Aire
Antes de tomar una decisión trascendental sobre mi vida, empiezo por lo básico: lavado bucal, leggings y sudadera de la facultad. Sonrío al ponérmela e intento oler el «colomocho». Abro una maleta sobre la cama y empiezo a vaciar el armario. Encuentro cantidad de ropa que ni recordaba y que, me congratula deciros, me queda grande. La voy dejando en un apartado para llevarla a la tienda solidaria de la esquina, y cuando me debato entre tirar, o no, una chaqueta con un estampado que no sé si es ultraguay o ultrahortera, me suena el móvil.
—Hola, cari. Espero no haberte interrumpido —dice Sara con sorna.
—Tranqui. Estoy en casa. Sola —añado con ganas de desahogarme con mi amiga.
—¿Y eso?
—Porque Leti no está; se ha ido de puente con Iván y las niñas.
Me siento en la butaca de la esquina y me enciendo un cigarrillo.
—¿Y a mí qué me importa Leti? Me refiero a por qué estás en tu casa sin John.
—Pues, ya ves, gilipollas que es una.
—¿Qué has hecho ahora?
—Por lo visto, ignorar las necesidades de mi pareja anteponiendo solo las mías —confieso, y le pego una calada al pitillo que me llega hasta el tuétano.
—¡Coño! Suena muy mal…
—Y lo peor es que es totalmente cierto. —Suelto el humo y carraspeo—. John se ha cabreado porque decidí mudarme a tu piso sin contar con su ofrecimiento.
—¿Qué ofrecimiento?
Fumo otra vez. Joder. Ni siquiera se lo había contado a Sara…
—Me dijo que podía mudarme a su hotel o buscar un piso para los dos.
—¡¿Y pasaste de su culo?!
—Básicamente —reconozco—. No me paré a pensarlo en condiciones y lo descarté. No debería haberlo hecho, pero… —Me doy cuenta de algo—: Tía, creo que no sé ser una novia.
Sara se parte.
—Ahí te doy la razón. Pero por eso eres especial, cari, porque no eres perfecta. —Sonrío y apago el cigarrillo.
—Soy un puto desastre. —Agarro la estrella que cuelga de mi cuello y parece que recupero algo de fuerza—. Pero esto voy a solucionarlo. No puedo seguir mareándole.
—Ya, bueno, pero tampoco hace tanto que te lo propuso —dice poniéndose de mi parte. Cómo la quiero—. Aunque, bien pensado, si no te aprieta, te puedes tirar la vida entera para decidirte. Presionarte un poco a veces es la única manera de que reacciones.
—Ya.
—Ese tío es un genio.
—No lo sabes tú bien.
—No, no lo sé, porque te niegas a darme detalles. Pero, vamos, que si cambias de opinión…
—¡Ni loca!
—Egoísta.
—Guarrona.
—Llámame si necesitas algo, ¿vale?
—Vale. —Sonrío; me acuerdo de John y de nuestras tonterías—. Oye, a todo esto, ¿para qué llamabas?
—Para nada —dice del tirón.
—Sara…
—Que no era nada, cari. Ya hablamos…
—Dímelo.
—Joder, qué pesada… Pues para proponerte una cita doble, cari. David está Madrid el puente y he pensado que podíamos cenar los cuatro. Pero tú no te preocupes, ya quedaremos otro día.
—Eso espero.
—Anda, no seas tonta. Ya verás cómo en menos que canta un gallo estáis follando como conejos.
—Eso espero —repito.
Sara se ríe y cuelga.
Picoteo un poco de fruta en la cocina, dándole vueltas al asunto, ¿a qué si no? Y al cabo de un buen rato parece que consigo dejar claras en mi cabeza las dos vertientes de mis reticencias a vivir con John. Por un lado, está mi falta de vocación, cosa que no voy a solucionar en una tarde, y, por otro, está el tema de siempre: el (maldito) dinero. Mis ahorros son muy escasos. Bueno, ahora no, porque tengo la pasta de la cerda rusa, que bien podría utilizar en mi propio beneficio. Pero no, esa no es una opción: ese dinero es de la ong. Total, que como soy paupérrima, no podría ni permitirme una semana al ritmo de vida de John…, y encima está lo de la deuda de mi familia. Que no es que me sienta responsable ni mucho menos. Siempre he pensado que, si algún día me fuera al paro o algo así y no pudiera seguir ayudando, pues, oye, no se acabaría el mundo, bastante he hecho ya… Pero, claro, para mi conciencia no es lo mismo el paro que irse a vivir la vida loca con un adonis nómada.
