ya veremos… —digo, sin decir nada.
—No quiero presionarte, pero… piensa que tu situación me preocupa. Y que la solución es más fácil de lo que estás planteándote.
—Dame un poco de tiempo. Solo eso, por favor.
—Está bien —dice, escueto.
—Bueno, y ¿qué vas a hacer el fin de semana? —pregunto para cambiar de tema.
Una hora después cuelgo y me meto en la cama. Estoy cansada, pero mi cabeza está saturada de ideas, que no son concretas, y quizás por eso me atormentan. Hay demasiadas cosas a mi alrededor fuera de control y no sé si dejarme llevar por el remolino y que salga el sol por Antequera o echar el freno y dedicarme a cavilar hasta que saque algo en claro.
Me decanto por la segunda opción durante quince días, con vergonzosos resultados. El segundo sábado de septiembre estoy casi, casi convencida de que la solución a mis dilemas existenciales no existe y que lo mejor que puedo hacer es atiborrarme de Oreo sin salir de la cama para sobrellevarlo con dignidad, pero recibo un mensaje de Francesco. Me propone comer en el asiático de la plaza del Rey y yo le pregunto que a qué hora reservo.
A las dos —y diez— atravieso la puerta del restaurante.
—Hola, Fran —murmuro cuando llego a la mesa.
—Bella. —Se pone de pie y me envuelve entera con sus brazos—. Te he echado de menos, enana —susurra junto a mi oído.
—Y yo a ti —confieso separándome.
Nos sentamos, uno frente al otro, y pedimos la comida y agua.
—Toma. —Le doy mi regalo en cuanto se va el camarero—. Te lo compré en Nueva York, porque, aunque no te lo creas, me acordé mucho de ti.
Francesco abre el paquete y descubre un cuento ilustrado escrito por Madonna: Yakov and the seven thieves.
Y supongo que este momento pensaréis: ¿¡Que Madonna escribe!? Pues sí, eso parece. Lo elegí porque a Fran le encanta la Reina del Pop —aunque nunca lo reconocerá en público— y porque recoge una cita perfecta para él: «You must never forget, that hidden behind a large amount of darkness, is a large amount of light».
—Grazie mille, bella —dice acariciando la portada—. Me lo llevaré al centro.
—¿Al centro?
Francesco asiente y me sostiene la mirada, viendo pasar mi cara de la estupefacción a la sorpresa y después al orgullo.
—Pregúntalo antes —bromeo un poco emocionada—. A Madonna la tienen vetada en muchos sitios.
Francesco sonríe, pero su gesto no es sincero.
—¿Estás seguro de tu decisión? —le pregunto con cautela.
Se encoge de hombros, dándome a entender que no le quedaba otra, y traga saliva.
—Estoy un poco acojonado.
—¿Por qué?
Desvía la mirada.
—No sé… Supongo que tengo miedo de volver a cagarla.
—¿No confías en que la terapia funcione?
—La terapia es la de siempre: rutinas, psicólogos, paseos, comida sana y todas esas historias. Se trata de que, si entro allí y me agobio, no tardaré mucho en caer de nuevo.
—Pues ve poco a poco, día a día, y déjate guiar por ellos, que son los que saben, ¿no?
—Sí —dice, no muy convencido.
—¿Cuándo ingresas?
—A final de mes.
—¿Qué te han dicho en el trabajo?
—El club ha decidido… alargar mi baja. —Hace comillas con los dedos—. Por eso estoy tan acojonado. Es la primera vez que siento que me la juego de verdad. Ya no soy un chaval todopoderoso al que se le puede perdonar tener una vida excéntrica. Ahora estoy en la cuerda floja. Si esto no funciona, rescindirán el contrato.
—¿Te lo han dicho así?
—Tal cual.
Joder, qué crueles… Pero, claro, tampoco se va a exponer a que en un control le descubran… Ay, qué complicado es todo…
—¿Cuánto tiempo te han dado?
—Eso es lo bueno, que no me han propuesto un plazo. Voy a participar en un programa que se basa más en resultados que en el aislamiento. Depende de cómo lo vaya llevando, saldré antes o después. Pero tampoco me puedo tirar ahí metido meses y meses. La prensa empezaría a sospechar…
—Pues tendrás que aplicarte, o que se apliquen ellos contigo o como funcione el programa ese. —Francesco sonríe ligeramente—. ¿Y cómo es el centro?
