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Egocentrismo

Hola, buenas tardes, me llamo Vega y tengo ataques de ira contenida. Tan contenida que se me han debido de saltar dos empastes y no me he dejado ni una uña viva.

Resulta que por fin ya es 10 de octubre, el día en que John regresa a Madrid. Y yo estoy en el aeropuerto de El Prat, Barcelona, embarcando para un vuelo que debíamos haber cogido hace seis putas horas. Y todo por culpa del meapilas de mi jefe, que mira que se lo he dicho: que no, Manuel; que con una hora no llegamos bien para el check-in; que es viernes por la tarde, empieza el puente del Pilar y va a estar el aeropuerto hasta arriba… Pero, claro, ¿para qué me va a hacer caso? ¡A mí! Que soy mujer y, por lo tanto, tonta. Pues nada, resultado: overbooking que te crio y a esperar el siguiente vuelo.

Hola, buenas tardes, me llamo Vega y tengo ataques de ira, sin contención:

—Manuel, apaga el teléfono de las narices, que ya te han avisado dos veces y al final nos van a echar del avión —le gruño a mi jefe.

Él me mira de reojo y refunfuña, pero obedece. Y sé que no debería tratarle así, que es mi superior, pero es que me da igual. Ha llegado a tal punto mi desmotivación laboral que me la pela todo.

Se supone que habíamos venido a Barcelona a trabajar, ¿verdad? Que para eso nos pagaba la empresa las dietas, ¿no? Pues no. Lo único que hemos hecho ha sido comer, beber y no dejar nada en claro. Bueno, algo sí, que todo va genial, que somos unos machotes y que ya redactará Vega un informe que justifique el gasto con la central. Esto es de vergüenza, en serio. Luego vendrán los lamentos y los recortes de plantilla, pero, eso sí, mientras tanto, ¡a vivir, que son dos días!

A las doce y media de la noche —¡a las doce y media! — llego al Wellington, disfrazada de asistente eficiente, nerviosita perdida, y cansada, muy cansada. Llamo a la puerta de la suite con mano temblorosa y al cabo de unos segundos John me abre. Mi corazón da un vuelco, mi estómago se encoge y mis braguitas palpitan de emoción. Lleva puestos los pantalones de pijama negros y… nada más.

—Mierda de overbooking —digo como saludo.

Pero entendedme: yo podía haber echado ya un par de polvos con mi escandalosamente atractivo novio, en vez de estar secuestrada en un puto aeropuerto. Iberia, te odio.

—Ven aquí —dice sonriendo; tira de mi brazo y me mete en la suite. Me quita la maleta de la mano, desliza la correa del bolso por mi hombro y me coge en brazos—. Te he preparado un baño, he pedido sushi y luego pienso follarte hasta que se te olvide el overbooking —dice caminando hasta el cuarto de baño del dormitorio.

—Tú no eres real, ¿verdad? —le pregunto acariciándole la cara. Siempre tan suave—. Eres un producto de mi imaginación calenturienta —le aseguro.

John se ríe y me suelta en medio del cuarto de baño. Me coge la cara con las dos manos y me besa con ganas. Necesitado. Le abrazo, todo lo fuerte que puedo y me fundo en sus labios, sus mejillas, su cuello. No tengo suficiente. Él atrapa mi boca, y en su beso hay tanta urgencia… Como si en vez de acabar de llegar fuera a marcharse. Como si fuera el último que pudiera darme. Es un beso entregado, pero deja un regusto amargo. Y también un mensaje en mi cerebro: no podemos ser solo nosotros a ratos. Nos merecemos mucho más que eso.

John vuelve a tomar el control de sí mismo y, más sereno, se separa de mis labios y me pregunta:

—¿Nos bañamos?

Se mete él primero en la bañera y yo me ayudo de sus manos para acomodarme en su pecho. Sus latidos martillean en mi espalda. Nos quedamos abrazados, en silencio, solo disfrutando de la tibieza del agua y del tacto suave de nuestros cuerpos.

