No se nos puede sacar de casa
El domingo ha amanecido radiante, y no me refiero al tiempo, que sigue siendo una mierda. Ha amanecido radiante porque un sol de metro noventa me ha deleitado con un cunnilingus celestial nada más despertarme. Eso es empezar el día con las pilas cargadas y no lo que hace el Actimel con nuestras defensas.
Después de desayunar, nos hemos puesto manos a la obra con la mudanza. Yo he terminado de vaciar los cajones del baño y demás y John ha llamado al coche y ha empezado a bajar cajas al portal.
—Conque un par de cajas, ¿eh? —ha protestado después de media docena de viajes. Y eso que aún no había visto las maletas…
Cuando ha regresado su coche de casa de Sara —tres viajes—, el salón continuaba inundado de chismes. Yo habría jurado que no tenía tantas cosas…
—Pero ¿todavía quedan más bolsas? —ha preguntado John al borde del llanto.
Bueno, vale, exagero, los machos no lloran, pero andaba ya desesperadito perdido, el pobre.
—Solo esta, de verdad. Bueno, y el neceser… y la mochila…
Hemos acompañado a mis cosas hasta el Wellington, cuatro mozos las han subido y allí las hemos dejado solitas a las pobres. Nosotros teníamos que seguir con la mudanza —que ya sonaba a peli de miedo—.
Cuando hemos llegado a casa de Sara, o, mejor dicho, a mi casa —o no, yo qué sé, esto empieza a ser un follón—, ya era mediodía. David había subido todas las cajas —t-o-d-a-s— y las había colocado en el vestidor, así que nos hemos marchado a comer… y se nos ha ido de las manos. ¿Sabéis eso que dices «una cervecita y a casa»? Pues eso. Que de la cerveza y la tapa, al vino de la comida, a los pacharanes de la sobremesa, a los tercios de la cena y al pedo más tonto que me he pillado en la vida.
Y aquí estamos, en el Dark Light Club, quemando la noche a ritmo de Born this Way. Creo que en la vida había salido de juerga con semejantes pintas… Bueno, vale, esa es la peor excusa que he utilizado; cuando teníamos la peña en el pueblo, había que vernos… Pero, en fin, que para la jornada opté por unos vaqueros viejos y una camiseta de los Rolling del año de Maricastaña, y así sigo: vestida como una andrajosa.
John va mucho más guapo, dónde va a parar, pero seguro que le duele la espalda, porque entre la mudanza y agacharse para besar a la prima de David el Gnomo, acabará criando chepa. Y hablando de David, me empieza a caer bien el poli. Y no lo digo solo porque haya subido mis tropecientas cajas, que también, es que encima el tío es divertido y, al parecer, buena gente. Quién lo hubiera pensado después del magreo que me metió el primer día… ¡Y el brindis! No nos olvidemos del brindis que me hizo con toda su mala baba provocando que me quedara sin catar la… samba de Janeiro.
Y hablando de brindis…
—Voy a por otra. ¡¿Quién quiere?! —grito.
—¡Yo! —chilla Sara con el brazo en alto.
—¡Y yo! —grita David.
—¡Y yo! —grita por ahí el gracioso de turno. A pedir a la puerta del metro, majete.
—Te acompaño —me dice John.
Hay que ver lo poco que se tarda en conseguir unas bebidas cuando eres un tío como un castillo con voz de barítono. Ni las tetas de Sara lograrían una atención más inmediata. Alucinante.
Volvemos con nuestros amigos —nuestros amigos, ¿habéis oído? Qué cuqui todo— y seguimos pegándole a… a lo que sea que haya pedido John. Y… ¿conocéis ese dicho de «Hoy hace un día estupendo, seguro que llega un gilipollas y lo jode»? Pues eso, que mis ojos se cruzan con los de Marcos.
Nos observa desde la barra con cara de amargado, y también va pedo, se le nota desde aquí. Lleva el polo fuera del pantalón y la melena esa de galán trasnochado alborotada. De primeras me alegro y todo. Que se joda. Pero mi dicha dura poco, porque al muy mequetrefe le da por acercarse. Se abre paso entre la gente, tambaleante, y agarra del hombro a David, que está de espaldas a él, hablando con Sara.
Y juro que, en ese preciso momento, todo comienza a pasar a cámara lenta. Percibo con exactitud el nanosegundo en que John se da cuenta. Suelta mi cintura, me empuja hacia atrás, coge la mano que Marcos ha apoyado en el hombro de su amigo y se la retuerce en la espalda.
—¿¡Qué cojones te crees que haces!? —le grita Marcos.
—Estate quieto o te romperás el brazo —le advierte John. E intimida tantísimo verle que la gente de su alrededor se ha separado casi un metro.