—Pues como todos… En medio del campo, todo muy tranquilo y muy rural. Lo único bueno es que está cerca del pantano de San Juan, y, si te portas bien, te dejan hacer actividades acuáticas los fines de semana.
—Oye, pues qué bien. Cerca del agua, ¿qué más quieres?
—Que funcione, Vega. Eso es lo que quiero.
Un camarero nos interrumpe con la comida. Me tiro a por el pad thai como si no hubiera comido jamás. Francesco picotea, desganado, y aprovecho su debilidad para acabar con los dim sum. No suelo demostrar piedad si hay empanadillas de por medio.
El móvil de Fran suena y él trastea un momento con el teléfono. Sus ojos se iluminan y una sonrisa tímida aparece en su cara.
—Disculpa —dice guardando el móvil.
—Tranqui —le digo con la boca llena; trago y no puedo evitar preguntarle—: ¿Erik?
Fran asiente y yo le miro fijamente. Venga, hombre, no me obligues a tirarte de la lengua.
—He quedado luego con él. Ayer le di la noticia y hoy ha cogido un vuelo a Madrid —murmura.
—Joder. Espero que no dudes que le importas un montón.
Sonríe; se mete un trozo de ternera a la naranja en la boca y empieza a confesarse.
—Se está portando genial, mejor de lo que merezco. —Le reprendo con la mirada y él se reafirma—. De verdad, Vega. Ni yo ni nadie se merece tantas oportunidades, pero, bueno, supongo que soy un cabrón egoísta y no puedo alejarme. No quiero volver a fallarle, pero no sé si voy a ser capaz…
—Pues yo sí lo sé —digo totalmente convencida—. Estoy supersegura de que lo vas a lograr, Fran.
Me sonríe y me dice con los ojos que quiere creerme. Yo le aprieto la mano por encima de la mesa.
—¿Te importaría si le doy tu número a Erik? —Me pregunta—. Va a estar una temporada en Madrid, y me gustaría que pudiese llamarte si necesita algo…
—Claro, sin problema. —Le suelto la mano y cojo los palillos de nuevo—. Y ¿cómo es que se viene? ¿No curraba en el Bayern de Múnich?
—No, se retiró la temporada pasada. Yo le digo que se quiere venir a España para vivir su jubilación, pero el único motivo de su traslado soy yo. Erik podría quedarse en Alemania y, en poco tiempo, se convertiría en un gran entrenador, es una máquina… Solo espero que no se arrepienta de su elección.
—Haz todo lo que puedas para que lo vuestro funcione y no se arrepentirá.
Seguimos comiendo un rato en silencio, hasta que Fran recuerda algo.
—Hostia, bella, que se me olvidaba. Necesito tu número de cuenta antes de que entre en el centro. Me gustaría dejarlo todo cerrado, y tengo cien mil euros que no son míos.
—Ni míos. En cuanto venga John me voy a la ong a donarlos. Luego te mando un mensaje.
—Bene. —Asiente y me pregunta—: ¿Qué tipo de ong es?
—Es una asociación prosaharaui. Organizan campañas de vacaciones para los niños, coordinan ayuda humanitaria, recogen fondos para los campamentos de refugiados que hay en el sur de Argelia… Hacen mucho con muy poco, la verdad. —Bebo un trago de agua—. Colaboré con ellos una temporada. Empecé con una campaña de recogida de alimentos y material escolar una Navidad y luego me piqué. Había tanto trabajo…
—Y ¿por qué no seguiste?
—Pues porque soy gilipollas, sobre todo.
—¿Tiene algo que ver el aquel tipo…, Darío?
—Tiene todo que ver —le aseguro—: Me encoñé como una idiota, le creí cuando me decía que yo era la única en su mundo y luego me quedé hecha polvo cuando me enteré de que frecuentaba más mundos además del mío.
—Pero, bueno, el que ese anormal te la jugara no significa que debas renunciar a algo que te gusta y que además es la hostia. Quiero decir, que eso de ayudar a los desfavorecidos es lo más grande que uno puede hacer con su vida, ¿no?
Le miro fijamente, y veo tanta verdad es sus ojos negros que su última frase empieza a dar vueltas en mi cabeza. Más veneno.
Después de comer, Francesco me lleva a casa de Sara y se marcha a recoger a Erik al aeropuerto. Me encuentro a mi amiga en el cuarto de baño, depilándose.
—Me termino las axilas y salgo.
—¿Hay café? —le pregunto acercándome a la cocina.