Al cabo de un rato, John coge un bote de champú de una cestita y me lava el pelo. ¡Me lava el pelo! He de confesar que, de primeras, me quedo tiesa como un palo porque, a ver, no tengo cinco años, es todo como demasiado cursi y temo terminar con los ojos inundados de espuma… Pero, al final, y gracias a las maravillosas manos de John, me relajo y termino sintiéndome como debió de hacerlo Meryl Streep en Memorias de África, con la diferencia de que John está muchísimo más bueno que Robert Redford, dónde va a parar.

Como yo no soy tan mañosa como él, le dejo su aseo personal y me dispongo a interrogarle.

—¿Trabajas el puente? —le pregunto dándome la vuelta.

—No. —Sonríe enjabonándose los brazos—. Soy todo tuyo los próximos tres días, ¿tienes algún plan?

—Pues sí, y me temo que es aburridísimo. —John frunce el ceño, y le pregunto con cara de niña buena—: ¿Me ayudas con la mudanza?

Se pone tenso. Para sus movimientos y, alejando su mirada, me pregunta:

—¿Has contratado ya la empresa?

—¿Qué empresa?

—La de mudanzas.

—No es necesaria, no tengo tantas cosas. Unas pocas cajas y un par de maletas como mucho. Con un par de viajes en coche lo arreglamos.

—¿Estás segura?

Me taladra con su mirada azul y asiento convencida. Aunque me quedo con la sensación de que no estamos hablando solo de transporte de mercancías…

—Está bien —dice al cabo de un instante—. ¿Cuándo habías pensado hacerla?

—Pues no sé. Cualquiera de estos días. Me da un poco igual.

Después de cómo se está poniendo el ambiente, no voy a salirme con exigencias.

—¿Mañana te va bien?

—Vale.

—Vale —repite él con media sonrisilla—. Nos quedan libres dos días…

—Yo propongo encerrarnos en la suite. —Muevo las cejas arriba y abajo.

John sonríe, pero niega con la cabeza.

—¿Qué tal si salimos un poco de Madrid? Podemos ir a Soria, por ejemplo…

—¿¡A mi pueblo!? —chillo, escandalizada—. Ni de coña.

En la cara de John aparece ese rictus glacial que acojona tanto.

—Es que allí no hay nada que hacer —me excuso.

Y no miento: mi pueblo es más aburrido que la carta de ajuste. Además, no entiendo a qué viene ahora lo de querer ir a Soria, la verdad.

John me mira fijamente, con gesto imperturbable, y al final dice:

—Como prefieras.

Se aparta un poco y sigue con su higiene, enjabonándose ahora el pecho.

—A ver, John… —Le acaricio las rodillas—. Yo estaría encantada de llevarte a mi pueblo, incluso creo que me ganaría el título de hija predilecta por hacerlo, pero… ¿Qué te parecería si yo te propusiese ir a Baton Rouge?

John ni pestañea durante unos segundos; solo me mira con mucha atención.

—Me parecería innecesario, porque aquel lugar ya no dice nada sobre mí.

—Pues eso me pasa a mí —digo con una sonrisa, que él no me devuelve—. ¿Qué ocurre?

Resopla y se aclara los restos de jabón de sus pectorales.

—Ocurre que, a veces, tengo la sensación de que no quieres implicarme en tu vida. —Fija sus ojos azules en los míos y baja un par de octavas el tono de voz—. Te propuse que buscáramos un piso para los dos y me dijiste que lo pensarías, pero, semanas más tarde, decidiste por tu cuenta que ibas a mudarte a casa de Sara. Por tu cuenta, Vega… —Se interrumpe, creo que por no calentarse—. Y ahora, aunque comprenda tus motivaciones, me siento decepcionado, porque no quieres que conozca a tu familia.

—Es que yo no necesito que conozcas a mi madre para que te dé el beneplácito, no sé si me explico. A mí lo que ella opine me da igual.

—¿Y si a mí no? ¿Y si yo quiero conocerla? —dice levantando la voz. Me quedo inmóvil y sin respuesta—. Ni lo has pensado, ¿verdad?