Me quedo un instante en Babia pensando en John y vienen a mí sus palabras: «Ponte en mi lugar». Y me pongo. A conciencia. Me transmuto mentalmente y me convierto en una mujer muchimillonaria, sofisticada y elegante, de esas que jamás se tiran un triste eructo. Una mujer en la cumbre de su carrera, inteligentísima y con mucho estilo —porque como imaginar es gratis, no escatimo— que, por caprichos del destino, se fija en un joven algo peculiar y pobre como las ratas, pero que la hace feliz.
Si yo fuera ella, ¿cómo me sentiría?
Después de una ducha revitalizadora y purificante, me afano en arreglarme lo mejor que puedo para mi cita con John. Él todavía no lo sabe, pero tengo una cosita que contarle.
Elijo el conjunto de ropa interior negro de Agent Provocateur. Me enfundo los vaqueros más estrechos que encuentro. Me pongo una camiseta lencera de Zara, también negra. Me seco el pelo bocabajo para darle volumen. Y me pinto tan bien la raya del ojo que hasta me marco un bailecito con los stilettos. Brillo de labios, kimono estampado con flores en turquesa y blanco —de Leticia— y estoy lista. A la calle.
¡Mierda! Que me dejo el bolso…
Unos nubarrones gordísimos afean el cielo de Madrid, pero no mi ánimo. Ya pueden caer chuzos de punta que a mí, plin. Me siento satisfecha, dueña de mis pasos y algo eufórica, lo confieso. Esta tarde voy a dibujar un camino, y eso no se hace todos los días.
Mientras paseo hacia el metro llamo a John. Apenas tarda un par de toques en cogerlo.
—Hola —murmura.
—¿Estás ocupado?
—Estaba trabajando, pero dime.
Le planteo mi propuesta y él accede sin tener que insistir mucho. Solo media docena de veces nada más. Cuando salgo de la boca de metro de Callao, se ha levantado un viento otoñal que me acaricia la cara. Alzo la cabeza hacia el cielo y cierro los ojos. Supongo que la gente que pasa a mi alrededor me verá como una colgada, pero me da igual, necesito el aire justo en este momento.
Entro en el Corte Inglés y subo hasta la novena planta. Gran Vía Gourmet Experience. Es un espacio muy molón. Tiene un montón de establecimientos: panadería artesana, pizzería, un bar de tacos mexicanos y demás restaurantes y coctelerías que comparten un espacio común: la impresionante terraza acristalada.
John me está esperando en una de las barras que hay al fondo de la planta, jugueteando con la correa de su reloj Omega. Vaqueros claros, jersey azul marino de pico y el porte más exquisito, ese halo de masculinidad que nunca le abandona.
Me acerco a él tratando de temblar lo menos posible y me coloco a su lado.
—¿Me invita a una copa, caballero?
Sí, suena casposo; ahora que lo he dicho me doy cuenta, pero estoy muy nerviosa. Comprendedme, por favor.
John gira su taburete hacia mí y me hace un gesto con la mano para que me siente a su lado. Mira con atención cada uno de mis movimientos, pero lleva puesta su máscara corporativa. Ese rictus que no sabes si está pensando en las últimas cotizaciones de la bolsa de Tokio o en el culo de Nicki Minaj.
—¿Qué quieres tomar? —pregunta, haciendo una seña al barman.
—Lo mismo que tú.
—Dos bourbons, por favor.
¿Bourbon? Mierda.
El camarero nos sirve con rapidez. John choca su vaso contra el mío y le pega un buen trago. Yo intento imitarle y casi vomito encima de la barra.
—¿Te encuentras bien? —pregunta al verme contener una arcada.
—Es que no me gusta el whisky.
—¿Y por qué no lo has dicho?
—Por no llevarte la contraria… —susurro.
John aguanta una sonrisa y coge mi vaso. Apura su contenido sin pestañear. Qué macho es.
—Y ahora, ¿qué quieres tomar de verdad?
—Un gin-tonic, por favor.
Con nuestras bebidas en la mano, sorteamos unas cuantas mesas. Tenemos suerte y encontramos sitio libre justo al lado de las cristaleras que dan a la plaza de Callao. La vista es increíble.