—Déjale, por favor, John.
Giro la cabeza hacia mi derecha y veo a Sara, desencajada, aproximándose a Marcos. John la obedece.
—¿Ahora vas con escolta por ahí? —le dice Marcos con desdén moviendo su brazo, y le lanza una miradita a John que me lleva a dar un paso hacia adelante.
Pero no. Muy a mi pesar, no puedo cruzarle la cara ahora mismo, como llevo tantísimo tiempo deseando. Si lo hago, esto terminará mal… Así que me agarro al brazo de John y le aprieto buscando su mirada, que está clavada en Marcos.
—Es mejor que te vayas —le dice Sara.
—Sí, pero luego no me llames como siempre… —Sara agacha la cabeza—. No me gustaría comerme las babas de nadie.
Claro, pero ella sí puede comerse las de su novia, ¿no? Eso ha sido un ataque directo a la moral de Sara. Y ha dado en el blanco, porque mi amiga prácticamente se ha encogido ante sus palabras.
Inspiro hondo, suelto a John y me acerco. No puedo aguantar más.
—Ya está bien, Marcos —digo, tirando de mi amiga, en un tono mucho más amable del que me apetece utilizar.
—Pero si es ella la que no me deja en paz. —Sonríe con burla—. Es tan puta que siempre vuelve a por más.
Esta vez no lo veo venir. Ni cámara lenta ni leches. Bueno, leches sí, o mejor: un ultramegapuñetazo, encajado en la mandíbula izquierda de Marcos.
Din, din, din. Knock Out. Eliminado.
¿Podemos sacar a David a hombros ya?
—¡Menudo gancho! —exclamo.
Marcos se ha quedado como un muñeco de trapo en el suelo. De un solo puñetazo. La leche…
—Para, David —oigo decir a Sara—. Mírame. ¡Eh! Mírame. No merece la pena.
Me giro hacia ellos y veo a Sara, que se intenta abrazar al torso de David y, hábilmente, le va alejando. Me giro ahora hacia mi izquierda y John… ¿Y John?
—¡John! —grito, buscándole entre el corrillo de gente que nos mira como si fuésemos monos de feria—. ¡John! —No le veo. Mierda. Me reúno con mis amigos—. ¿Habéis visto a John?
Los dos niegan con la cabeza. ¡Genial! ¿Pero dónde se ha metido este hombre?
Unos angustiosos minutos de caos discurren hasta que las luces del local se vuelven blancas de golpe y paran la música. Movimiento de gente. Un murmullo que crece. Y John aparece en medio del corrillo con los del Samur, que se ponen a atender a Marcos.
—¿Todo bien? —me pregunta cuando se acerca a nosotros.
Asiento y su mirada inquisitiva pasa de mis ojos a los de David y después a los de Sara. Solo cuando ha terminado de evaluarnos parece que se relaja.
—He tenido que llamarlos —dice dirigiéndose a David.
—Lo entiendo —contesta, serio.
Cruzan su mirada unos segundos y empiezan a sonreírse.
—Sigues teniendo una derecha letal—le dice John.
David se ríe y agacha la cabeza.
—No me hagas reír, mother fucker. —Inspira hondo y dice, muy solemne —: Venga, voy a entregarme.
Y ahora el que se parte es John. Debe de ser una bromita suya, porque yo no la pillo. Y Sara tampoco, que me mira con cara de «Esto es surrealista».
David se acerca a los servicios sanitarios y a un par de policías nacionales que también se han sumado al circo.
—Va a declarar —nos explica John—. Si todo va bien, no tardará más de dos horas. Luego tendremos que ir al hospital y esperar hasta que Marcos despierte. Le ofreceremos una indemnización y solucionado.
—¿David puede tener problemas si Marcos no la acepta? —pregunta Sara.
—Sí. —Sara baja la cabeza: sabe que Marcos no va a poner las cosas fáciles. John le acaricia el hombro y le dice con confianza—: Tranquila, lo aceptará.
Dos horas después estamos en la barra de la cocina de casa de Sara, royendo queso como ratonas, y sin noticias del Comando Macizo. Según los planes del ingeniero de operaciones, ahora deberían estar en comisaría. Pero confirmación no tenemos. Ni ganas de seguir bebiendo. Así de mal nos hemos quedado. Nos hemos venido abajo, del todo. Sara, porque siente vergüenza. Ella no lo reconoce, pero es el sentimiento que la está dominando ahora mismo. Intento hacerle entender que atormentarse es inútil —ya no hay nada que arreglar—, pero ella no me hace caso.
Me and Bobby McGee empieza a sonar en mi móvil. Lo descuelgo con rapidez.