—Pues no… —murmuro mientras me doy de tortas mentalmente.

—Pues quizá deberías tener en cuenta las necesidades de tu pareja y no solo las tuyas.

Se incorpora bruscamente y sale de la bañera. Alcanza una toalla, se seca autónomamente su cuerpo de pecado y desaparece de mi vista. No sé quién es el hombre que acaba de marcharse, pero, desde luego, no es el mismo que estaba en la bañera hace solo un momento.

La he cagado. La he cagado pero bien. Tan bien, tan bien que ahora no tengo ni idea de cómo arreglarlo. Y todo por mi maldito egocentrismo, por pensar solo en mis necesidades. Pero… ¡Joder! Si no le hace gracia que me vaya a vivir al piso de Sara, me lo podía haber dicho en su momento. Y yo también podía haber tenido en cuenta su ofrecimiento antes de cerrar el trato con mi amiga…

Salgo del cuarto de baño acongojada y saco del cajón de la cómoda una de las camisetas de John. Él no está en la habitación. Seguramente estará en el salón, pero le siento mucho más lejos. Su reacción, su forma de cerrarse en sí mismo, ha sido el equivalente a una tormenta de nieve para mí: me ha dejado helada y bastante desorientada.

Entro en el salón y me encuentro con John sentado en uno de los sofás. Lleva puesta una camiseta idéntica a la mía y sus archiconocidos pantalones de pijama, endiabladamente sexys. Está mirando a algún punto indeterminado de la mesita de café y sostiene un vaso con un par de dedos de un líquido ambarino.

—¿Ya no te gusta el pacharán? —pregunto para romper el hielo.

—Me apetecía algo menos dulce. —Apura el trago. Se levanta, pasea con elegancia su cuerpo hasta el mueble bar y se sirve otro—. ¿Quieres uno? —pregunta sin mirarme.

—No, gracias —digo en un susurro, y me siento justo al lado de donde lo estaba él antes.

Se gira, me mira y se acomoda en el sillón contiguo. Marcando las distancias. Joder. Me observo con atención las manos, mientras busco en mi cabeza las palabras adecuadas.

—Yo no sé cómo solucionar esto… Sé que estás enfadado porque he decido mudarme a casa de Sara sin tomar mucho en cuenta tu proposición, pero… Es que imagino la clase de vivienda que quieres y yo… no puedo permitírmela.

—Eso no es un problema.

—Para mí sí.

—Mírame —me pide—. Ya hablamos de esto en Nueva York. Yo tengo dinero, mucho dinero, y eso no debería suponerte un inconveniente. Ni para compartir una casa conmigo ni para compartir tu vida.

—Pero, John yo no puedo…, no quiero ser tu mantenida.

—¿Mantenida? —sisea entre dientes—. ¿Pero por qué te empeñas en verlo así? ¿Es que no puedes ponerte en mi lugar un puto segundo? —Sus ojos centellean—. Imagina durante un instante cómo te sentirías si fueras yo. Si quisieras compartir lo que tienes con tu pareja y ella se negase porque… ¿no quiere ser una mantenida? —Sonríe amargamente—. ¿Sabes cuánto me duele oírte hablar así de ti misma?

No puedo aguantar más la tensión del momento y me levanto.

—Creo que mejor me voy.

—Vega…

—Solo necesito distanciarme un poco y pensar —le explico antes de dirigirme a la habitación.

Me visto con lo primero que localizo en la maleta y de vuelta al salón me encuentro a John junto al sofá. Se incorpora al verme, y su cara de preocupación me conmueve, pero he tomado una decisión y voy a ser consecuente: tengo que encontrar una respuesta, pensarlo bien, hacerlo bien.

Tiro de mi maleta hasta la entrada.

John no me sigue.

Me despido.

Solo el silencio me responde.

Me marcho a casa totalmente desorientada. Tanto, que apenas logro indicarle al taxista mi dirección. Continúo atrapada en una bruma gélida que entumece mi cuerpo y aturde mis ideas.

