El circo
Mi nueva casa mola. Mucho. Si es que se puede considerar una casa a la suite de un hotel… Vega Lohan podéis llamarme a partir de ahora: vivo en un hotel de lujo, me tiro a un chulazo cada noche —en mi caso es siempre el mismo— y estoy a punto de perder la cabeza. ¿Quién soy yo y qué le ha pasado a mi vida?
Dejo la taza de café sobre la mesa del comedor y miro a John, sentado frente a mí. Parece un ángel. Y no porque no tenga sexo, que lo tiene, bien lo sé yo, es porque es irrealmente guapo y encima está iluminado por los rayos de sol de la mañana que entran por la terraza, abierta a su espalda.
—¿Quieres más café?
—No, gracias —contesto bajando de mi nube—. Voy a vestirme ya.
—No creo que tardes más de quince minutos en llegar. Ven.
John me hace un gesto hacia sus piernas. Me acerco y me siento a horcajadas sobre él. La fina tela de su pantalón de pijama acaricia mis muslos y sus manos, mis nalgas.
—¿Y tus braguitas, baby?
—Ni idea; tú sabrás qué haces con ellas después de arrancármelas…
John se ríe y me recoloca sobre su paquete. Cruzo las manos en su nuca y le beso levantando ligeramente la pelvis. Funciona. Algo empieza a despertar entre mis piernas… y las suyas. Hunde su lengua en mi boca con decisión, demandante, con sabor a café y a ganas.
—Tenemos poco tiempo —murmura al soltar mi labio inferior de entre sus dientes.
—¿Uno rapidito?
Y rapidito, rapidito, no ha sido, pero no he llegado tarde y ya no me quita la sonrisa de la cara ni mi jefe, que hoy está en modo soplapollas.
Nada más llegar a la oficina le he dado la noticia. He intentado ser lo más honesta posible al exponerle el motivo de mi excedencia. Él, de primeras, se ha mostrado comprensivo, e incluso me ha pedido bromeando que le invitara a la boda —vamos, ni mueeerta—, pero a la vuelta de la comida le he oído decir por teléfono que el motivo de mi marcha es (cita literal): «No ha podido con el puesto. Todo es demasiado técnico y no está preparada». Así, con dos cojones lo ha dicho. Y yo le he oído. Y media planta, porque lo ha soltado a voces. ¿Qué os parece? A mí, una cerdada, la verdad. Pero, bueno, no pienso amargarme para cuatro días que me quedan dentro del convento. Su actitud solo me confirma que mi decisión va por buen camino. Aquí no pinto nada. Afortunadamente.
A las seis —y ni un minuto más— salgo por la puerta de la oficina. Estoy por escaquearme y pasarme un ratito por la suite, pero no lo hago porque mi jodida conciencia no me deja tranquila y no cesa de repetirme que, si no nado, me crecerá el culo.
Cuando entro en el Starbucks a las ocho, me arrepiento de haberme tomado tan a pecho lo de mantener la línea. Estoy que me caigo de cansancio. Miro entre las mesas ocupadas. Erik me reconoce y se pone de pie, saludándome con la mano. Y sé que es Erik porque no puede negarlo. ¿O vosotras no os lo habíais imaginado rubio, con los ojos verdes y cara de niño bueno? ¿No? Bueno, pues yo sí, y, por una vez, he acertado.
Tiene el pelo bastante corto, peinado con la raya al lado. Su cara es muy dulce: nariz pequeña, boquita risueña y unos ojos vivarachos, escondidos detrás de espesas pestañas doradas. Va vestido con unos vaqueros claros, una camisa del mismo tejido y una camiseta roja bajo ella. Casi del mismo color que están sus mejillas. Es para achucharle, de verdad.
—¡Hola! —Le doy dos efusivos besos.
—¡Hola! —Ríe sorprendido—. Mucho gusto conocer a ti, Vega.
—Lo mismo digo, Erik. —Paso al modo traducción simultánea—. ¿Nos sentamos?
—Sí —dice, pero no lo hace—. ¿No quieres tomar nada?
—Ah, pues sí… Un capuchino, por favor. —Erik asiente y se encamina a la barra—. Y una muffin de chocolate. ¡Gracias!