—David va a entrar a declarar ahora —dice John atropelladamente—. Esto va mucho más despacio de lo que esperaba. Después, todavía tendremos que ir al hospital. Lo mejor será que te vayas al hotel. En recepción te darán tu llave. Si a las ocho no he llegado, pide el desayuno y espérame. Saldremos para Soria lo antes posible.
—John, mejor dejamos lo de mañana. Tú no te preocupes. Yo llamo a mi madre y…
—¿Crees que te vas a librar tan fácilmente? —Me río—. Mándame un mensaje cuando llegues al hotel.
—Vale.
—Te veo luego. Bye.
Y cuelga.
Todavía tardo unas cuantas horas más en despedirme de Sara, rogándole que no se fustigue más. Llamo a un taxi y me voy al Wellington, a mi… ¿A mi qué? ¿A mi guarida nómada…? Lo dicho, un follón.
Recojo mi llave en recepción y en cuanto salgo del ascensor escribo a John.
Entro en la suite y decido priorizar. Ducha y lavado de dientes, antes de que empiece a despedir un halo verde como los Sims. La ducha, aunque placentera, se convierte en mi muerte. Apenas me seco cuando salgo y prácticamente repto hasta la cama. Y así, en pelotas, me arrebujo con el edredón y me quedo frita.
A las ocho, una señora muy amable y cuya madre no tiene culpa, la pobre, de mi mal despertar, me pregunta qué quiero desayunar. Hombre, pues, ya puestos, un americano. Diez minutos tardan en subirme unos huevos revueltos, bacón crujiente, tortitas, un bol de fruta —que no sé qué pinta aquí—, siropes y mermeladas como para hacer la segunda parte de Charlie y la fábrica de chocolate, y, total, que termina cayendo todo. En plan gocho —o gula de resaca, como queráis llamarlo—. Cuando le estoy dando el último sorbito al café —con sacarina— aparece John con mala cara.
—Hola, cariño. —Me levanto y le miro preocupada—. ¿Estás bien?
—Estoy hasta la polla… —Bufa. Le miro con los ojos muy abiertos y me parto—. Si hubieras pasado la noche en esa puta comisaria, no te haría tanta gracia. —Ríe también—. Y que me perdonen los policías, pero es que el comisario… ¡El comisario era una broma! —Alza los brazos—. Llega cuando le sale de los cojones y lo primero que me dice es: «Espero que tengan un buen motivo para sacarme de la cama». Y me han dado ganas de decirle: «Pero ¿qué no entiendes, anormal? Te hemos sacado de la cama porque hay un comandante de Scotland Yard detenido por agresión. Si no firmas los papeles, el que deberá salir de la cama ¡será el puto embajador!».
—Joder, menudo jaleo.
—Y el tipo, con toda su parsimonia, haciendo llamadas, porque no tenía ni puta idea de lo que hacer y no se fiaba de lo que le decíamos…. A fucking nightmare, baby.
Me acerco a él y me abrazo a su cintura. John apoya su barbilla en mi cabeza.
—¿Y Marcos? —le pregunto.
Temo que David le haya dejado (más) tonto para toda la vida con su gancho infernal.
—Ni le hemos visto. Se ha despertado cuando estábamos en comisaria y, al enterarse de quién era David, ha renunciado a presentar cargos.
—Entonces, ¿todo arreglado?
—Eso parece.
—Deberías dormir algo… —sugiero.
John besa mi pelo.
—No. Me voy a la ducha.
—John, no hace falta que vayamos…
—Vega… —me interrumpe, y me mira con seriedad.
—¿Te pido el desayuno? —pregunto para que no se enfade.
Me da un beso en los labios que me eriza la piel y se marcha hacia la habitación.
—¿Eso es que sí? —pregunto turbada.
—¡Sí! —vocea desde el dormitorio.
—¿Qué te pido?
—Lo que sea, pero mucho. Me muero de hambre.
—Entonces mi favorito: un americano.
Voy a marcar la extensión del room service en el inalámbrico y John aparece bajo el marco de la puerta. Desnudo.
—¿Tu favorito es el americano? —Ladea la sonrisa.
—De toda la vida.
—Vaya, yo pensaba que tenía algo que ver. —Hace una mueca.
—Porque eres un egocéntrico. —Sonrío.
—Y un pervertido. —Sonríe él también—. No he podido dejar de pensar en hundirme entre tus piernas toda la noche.
Una llamarada de calor nace en mis pies y me enciende hasta las mejillas. Un fogonazo rápido, como cuando prendes una cerilla, justo ese instante en que el fósforo se frota con el raspador y… ¡zas! Todo arde. Pues así han sido las palabras de John en mi cuerpo. Y él lo sabe. Por eso su sonrisa se ensancha.