—Muy bonito el sitio —comenta John.
Me siento a su lado. Inspiro hondo y le doy un trago al combinado. Estoy por ponerme a hablar del tiempo, para relajar un poco los nervios, pero levanto la mirada hacia John y veo inquietud en sus ojos azules. No puedo demorarlo más.
—Ya tengo una respuesta —le digo a bocajarro.
—Lo suponía —dice sin cambiar el gesto—. ¿Cuál es?
—La semana que viene voy a solicitar una excedencia en mi empresa.
Le mantengo la mirada y al instante los ojos azules de John se llenan de esa luz tan especial.
—¿Estás segura? —pregunta en voz baja.
Asiento con energía.
—Del todo.
John suelta el aire de golpe, y percibo cómo su cuerpo se relaja. Sus hombros, sus manos; hasta su cara parece otra.
—Siento haber tardado tanto en decidirme —susurro. Porque, aunque utilizando medidas convencionales de tiempo ha sido poco, para nosotros ha supuesto una eternidad, ahora me doy cuenta.
—Y yo siento haberte presionado. —Me mira de frente—. ¿Lo has pensado bien? No es lo que quiero, pero estoy dispuesto a esperar el tiempo que sea necesario…
—No va a hacer falta. Solo tendremos que esperar quince días a partir de que lo comunique.
John sonríe, su hoyuelo asoma y mi corazón se ensancha. Esta vez soy yo quien le agarra la cara entre las manos y le estampa un besazo sentido, de esos que se dan con todo lo que una tiene. John me responde con la misma entrega y, a falta de lujuria, llenamos el beso con emoción. Por nuestro momento. Por lo que nos espera…
Un par de carraspeos de la mesa de atrás después —la gente es muy envidiosa, ya se sabe—, paramos de besarnos y nos sonreímos.
—Vamos a hacerlo —murmura John.
—Eso parece —confirmo sin dejar de sonreír.
John me pellizca la barbilla.
—Bueno, y dime, ¿tienes algún plan?
—Más que un plan, tengo propósitos —respondo—. El más urgente es sacar mis chismes de casa de Leticia. Me gustaría que cuando volviera del puente ya estuviera libre la habitación. —Le miro para evaluar su reacción y le digo—: Voy a dejar las cajas en el piso de Sara. —Como esperaba, frunce el ceño—. Es una medida provisional —aclaro cogiéndole la mano—. La ropa y demás historias ya las he organizado en maletas para llevarlas al hotel; pero meter en la suite el resto de las cosas me resulta excesivo.
John asiente, conforme, y me pregunta:
—¿Y después?
—Pues… solicitaré la excedencia.
—¿Y después?
—No sé, me he dedicado a pensar, pero no tanto… Lo cierto es que no sé qué quiero hacer con mi vida, es así de triste. Y pensaba definirme primero y luego irme a vivir contigo, pero… tienes razón: la situación se estaba volviendo cada vez más difícil y ¿para qué esperar más? Seguro que a tu lado consigo inspirarme.
John me sonríe y acaricia mi mano.
—¿Has pensado bien el tema del dinero? —pregunta en voz baja—. ¿Vas a sentirte cómoda?
—Seguramente no, pero, tras un sencillo ejercicio de empatía, he logrado ponerme en tu lugar… y, si yo fuera tú, compartiría mis riquezas de mil amores contigo, así que… supongo que será cuestión de tiempo que me acostumbre.
—Vivir de forma acomodada no es tan horrible como crees. —Me guiña un ojo, y yo me avergüenzo un poco de ser tan rarita. John le da un trago a su bourbon y me mira de reojo—. Sé que este tema te incomoda, pero, ya que estamos, me gustaría hablar de tus deudas.
¿Mis deudas? ¡Pero si yo no tengo deudas! Bueno, una vez me fui sin pagar de un bar, pero es que nos atendieron fatal…
—John, yo no le debo nada a nadie.
—¿Y tu familia? —pregunta con cautela.
—Ya te conté que sí —digo bajando la mirada.
—¿Te importaría decirme a cuánto asciende?
—John…
—Vega, estoy tratando de ser todo lo delicado posible, pero es algo que me tiene intranquilo desde que me lo contaste en la playa. Si no me importase tu opinión, mi forma de actuar sería averiguarlo y cancelar la deuda, pero quiero hacerlo bien. —Aunque me resulta un gesto bonito, me niego a responderle. Una cosa es que me mantenga comparta lo suyo conmigo y otra, que se ocupe también de los pufos de mi padre—. Baby… —murmura.