A oscuras, sentada en la alfombra del salón, con la única compañía de mi soledad, busco y rebusco en mi cabeza la solución al conflicto. No sé subirme al tren de su vida sin ser una intrusa, sin tener una parcela propia que utilizar de apeadero. Sigo convencida de que trabajar para él no es una opción: una cosa es obviar sus negocios por el bien de nuestra relación y otra, que esté dispuesta a formar parte de un mundo que me parece bastante reprobable; pero es que la otra opción, la de que John corra con los gastos de todo y yo me dedique a la vida contemplativa, tampoco me vale. Me sentiría perdida, vacía en ese aspecto de mi vida, y supongo que intentaría llenarlo con John… Y de ahí a la dependencia absoluta solo hay un paso… Mierda, ¿cómo me convierto en su compañera nómada sin perderme?

Me levanto a por un vaso de agua y me lo bebo a sorbos pequeñitos en la cocina. Fijo la mirada en el cachito de cielo que se ve por la ventana, me concentro en la luz de las pocas estrellas que se divisan y agarro, instintivamente, la que llevo colgada al cuello con fuerza. Se reproducen en mi mente las imágenes que guardo del cielo de Manhattan, del de North Fork… Y en el pecho empiezo a notar cierta presión. Debe de ser ansiedad, porque, aunque a veces no lo demuestre, no soy del todo una inconsciente. Me doy cuenta de que mi reacción de esta noche, mi huida, puede haber empeorado las cosas. Quizá debería haberme quedado y haber afrontado mis dudas con John… Mierda, John. ¿Qué estará haciendo? Supongo que estará como yo, dándole vueltas al asunto. Devanándose su cerebro de genio intentando comprender a la desequilibrada de su novia. O lo mismo no. A saber…

Creo que la estoy jodiendo, y encima le echo muchísimo de menos. Soportar su ausencia cuando estamos lejos es inevitable, pero ahora, teniéndole a pocos kilómetros de distancia, me resulta insufrible. ¿Por qué me he ido? Ah, sí, para pensar. Y lo único que consigo es pensar en él, en que estoy desperdiciando nuestro escaso tiempo en reflexionar sobre algo que ya no siento tan importante. Debe de ser esto de lo que hablan los poetas cuando dicen que el amor nubla la razón. Mis ganas de no perderme en el camino, de construir nuestra relación sobre unos pilares sólidos, no superan las de estar con John.

Pongo cara de idiota y suspiro.

Todo mi cuerpo me pide que vuelva a su lado y le abrace. Nada más. Sé que solo eso me bastaría para aliviarme, pero no puedo, porque él quiere algo que todavía no sé si puedo darle.

Cojo una gran bocanada de aire y con ella algo de valor. Debo ser fuerte. Enfocar la distancia que he impuesto esta noche entre nosotros como un pequeño sacrificio en aras de un bien mayor. Estoy decidida a no salir de este piso hasta que tenga una respuesta para John; y esa respuesta no puede ser «ya veremos».

Voy al cuarto de baño y en el armarito de la derecha, entre los inclasificables, encuentro la caja de pastillas para dormir de Leticia y ni me lo pienso. A falta de pacharán, buena es la Dormidina.

Debe ser más de mediodía cuando despierto con la boca pastosa y dolor de cabeza —la droga no deja de serlo porque lo avale una farmacéutica—. Me arrastro por el pasillo hasta la cocina y me sirvo un vaso de zumo de naranja. La intensa luz que se cuela por la ventana contrae mis pupilas y me hace guiñar los ojos. Me encuentro mal. Físicamente, me refiero. Como cuando estás incubando un virus: entumecida. Tengo el impulso de volverme a la cama, pero logro vencerlo al pensar en John. Ha volado tropecientos mil kilómetros para verme y yo le he dejado plantado —ole mis cojones—. Así que, ya que no dispongo de un DeLorean para regresar en el tiempo, no me queda más remedio que aprovechar el día para aclararme de una vez.