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Todo cambia

El viernes, John despeja la suite de asesores —no he querido preguntar cómo— y por fin disfrutamos de un fin de semana solo para nosotros. Solo nosotros. Pero el lunes llega enseguida y, con él, una semana que empieza siendo desconcertante.

En el trabajo, Manuel decide imponer la ley del silencio y solo se limita a saludarme cuando me tiene delante: al llegar y en la máquina de café. Nada más. Me cancela por mail todas las reuniones y me deja prácticamente mano sobre mano. Y no es que me queje; es que me aburro más que un piojo en una peluca.

En casa de Leticia… se me cae el alma a los pies. ¡Ya no está el columpio! Y vale que sea comprensible, porque las niñas van a vivir aquí por temporadas y etcétera, etcétera, pero por esa regla de tres también deberían haber quitado la televisión, que es mucho más dañina… En fin, debates morales aparte, os confesaré que lo que de verdad me da pena es ver mi antigua habitación. Ahora hay una cama nido empotrada en la pared y mi rinconcito zen lo ocupa un cesto lleno de muñecas. Me dan ganas de pedirle a Leti el sillón orejero, pero, claro, ¿dónde voy yo por el mundo con semejante chisme? Así que nada, tendré que aceptar con resignación que ahora pase a formar parte del catálogo de la tienda solidaria del barrio. Un bajón. Porque, aunque gris y triste, era mi vida.

Crecer mola, pero dejar cosas atrás en el viaje no tanto. Y hablando de viajes… Voy camino de la calle Desengaño, para ayudar a Sara a hacer las maletas. Cada vez que pienso lo lejos que vamos a estar, me entran ganas de llorar. Hago trasbordo a la línea 1 y una mujer que también entra en el vagón me sonríe cuando le cedo el asiento.

—Gracias.

—No es nada. —Le devuelvo la sonrisa.

El tren se pone en marcha con un pequeño tirón y me agarro al poste que hay junto a la puerta. La señora saca una revista del bolso y se pone a leer. Me horroriza ver en la portada la foto de Ania Yokorskaia —a. k. a. la cerda rusa— y un titular que anuncia su inminente alumbramiento; presume de que será una orgullosa madre soltera. Pues no opinaba igual cuando pretendía encasquetarle la criatura a Drago… Bufo. La mujer levanta los ojos de la revista y me mira con atención.

—¡Eres Vega Rodríguez!

Mierda.

—No, qué va. Siempre me confunden con ella. —Me río, más falsa que Judas—. Ya me gustaría a mí haber sido la novia de Drago.

Y no miento: hubo un tiempo en el que no me hubiera importado.

—¿No? Pues te pareces un montón. —Me hace un chequeo de arriba a abajo.

Por suerte, el tren se detiene, y resulta ser mi parada. Cuando salgo del metro en Gran Vía, escribo por wasap a John.

Estoy en casa de Sara.
Buen viaje de vuelta, cariño.

Porque no sé si os lo había dicho, pero John está fuera. Por poco tiempo, afortunadamente: regresa dentro de unas horas.

Gracias, baby.
Espérame despierta.

Mmmm, qué sugerente, ¿no? Creo que me voy a dar bastante prisa con Sara.

En casa de mi amiga la revolución ha comenzado. Dos millones de cajas plagan su piso y dos horas de mi vida me dejo ayudándola a empaquetar ropa. Eso sí, me he traído como botín un body de red superporno. Es de tirantes y cubre hasta los pies, pero, curiosamente, el culo y el cogollo te los deja al aire. Muy práctico todo. Y que conste que lo he reciclado por su bien: si se lo pillan en Dubái, no pasa de la aduana.

Cuando llego a la suite, todavía sigue vacía. Me pego una ducha rápida, me lavo los dientes y me embadurno con dos kilos de crema perfumada. Me seco el pelo boca abajo, me enfundo el body de red —con mucha dificultad. Si lo llego a saber, no me echo la crema— y nada más. Con el primer chacra totalmente libre. Me tumbo encima de la cama y me da vergüencita, para qué engañarnos, pero imagino la expresión de John al entrar y se me pasa.

No sé cuánto tiempo estoy tumbada, esperando…, pero mucho, eso seguro. Mis tripas rugen como animales de la selva. Me levanto y cojo el móvil del bolso, que he dejado tirado sobre el pie de cama. Las diez y media. Y sin noticias de John. Y yo con un hambre canina…

Atraco el minibar y me zampo un par de chocolatinas y una bolsita de cacahuetes a toda prisa, pensando en todo momento que John va a entrar por la puerta y me va a pilar de semejante guisa, en plan ardilla, atiborrándome a frutos secos. Adiós, erotismo. Regreso a la cama, pero esta vez me meto dentro. Mi sangre está concentrada en el estómago y tengo frío. Mmm, cómo me gustan las sábanas del hotel. De algodón, tan suaves… Y huelen todavía al perfume de John. Mmmmm.

—¿No me ibas a esperar despierta? —ronronean en mi oído, y siento el peso de algo hundiendo el colchón.

—Mmm.

Unas cálidas manos retiran el pelo de mi nuca y unos labios acarician la parte alta de mi cuello. Un escalofrío me recorre entera.

—¿Sigues con ganas?

—De ti, siempre.

Me giro atrapada entre las sábanas para encontrarle sentado sobre el edredón, vestido con un traje de tres piezas azul marino. Apenas hay luz, solo la tenue y amarillenta que entra por las ventanas, pero distingo que es el de Tom Ford; ya me los voy conociendo. Me incorporo y me abrazo a su cuello. John cruza sus manos en mi espalda y me pega a su pecho. Nos besamos, sin recato. Nos lamemos. Nos mordemos. Nos comemos como si no lo hubiéramos hecho nunca. Las manos de John descienden… y se separa.