—¡No, hazlo tú! —me chilla.
—Sí, bwana.
Después de un cafecito, estamos tiradas en el sofá viendo en la tele un programa de esos de me enamoré de ella por internet pensando que era un pibón y resultó ser un señor obeso de Utah. Mi amiga se descojona del pobre chaval y yo, por fin, me animo a preguntarle:
—Oye, Sara, ¿a ti te importaría que me viniera a vivir contigo…, no sé, una temporada?
Sara se gira hacia mí con el ceño fruncido.
—¿No has encontrado nada?
—Nada que no me cueste el noventa por ciento de mi sueldo.
—Lo de los alquileres es una locura —dice pensativa.
—No quiero que te sientas obligada. Ya sé que tú prefieres vivir sola…
—No, si no es eso. Es que… voy a aceptar la oferta de la jequesa. —Hago un puchero—. No me pongas esa cara. Sabes lo que hay. Si sigo aquí, terminaré cayendo con el calzonazos otra vez —reconoce.
—Lo mismo no.
—Cari, ayer estuve a punto. Se presentó en casa de madrugada y casi le abro…
—Nena…
—Ya, ya lo sé. Por eso intento encontrar la manera de cerrar esa historia de una vez, y no se me ocurre nada mejor que poner tierra de por medio. Además, es el curro de mi vida, Vega. Sabes que la moda es lo mío. Y me pagan un pastizal. Sería idiota si no lo intentase.
Asiento y me pongo triste, y contenta. ¡Ay, mierda! Qué jodido es esto…
—Te voy a echar un montón de menos, pedorra.
—Y yo a ti.
Sara me mira fijamente y, de repente, sonríe de oreja a oreja.
—Vega, ¿te das cuenta? ¡Es perfecto! ¡¡¡Te quedas con el piso!!!
—Pero, a ver Sara…
—¡Calla! No hay más que hablar. Lo voy a alquilar de todas formas, y ¿a quién mejor que a ti?
—Pero, Sara, ¿por cuánto pensabas alquilarlo?
—¿Cuánto vas a pagarme?
Bufo.
—No hagas eso conmigo, por favor, que sabes que regateo como el culo. Tú solo dime cuánto, y yo ya me busco cómo pagarte.
Me mira, y casi puedo ver saliendo de su cabeza sumas y restas y raíces cuadradas.
—Quinientos; los gastos, de tu cuenta, y la comunidad, de la mía —dice tendiéndome la mano.
—Sara, quinientos es poquísimo; podrías sacarle el triple.
—Ya, pero no es lo mismo alquilárselo a cualquiera que a ti. Podría dejar aquí todo lo que no necesito, como la ropa de invierno, con lo que me ahorraría el guardamuebles, y, además, sé que tú no tendrías inconveniente en alojarme cuando viniera de vacaciones…
—Claro que no.
—Y con el extra de que me voy tan tranquila porque sé que no me vas a destrozar la casa o convertirla en un casino ilegal.
—Bueno, yo no lo tendría tan seguro —bromeo.
—Es perfecto. No le des más vueltas y empieza a traerte tus chismes, cari.
Pues nada, todo arreglado, ¿no? Iván se muda a mi piso, yo me mudo al de Sara y Sara a Dubái… Solo espero que entre mudanza y mudanza no perdamos demasiadas cosas por el camino.
El domingo, después de un desayuno tardío en casa de Sara, me voy para la de Leti y activo el modo maruja. Estoy tentada de empezar con la maleta, pero resulta que estamos en esa época del año en la que solo podría guardar el plumas y los biquinis. Después de comer, me bajo al chino a ver si consigo alguna caja —vale, y a por Oreo— y luego me paso el resto de la tarde recogiendo mis libros, discos y fotos. Y en ello estoy cuando el señor Taylor me rescata:
—Hola, cariño.
—Hola, baby. ¿Qué haces?
—Pues guardando mis cosas en cajas. ¡Ya tengo piso! —anuncio muy alegre.
—Vaya, qué eficiencia…
—En realidad me ha venido rodado. ¿Te acuerdas de que te comenté que Sara lo mismo se iba a Dubái?
—Sí.
—Pues ha terminado de decidirse y yo me quedo con su piso. ¿A que es genial?
—Bueno, si a ti te convence…, pero espero que lo consideres como algo provisional.
Su repentina seriedad me dice que acabo de meter la pata. Hasta el corvejón. Pero… ¿por qué?