—Voy a ducharme.
—¿Solo? —mendigo.
—Si quieres que lleguemos a una hora honrosa a casa de tu madre, sí.
—¿Y quién ha dicho que yo quiera eso?
—Llama, please. —Señala el teléfono con la cabeza—. No me querrás hambriento por el camino.
Desaparece en dirección al baño, le mando a mi libido que vuelva a su cueva y hago la llamada, apuntando mentalmente que John Taylor tiene que comer a menudo. Él sabrá por qué.
—¿Quieres uno? —Le ofrezco un Donette cuando entramos en la Nacional II.
—Vienes muy bien preparada…
Acerca su boca a mi mano sin apartar los ojos de la carretera.
—Me he visto obligada a pedirlos al servicio de habitaciones para el camino. Me has asustado con lo de «No me querrás hambriento, pequeña».
—¡Yo no he dicho «pequeña»! —Se ríe.
—Es una adaptación libre. —Le ofrezco otro Donette, que él no rechaza—. El tema es: ¿cada cuántas horas necesitas alimento?
Se atraganta y tose entre risas.
—¿Pero qué crees que soy, un tamagotchi?
Ahora la que se parte soy yo.
—No sé. No imagino qué se esconde tras «No me querrás hambriento» —insisto para que siga con esas carcajadas que tanto me gustan—. «No me querrás hambriento: me convierto en hombre lobo» o «No me querrás hambriento: soy hipoglucémico y me desmayo».
John se carcajea. Su hoyuelo me saluda.
—No me querrás hambriento porque me pongo de mal humor. Nada más, baby. ¿Y qué demonios es eso de hipogolu…?
—Hipoglucémico. Lo del azúcar. —Me mira con cara de no entender nada—. Ya te lo explico otro día. Vale: entonces te pones de mal humor cuando tienes hambre, apuntado. ¿En alguna otra ocasión?
Fija su mirada en la carretera y frunce un poco el ceño.
—Cuando no estás cerca —murmura.
Y vuelven a la boca de mi estómago las burbujitas de placer, mariposas o como queráis llamarlas. Esa señal física de que la combinación química está a punto y es perfecta. Nos quedamos callados un momento cómodo. Las risas todavía corriendo por las venas y esa sensación de estar a gusto de verdad. John pone la mano sobre mi rodilla izquierda y la aprieta. Y yo le miro. O, mejor dicho, le admiro. Porque no solo le veo con los nervios oculares. No son sus ojos azules lo que miro, sino la luz que nace en ellos. No es su boca la que me atrapa, sino los recuerdos de la carnosidad de sus labios entre los míos. No es la tersura de la piel de su mandíbula, sino la suavidad de su roce cuando se hunde entre mis pechos. No es la belleza en sí, eso puede verlo cualquiera. Le admiro porque soy capaz de verle a través de la huella que va dejando en mi historia.
El sonido de mi móvil me distrae. Es un mensaje de Sara, o más bien un telegrama. Cuánto la voy a echar de menos…
Resaca del infierno.
Suerte en el pueblo. La necesitarás. Jajaja.
Trae vino. Y si tu madre ha hecho torrijas, también.
No le cuentes nada de lo de Dubái, todavía no he hablado con la mía.
Me vuelvo a la cama.
—Es Sara —comento guardando el móvil—. Tiene resaca. ¿Qué habrá sido de David? —pienso en voz alta.
—Se ha ido muy jodido.
—¿Sí?
Ay, pobre.
—Sí. Sabe que me debe una.
Me guiña un ojo y me río.
—Te has portado muy bien con él.
—Se lo merece. En un gran amigo —dice con afecto—. Y posiblemente el culpable de que tú y yo estemos hoy aquí.
—Es verdad, nos conocimos por su culpa.
—En todos los sentidos.
Esa frase totalmente intencionada da un par de vueltas en mi cabeza.
—¿Te dijo que me contó lo de April?
—Sí.
—¿Quieres hablar de ello?
—No hay mucho de qué hablar. Funcionó —dice sin más—. Lo de aquel club me dio la excusa perfecta para dejarla. Yo no la quería, ahora más que nunca lo sé. —Me mira al decirlo—. Y ella a mí tampoco, y toda esa farsa, esa mentira que habíamos tejido ya no se sostenía. David fue la tijera que cortó el último hilo y después todo se hizo más fácil. Él sigue pensando que me alejé durante unos meses porque estaba enfadado, pero no es cierto. Alejé a todo el mundo, excepto a Cynthia. Me refugié en mi cuñada porque supongo que era lo más parecido a un hogar que conocía. —Vuelve a mirarme un segundo y murmura—: Era.