—¿Qué llevas puesto? —me pregunta intrigado, y con su mano sigue palpando mi espalda hasta que llega al trasero desnudo. Sus ojos se iluminan y sonríe—. Déjame verlo, ¡ya!

En un solo movimiento se levanta y tira del edredón. Su sonrisa se expande por la estratosfera y tiene que detenerla mordiéndose el labio inferior con fuerza.

—No quiero saber de dónde lo has sacado —dice ensimismado, y su voz se hace más grave—, pero me encanta. Separa las piernas.

Le sonrío, me apoyo sobre los codos y doblo las rodillas, con las plantas de los pies en el colchón. Sin separar la mirada de sus ojos, casi negros, abro despacito las piernas. John se relame.

—Tócate.

—Tócame tú.

—Si te toco, no podré desnudarme. —Tira del nudo de su corbata y clava su mirada entre mis piernas—. Hazlo, baby.

Apoyo la espalda en el cabecero de la cama y con las piernas entreabiertas disfruto de cómo John se quita la americana y la tira con un ágil gesto junto a mi bolso. Se desabrocha despacio los tres botones de su chaleco.

—Vega, cuando termine de desnudarme te voy a follar. Sin preámbulos. Fuerte. Yo que tú, me iría preparando.

Mi sexo palpita.

—Ya estoy preparada.

John me sonríe de medio lado y el chaleco vuela hasta el pie de cama. Se quita los gemelos, tomándose su tiempo, y el reloj. Más palpitaciones. Siento mis pechos pesados y sensibles. Mis pezones, endurecidos por la expectación. Y dejo de reprimirme. John detiene sus movimientos y me mira con atención. Mis manos se deslizan por la red de nailon y las poso sobre mis tetas. Trago saliva.

—Están duras, ¿verdad? —Asiento—. Apriétatelas.

Le obedezco y arqueo la espalda. Las amaso con ganas y gimo al ver a John desabrocharse, absorto, la camisa. La saca de los pantalones y, con un gesto de hombros que casi me detona, la deja caer al suelo. Mi mano derecha, por decisión propia, desciende por mi vientre hasta que el tejido de red se acaba.

—Eso es —me anima John—. ¿Te excita mirarme?

—Mucho.

—¿Quieres ver más?

Asiento con la cabeza y mis dedos se deslizan entre mis pliegues. Gimo. John gruñe. Y agarra con decisión el cierre plateado de su cinturón. El sonido metálico contra el suelo me arranca otro gemido. La visión de su erección atrapada en unos boxers grises, un espasmo. John me sonríe y dirige la mirada a su paquete. Lo marca por encima de la tela y vuelve a morderse el labio.

—¿La quieres?

Jadeo y levanto las caderas como respuesta. Mi sexo está empapado y mis dedos se deslizan con facilidad. No puedo parar de tocarme.

—Quítamelos.

Ni me lo pienso. Me arrodillo sobre la cama y beso sus pectorales, su abdomen y su miembro. Lo aprieto por encima de la tela. Está tan duro… Meto la mano dentro.

Fuck —sisea.

Un hormigueo me recorre todo el cuerpo. Libero su erección y la introduzco en mi boca, concentrándome en la expresión de su cara. Su ceño fruncido, sus labios entreabiertos… Su mano se coloca en mi nuca cuando succiono con fuerza.

Baby… —Adelanta las caderas y se retira—. Sigue… —Repite el movimiento, cogiendo ritmo—. No pares… No pares nunca.

Me entrego a ello como si fuera lo último que fuera a hacer. Le introduzco y le saco de mi boca sin descanso, apretando los labios contra su piel suave y lamiendo cada milímetro. El sabor de su placer me excita tanto…

—Dios, Vega… —Levanto la mirada y le veo desencajado. Totalmente abandonado a lo que mi boca le ofrece. Gimo y mi sexo palpita—. Quiero correrme en tu boca. ¿Y tú? ¿Lo quieres?

Asiento y le chupo con más ganas. Él me sujeta del pelo y me detiene, clavándose en el fondo de mi garganta. Emite un ronco jadeo y la agarra con una mano sacándola. La desliza por mis labios y vuelve a introducirla despacio. Cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás.

Fuck. —Adelanta sus caderas. Noto un pequeño espasmo sobre mi lengua y succiono—. Para, para… —Tira de la mata de pelo que tiene enrollada en su mano—. Me correré en tu boca, te lo prometo. —Sonríe de medio lado—. Después…

Me tumba sobre el colchón y se quita los boxers. Me abre las piernas y me lame desde el sexo hasta la barbilla, de una sola vez. Cuando llega a mi boca, se hunde en mí. Hasta el fondo.

No me da ni un segundo para acostumbrarme a sus embestidas. Contundentes. Brutales. Cuando quiero darme cuenta, estoy gritando su nombre con mis dientes clavados en su hombro izquierdo. Todo mi cuerpo en combustión, enviando oleadas eléctricas a cada poro de mi piel. No lo he visto venir, pero este orgasmo no se me va a olvidar con facilidad.

Baby, estoy a punto… —jadea.

Y no hace falta que me diga más.

Me bajo rápidamente de su cuerpo y me pongo de rodillas entre sus piernas. John agarra su miembro y, sin más, lo introduce en mi boca. Un grave jadeo reverbera en toda la habitación. Su sabor me invade. Levanto la mirada y le llevo más adentro, tragándome todo su placer.

—Eres un sueño. —Me acaricia el pelo.

Sus ojos encuentran los míos, y la luz que veo en ellos me devuelve la ilusión.