Está preocupado. Mierda. Que deje de mirarme así, por dios. No puedo ver esos ojitos intranquilos. Mierda, mierda, mierda.
—Unos cuarenta mil… —digo con un hilo de voz. Maldita lengua traidora—. Pero, John, yo no necesito que tú… ¿Cómo se lo explico a mi madre?
Me sonríe.
—Dile que hay un hombre que está loco por ti. Que, casualmente, es adinerado. Que su tranquilidad ganaría mucho si pudiera liquidar la deuda…
—Pero, John… —¿Ha dicho que está loco por mí? Ay, Señor…—. Es que… —No puedo ni pensar. ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí… —Es mucho dinero.
—¿Te haces una idea de lo que gano?
—No, y no quiero saberlo. —Aparto la mirada.
—De acuerdo, pero tu inteligente cabeza podrá calcular que, si me cuesta unos quinientos dólares la noche en el Wellington y la tengo todo el año…
—¡Joder! —Me tapo la boca.
—Baby… —Me coge las manos—. Estamos perdiendo el tiempo con un tema sin importancia…
—Me da mucho reparo, de verdad.
—¿Eso es un sí? —Sonríe.
—¿Vas a dejarme en paz si me niego? —Le devuelvo la sonrisa.
—No.
Me río y me doy por vencida.
—Está bien.
—La próxima semana lo arreglo —asegura, zanjando el tema con un beso en mi pelo.
Y se le ve tan relajado, tan satisfecho consigo mismo, que no pienso dedicarle más tiempo a buscarle la ética al asunto. Es su dinero, él sabrá lo que hace con el… Eso sí, mi madre va a flipar. Será mejor que se lo cuente antes de que vaya al banco.
Mmm, eso me da una idea.
—¿Te parece que se lo contemos a mi madre… juntos? —pregunto.
John sonríe de oreja a oreja al tiempo que le suena el teléfono.
—Es importante —dice mirando la pantalla—. Disculpa.
Descuelga y empieza a hablar en francés. ¡En francés, con su erótica voz grave! Francés, el que le voy a hacer yo en cuanto tenga ocasión…
—Como si pudiera estar en todas partes… —sisea entre dientes al poco, guardando el móvil.
—¿Problemas?
—Siempre. Pero tendrán que esperar. La semana que viene la pienso pasar entera aquí y la siguiente, después de Londres… —Empieza a cavilar—. Podría enlazar con Lyon, ganaría un día…
—¿Te quedarás hasta que pueda acompañarte?
—Eso espero. —Recupero su atención—. ¿Quieres otra copa?
—Tengo pacharán en casa…
John se pone en pie, me tiende la mano y con una sonrisa juguetona me dice:
—Vamos.
Y más confiada que nunca me agarro de su mano. A donde sea.
Llegamos al piso calados hasta los huesos. Y todo porque he tenido la maravillosa idea de venirnos en metro. He pensado que tardaríamos menos, y, en los apenas trescientos metros que hay de la estación al piso un tormentón de órdago ha empezado a descargar su furia sobre nuestras cabezas, pero, en vez de amedrentarnos, nos hemos echado a reír y solo hemos corrido. Bueno, ha corrido John, conmigo a cuestas: las suelas de mis zapatos no colaboraban en mi avance. Me ha subido así hasta la puerta del piso, sin deslomarse ni nada. Es todo un macho, lo que yo os diga.
—Estás empapada —dice soltándome en medio del salón.
De un par de patadas mando los zapatos deslizantes a la otra punta de la estancia. Y no sé si soy yo o mi lujuria descontrolada, pero sus palabras me han sonado sugerentes.
—Tú también.
Le miro con cuidado y me enciendo. Ya no lleva puesto un jersey: ahora lo lleva tatuado a su espectacular torso… Cada músculo se marca debajo de la lana mojada y hace lo propio con mi ropa interior.
—Será mejor que nos quitemos la ropa —me dice.
Mira, además de genio, vidente.
—Lo antes posible… —murmuro, y trago saliva.
John me dedica una sonrisa que me aprieta los muslos y sus manos agarran el kimono y lo despegan de mi cuerpo. Hasta el sonido que hace cuando cae al suelo me pone a cien. Splash.