Aprovecho la pausa para llamar a Leticia. Hace varios días que no sé nada de ella. Cuando descuelga, escucho niños gritar de fondo y la voz de Iván retumbando.
—¡Carlota, no se pega! —chilla Leticia. Un «Cállate, no eres mi mamá» se oye fuerte y claro—. Por suerte… —murmura Leti.
—Nena, esto…, mejor no te entretengo, que se ve que estás liada…
—Estoy en Ikea con Iván y las niñas —susurra, y se nota que está protegiendo el auricular, porque el ruido de fondo ya no se oye—. Esto es un calvario.
—Me lo imagino.
—No, no estoy hablando con mi exmarido. Yo no tengo exmarido, Gabriela —dice como si estuviera harta de repetirlo—. Porque no ¡y punto!
Erik regresa con la merienda.
—Leti, esta semana me paso por casa y te dejo las llaves. Ya me cuentas tranquilamente, ¿vale?
—Vale, pero las llaves te las quedas. Son tuyas, Vega. Utilízalas siempre que quieras.
Me emociono un poco y me despido antes de soltar alguna cursilada. Abandono el móvil encima de la mesa y sonrío a Erik.
—Muchas gracias.
Cojo el café y le doy un pellizquito a la magdalena.
—Soy yo el que debería darte las gracias, Vega. —Le miro extrañada—. Por quedar conmigo —aclara. Pega un trago a lo que sea que esté bebiendo, no tengo rayos X, y yo sigo devorando mi merienda—. Francesco me ha hablado mucho de ti. —Sonríe—. Me ha dicho que eres una persona muy especial para él. Y le creo, porque es la única manera de explicar que te hiciera caso con lo del centro.
—En realidad, la idea no fue mía —farfullo tragando.
—También me lo dijo. Fue cosa de tu…
—Puedes llamarle «novio».
Es más corto que «mi adonis nómada irresistible».
—John Taylor, ¿verdad? —Asiento bebiendo de mi taza. Qué rico todo, por favor—. Francesco me contó que es… muy atractivo —murmura un poco incómodo.
—¿Celoso? —le pregunto con una sonrisa. —Erik asiente y se sonroja. Pero qué mono es…—. Pues no lo estés. A este no le suelto ni loca. —Le guiño un ojo y él se ríe. Parece que va relajándose—. ¿Has hablado con Fran desde que entró en el centro?
Yo no he sabido nada de él desde que se despidió con un mensaje: «Lo voy a conseguir».
—Sí. Telefoneó ayer. Fue la recompensa de su segunda semana limpio. Él fue quien prácticamente me obligó a llamarte. Yo soy un poco tímido… —Se sonroja otra vez—. Pero me dijo que conectó contigo desde el principio… y…
—Y tú quieres hacer lo mismo.
Me mira atónito y enrojece del todo.
—No…, es que…
—Perdona. —Le pongo la mano en el antebrazo. Joder, qué duro… Carraspeo y le suelto—. Es que soy un poco burra. Lo que quería decir es… —A ver cómo me explico—. Que, a lo mejor, tú pensaste… que, si Fran había conectado conmigo a la primera, ¿por qué tú no?
Erik se encoge de hombros, un poco menos colorado.
—Sí, algo así.
—Pues estoy totalmente de acuerdo. ¿Por qué no? —Nos sonreímos—. ¿Estás preocupado por él?
—Siempre estoy preocupado por él —dice, cansado—. Drago es así. Tiene algunas temporadas buenas y muchas malas. Lo increíble es que las buenas son tan buenas que merece la pena pasar el resto. —Asiento con la cabeza, pensando en sus palabras—. ¿Y tú, estás preocupada?
Me sorprende su pregunta. Porque ni siquiera yo me la había planteado. Miro por el ventanal unos segundos, buscando la respuesta, y el ir y venir de la gente, la vida, me la da.
—A mí me preocupa que no pueda encontrarse, que esté tan acostumbrado a centrarse en los demás, a mirarse a través de otros ojos, que él mismo se eclipse. Creo que vive esclavo de su alter ego, sacrificando su identidad por una imagen, escondiendo a Francesco detrás de Drago. Y vivir así tiene que ser muy duro…
—Lo es —afirma con Erik voz trémula.
Le miro y tiene los hombros hundidos, la cabeza agachada y el bajo de la camiseta hecho un ovillo entre los dedos. No sabría explicaros lo que me entra por el cuerpo, pero, cuando quiero darme cuenta, mi mano se ha agarrado a las suyas y mi boca le está diciendo:
—Os lo merecéis todo, ¿me oyes? No permitas que nadie te diga lo contrario. Nunca.
Un par de horas después regreso a mi guarida nómada a refugiarme entre los brazos de John. Conocer a Erik ha sido una bonita experiencia, sin duda, pero me ha dejado un estado de inquietud bastante considerable.
¿A que no sabéis por qué rompieron Erik y Fran cuando estaban en Alemania? No, claro que no lo sabéis, porque yo tampoco lo sabía y soy la que lo está contando… En fin, preguntas absurdas aparte, os contaré que el motivo de la ruptura fue la mente enferma de cuatro retrógrados —o cuarenta millones— que piensan que un señor que elige meter el pito en un orificio de otro señor pues ya es un despojo humano. O un desviado. O un delincuente. Y se merece la consideración de subhumano y tiene que vivir en una puta cueva, escondido para no dar vergüenza a sus congéneres. En resumen: que Erik quería salir del armario y Drago no tuvo valor y se dio a la vida loca. ¿A que esto no hubiera pasado si a nadie le importara una mierda lo que hace cada cual con su pito? Pues eso…
—Hola, cariño. Por fin estoy en casa —canturreo al abrir la puerta de la suite.
Y me quedo a cuadros porque un ejército de hombres y mujeres vestidos de traje han okupado el salón.
—Eh… —Me giro hacia la puerta, no sé si para salir corriendo o para asegurarme de que esta es mi habitación… Pero si no lo fuera, no habría abierto la tarjetita, ¿no? —Perdonen. —Carraspeo—. ¿No conocerán, por casualidad, a John Taylor?
Unas carcajadas se oyen de fondo en la habitación. John se asoma entre varias personas.
—Hola, baby.
Viene hacia mí, sonriente, y yo sigo plantada en medio del recibidor, agarrando mi bolso con fuerza.
—Hola —susurro.
Me da un besito, que no me sabe a nada, y me coge de la mano. Camina unos pasos, casi arrastrándome por la moqueta, y pide atención a los secundarios de Men in Black.
—Chicos, esta es Vega, mi novia —me presenta tan pancho, y hasta parece orgulloso y todo. Yo saludo con la mano, muerta de vergüenza. Un murmullo de saludos llena el salón—. Ellos son mis asesores en Europa —dice mirándome—. Te hartarás de verlos por aquí. —Todos se ríen, y yo los imito. Ja, ja, ja, ¿cuándo pensabas contármelo, pedazo de pendejo?—. Seguid con lo de Hungría, ahora mismo vuelvo —les dice.
Y tira de mi mano de nuevo, en dirección al dormitorio. Me despido torpemente y de igual forma le sigo. Entramos en la habitación, y antes siquiera de encender las luces, John atrapa mi cara entre sus grandes manos y me besa como él sabe, haciendo que no importe otra cosa en el mundo.
—Fuck, baby —gruñe bajando por mi barbilla, por mi cuello—. Cómo te he echado de menos…
Vuelve a mi boca y hunde en ella su lengua con decisión. Colonizándome entera. Demandante. Meto las manos por su americana y aprieto mis dedos en el forro de su chaleco. Gimo y John se separa sonriente.
—Creo que deberíamos parar…
—De eso nada. —Le clavo las uñas en la espalda—. No haber empezado…
—Tú sabes que la habitación de al lado está llena de gente, ¿verdad? —Asiento y mis manos vuelan hasta su cinturón. Él las sujeta y me reprende con la mirada—. Luego.
Hago un puchero y le suelto. Invaden mi guarida nómada y me fastidian el polvo de bienvenida. ¿Por qué los ha traído?
—A todo esto, John: ¿qué hace aquí esa gente?
—Trabajar —dice como si fuera evidente—. Pero no tardaremos mucho. —Me da un beso—. Si tienes hambre, pide la cena, ¿vale? Yo comeré algo cuando termine.
Pues nada, genial. Pasen y vean el circo absurdo en el que se ha convertido mi vida.