John fija su mirada en mi pecho. La camiseta lencera es incapaz de ocultar mis endurecidos pezones. Muerde su labio inferior y me acaricia el izquierdo, poniéndome la piel de gallina.
—¿Tienes frío?
—Mucho —miento.
Me saca la camiseta con cuidado por la cabeza.
—Vamos a ver qué puedo hacer para que entres en calor —dice abriendo el cierre de mi sujetador.
—Seguro que se te ocurre algo.
—Oh, sí, puedo ser muy imaginativo.
Desabrocha con destreza mi pantalón y se agacha para quitármelo. Sube deslizando su mano por el interior de mis piernas y, al llegar a mi sexo, aparta las braguitas y juega entre mis pliegues. Cierro los ojos e inspiro hondo.
—Fuck, baby —gruñe, apretándolo—. Me vuelves loco…, avaricioso…, te estoy tocando y solo puedo pensar en lo próximo que quiero hacerte. —Lame mi cuello, desde la clavícula hasta el lóbulo de mi oreja—. En lo próximo que quiero besarte. —Me introduce un dedo y un jadeo se escapa de mi garganta. Me pego a su torso y me estremezco. La tela de su jersey está helada y mi piel demasiado caliente—. Quítamelo —me pide sin dejar de tocarme.
Y yo le obedezco sin dudarlo, aunque me cueste quedarme unos segundos sin sus caricias. Otro splash suena contra la tarima… y me acelero. Mis manos vuelan hasta el cierre de sus vaqueros y con agilidad se cuelan por debajo de sus boxers. Aprieto su erección con fuerza y John pega un respingo.
—Perdona, me he emocionado —digo arrepentida.
John mete dos dedos dentro de mí y se acerca a mi boca.
—Me encanta cómo me tocas, pero tienes las manos muy frías. —Me río y voy a sacar la mano, pero me lo impide sujetándola con fuerza—. Ni se te ocurra —me advierte—. Sigue tocándome.
Hunde la lengua en mi boca, exigente, y del mismo modo sus dedos en mi sexo. Su pulgar traza círculos sobre mi clítoris y mi mano se mueve, enérgica, dentro de su ropa interior.
—Así, baby. Sigue, sigue… —Pega la frente a la mía.
Y nos aceleramos. Mucho. Nos tocamos, nos lamemos, nos mordemos y jadeamos. Mucho.
—John, no puedo más… —le advierto.
John emite un gruñido que termina de rematarme y me sube a horcajadas sobre su cuerpo. Espero con alegría su embestida, la marca de la casa, pero, para mi sorpresa, camina unos pasos y me sienta en el columpio. ¡En el columpio de Leticia!
—Cariño, no sé si… —Voy a correrme, sabiendo que aquí ha chingado Leticia.
—Solo pruébalo —me incita.
Bueno, vale, convencida.
—Pero ¿cómo…?
John me instruye de inmediato.
—Agárrate. Aquí… y aquí. —Me coloca las manos sobre unas tiras de cuero que hay a los lados—. Y las piernas: aquí y… aquí. —Pone mis pies sobre dos estribos. Hay una buena distancia entre ellos. Estoy totalmente expuesta—. Preciosa —murmura Belcebú.
—Te veo muy versado en el tema…
—Todavía no has visto nada. —Sonríe.
Se quita los pantalones, se acerca a mí, agarra con una mano su erección y con la otra mi cadera y de un solo movimiento dejan de importarme su experiencia y el mundo en general. Le tengo dentro, no hay espacio para nada más. Echo la cabeza hacia atrás y me abandono.
—Mírame —gruñe, y se aferra con las dos manos a mi cintura—. Abre. Los. Ojos —pronuncia cada palabra con un envite seco.
—No puedo —gimoteo; si le miro, me corro.
John aumenta el ritmo de sus movimientos. Entra y sale. Entra y sale. Con sus dedos hundidos en mi piel, dilatándome entera… Todo mi cuerpo empieza a arder.
—Vega… —me urge.
Abro los ojos y le contemplo en todo su esplendor. Empapado, fuera de sí, poderoso. Con sus trabajados brazos moviéndose frenéticamente, acercándome y alejándome de él.
—Joder, John, eres demasiado… —gimo.
Y, después, regreso al cielo.